Archivo por meses: mayo 2023

Genesis canariensis

En el principio, nada había; y la creadora, cansada del infinito vacío, dijo «basta» y golpeó la billarda con su palo. Una de sus puntas se clavó en el firmamento y lo agrietó. De esa abierta portería salieron la luz y la oscuridad. Y vio la creadora que aquello era bueno y lo llamó billarda. Así pasó el primer día. Pidió a la luz y a la oscuridad que contendieran para su solaz, y declaró que a la vencedora premiaría con la regencia del universo. Aceptado el desafío, las mandadoras llamaron a sus doce horas o luchadoras al terrero acordado, próximo a la constelación Canis Maior, para que se bregaran durante millones de años entre agarradas y mañas. Y vio la creadora que aquello era bueno y lo llamó lucha canaria. Así pasó el segundo día. Como no salían del empate, pidió a las mandadoras que se pusieran sus fajines negros, que tomaran sus latas y dirimieran a quién le habría de corresponder el gobierno universal. Durante millones de años, entre braceos y mudas de mano, con sus puntas y regatones se defendieron y atacaron; y con la burra, el centro, se protegieron. Y vio la creadora que aquello era bueno y lo llamó lucha del garrote. Así pasó el tercer día. Dejó que de modo indefinido continuaran los enganches y revoleadas, las zapatas y trabas, porque con cada golpe se desprendían de las varas unas minúsculas astillas en forma de astros. Cuando desaparecieron los palos, dijo la creadora: «sigan», y la luz y la oscuridad comenzaron a arrojarse los cuerpos celestiales. Los elevaban por encima de sus cabezas y se los lanzaban. Y vio la creadora que aquello era bueno y llamó a este pulseo levantamiento de piedra. Así pasó el cuarto día. Y ocurrió que de las constantes tiradas los astros chocaron entre sí tantas veces que acabaron adquiriendo formas esféricas. Y vio la luz que ahí, en la metamorfosis, estaba la solución. Se introdujo en el objeto flotante más pequeño de cuantos se hallaban a su alrededor y empezó a gestar en su interior una estrella. La oscuridad, consciente de que aquel boliche luminoso concentraba la esencia de su enemiga y de que su destrucción le daría la victoria, comenzó a dispararle astros. Y vio la creadora que aquello era bueno y lo llamó bola canaria. Así pasó el quinto día. Nunca consiguió la oscuridad golpear aquel punto y lo que fuera chinijo acabó convirtiéndose en un sol que, por la fuerza de la gravedad, logró que orbitaran a su alrededor numerosos cuerpos celestiales. Y vio la creadora que aquello era bueno y lo llamó levantamiento de arado. Así pasó el sexto día. Y complacida con lo ocurrido, dio la victoria a la luz; y quiso conservar para la memoria el fin de la nada. Preguntó a la vencedora dónde depositar cuanto había nombrado y esta, al séptimo día, le señaló el lugar. Y vio la creadora que el sitio escogido era bueno y lo llamó Canarias.


Texto presentado en la edición de 2023 del concurso de relatos cortos que, con motivo de la celebración del Día de Canarias, organiza el Ayuntamiento de Santa Lucía de Tirajana. En esta edición, el certamen estaba dedicado a los juegos y deportes tradicionales canarios.

Yo, el equivocado

Pensé que… y me he dado cuenta de que no. Los oí hablar y me dije que…, pero no, de ninguna manera. Leí noticias y más noticias, incluso declaraciones programáticas, y concluí que…, mas no, nada de nada. He vivido en una ficción. He sido una Dorothy creyendo que por el camino dorado de lo que consideraba apto, correcto, conveniente, razonable, era posible conocer al gran mago de Oz en forma de resultados electorales acordes a lo que en mi imaginación gustaba de calificarse como idóneos para lograr la defensa del estado de bienestar —público, progresista— que nos merecemos como sociedad (así lo creo con firmeza).

Contemplo el panorama que nos ha dejado este 28 de mayo y pienso: si el pueblo, bajo el techo de la democracia, ha dicho lo que las urnas proclaman, ¿quién soy yo para cuestionar los resultados? Lo que hay es lo que hay y de nada han servido mis previsiones, mis análisis ni mis expectativas hilvanadas (creía yo) con hilos de sentido común… De nada. Donde esperaba mayorías absolutas, no las ha habido y habrá que pactar (Santa Lucía de Tirajana); donde suponía desapariciones, hay resurgimientos (¿cómo es posible que… haya llegado a las instituciones canarias?); donde concebía inclinaciones hacia un lado, he hallado giros contrarios (Telde); donde creía que se repetirían escenarios, observo que han arrasado con lo que había (Parlamento…). La mayoría de los integrantes de la sociedad de la que formo parte ha dicho cómo debían ser las cosas. Vivimos en una democracia. Aunque los medios de comunicación empujen hacia un lado y hagan cojear la mesa del equilibrio informativo, aunque la retórica admita juegos conceptuales y propagandísticos, y ofrezca verde lo que es negro y azul lo rojizo, cuando hablan las urnas libres de pucherazos, ¿qué cabe decir que refute su dictamen? ¿Cuestiono la integridad intelectual y moral de quienes han escogido opciones diferentes a las mías? ¡Nunca! No soy el borracho del chiste, el que afirmaba que no es un solo coche el que iba en dirección contraria, sino todos.

Reconozco que no esperaba desbarrar tanto; ni darme cuenta de que las fronteras entre la teoría y la práctica fueran, en este caso, tan altas e intransitables; ni que la aplicación de métodos de pretendida naturaleza científica para estudiar el panorama electoral me llevara a notables errores. Qué escaso talento el mío, carajo. No esperaba constatar que, como la paloma de Alberti, me equivoqué: por ocuparme de un extremo no me percaté de lo que sucedía en el otro. Por volar a la izquierda me desentendí de la derecha. Asumo el desnorte y lo declaro afirmando mi convencimiento de que he contemplado el proceso de estos comicios leyendo el libro que no debía: no era lo que frente a mí tenía una obra expositiva, una pieza bien fundamentada sobre pros y contras, y sobre estados de la cuestión y conclusiones coherentes (como creía yo, ensoberbecido y pedante); sino una novela de ficción, un extenso relato de fantasía que, de manera quijotesca, di por real y verdadero cuanto en sus páginas había. Así las cosas, cómo no iban a chocar mis huesos contra los molinos de las urnas.

Del asombro e inquietud por el fallo cometido, he ido pasando a lo largo de las horas al deseo, a la esperanza de, al menos, haber errado “bien” (importan las comillas); o sea, de no haber acertado en mis conclusiones sobre cómo debían ser los resultados electorales porque si se constata en 2027 que nuestras vidas son mucho peores y que ha decrecido considerablemente la calidad de los servicios públicos, cuánto me dolerá pensar como ciudadano en que yo no andaba muy descaminado en 2023. Magro consuelo, lo sé.

Para elegir a los electores

Inmisericorde surge la sentencia: «¡Ni yo ni mi familia te vamos a votar!». En esta perturbadora afirmación de enfado se contiene la expresión más genuina de lo que puede ser un concepto de todo lo que tiene que ver con las elecciones (partidos políticos, instituciones con representantes, etc.) más sujeto a las cotidianeidades propias de los clanes o, ya puestos, de las pandillas que a lo que debería ser un ejercicio de libertad individual que se manifiesta de un modo racional y acorde al noble espíritu de las leyes.

¿Qué cabe esperar de alguien que asume las voluntades de los suyos de esta manera? Nada bueno, sin duda. Si es capaz de adueñarse de aquello que, simbólicamente, representa la máxima autonomía dentro de una democracia —la voz singular que habla pensando en el bien colectivo—, ¿de qué no será capaz en el ámbito de la privacidad doméstica y consanguínea?

El postulante a una plaza institucional debería huir como de la peste de estos votantes. Y lo mismo ha de hacer, por una parte, con aquellos que le adornan con desmesuradas alabanzas y terminan —después de tanta loa— asemejándole más a una deidad que a un simple mortal con una propuesta para mejorar la vida de sus representados; y, por la otra, con los que le causan un profundo desagrado por su manera de ser y de opinar. El aspirante debe dejar claras sus posiciones y no sucumbir a tramposas ambigüedades: «No quiero que me voten estos, estos y estos otros», tendría que afirmar sin miedos ni zozobras mercantiles. «Si tú, tú y tú piensan esto, esto y esto otro, sepan que no deseo sus votos, que los desprecio», diría aquel que está dispuesto a honrar con sus acciones los frutos que brotan en los árboles de la coherencia y la decencia.

Elegir a los electores debe ser lo más parecido a escoger el tipo de lector al que quieres dirigirte o el público para el que te gustaría actuar. Es un acto de honestidad personal que está lejos de cualquier connotación negativa propia de voces como clasista, elitista, exclusivista… La democracia acoge a todos por igual (y muy bueno es que así sea), pero no obliga a que sean queridos y pretendidos del mismo modo; aunque exija, en el cumplimiento de las leyes, que los poseedores de un asiento institucional ejerzan su función representativa con idéntica diligencia y pulcritud. En esto, es inmejorable la cervantina observación de que tantas letras tiene un “sí” como un “no”. No todos los votos han de ser recibidos con la misma alegría, pues no todos contienen las semillas de la esperanza y las buenas intenciones, que muchos son portadores de venenosas voluntades. Por eso insisto en la idea principal de este humilde escrito: seleccionar a los electores ha de ser tan necesario y obligatorio como el proceso inverso, el que nos llamará a las urnas en unos días para elegir a los que nos han de representar.

Del mismo modo que yo, como votante, opto por afear, no-apreciar y erradicar de mis preferencias a los que, con altanería, se dirigen a las confluencias sosteniendo sin contrastar que «el pueblo no soporta más» (¿por qué me incluyen en su afirmación si no me han preguntado?) y muestro mi consideración hacia los prudentes (los del «creo, intuyo, a mi parecer… que el pueblo no soporta más»), los postulantes también deberían mostrar sus inclinaciones o repugnancias particulares a la hora de pretenderme como elector. Sería algo así como el derecho de admisión que contempla la legislación para los establecimientos o eventos. Quizás yo, con mis imperfecciones a cuestas, con mi conciencia clara acerca de lo falible que soy, con mis dudas y mis exclusivas aspiraciones por vivir y dejar vivir, no atesore el perfil de votante idóneo para no sé cuántos cabezas de lista que no me negarían en plena campaña electoral un cordialísimo afecto ni, acabados los fastos, el más descorazonador ninguneo. Si así fuera, si yo no mereciera formar parte de la caravana de afines, los aspirantes de que me repudien deberían proclamarlo con claridad:

«Tú, sí, tú… Tú…, defensor del ecologismo, el socialismo, el feminismo, el pacifismo y el ateísmo, y de todos los servicios públicos, eres sumamente despreciable. No quiero tu voto. No se te ocurra depositar la papeleta de mi candidatura en la urna correspondiente. Si lo haces, que las diez plagas de Egipto caigan sobre ti. Amén».

Al margen de teatralidades en la expresión ejemplificadora, lo que tengo claro es que los aduladores y los facciosos, en tanto que grupos con intereses particulares, no merecen otra cosa que el rechazo más explícito por parte de los que aspiran a una representación institucional. A estos debe unírsele, además, un curioso colectivo que en estas elecciones locales he presentido con más nitidez que nunca: el constituido por los cabezas de lista que, sabedores de que carecen de posibilidades para estar al frente de un ayuntamiento, buscan con ahínco que su candidatura consiga al menos un asiento (el de ellos, claro está) con el único propósito de arrimarse a una coalición, sea de la naturaleza que sea. Estos caballos de Troya (portadores en el vientre de sus maquinaciones a los griegos que han de asalariar) también deben ser objeto de especial cuidado por parte de los que tengan alguna posibilidad de conformar un gobierno municipal, pues llevan en su interior ese convencimiento tan propio de los que no dudan en sentenciar de un modo inmisericorde:

«¡Ni yo ni toda mi familia te vamos a votar!».

Coda: que la teoría no empañe la realidad; que la simulación dance, si quiere, con la ficción. Tras rememorar el cidiano «qué buen vasallo si tuviera buen señor», no he podido evitar que las palabras se desbocaran.