EL_POETA_DE_LAS_AUSENCIAS EL POETA DE LAS AUSENCIAS. TRES HERIDAS.
http://youtu.be/j_kVgMQLV5c
Un buen amigo me solicita escribir unas palabras para celebrar el centenario de un poeta que nos une: Miguel Hernández. No soy crítico literario ni especialista en su obra. Sólo soy uno más de sus lectores al que le gustaría contarles un hallazgo. Fue en un tiempo remoto, de turbia adolescencia en que leía sin norte, ansioso por cubrir las carencias de un abandono temprano de la escuela, y orientado quizá por el runrún de infancia de mis hermanas mientras me acicalaban…: Platero es pequeño, peludo, suave… de algodón… Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles…, me decía mi hermana la mayor enamorada de la poesía de Juan Ramón Jiménez. Un burro, al que no sé por qué, imaginaba con alas y flotando entre esponjosas nubes. Durante aquella etapa leí a poetas que me hicieron sentir el dolor ante la fragilidad de la vida, olisquear en el cofre de las metáforas o detenerme a escuchar la levedad cristalina de un riachuelo… Hasta que una tarde, en una librería de casco viejo de Las Palmas, me encontré con aquel tesoro. La librería la regentaba un anciano de edad incierta que, sentado detrás de un pequeño mostrador de madera que había al fondo, me escrutaba tras sus gafas redondas como si me hubiera olvidado de pagar la entrada. Era una librería pequeña, de forma irregular y con los estantes de madera apilados de libros. El “desorden” donde don Nicolás Abreu, el viejo librero, reinaba. Lo saludé. Me devolvió el saludo con un gesto, sin dejar de observarme. Advirtiéndome con la mirada de que acababa de entrar en su santuario… Recuerdo que estuve a punto de marcharme, pero el olor a cedro y a melaza de aquellos estantes atiborrados de libros me atraparon. Me escabullí de él en un recodo de la librería. Unos estantes llenos de gruesos libros de tapa dura de colores verdosos y azulinos, en su mayoría biografías de grandes personajes de la historia. No me atreví a tocarlos. Leía los títulos de sus repujados lomos cuando oigo una voz ronca que me dice: “¿Qué buscas muchacho?”. Me volví sin saber qué decir. “¿No sabes lo que buscas?, gruñó. “Lector novato…”, balbuceó. “Poesía”, dije y enrojecí, como si estuviera pidiendo algo prohibido a aquel hombre flacucho, de tez blanca y una corona lacia de pelo cano. “¿Te gusta la poesía?”, preguntó con la misma voz ronca algo más dulce. “Sí”, respondí moviendo afirmativamente la cabeza. “Al fondo, detrás del mostrador. Todos los estantes de allí son de poesía. Si necesitas ayuda, no dudes en pedírmela”, dijo, y se marchó a atender a otro cliente. “Por cierto, puedes coger los libros, y ojearlos y leer lo que quieras, pero no olvides de volver a ponerlos en su sitio –comentó mientras me dirigía al lugar por él indicado-. “Por orden alfabético. Ante la duda, deja el libro sobre el mostrador que después lo coloco yo. Un libro fuera de su sitio es como una palabra descolocada en un diccionario” -añadió ante mi gesto de sorpresa.
Me perdí en los estantes que había tras el mostrador, al fondo de la librería. Casi cinco metros de pared atiborrados de poesía. Aturdido, cerré los ojos y cogí uno al azar. Era un libro no muy grueso, de tapa blanda, con la cubierta de un verde deslucido, ilustrada con una moneda en la que se veía un perfil de hombre de corte clásico. Konstantino Kavafis, se llamaba el desconocido poeta. Lo abrí al azar. Rareza (1913), se llamaba el poema: Es un viejo. Vencido y fatigado, / roto por la edad y los excesos, / que arrastrando sus pasos atraviesa la calle…, comenzaba. Pensé en el librero sin saber por qué. Con cuidado lo coloqué en su sitio. De pronto decidí que el azar guiaría esa tarde mi lectura y la compra del libro. Volví a cerrar los ojos. Cogí otro. Era un grueso volumen de tapa dura de color canela oscuro. Francisco de Quevedo, Poesía amorosa, ponía en floreada letra cursiva en oro: serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado. Así finalizaba Amor constante más allá de la muerte, el poema libremente elegido. Lo devolví a su sitio pensativo. Anduve un buen rato así, moviéndome de un lado a otro del estante, agachándome o con los pies de puntilla, eligiendo libros a ciegas, leyendo versos en delicadas hojas de papel cebolla, en hojas agradables al tacto o secas y duras como pergaminos, cuando escucho retumbar a mi espalda la voz del librero: “Curioso método para seleccionar libros, joven; nunca lo había visto…”, dice. Lo deposité en su estante como si me hubiera atrapado en un hurto. Ruborizado, y sin dejar de darle la espalda, elegí Poesías completas, de Kavafis, el único de los que me gustaba que se adaptaba a mi presupuesto.
“Buen elección, ya lo creo. Cada vez que lo leo me siento navegando por el río Nilo rumbo a la ciudad de Alejandría…”, comenta, mientras lo ojea como si le costara desprenderse de él. “¿Para regalo?”, pregunta al tiempo que señala una pequeña bovina de papel tornasolado que hay en un extremo de mostrador. “No hace falta que lo envuelva, es para mí”, respondo. “Imagino que sabrá que la poesía es de digestión lenta. Igual que cuando nos asomamos a un paisaje…”, comenta. Sonrío y considero que el librero tiene algo de chiflado y de poeta. Me despido, y justo antes de antes de alcanzar la puerta, oigo de nuevo el tronido de su voz: “Oiga, joven, ¿es usted de los que devuelve lo prestado?”, pregunta. “Por supuesto”, respondo. “Entonces, acérquese que tengo algo para usted”, ordena, y se pierde tras una desgastada cortina de terciopelo azul. Al poco, aparece con un libro. “En calidad de préstamo”, dice, y antes de dármelo anota en una ficha: Joven que busca a ciegas/ Miguel Hernández/ Antología. “Firme aquí”, indica. Le digo que ese joven tiene nombre. Me interrumpe. “Prefiero no saberlo hasta que lo devuelva”. Me lo entrega. “En un par de días se lo traigo”, asevero para tranquilizarlo. “Tómese el tiempo que necesite. No hay prisas…, pero tampoco olvide que un buen poema ilumina la vida. Y en ese libro que le acabo de entregar hay por lo menos tres. Si coincidimos en alguno, se lo regalo”, dijo.
Sus palabras me acompañaron en el camino a casa. Siguiendo el rito abrí al azar aquel libro cuya desgastada cubierta esbozaba, entre colores ocres y añiles, la imagen del poeta en un momento de lectura. Un libro de hojas amarillentas y con pinta de estar bastante usado: Ausencia en todo veo: / tus ojos la reflejan. /Ausencia en todo escucho: / tu voz a tiempo suena. / Ausencia en todo aspiro: / tu aliento huele a hierba. / Ausencia en todo toco: / tu cuerpo se despuebla. / Ausencia en todo siento. / Ausencia. Ausencia. Ausencia. Decía el primer poema que leí de Miguel Hernández. Lo leí varias veces sin comprenderlo, sintiendo un extraño paladeo, casi un sinsabor. ¿Sería ése uno de los poemas preferidos del librero? Por el prólogo supe algo sobre la vida del poeta. Que nació en Orihuela en 1910:
Yo vine a ser, vine a nacer simiente, / bulbo, raíz, tirón para el arado. / Voz de tierra, mi voz se me salía, / de raíces y entraña, polvorienta, /seca de valles, seca de sequía, / amarilla de esparto, amarillenta. (Rafael Alberti)
Que fue cabrero y luego autodidacta:
¿Por qué, pastor descastado, / abandonas tu pastora / que sin ti llora y más llora / a la vera del ganado?
Y tuvo un padre hostil a la poesía:
Tengo estos huesos hechos a las penas / y a las cavilaciones estas sienes: / pena que vas, cavilación que vienes / como el mar de la playa a las arenas.
Que tenía como amigo a un tal Ramón Sijé, quien murió joven y le dejó una profunda herida:
Ando sobre rastrojos de difuntos, / y sin calor de nadie y sin consuelo / voy de mi corazón a mis asuntos.
Que fue a Madrid para beber poesía e intentó inútilmente hacerse un hueco:
“…Figúrate que esta semana no me han lavado la ropa interior y no tengo ni calcetines que ponerme. Además, los zapatos amenazan evadirse de mis pies; lo tienen pensado hace mucho tiempo. Te puedo escribir porque los sellos que me enviara mi hermana aún no los he agotado”.
Que vivió un gran amor con una joven que se llamaba Josefina Manresa:
Estoy perdidamente enamorado / de una mujer tan bella como ingrata; / mi corazón otra pasión no acata / y mis ojos su imagen han plasmado.
Con quien tuvo dos hijos, y que uno de ellos murió en 1938 un año antes de nacer el otro (1939), al que tampoco pudo disfrutar porque estaba encerrado, muriéndose de ausencias en la cárcel:
Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea.
Que padeció la guerra y sufrió cárcel, donde murió de tuberculosis en 1942…
Sique, pues, sigue, cuchillo, / volando, hiriendo. Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía.
Sin hacer caso a don Nicolás Abreu me zampé el libro esa misma noche, con la brújula puesta en los poemas que iluminaron la vida del librero. Cinco o seis horas en las que me asomé a su alegría, su pena, su dolor, su pasión, sus ausencias…: el drama de una España dividida, silencios de una guerra. Sin pretenderlo, comprendí de un golpe las certeras palabras del librero. Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor.
Miguel Ángel Sosa Machín, es escritor.