El coleccionista de voces

León Felipe
En un precioso librito de la editorial Istmo titulado La generación del 27 desde dentro recuerdo haber visto, entre otras curiosidades, cómo se desmarcaba Lorca de su «gitanismo», argumentando que para él lo gitano, a fin de cuentas, viene a ser otro tema -más o menos recurrente, eso sí- en esa especie de socorrida cabalgata literaria de la que tantos se obcecan siempre en recoger alborozados los mismos caramelitos. De alguna remotísima clase universitaria me llega también la imagen de cierto profesor, de mente clara y despejada, que nos revelaba que la objetividad no existe, que en todo caso se trata de un recurso estilístico más, de una pose estética. Extraños recuerdos dirán ustedes que se encapricha en devolverme la memoria. ¿Qué quieren? No me lo tengan en cuenta. Por fortuna uno no es dueño siquiera ni de sus propios recuerdos.
Releyendo hoy los poemas de León Felipe me pregunto si ocurrirá lo mismo con lo que se ha dado en llamar «compromiso social». El individuo sacrificado al colectivo. El «yo» que se diluye en el «nosotros». La palabra poética en los huesos, orgullosa en su harapienta menesterosidad como el hombre de la calle, elegante en su sencillez cotidiana -«ESCRIBO hablando», decía Blas de Otero-. ¿Es sólo un tópico literario más? ¿No hay más que palabras detrás de esa actitud contestataria? ¿Todo se queda en empuñar un arma cargada de un futuro de atrezo, en levantar humo con cartuchos de una libertad mojada o de fogueo?
No sé. Reconozco que muchos de los autores de esa antología -peligrosamente cercada- de poemas sociales acompañaron sus obras con su vida, y sacrificaron su bienestar y el de sus familias por la defensa de las ideas y los valores que creían justos para el hombre. Con eso me quedo.
Encontramos en esos versos maravillosos hallazgos expresivos, que admiramos, y encendidas proclamas humanitarias, que compartimos. Pero todo se queda ahí. Al cerrar el libro nos recogemos en nuestro laberinto. Los antihéroes están bien para las novelas. No nos engañemos. En la vida real nadie quiere ese papel.
Nuestra compañera YUDITH RODRÍGUEZ BOLAÑOS (3ºA) ha tenido la amabilidad de prestarnos su voz recitando un poema de León Felipe titulado «Como un pulgón». También ha hecho gala de una paciencia infinita disculpando el retraso en la publicación de esta entrega de nuestra «colección». Pido nuevamente disculpas a Yudith y a cuantos vienen colaborando con nosotros en esta sección. Esperamos poder añadir nuevas piezas con más regularidad.

El coleccionista de voces

Los romances son como ecos petrificados de una voz que un día dicen que existió, aunque nadie sabe de quién, ni por qué, ni dónde. Demasiadas preguntas sin resolver, cuyas respuestas, los romances mismos, no hacen sino multiplicar hasta el infinito, con sus desmemoriadas fijezas cambiantes, la corva sombra de su fatídico signo interrogante.

Cada romance es, de alguna manera, un fragmento fosilizado de ese inconsciente colectivo que al parecer nos engruda la conciencia. Peleles abúlicos e inconscientes, braceamos a tientas hasta donde nos lo permiten los cortitos hilos que a ratos nos va soltando el genoma, la inteligencia computacional -Marina dixit– o el forro impermeable del faraónico paraguas social.

Y, sin embargo, pocos frutos tan ingenuamente frescos como los del romancero tradicional. De nuestro romancero canario nos trae hoy una muestra nuestra compañera Kenya Pérez (4ºB).

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Luis Feria

Salvo algunos textos dispersos en alguna que otra clase universitaria, hasta ahora no me había detenido a leer con tranquilidad los poemas de Luis Feria. No sé si les habrá pasado a ustedes, pero a veces se da la circunstancia de que hay una película, un libro, un programa de televisión, un actor… del que todo el mundo habla, que a la vuelta y a la ida de cada esquina te recomiendan y cuyo nombre chorrea viscosamente de las bocas de esos privilegiados que tienen por especialidad todas las especialidades. Queda uno hastiado antes incluso de llevarse a la boca tan publicitado manjar. En esos casos, por aburrimiento y por llevar la contraria -manía que no quiero disimular-, tengo por costumbre dejar que pase el tiempo. Y así me va, que tengo arrumbadas aquí y allá ni se sabe cuántas lecturas pendientes, como latitas de conserva.

En esta ocasión parece que la parada va valiendo la pena, porque casi que me da pereza levar anclas. Como homenaje a la obra del canario Luis Feria, nuestro compañero Josías Araña (4ºC) se deja hoy la voz y «El corazón».

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Alejandra Pizarnik «Hay personas que poseen la facultad de dejar de ser ellas mismas. Tienen la capacidad de desasirse de las circunstancias sociales, económicas, culturales y espacio-temporales a las que todos estamos sujetos. Cuentan con la rara habilidad de contemplarse tal como son, de aceptar con sincera naturalidad (no exenta de dolor) cuanto constituye su ser. Emprenden de este modo un arduo camino hacia el desvelamiento de su propia personalidad, al encuentro de los anhelos y conflictos que constituyen la esencia de su paso por el mundo. A partir de ahí, a veces, puede surgir la literatura.

Generalmente, conocemos a las personas que nos rodean por pequeños detalles. La manera de caminar, ciertos gestos que hacemos al expresarnos, la forma de beber el café o una inconfundible entonación al hablar son elementos que nos individualizan, que nos hacen diferentes. De alguna manera, los demás nos reconocen por esos rasgos mínimos, por esas “manías” casi imperceptibles a las que sólo tiene acceso un reducido círculo de conocidos, y que dan cuenta, en cierta medida, de quiénes somos y de nuestro modo de entender el mundo. Lo realmente difícil, en el plano literario, es configurar, como en la vida cotidiana, esa “persona” inconfundible, ese saber “ser” literariamente que cohesiona y da vida a un conjunto heterogéneo y frío de renglones, versos y párrafos.

Alejandra Pizarnik pertenece sin duda a este privilegiado grupo de artistas. La poeta argentina, a la par de una incuestionable calidad estética, hace de su obra una prolongada y agónica vivisección, en la que ahonda con sincera lucidez (rayana en locura) en las propias entrañas de su existencia

Hace años que éstas y algunas palabras más andan cogiendo polvo en algún escondido rincón de mi disco duro o, en el mejor de los casos, del cajón de algún profesor universitario. En ese articulillo (que pueden descargar aquí) hablaba de un inquietante texto pizarnikiano titulado La condesa sangrienta, cuyos motivos principales giran en torno al símbolo del espejo.

Ojalá se animen ustedes a recorrer estos «Caminos del espejo» que con tanta generosidad nos descubre hoy nuestra compañera Soraida Sánchez (3ºB).

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Monumento a Bécquer

En la ciudad de Sevilla, en el Parque de María Luisa, hay un monumento en memoria de Gustavo Adolfo Bécquer.Yo no sé en otros países de habla hispana, pero en España Bécquer siempre me ha parecido el poeta por antonomasia, el factor X de la lírica patria, la madre de todas las células de nuestro corazón -de toro- partío. Cuando Neruda nos hablaba de «la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada», y los convertía en «lo poético elemental e imprescindible», casi aseguraría que tenía un ojo puesto en el «yo no sé qué te diera por un beso» becqueriano, y, de tanto forzarlo, se embizcó hasta el «por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa» del hiperbólicamente nostálgico vate chileno.

Casi me atrevería a devolverle al poeta sevillano sus propias palabras, y espetarle: «poesía eres tú». Pero mejor no, porque mis niños me tacharían de cursi, entre otras lindezas irreproducibles, y es de notar que mis niños, de la vida moderna, saben mucho más que yo, así que habrá que hacerles caso. Pero hasta ellos reconocen que los poemas de Bécquer son «bonitos», que al fin y al cabo es el sencillo apelativo en que cualquier hombre común, no maleado por las disquisiciones eruditas, viene a encerrar el secreto de la poesía. La poesía son palabras bonitas.

Monumento a Bécquer, pues, monumento a la poesía. Pero también monumento al amor. Al menos así se desprende del grupo escultórcio sevillano. Vamos a ver… Yo nunca he estado en Sevilla, ni he visto por tanto el monumento en cuestión, pero por lo que cuentan las guías de viaje en él no aparece uno, sino hasta dos cupidos: el primero, de bronce, ejerciendo su oficio de arquero sentimental; el segundo postrado y herido por un puñal en la espalda. Y hasta tres damas completan esta suerte de mogollón erótico.

A los malpensados quizá les estará pasando por la cabeza que maldita la gracia que me hace el susodicho monumento. Nada más lejos de mi intención. El grupo escultórico me parece admirable. ¿Saben por qué? Porque al menos es sincero. Podrá haber dos cupidos, podrá haber tres damas, pero sólo hay un Bécquer, y éste ni siquiera de una pieza, de cuerpo entero. Lo que se nos ofrece es un Bécquer mutilado, parcial, fragmentario. Vale que sea el Bécquer cacareado por todas las charangas y panderetas, oficiales o no.

Seguramente lo hacen por echarnos una manita, por facilitarnos las cosas, como cuando nos mandan el borrador de la renta limpito y ajustado a nuestras casas, para que no tengamos que pensar. En unos tiempos en que se llevan los detergentes concentrados, las vitaminas y proteínas sintetizadas en píldoras y el diseño minimalista, ¿a quién le sorprenden estas pastillitas de cultura? El que quiera que se las tome, que no requieren prescripción médica. Pero bueno… ¿Quién soy yo para hablar? He de confesar que cada día les pongo esquemitas en la pizarra a mis niños, en el convencimiento de que, como sé que no se los van a estudiar, me queda el consuelo de que lo que se van a perder es lo menos posible.

Después de algunos problemas técnicos, desde la «octava isla» el coleccionista nos trae hoy la voz de nuestra compañera Mayra López (3ºB).

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J.K. Rowling

     Dos razones se me ocurren para explicar el éxito de Harry Potter… Por cierto, que no deja de sorprenderme que un personaje con un nombre así haya podido triunfar en el mundo hispano. Recuerdo que antes los héroes de novela tenían nombres distinguidos y reverberantes. Incluso los actores, los cantantes y los poetas escondían el DNI para lucir palmito nominal ante su público. El nombre, reverso de la cara bonita, lo era casi todo. Pero hoy no. Hoy monte usted su duíto musical, y llámelo «Servando y Florentino»; hágase usted actriz, y apellídese «Borrachero» con toda naturalidad; si es usted compositor y cantante de talento, y se llama simple y llanamente «Manolo García», ¿a qué tiene usted que estar andándose con remilgos? El prestigio se lo da usted al nombre, y no al revés. Está muy bien esta nivelación de las castas lingüísticas. ¿Por qué ha de valer una palabra más que otra? Está visto que vivimos unos tiempos en que, menos la política, se democratiza todo.

     Decía que el éxito del aprendiz de mago creado por J.K. Rowling puede que se deba a eso que dicen de que la imaginación duerme en el alma del niño, de ese niño que, según voces autorizadas, a pesar de crecer, siempre llevamos dentro, queriendo escapar de nosotros mismos y de las limitaciones del mundo que nos rodea… o nos cerca (según cómo se mire). La otra explicación que se me ocurre es que nos gusta la vida fácil, y que siempre es mejor conseguir lo que queremos haciendo un movimiento de varita que sentándose a pensar o poniéndose a trabajar. A todos nos gustaría tener el toque mágico de Harry Potter. Sin embargo, nadie quiere ser un seboso Dudley Dursley, un simple primo de Harry Potter. Mejor dicho… nadie quiere ser un primo.

     Como no me convence ninguna de las dos explicaciones, dejo a su buen criterio y perspicacia el reto de desvelar el secreto de este fenómeno de masas. Hoy visita nuestra colección la más simpática fan de las aventuras del famoso mago, que nos ofrece un fragmento de Harry Potter y el misterio del príncipe.

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Francisco Umbral

     De entre las partes del cuerpo humano, el hígado no goza precisamente de mucha prensa. Ni siquiera amarilla. Hasta su nombre parece que chirría estentóreo, que rebuzna inquieto por no ser sorprendido en un susurro al oído, en un verso, en una carta de enamorados. A cualquiera le gusta que le digan «te quiero con todo mi corazón», «tus manos albergan el cuenco infinito de mis sueños», «entre tus párpados muere y me amanece la conciencia»… Pero la poesía del hígado debe de ser como esos silbatos sordos, audibles sólo para las bestias.

     Y, sin embargo, el hígado es uno de los órganos con más presencia, más voluminosos. Y sin embargo su trabajo dentro del organismo es fundamental, porque metaboliza, regenera, purifica desde dentro.

     Nuestra literatura, a pesar de lo que muchos creen, no sólo tiene corazón (hipertrófico) y algo de cabeza (apenas un manojo de circunvoluciones), sino sobre todo hígado. Si de algo podemos presumir es de hígado. De esa bilis que se encharca en las danzas de la muerte, que corre a través de Quevedo, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán, y que Umbral desayuna con deleite en el paladar sibarita de sus columnas.

     Aquéllos que tienen cierta predisposición hacia las letras. Aquéllos que aspiran a cierta consideración o incluso a la gloria literaria. Los que creen que en una frase cabe la curvatura definitiva para darle esquinazo al mundo. Piensen por un momento en todos esos escritores. En su amarga y ácida tarea. En esos jugos gástricos que se esforzaron por extirpar todo lo putrefacto de nuestra cultura. En ese ardor intelectual que, como el del estómago, repite e incomoda, hasta que nos revienta la diarrea y la vomitona.

     Los que crean que lo que escribe un hombre vale algo, tengan en cuenta que Francisco Umbral, el mejor prosista en lengua hispana de nuestro tiempo, murió. Y el mundo sigue girando. Y las palomas siguen ensuciando las calvas y las aceras. Y no pasa nada. Y a nadie le importa.

     Nuestra compañera Elena Falcón (4ºB) -Elenita para los que leen sus comentarios- nos trae hoy un fragmento de Mortal y rosa, la novela más celebrada de Umbral.

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Augusto Monterroso

      Cuando se inventó la fotografía surgieron enseguida en torno a este mágico congelador del tiempo al menos dos corrientes de opinión. Una de ellas vaticinaba la irremediable decadencia y desaparición del arte de la pintura, puesto que los tradicionales borrones de color sobre el lienzo poco podían hacer ante la exacta fidelidad al original de la nueva técnica. La otra decretaba la imposibilidad de conceder valor alguno al arte fotográfico, dado que la tecnología eliminaba casi por completo la participación humana en la creación de las imágenes. La máquina lo hací­a todo: ¿dónde quedaba el «genio» del artista?, ¿dónde su destreza?, ¿dónde su creatividad?

      Casi dos siglos después, la pintura sigue gozando afortunadamente de buena salud -que Dios se la conserve (que falta le hace)-, porque hoy sabemos que la savia que la alimenta no se nutre de la realidad que rara vez trata de representar, sino de un intransferible sustrato humano, imperceptible para los objetivos de las cámaras. También sabemos que la selección de la realidad que tiene lugar en la fotografí­a, la elección del ángulo adecuado, de la luz precisa, requieren una técnica tan compleja e imaginativa como la de los mejores pinceles.

      Los aparentemente sencillos relatos del escritor guatemalteco Augusto Monterroso nos hacen reflexionar sobre la complejidad de la literatura y del arte en general. Porque, lejos de ese anciano y periclitado debate entre la forma y el contenido, la expresión y la comunicación, Monterroso nos demuestra que se puede hacer arte simplemente con un gesto, con una intención, con una vuelta de tuerca al punto de vista generalmente admitido. Lo importante no es la extensión del cuerpo, el acto material de la escritura, la arquitectura de la obra, sino la mirada que está detrás y delante de los renglones. El arte es una ventana abierta al mundo, que aspira a saberse y a que la sepan abierta, y que se aferra al sueño de perpetuar la luz que proyecta desde su interior.

      Desde su particular mirador, este socarrón agitador de conciencias que es Monterroso nos encandila como a los niños chicos con la brevedad y candidez de sus cuentos. El que nos ocupa hoy, «La rana que quería ser una rana auténtica», a pesar de las apariencias, tiene bastante poco de infantil, tal como me lo hizo ver nuestro compañero Chedey Peña (4ºC), que amablemente entrega su voz a nuestra colección.


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Luis Cernuda

     El año pasado se celebró el aniversario de la muerte de Lorca. Hace un par de días leí en prensa que es inminente la publicación de una edición definitiva de su Poeta en Nueva York. Y desde el mismo centenario de su nacimiento, de fecha ya lejana, oigo a más de un paisano decir que ya empiezan a estar un tanto cansaditos de Federico. Pero se equivocan. De lo que están hartos no es de Lorca, sino de lo «lorquiano». Porque a Lorca le ha pasado lo peor que le puede suceder a un intelectual o a un artista: lo han institucionalizado. La oficialidad lo ha engullido y lo ha regurgitado en esa especie de bolo alimenticio -rico, rico- que llaman lo «lorquiano», que se compone básicamente de homosexualidad y de trágico duende metafórico y agitanado, no necesariamente en este orden ni en partes iguales.

     A Luis Cernuda no le va a pasar lo mismo. Siempre a la sombra de los «grandes» del 27, Cernuda viene a ser lo que llamaba Umbral un desarraigado, un raro. Su singularísima figura y obra difícilmente se convertirán en bien mostrenco, porque escribe siempre desde la ultraperiferia, desde la indigencia. La sociedad nunca mezcla su sangre con lo que considera peligroso, pernicioso para su existencia. Genera anticuerpos contra la excepción, contra lo auténtico. De ahí que Cernuda no sea un producto vendible ni rentable. Su poesía es tan radicalmente personal, que resulta dificilísimo siquiera imitarla -¿qué es lo «cernudiano»? Cernuda no es vulgarizable, no es caricaturizable, al menos en una caricatura que resulte creíble, porque intentarlo sería algo así como querer trazar el perfil del aire.

     Del poeta sevillano traemos hoy un «Te quiero» que nos suena mucho mejor, si cabe, porque lo pronuncia nuestra compañera Jennifer Alemán Castellano (3ºA).

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