«Agencia Tompson y Cía.» Julio Verne y Gran Canaria

Portada de "Agencia Thompson y Cía", novela de Julio Verne en la que habla de Gran Canaria

 

No podía pensarse en pasar la noche en Artenara, pues la hospitalidad de aquellos trogloditas hubiera sido necesariamente muy rudimentaria. Impúsose una hora de marcha todavía y hacia las seis pudieron echar pie a tierra definitivamente en Tejeda, pequeña villa a que ha dado su nombre de Caldera.

El guía, en efecto, había conducido a los turistas a un albergue; un miserable albergue. Muy suficiente para él mismo, habíalo juzgado suficiente para los demás, y nada comprendió a través de las muecas de disgusto que acogieron la señal de «alto». En todo caso era ya demasiado tarde para hacer recriminaciones. Toda vez que Tejeda no tenía nada mejor que aquel albergue, menester era contentarse con él.

Si a fuerza de ingenio se logró encontrar un abrigo suficiente para las señoras, los hombres, liados en mantas, en cubiertas, hasta en sacos, tuvieron que contentarse con el duro suelo o con la hierba al aire libre. Aun cuando el clima sea suave en las islas Canarias, la madrugada no deja de aportar cierto frescor, muy perjudicial para los reumáticos.

Alice y Roberto, que marchaban al frente, se detuvieron y buscaron con la mirada al guía indígena. El guía había desaparecido. En un momento se hallaron todos los turistas reunidos en el cruce de ambos caminos formado un grupo y comentando con viveza aquel singular incidente.

– No podemos esperar más –declaró terminantemente–. La desaparición del guía no presagia nada bueno, y estoy persuadido de que alguna cosa le ha sucedido a Mr. Morgand. Por lo que a mí hace, marcho a su encuentro sin esperar ni un minuto más.
–Mi hermana y yo iremos con usted –dijo Alice con voz firme.
–Iremos todos –exclamó sin vacilar la unanimidad de los turistas.


Al llegar a un recodo del camino, detuviéronse repentinamente los turistas prestando oído alentó a un tumulto confuso, semejante al murmullo de una muchedumbre, que llegaba hasta donde ellos se encontraban.
–¡Despachemos! –gritó Roger, sacando de nuevo su caballo al galope.
En pocos segundos la tropa de los turistas llegó a la entrada de una aldea, de donde salía el ruido que llamara su atención. Aldea de las más singulares, no contaba con casas; era una nueva edición de Artenara. Sus habitantes se alojaban a expensas de las murallas que bordeaban el camino. Por el momento, aquellas moradas de trogloditas estaban vacías. Toda la población, compuesta única y exclusivamente de negros, había invadido la calzada y se agitaba lanzando increíbles vociferaciones.
La aldea se encontraba evidentemente en ebullición. ¿A causa de qué? Los turistas no pensaban en preguntárselo. Toda su atención estaba monopolizada por el espectáculo imprevisto que ante sus ojos se ofrecía. A menos de cincuenta metros veían a Roberto Morgand, sobre el que parecía converger la cólera general; Roberto había echado píe a tierra, y, arrimado a una de las murallas transformada en colmena humana, defendíase como mejor podía, resguardándose con su caballo.
El animal, nervioso, se movía en todos sentidos, y las coces que lanzaba por doquier mantenían libre un amplio espacio en torno de su dueño.
No parecía que los negros poseyesen armas de fuego. Sin embargo, cuando los turistas llegaron al terreno de la lucha, tocaba éste a su término. Roberto Morgand iba debilitándose sensiblemente. Después de haber descargado su revólver, y desembarazándose así de dos negros, que permanecían tendidos en el suelo, no contaba ya como arma defensiva más que con su látigo, cuyo pesado mango había bastado hasta entonces para salvarle. Pero, asaltado a un tiempo por tres lados a la vez, apedreado por una turba de hombres, de mujeres y de chiquillos, era dudoso que pudiese resistir por más tiempo. La sangre corría por su frente.
La llegada de los turistas le aportaba un socorro, pero no la salvación.

Entre éstos y Roberto se interponían centenares de negros, gritando, aullando, con tanta excitación, que no se habían dado cuenta de la presencia de los recién llegados.
Roger, como a un regimiento, iba a ordenar la carga a todo riesgo, cuando uno de sus compañeros previno la orden.
De repente, saliendo de las últimas filas de los excursionistas, lanzóse un jinete como un alud, y cayó como el rayo sobre los negros. A su paso, los turistas habían podido reconocer con estupefacción a Mr. Blockhead que, pálido, lívido, lanzando lamentables gritos de angustia, se aferraba al cuello de su caballo, asustado por los clamores de los negros.
A aquellos gritos respondieron los negros con exclamaciones de terror. El caballo, enloquecido, galopaba, saltaba, pisoteaba todo lo que encontraba a su paso.

–Es verdad –reconoció Roberto–. Pero ¿podía yo suponer que se atentase a mi humilde persona? Además, estoy convencido de que la casualidad ha sido la que lo ha hecho todo, y que usted habría tenido igual acogida, si en mi lugar hubiera usted ido a aquel pueblo de negros.

–En realidad, ¿qué clase de colonia es esa, negra en pleno país de raza blanca?

–Una antigua república de negros –respondió Roberto–. Hoy, hallándose como se halla abolida la esclavitud en todo país dependiente de un Gobierno civilizado, esta república ha perdido su razón de ser. Pero los negros tienen cerebros obstinados, y los descendientes persisten en las costumbres de los antepasados, y así continúan enterrados en el fondo de sus cavernas salvajes, viviendo en un aislamiento casi absoluto, sin aparecer a veces en las poblaciones próximas durante más de un año.
–No son muy hospitalarios –observó Roger, riendo–. ¿Qué diablos pudo usted hacerles para ponerles de aquel modo en revolución?
–Absolutamente nada –dijo Roberto–. La revolución había estallado antes de mi llegada.
–¡Hombre! ¿Y por qué motivo?
–No me lo han contado; pero he podido adivinarlo fácilmente por las injurias con que me han abrumado. Para comprender sus razones, precisa saber que los canarios ven con malos ojos como los extranjeros llegan a su país cada vez en mayor número, pues creen que todos esos enfermos dejan en sus islas algo de sus enfermedades, y que acabarán por hacerlas mortales. Ahora bien, aquellos negros se imaginaban que nosotros acudíamos a su pueblo con objeto de fundar en él un hospital de leprosos y de tísicos. De ahí su furor”.