El precio de la ilusoria libertad

La noche había caído horas atrás. El tráfico descendía drásticamente y, a pesar de la maldad silenciosa que caminaba y reía por las calles, la mayoría de los ciudadanos no la percibía.
Dos siluetas caminaban por una solitaria callejuela, directos a un almacén abandonado. Ambos miraban constantemente en todas direcciones para asegurarse de que no eran perseguidos. Nerviosos e inquietos, como si Dios los mirase para condenarlos al infierno, entraron al almacén sin hacer ruido. Caminaron hacia el interior, todavía con la impresión de que iban a descubrirlos.
No lo hicieron.
Por ello, suspiraron con una emoción de angustioso alivio. Uno de ellos sacó el móvil y lo dejó encima de un trozo de viga, encendió la linterna y el rostro de ambos quedó iluminado.
–Hoy tampoco ha pasado nada –susurró el chico de piel oscura y ojos negros, con un centelleo de impaciencia en la mirada. Sus labios esbozaron una sonrisa al ver que su acompañante no respondía.
–No hables muy alto; a veces, el destino tiene por capricho tocarte los cojones –contestó el chico de piel clara y ojos castaños, con un semblante endurecido. Él tenía la sensación de que esa noche era una de las últimas.
–Claro –dijo el chico moreno, y atrajo a su pareja hacia sus brazos, rodeándolo con ellos. El otro alivió su expresión malhumorada, de preocupación, de miedo… de un miedo ordinario y peligroso.
–Está todo bien, Oliver –habló de nuevo para tranquilizarlo. Oliver asintió, todavía turbado. El otro muchacho lo estrechó más y buscó su boca para compensar el sufrimiento que pasaban a diario y que, probablemente, seguirían sintiendo hasta… ¿que Dios los separase? O mejor dicho, el prójimo lo hiciese.
Los dos chicos se besaron con ansias infinitas, con la incertidumbre de si aquel día tendría un traumático final, o en cambio, escaparían por los pelos otra vez.
Sin embargo, en medio de sus gestos cariñosos y de amor, el ruido de varios intrusos interrumpió el momento. Oliver, con la cara cenicienta, corrió a apagar el móvil y lo introdujo en su bolsillo. Cogió de la mano a su acompañante y trataron de escapar de allí…

Calles más abajo, al mismo tiempo, una muchacha caminaba zozobrando las últimas dos manzanas que la separaban de su casa. Miraba su reloj cada dos minutos para controlar el tiempo y tratar de aumentar la velocidad de sus piernas caladas por el frío.
Maldecía una y otra vez por haberse dejado llevar en el café, riendo y bromeando con otra chica que era muy maja… A pesar de que aquel rato fue… maravilloso, llegar a casa en un barrio tan conflictivo, sola y sin ningún tipo de seguridad, era bastante semejante a pasar corriendo por delante de un tiroteo y esperar a que, estadísticamente, no le tocara el tiro a ella.
Las manos le temblaban, la sola idea de que sus zapatos hicieran demasiado ruido al caminar la perturbaba aún más. En consecuencia, miraba constantemente de atrás para delante, movía la cabeza con desesperación en todas direcciones buscando al próximo agresor.
Una miríada de ideas paranoicas y espeluznantes cruzaron su inestable cabeza a causa del terror que ya no la dejaba pensar.
Condujo la mayor parte del trecho con la impresión de que pronto tendría que salir corriendo mientras gritaba “auxilio”, sin saber en qué momento debía disparar la alarma. Puede que el pánico la llevara a reaccionar por contacto y no por una puesta en escena real.
Suspiró de alivio cuando a unos cincuenta metros vio su casa y, por un instante, el peso de todos esos perturbadores sentimientos cayeron al suelo; aun así, no duró demasiado.
Un coche pasó por el lado de ella y eso la devolvió a la realidad. De pronto, una mano la sujetó por detrás, tapándole la boca. El grito de auxilio quedó atorado en su garganta, escuchándose únicamente su gruñido de miedo sorpresivo. La muchacha se debatió agresiva y salvajemente de su agresor, quien se reía en voz baja, disfrutando del retorcido espectáculo. Pese al constante forcejeo, no le sirvió para mucho contra aquel cuerpo de acero que la doblegaba y arrastraba hacia un callejón oscuro y maloliente. Allí, la arrojó contra la pared y salió despedida a gran velocidad, por lo que el impacto del golpe que recibió en la frente la aturdió por momentos. Un dolor punzante le recorría la frente y parte del cráneo, aunque ya no sabía ubicar exactamente dónde le dolía más. Algo húmedo empañó sus pestañas, por lo que llevó la mano hacia su frente sangrante. Un gimoteo salió de entre sus labios al sentir un calambre aflictivo como respuesta a la agresión sufrida. Quedó de rodillas sobre el frío arcén al mismo tiempo que el pánico se comía toda su cordura, como iban a comérsela a ella.
–Pero… ¿por qué yo? –pensó, mirando con lágrimas en los ojos al hombre que ahora la atizaba de nuevo para someterla.
–Podría haber sido cualquiera… –se dijo a sí misma, conmocionada mientras escupía sangre. El dolor se extendió por todo su rostro. No opuso más resistencia por si esto le brindaba la posibilidad de salir con vida. Y entre sus egoístas y lastimosos pensamientos de supervivencia, el depravado la desvestía, escuchándose sus jadeos de vil excitación.

Al otro lado de la ciudad, un hombre recorría las calles en bicicleta. Recién había salido de trabajar de la fábrica, y trataba de tomar los atajos más transitados para no sufrir una repentina emboscada. Estaba acostumbrado a esa clase de cosas. Tras veinte años de integración en un país del primer mundo, la gente lo miraba con ojos monstruosos y asesinos. Nadie había perdido esa impresión destructiva que se tenía de los que vienen de fuera. Incluso si se pusiese a decir cuatro verdades, eso no cambiaría el pensamiento retorcido y maximalista que se pudiera conocer.
El hombre, reconfortado por llegar sano a casa una vez más, abrió la puerta de su casa y su mujer pasaba por delante con un bol de fideos en la mano. Él entró con cierto apuro y cerró la puerta tras de sí.
–¿Cariño? –preguntó ella nerviosa. El hombre supuso que algo no iba bien cuando ella ponía ese tono de voz. La inquietud lo perturbó tanto que corrió a zancadas hacia la cocina al tiempo que decía:
–Soy yo, mi amor, ¿qué sucede?
Entonces, la mujer de piel color chocolate, cabellera castaña y ojos verdes se dio la vuelta y el lienzo morado que salpicaba su cara impactó tanto al marido, que lo enmudeció. Recorrió con la mirada los moratones que destrozaban el rostro de su amada y un sentimiento de desesperada impotencia tensó sus músculos. La expresión de él se desencajó y solo pudo decir tartamudeando:
–Lewa, ¿qué te ha pasado? ¿Quién te hizo eso?
–Nadie, está bien, cielo –mintió ella con una pequeña sonrisa que más bien parecía una mueca ahogada.
–¿Estás bien? ¿Te han herido en otra parte? ¿Dónde ha sido? –siguió preguntando al mismo tiempo que sacaba el viejo móvil de su bolsillo. Antes de contestar, la mujer se sobresaltó y gritó:
–¡¿Qué haces?! ¡¿Pretendes que nos acribillen de nuevo?!
El hombre se sintió noqueado por sus palabras. ¿Cómo no iba a llamar a la policía? ¿Dejarlo así? ¿Quién no les decía que volvería a suceder…?
–Lewa…
–¡Somos negros! –chilló de pronto pillando a su marido por sorpresa, quien, obviamente, no recordaba en todo momento cuántos problemas absurdos les regalaba su color de piel–. ¡Nadie cree a los negros!
–Esta vez no se trata de mí, sino de ti –contestó él, bloqueado. Indefenso y desprotegido, no supo cómo solucionar lo que estaba pasando… La persona que amaba estaba…
El hombre, ligeramente mareado, puso la mano en su cabeza, metiendo el móvil de nuevo en el bolsillo para que su esposa se tranquilizara. Ella suspiró, aunque acabó transformándose en un gruñido de desasosiego.
–Estamos en 2019…
–¡Como si estamos en la prehistoria! ¿Sabes lo que ocurrió las últimas veces? ¡Si casi nos meten a nosotros en prisión! -histérica y al borde de las lágrimas, movió las manos de forma nerviosa. Tenía muchas cosas que decir, no había manera de explicar aquel tormento de horas atrás y, por mucho que lo intentase, su boca se cerraba y bloqueaba todas las emociones que la tenían al borde del suicidio-. Olvídalo, vamos a comer -logró decir tras un vano intento de recuperar el control.
–Marcus… –le suplicó Lewa; y él asintió, se quitó la chaqueta y silenciosamente, se sentaron a cenar.
En la mesa, Lewa susurró una disculpa. Sin embargo, Marcus contestó con voz apagada:
–No quiero acostumbrarme a la idea de que es posible que un día no estés.
Lewa alzó la cabeza y luego desvió la mirada.
–Tengo asumido que no sobreviviré todo el tiempo que querría –Marcus movió las piernas de manera intranquila, tratando de grabar cada parte de su cuerpo mientras tenía la oportunidad–. Pero no es lo que verdaderamente me importa… Pensar en qué pasaría si… yo no estuviese aquí…, pensar en cómo te sentirías… No me hago una idea…
Marcus no contestó al instante.
–¿Y si muero yo antes? ¿Qué harías tú?
Lewa abrió los ojos. Un tenso silencio recorrió la sala.
–No lo sé –contestó esbozando una pequeña sonrisa de disculpa–. No lo había pensado.
Marcus rio de pronto contagiando a su pareja. Luego, se bajaron del taburete para darse un cálido abrazo…
Pero la paz se vio arruinada por un número desconocido que llamó a la familia…

03:06
Comisaría del condado.
Un aura retorcida y pesada erraba de un lado a otro. Daba la impresión de que allí dentro caminasen demonios caníbales de sentimientos oscuros y sádicos, que quisiesen alimentarse de la agonía de sus víctimas.
El policía, con un semblante neutro e impaciente, tomaba declaración a Oliver, quien no era capaz de decir cosas en un orden coherente.
Oliver todavía sentía los nudillos de sus agresores en diferentes partes del cuerpo, la punta de los zapatos contra las costillas y peor aún, la visión de cómo cogían a su… y…
El muchacho puso las manos en su cabeza abriendo los ojos con desquicio y comenzó a gritar. Se agitó y convulsionó de tal manera que tuvieron que venir varios agentes para sostener a Oliver, quien continuaba pataleando, tratando de golpearse la frente contra cualquier cosa para no despertarse nunca más.
Sangre salpicando el arcén, carne bajo sus uñas, saliva en su ropa, suspiros de agonías en el silencio de la noche, acusaciones religiosas…
Tenía la impresión de que aquello era su culpa… si no hubiera…
–¡Es culpa mía! –rugió fuera de sí siendo sostenido por los guardias. Un nombre escapó de entre sus labios, sobresaltando nuevamente a parte del personal.
Al otro lado de la comisaria, la muchacha de aspecto dantesco oía vagamente los chillidos de un muchacho que no parecía estar bien de la cabeza… Su lamento era un melodrama sarcástico que terminaba en un silbido irreconocible. El ruido que emanaba el ambiente se perdía entre la confusión de la joven conmocionada.
Tenía la cara destrozada, cardenales por todo el cuerpo y una mancha de sangre en el pantalón blanco. Desgreñada, sollozó inconscientemente, oliendo la manta vieja que los policías le habían prestado. Sostenía entre las manos una pequeña taza de chocolate.
Aun así, sentía como si una vara la hubiese atravesado el coxis y le estuviese saliendo por la boca. Su estómago no estaba muy bien tras soportar una marea negra de emociones intensas, y menos aún todo lo que le hicieron…
–Iba a morir… –dijo con los ojos entornados–. ¿Estoy muerta…? Solo siento vacío y mucho, mucho… dolor –se dijo a sí misma, poniendo los ojos en blanco.
–Si tan solo no hubiese… salido… –su pensamiento se desvaneció mientras la taza resbalaba entre sus manos. El cuerpo de la joven se desplomó sobre el asiento, incapaz de continuar soportando la atrocidad que estaba grabada en su cuerpo y mente.
Mientras tanto, los enfermeros ingresaron a Oliver y llevaron al hospital a la otra muchacha.
Lewa y Marcus identificaron a la última víctima: su hijo Klaus, de dieciocho años…

Meses después, Oliver se suicidó tirándose de un décimo piso tras su destrucción mental y la presión que recibía de su entorno, hostil, agresiva, hiriente y satírica. Nadie pudo saber qué terminó con sus ganas de vivir, pero su “condición” como humano había sido desvalorizada por “creencias” que condenaban la libertad y el derecho de amor.

Laura, ese era su nombre, aunque el mundo solo la llamaba como “la víctima de una violación”, se quedó embarazada y tuvo el bebé por obligación, pues la ley no apoyaba su decisión de aborto. Semanas después también decidió quitarse la vida gracias a una sobredosis de ansiolíticos mezclada con alcohol, dejando a un hijo huérfano y una pregunta sin respuesta: ¿Qué le iban a decir a ese niño cuando preguntara por sus padres?

Lewa y Marcus no soportaron la pérdida de su único hijo. Ambos peleaban y se echaban la culpa mutuamente de la muerte de Klaus, y tomaron caminos distintos cargando con la culpa y la desesperación que la pérdida les había impuesto.
Era una deuda.
Una deuda con la vida.

Y tú, ¿qué derecho real como humano crees que tienes?

Sara Real León. Bachillerato Nocturno.

Escrito con motivo de la celebración del Día de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 2019