Luis era el gallito de la calle, ninguno de los de su barrio le había podido, y él les había zurrado a todos. Desde que dominó a Guillermo no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas, se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!
¡Le tenían una rabia los de la calle!
Guillermo, desde la última pelea, callaba y le dejaba soltar sus fanfarronadas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».
Los del barrio, aburridos del gallo, le venían con recaditos a la oreja.
-Dice que le tienes miedo.
-¿Yo?
-¡Dice que te puede!
-¡Sí, las ganas!
Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo.
Por la primera tontería tuvieron palabras. Los demás les azuzaban.
-¡Anda, pégale!
-¡Pégale a ése!
-¿Le tienes miedo?
-¿Miedo yo?
-¡Mójale la oreja!
-¡Tírale saliva!
-¡Llámale aburrido!
-¡Provócale, anda, provócale!
Todos se echaron a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a castigar al que había hecho la burla.
-¡Déjale quieto! -le gritó Guillermo.
-¡Y a ti también si chillas mucho!
-¿A mí?
Luis le dio un empujón, se lo devolvió Guillermo y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.
-Ojalá gane Guillermo. Ojalá amén… Ojalá gane… Ojalá gane…
Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo. Guillermo sujetó con sus rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:
-¿Te rindes?
-¡No!
-¿Te rindes?
-¡No!
Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.
En aquel momento uno de los mirones exclamó:
-¡Agua…, agua…, agua!
Era que venía un policía, cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle abandonaron todos el campo echando a correr.
Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo.
Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, murmurando:
-¡Ya caerá! ¡Ya caerá!
En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:
-Te ha podido Guillermo.
Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:
-¡Ya caerá! ¡Ya caerá!
MIGUEL DE UNAMUNO, en El Nervión (07/09/1891) (adaptación).
¿Qué problema tenían estos niños?
¿La manera de solucionarlo es la adecuada? ¿Por qué?