Archivo por meses: abril 2020

Excesos contraproducentes

Es posible que el encierro estricto que he asumido desde el 13 de marzo me haya endurecido más de lo que pueda imaginarme. Es posible.  Y es posible que por ello mi percepción sobre los aplausos diarios que unos colectivos profesan a otros se haya vuelto negativa. En cualquier caso, quede claro que esta suerte de malestar que me envuelve nada tiene que ver con el reconocimiento que me merecen quienes son los verdaderos héroes de esta situación tan complicada: los sanitarios y, por extensión, las fuerzas del orden y los trabajadores que contribuyen con su quehacer a que no peligre nuestra supervivencia (empleados de supermercados, de farmacias, transportistas, etc.). No tengo queja alguna de ellos, al contrario; pero sí arrastro conmigo cierto enfado con el acto mismo del aplauso diario que se desarrolla de un tiempo a esta parte.

Al principio tuvo un punto de emocionante y entrañable espontaneidad. Un pueblo da gracias a quienes tenían que hacer frente a una situación muy complicada. El pueblo, con sus aplausos, expresaba su agradecimiento y transmitía la fuerza de sus ánimos que, en primer lugar, iba dirigida a los profesionales que velan por cuidar nuestra salud. Eso me gustó, y mucho.

Luego fueron añadiéndose más profesiones: policías, bomberos… Más tarde descubrí que eran los aplaudidos los que comenzaron a aplaudir. Unos miraban a las fachadas donde los vecinos aplaudían; otros, desde los balcones, aplaudían a los que estaban en la calzada. Ahora mismo, en las puertas de los recintos hospitalarios, con rigurosa puntualidad, una elevada cantidad de profesionales y personas que pasan por ahí se aplauden cara a cara mientras los que manejan vehículos provistos de luces y sonidos especiales (bomberos, policía…) las activan. Ya no observo las escenas diarias con curiosidad o admiración, sino como el que contempla una rutina, algo hecho «porque sí» que nadie se atreve a cuestionar, a decir que ya no se va a hacer más, que está bien con lo hecho hasta ahora.

Insisto, es posible que me haya endurecido.

Mas no se halla aquí el punto clave de por qué para mí ha perdido bastante valor el referido acto. Entre aplausos y aplausos, observo cómo los medios cargan las tintas sobre las dificultades de los héroes, los auténticos héroes, para llevar a cabo su trabajo: falta de medios, de personal, de infraestructura, de coordinación, de… Y está muy bien que lo hagan. Qué mejores portavoces que la prensa para recoger la precariedad de nuestros héroes; una precariedad que, de una manera u otra, ha contribuido a que el número de héroes contagiados y fallecidos crezca.

Los medios, que dan cuenta de este crecimiento, consiguen acrecentar el valor de quienes están haciendo frente a la pandemia ponderando la magnitud del desastre. Este aumento conlleva que el aplauso diario tenga que ser más largo, más extenso, más numeroso, etc. Más enfermos, más valor, más aplausos…

Y esta dantesca progresión ha traído consigo, a mi juicio, una nefasta consecuencia, pues tanto se ha hablado de contagio entre los héroes, tanto, tanto, tanto, y de muerte, y de… que los mismos que aplauden desde sus ventanas y balcones consideran que donde mejor están los héroes es lejos de donde ellos habitan. Quienes aplauden por la noche son los que expresan su repudio hacia sus heroicos vecinos por las mañanas. No quieren que vivan en su mismo edificio. No quieren que usen las zonas comunes de sus urbanizaciones. No quieren cruzarse con ellos en rellanos o garajes. Les piden que se busquen otra vivienda, que se alejen, que se vayan. Contagian. Enferman. Son nocivos.

Y los héroes, los verdaderos héroes, se encuentran ahora más desamparados que nunca porque a su abandono habitual (condiciones laborales precarias) se le une la sensación de que tienen que hacer más todavía, mucho más, para resolver el problema sanitario (prurito profesional) y, para colmo, el inesperado desprecio de sus vecinos, quienes en un acto tan cínico como cobarde se aprestan todas las noches a encaramarse en sus balcones y ventanas para aplaudir, aplaudir y más aplaudir, y dar las gracias por el buen trabajo.

Los silencios del arte

La creación artística está plagada de silencios y desconocimientos. Poco es lo que se sabe si consideramos que incalculable es el número de creaciones escritas, musicales, pictóricas… realizadas. De lo poco conocido, muchísimo menos es lo que ha sido valorado por los especialistas; e infinitamente menor lo considerado “apto” para que sea difundido, protegido y admirado.

Los compartimentos del arte son convencionalismos inspirados en la razón del mínimo común múltiplo matemático. Afirman los especialistas algo parecido a esto: «Lo que nos parece sobresaliente de esta etapa es esto, esto otro y lo de más allá; por tanto, hemos de concluir que, para ese momento artístico X, conviene concretar las características en esto, esto otro y lo de más allá»; y son estas especificaciones las que enseñamos en las escuelas, institutos y universidades: «Las composiciones durante la época X se ajustan a las siguientes peculiaridades: esta, esta otra y la de más allá».

Si esto es así, ¿es ajustado afirmar que el imparcial y riguroso método científico aplicado a los estudios artísticos y culturales, en el fondo, no es tan imparcial ni tan riguroso? Quizás sea insolente mi pregunta, pero no puedo evitar la consideración hacia esos miles (¿millones, quizás?) de manuscritos que, por ser demasiado vanguardistas, novedosos, “raros”, en suma, para su generación no pudieron ser impresos o transcritos para que quedase alguna constancia de ellos.

Pienso ahora en los que no pasaron la criba del tiempo y solo se me ocurre sentir una profunda lástima. Qué pena, ¿verdad? Qué pena y qué tragedia la de cientos (¿miles, quizás?) de visionarios que tenían excelentes y revolucionarias ideas, pero que tuvieron la mala suerte de vivir en épocas ideológicas adversas.

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No pasa nada

Es esta una democracia que sostiene la libertad de expresión, afirmo. ¿Debo preguntarlo? ¿Debo preguntarles si es esta una democracia que defiende la libertad de expresión? No es baladí mi pregunta, pues me dirijo a ustedes convencido de que no pasa nada si mis ideas no les convencen; tampoco, si les atraen. No pasa nada si no están de acuerdo conmigo. No pasa nada si no estoy de acuerdo con lo que escriben. No pasa nada si considero que no se merece una persona equis homenaje alguno. No pasa nada si no estoy de acuerdo con lo que ha decidido la mayoría, bastará con que lo respete. ¿Digo algo inaceptable?

No pasa nada si no tengo una opinión favorable sobre alguno de los presentes, pues ha de bastar con que le respete. No pasa nada si afirman que no les gustan mis palabras. No pasa nada si, en mi convicción como ciudadano-testigo, considero que el uso de argumentarios que constriñen la libertad de pensamiento dice muy poco de los partidos políticos y de las cualidades intelectuales de sus miembros. No pasa nada si me parece que la manera de pensar de muchos aquí presentes no es la correcta. No pasa nada si defiendo el que jamás se practique la pena de muerte. No pasa nada si sostengo mi malestar por la impresión que tengo de que los Derechos Humanos no se respetan en ningún lugar del planeta. No pasa nada si defiendo la cancelación unilateral por parte de nuestro Estado de los acuerdos con la Santa Sede de 1979 o, en su defecto, la modificación profunda de la mayoría de los conciertos para que se adapte el credo a la auténtica situación religiosa del actual Estado y no viceversa. No pasa nada si defiendo el que la enseñanza religiosa, sea de la naturaleza que sea, se realice fuera del horario escolar reglamentario: ¿Qué sincero devoto prescindiría de cumplir con sus obligaciones después de sus horas laborales, ya sea atendiendo a su alma; ya, a la de sus hijos? No pasa nada si considero que donde dice «estado aconfesional» creo que sería mejor que pusiese «estado ateo».

No pasa nada si, en el ejercicio respetuoso de mi libertad de expresión, les expongo ahora esta suerte de letanía compuesta para reivindicar la libertad; una libertad, esta, que me ha de permitir el sostener que no pasa nada si no creo en la vida eterna; y que no pasa nada si creo en el derecho a morir de acuerdo con lo que yo considero que es morir dignamente. En este sentido, no pasa nada si yo, dueño de mi existencia, como considero firmemente que soy, decido hacer con ella lo que considere más adecuado y plantear, ya que no pude decidir el comienzo de la vida, cómo y cuándo quiero que sea el final. No pasa nada si no estoy de acuerdo contigo, contigo o contigo…

No pasa nada si sostengo que deberían eliminarse todas las fiestas religiosas y sustituirse el día de los Santos por el de los Derechos Humanos; el de la Inmaculada, por el día de los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional; la Navidad, por el Día Internacional de las Familias; el día de Reyes, por el Día Internacional de la Solidaridad; y la Semana Santa, cómo no, quedaría despedazada en varios días significativos: Tercera Edad, Discapacitados, Infancia, etc.

No pasa nada si creo en la libertad absoluta. No pasa nada si pueden confundir mi concepto de la libertad con el de «libertinaje»; tampoco si ocurre a la inversa. No pasa nada si considero que la mayoría absoluta de un parlamento no puede traducirse en una suerte de totalitarismo consentido bajo el amparo de una ley electoral más propia de bandoleros que de hombres de bien. Si así pienso, nada pasa, ¿verdad? No pasa nada si les parece que mi manera de pensar no es la correcta; tampoco, si no estoy de acuerdo con las propuestas de muchos en esta sala. No pasa nada si no tienen una opinión favorable sobre mí, bastará con que me respeten igual que yo les respeto.

No pasa nada si defiendo que todo está regido por el azar, absolutamente todo. No pasa nada si defiendo que deben regir los destinos de una sociedad las personas más cualificadas. No pasa nada si considero que es una inmoralidad despreciable las actuaciones regidas por el dictamen de lo «políticamente correcto». No pasa nada si creo que las leyes sobre el aborto son excesivamente restrictivas y considero que por encima de todo está la decisión de una mujer, vaya o no a ser madre, quiera o no ser madre. ¿Pasa algo si defiendo a ultranza el que todo el mundo, sea de la condición que sea y tenga las inclinaciones sexuales que tenga, tiene derecho a casarse y tener hijos, ya sean naturales, ya sean adoptados? Porque no pasa nada si dos hombres se aman, ni si son dos mujeres tampoco, ¿verdad? No pasa nada si las mujeres que se aman adoptan hijos, y los crían, y les dan aquello que, en ocasiones, una pareja heterosexual es incapaz de darles. Tampoco pasa nada si los dos padres son varones.

No pasa nada si no creo en la honestidad ni en buenas intenciones de los partidos políticos, los sindicatos, las confederaciones empresariales, los bancos… No pasa nada si pienso que otro podría desempeñar el cargo que tienes mejor que tú; ni pasa nada si no creo en tu dios. No pasa nada si expreso mi desafección hacia la actual ley electoral, que favorece el bipartidismo y el que los votos tengan diferente valor. No pasa nada, en suma, si esta letanía por la libertad se ofrece caótica en la enumeración de sus razones de ser; no pasa nada… Llamémoslo heterogeneidad o principio para la coexistencia entre elementos opuestos: los de ustedes y los míos; y los que hay entre ustedes. Porque, en realidad, no pasa nada, ¿verdad? ¿O sí? ¿Debo temer por la reacción que causen mis palabras? Confío en que no, yo no desconfío de ustedes; al menos, no en lo que toca a la defensa de la libertad de expresión, pues, de lo contrario, nada de lo que ahora mismo está sucediendo hoy, aquí, ahora y así tendría sentido.

El príncipe debe reinar