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Inadvertido maltrato escolar

No tengo cifras que dimensionen la magnitud del problema —porque de un problema he venido a hablarles, uno muy serio—. Carezco de guarismos acompañados del correspondiente símbolo de porcentaje que informen con una aséptica neutralidad de aquello que sí poseo: años, experiencia, testimonios, contemplaciones. Hay que estar en la trinchera del día a día para poder afirmar lo que nadie del gremio, de un modo u otro, niega: que existe una suerte de maltrato escolar —llamémoslo así— que es reiterado y dificilísimo de erradicar, que se produce invariablemente en el interior de cada centro educativo de secundaria a lo largo de todas las horas lectivas semanales y que de momento —atento a las directrices de esta exposición— circunscribiré a un colectivo concreto: el alumnado.

¿Qué aspecto tiene esta mortificación? El de un hartazgo de menudencias de diferentes grosores que suman y suman, que muchas veces son complicadas de relativizar y que ponen a prueba la paciencia de los afectados. El de un estufido «otra vez lo de siempre», y un «¿por qué no se queda en su casa?», y un «ya estaba tardando en liarla», y un…

Todos los días, en el horizonte de los comienzos de jornadas escolares, estos perjudicados detectan las mismas nubes oscuras en forma de presentimientos que, con el transcurso de las evaluaciones y los cursos, dejan de ser tales para convertirse en certezas de viejo marinero: hoy habrá tormenta, hoy se encrespará el mar de las aulas y las zonas comunes, hoy —como ayer, como anteayer, como…— deberán actuar los “antidisturbios”; hoy, con el arte habitual o con novedosa inventiva, alguien añadirá otro enojoso corte en la cohesión convivencial que ha de existir entre el alumnado y el profesorado, y que producirá un sangrante desgarro en las razonables expectativas de tener un día académico tranquilo, donde sea posible corregir tareas, tomar apuntes, intervenir en debates, escuchar exposiciones y argumentos, aportar sugerencias, planificar actividades alternativas, trabajar en grupo… y, ya puestos, disfrutar de instantes amenos, agradables, felices, durante las seis horas en las que están encerrados en los institutos. (Si pudiera elegir, la mayoría optaría por no venir al centro; pero dado que no se puede esquivar la obligación, qué menos que la imposición se desarrolle de la manera más desenfadada, ¿no te parece?) «Hoy habrá una nueva cicatriz», afirman convencidos estos nautas minutos antes de que comience la primera clase del día y, con ella, se inaugure esa travesía de previsibles borrascas en la que se convierte cada jornada escolar.

Quiero dedicar este mensaje de solidaridad y, cómo no, de gratitud por su actitud (sobre todo, por su admirable paciencia) a muchos discentes que asisten al ritual diario de los hooligans, aquellos coetáneos con los que comparten espacio y que —por arrogancia, malcriadez o vaya uno a saber qué— gritan sin ton ni son en medio de una sesión lectiva, tiran las cosas al suelo, lanzan objetos de un extremo al otro, se levantan sin permiso, insultan a los que les llaman la atención, amenazan, agreden, se sienten impunes, exteriorizan su desprecio hacia sus interlocutores de los modos más desagradables, manifiestan su irritación por estar donde se encuentran con grosería, etc.

Los testigos de este espectáculo de los reprobables son chicas y chicos que no dicen nada; que, silentes, contemplan escenas cotidianas de mala educación en las aulas, a veces con ojos curiosos, otras con ojos de inquietud, porque tras cada una detectan una herida en el docente, un atisbo de malestar que condicionará lo que reste de clase ese día, por muy profesional que sea, por mucho oficio que tenga. Son chicos y chicas que, en no pocas ocasiones, acaban el perturbado tramo horario enfadados, aunque no lo expresen abiertamente; y que están convencidos de que un día alguien puede salirse del plato, y dos, incluso —en fin…— hasta tres; pero que no es normal que todos los días los mismos hagan lo mismo (destrozar el ambiente) y que, a pesar de que se intervenga en su reconducción (llegando a la sanción), ninguna medida adoptada parezca servir para minimizar esta desquiciante reiteración.

Eso me cuentan en petits comités en los pasillos y los rellanos, en la cancha, en las aulas vacías, en los talleres, en el salón de actos y la biblioteca, estos navegantes de la resignación que, por culpa de los egocéntricos, pasan desapercibidos y que no desean otra cosa que realizar sus travesías académicas surcando aguas pacíficas para que del modo más diligente y distendido posible se llegue al puerto de destino, conocido entre la marinería como finalización de la última hora de clase.

Sánchez Robayna o la inevitabilidad como prueba de grandeza

«Y ahora el silencio es más intenso; y habla una tranquila voz en lejanía: “Aleja de tu espíritu ese albergue que será para todos algún día… Y evádete, en la noche, entre las sombras, y sé una parte de la noche misma”» (Alonso Quesada).

Literatura canaria, un planeta circumbinario

Fue inevitable, imposible de soslayar, de sortear, de esquivar, de trazar un rumbo alternativo para no mentarle; y no porque anidara en mi voluntad el propósito de evitarle, negarle, vetarle (¡eso nunca, jamás!), sino porque era prodigiosa la forma en la que no dejaba de estar presente en la escritura sin que hubiera una intención para que así fuera. De un modo u otro, mientras me sumergía en la composición de un ensayo autobiográfico y testifical acerca de la poesía de la última década del siglo XX en un ámbito tan reducido como el de la Facultad de Filología de la ULPGC, mientras se evidenciaba la cortedad de mi experiencia y la largueza de mis admiraciones, detectaba cómo la raíz del asunto que me entretenía, conforme ganaba en profundidad, lo hacía en ramificaciones; y todo gracias a un extraordinario nutriente que expandía mi percepción del fenómeno sobre el que, con humildad, trataba de dar cuenta: al apelar al alimento intelectual y poético de un grande como Eugenio Padorno Navarro surgía, en no pocas ocasiones, la majestuosa presencia de otro tan grande como él, Andrés Sánchez Robayna.

Los dos, de una manera inevitable —la grandeza llama a la grandeza—, en el último tercio de la centuria pasada, se encontraron en una suerte de camino estelar de la literatura que muy pocos en Canarias han sido capaces de recorrer. Y digo bien: camino estelar, camino de elegidos, de convocados para fundirse en la universalidad de las letras hispánicas intemporales; nada que ver con esos otros variados caminos, más o menos firmes, más o menos aceptables, más o menos imprescindibles, que forman parte del paisaje de nuestras escrituras creativas y de pensamiento, y que son transitables y memorables, pero que no alcanzan a ser estelares por vaya uno a saber qué razones. Andurriales, veredas, atajos… no tienen cabida en esta metáfora sobre la excelsitud de los dos mentados nombres propios y el prestigio de los muchos y dispares caminantes, cuyas nominaciones están de más en este momento porque se hallan en el entendimiento de cuantos aprecian la expresión verbal más cercana a las pulsiones intelectuales y estéticas que nos identifican como habitantes de este hogar atlántico que nos acoge.

Los dos, de un modo inevitable también —la fortuna en ocasiones no es azarosa—, asumieron la magistral misión para la que fueron escogidos por esa arbitraria dama llamada Vida: la docencia, la academia, la poesía; o sea, la enseñanza en torno a cómo son los caminos y cómo se puede llegar a ser caminante, la investigación acerca de los caminos y de los caminantes, la construcción de los caminos caminando. De ahí que los dos representen, en este acercamiento que realizo a la figura de Andrés desde su vínculo con la de Eugenio, las estrellas de este planeta circumbinario en el que se ha convertido la literatura canaria que hoy, con la marcha de Sánchez Robayna, contemplo.

Los vi juntos —en el transcurso de mi escritura—, cuando el maestro Padorno decidió retomar la colección Mafasca (1964-1968), que renombró como Mafasca para bibliófilos, denominación que evocaba la Colección para treinta bibliófilos que dirigió Juan Manuel Trujillo Torres entre 1943 y 1945; una serie con la que, por decirlo de algún modo, se consolidó dentro del ámbito literario la noción de “plaquette” —folleto poético—, fundamental concepto (no es el lugar ni el momento de exponer el porqué de esta sustancial condición) para entender la producción lírica canaria de la segunda mitad del siglo XX —en buena medida, gracias a los hermanos Padorno Navarro—. En los diez años de duración de la segunda Mafasca (1975-1985), Sánchez Robayna intervino varias veces: inauguró la serie con Fragmentos nocturnos; publicó, como octavo volumen, Tinta (1978); y aportó textos propios en dos títulos: la edición de Eugenio de Pictografías para un cuerpo: Domingo Rivero (1977) y Negro sobre blanco (1980), de José Luis Gallardo. Esta última obra apareció por las mismas fechas que el suplemento cultural Jornada Literaria, que coordinó el estelar poeta hasta 1982, aproximadamente, y que contó con la participación activa, entre otros, de dos importantes firmas de nuestras letras: Miguel Martinón y Nilo Palenzuela.

Las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Miguel Martinón, el nombrado, que estuvo muy presente en el desarrollo de una de las revistas de literatura, arte y crítica más emblemáticas del hispanismo de finales del siglo XX, Syntaxis, fundada y dirigida durante los treinta y un números que duró por Sánchez Robayna. Llegó a ser el secretario de la publicación y el responsable, entre otras aportaciones, de esa significativa y relevante y griega que contiene el título, como recojo en mi breve y heterodoxo ensayo.

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Presentación de Tinta en el Club Prensa Canaria. De izquierda a derecha: Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno. Foto de Juan Gregorio publicada en el Diario de Las Palmas (5 de enero de 1982).

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Sigo por la senda del vínculo Eugenio-Andrés a partir de Mafasca para bibliófilos. La gratificante experiencia debió empujarles a poner en marcha juntos otra colección: Tierra del poeta, gracias en esta ocasión al apoyo de Ediciones La Palma. La iniciativa se concretó en doce plaquettes: la primera, de Octavio Paz (Reflejos: réplicas, 1996); la última, de 2000, la antología De camino a casa, de Oswaldo Guerra Sánchez, uno de los autores canarios de referencia del siglo XXI, uno de esos discípulos aventajados de Eugenio, uno de esos que sabe cómo acceder al camino estelar, como lo fue para Andrés el poeta Rafael-José Díaz, quien firmó en esta colectánea el undécimo tomo, Llamada en la primera nieve (2000).

¿Cuándo hablaron para hacer realidad esta empresa editorial? ¿Quizás cuando ejercieron funciones de jurado (junto con José Hierro y Francisco Brines) en el Premio “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”, que en 1995 premió Fauna para el olvido, de Alicia Llarena, poemario que publicaría Ediciones La Palma dos años más tarde? Insisto: la grandeza llama a la grandeza, y de ahí no me bajo.

Sí, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Octavio Paz, el nombrado, con el que arrancó esta Tierra del poeta, que regresaba así al orbe de Sánchez Robayna, pues ya estuvo presente en una iniciativa literaria que promovió el satauteño en sus años universitarios por Barcelona: una revista que dirigió hacia 1976 y que se titulaba Literradura, un cuaderno «muy de neovanguardia» —como le dijo en una interviú a otro discípulo suyo, el magnífico poeta Alejandro Krawietz—. En la mentada publicación también participaban José Carlos Cataño y Eduardo Pinto, si nos atenemos a lo que Alfonso O’Shanahan nos señalaba en un artículo que sacó en La Provincia en junio de ese indicado 1976. En este texto, informa del surgimiento de una incipiente generación de escritores (en la que entraban los citados Cataño y Pinto, más Andrés Doreste Zamora, José Miguel Junco Ezquerra, Agustín Millares Cantero, etc.) y se ve en la obligación de dejar al margen del colectivo a Sánchez Robayna: «Se despega en madurez poética de todos los demás, acaso por su más temprana dedicación […]».

De nuevo, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un José Carlos Cataño, el nombrado, que en 1998, entrevistado por Mariano de Santa Ana para La Provincia (edición del 12 de marzo), reconoció la influencia que Eugenio había ejercido en él y en Andrés Sánchez Robayna.

La grandeza literaria es pareja al magisterio por la vía de la imitación, la del influjo, la del asesoramiento, la de la admiración. En el caso de Andrés —como expuse en mi ensayo trazando las analogías existentes entre él y Eugenio—, gran parte de esta grandeza se vertebró en una escuela lírica que, durante la etapa de la que me ocupo en mi opúsculo, se denominaba Paradiso y estaba vinculada con la Universidad de La Laguna. Con la prudencia del sabio, estuvo para generar los estímulos, asesoró, ayudó, dejó hacer, encauzó el estro, favoreció que las nuevas voces tuvieran un respaldo editorial y público que era necesario para que fluyeran y demostraran su valía. Entre 1993 y 1995, se sitúan los doce números de Paradiso, pliego de literatura, revista dirigida por Rafael-José Díaz, acompañado, entre otros, por autores como Alejandro Krawietz, Francisco León, Goretti Ramírez Castro y Víctor Ruíz; quienes en 1994, junto con Melchor López y Francisco-Javier Hernández, y dentro del entorno de la revista Syntaxis, fueron seleccionados por Sánchez Robayna para conformar la excelente antología Paradiso, que prologó.

«La muerte es la visión de una pirámide infinita y lejana sobre la palma de una mano más infinita aún…» (Alonso Quesada).

Un 25 para marcharse: A+A (Alonso y Andrés)

La grandeza llama a la grandeza, he dicho y repetido; y los acontecimientos parecen confirmarlo, aunque sea de manera tan triste: este año, dedicado a Alonso Quesada por el primer centenario de su fallecimiento (4 de noviembre de 1925), es el año en el que se nos va uno de sus más destacados estudiosos, pues Andrés lo era y de los mejores, sin duda. Ahí está su producción académica para avalar cuanto afirmo. En 1978, en la Universidad de Barcelona y bajo la supervisión del insigne José Manuel Blecua, defendió su tesis doctoral: La poesía de Alonso Quesada. Y como buen maestro que siempre fue, sembró buena simiente: en junio de 1992, en la Universidad de La Laguna, firmó la dirección de otro proyecto de doctorado similar relacionado con el poeta que homenajeamos este año y que preparó uno de los más celebrados novelistas canarios que hay en la actualidad. El título del trabajo: Alonso Quesada: hacia una interpretación documental de ‘El lino de los sueños’; su autor: José Luis Correa.

¿Lo reclamó Alonso —redivivo desde hace apenas tres semanas gracias al Día de las Letras Canarias— para agradecerle lo mucho y muy bueno que hizo el sabio para que su quehacer lírico se mantuviera vigente? ¿Pidió tener cerca al profesor para expresarle en persona su gratitud por esa magnífica antología sobre su obra poética que acaba de editar y publicar como n.º 1257 de la prestigiosa Colección Visor de Poesía, una indispensable referencia bibliográfica que nadie imaginó que iba a convertirse en una suerte de extraordinario colofón a una admirable vida de escrituras?

Quienes habitamos entre libros y, principalmente, entre los dedicados a la literatura y el arte, con independencia de su naturaleza, lo sabemos, pero conviene no silenciar esta verdad notoria cuando sea posible volver sobre ella: un grande como Andrés jamás se va. Su legado se queda. Nosotros pasaremos, nos desembocaremos en el mar, desapareceremos; pero él no, porque su palabra seguirá vibrando en nuestras conciencias literarias, seguirá ahondando y será, como nunca ha dejado de ser, una inevitable y necesaria raíz profunda y ramificada.

«Al fin resonó tu voz lejos de ti, como un humo de voz sagrada: “Estoy contenta de estar sin una herida en el alma, como el mar y como el prado de los cielos, libre y amplia”» (Alonso Quesada).

Una década eugénica 1: perfilados iniciales

I. Yo, testigo. Poco más.

La conversación, como todas las que mantengo con él, fue grata. Enriquecedora. Mucho. Aquella tarde del siete de marzo de no sé ahora bien qué año (¿2023, quizás?), hablamos por teléfono de no pocos temas: de educación superior (su ámbito) y de educación secundaria (el mío); de cuestiones familiares que el azar quiso que nos emparejaran; de la meteorología de este continente en miniatura que disocia los calores capitalinos de los sureños; de… En fin, de tanto; y, sobre todo, de literatura, por supuesto, aquello que amamos y que nos ama. Aunque surgieron bastantes nombres, títulos y acontecimientos, me quedo con un tiempo, un espacio y una luminosa voz que supo habitarnos y que acabó envolviendo por completo la conversada: última década del siglo XX, Facultad de Filología de la ULPGC, Eugenio Padorno Navarro.

Habla un testigo. No me cabe otro rol. Yo no protagonicé nada memorable en ese tramo cronológico (tampoco en ningún otro intervalo de mi existencia anterior y posterior al periodo que nos convoca, digámoslo ya). Poseo la perspectiva que me conceden los afectos y las admiraciones que contraje con muchos a los que vi, conocí, con los que traté, de los que aprendí; y tengo la tranquilidad que me otorga el saber que nada de lo observado se ha depositado en mi memoria con acritud ni destemplanza. Estuve cerca, pero no dentro; contemplé, pero no hice; ¿quise?, quizás, pero no pude o no supe… Sea como fuere, entre mi acceso a la citada facultad (septiembre, 1991) y la defensa de mi tesina (enero, 2000) pude asistir a una extraordinaria eclosión literaria en la capital grancanaria que, tras la feliz charla telefónica, siento la necesidad de recoger, aunque sea consciente de que la versión de lo sucedido que ofrezca será incompleta, sesgada y desmayada: por una parte, porque me faltan muchos datos por incorporar, porque los desconozco o porque he decidido no dar cuenta de ellos por la razón que sea; por la otra, porque me ceñiré principalmente a un ámbito específico: el que representaron la Facultad de Filología de la ULPGC y, en menor medida, el Centro Insular de Cultura; y en lo de la flojedad, qué decir… Resignación, no queda otra.

Por encima del motivo que sea, una convicción: otros —más capacitados, mejor formados, con más energía y predisposición que yo— deben ser los que acometan el estudio serio, riguroso, científico de un fenómeno literario sumamente interesante como el que esbozaré, tanto por lo estético, ideológico y cultural como por lo sociológico y, si me apuras, hasta incluso lo antropológico. Te hablo de un instante cronológico que se vio condicionado por el espacio y por una fascinante constelación de nombres propios que caminaron hacia el final de una centuria y, a la vez, de un milenio, y que no pudieron evitar, como siempre ocurre con los humanos —es posible que por ser los inventores del tiempo—, el sentirse trastocados ni que su ánimo fluctuara entre la sublimidad del surfista que ha superado una ola de dimensiones colosales y la apatía y/o depresión de quien concluye que la trascendencia del momento no será tal porque, tras el cambio, nada será diferente (en esto, larga es la sombra del gatopardismo). Espero que, antes de dos o tres siglos, alguien pueda sacar algún provecho académico a estos apuntes. Confieso que deseaba anotar «estoy convencido» en vez de «espero», pero he preferido ser prudente: por una parte, porque no soy capaz de sostener la calidad de lo que ofrecen estas páginas; por la otra, porque no es descartable la probabilidad de que para entonces el calificativo de “académico” se aplique a realidades ajenas al estudio y la educación.

Sobre el tramo que me muestran dos extremos segmentales muy específicos (a la siniestra, la voz de los poetas que conformaron lo que se vino a denominar, en 1992, Manifiesto poético último; a la diestra, la publicación, en 1998, de Última generación del milenio), trataré de ordenar lo que para mí ahora se visualiza disperso y lejano. Mucho. ¿Demasiado? Sí, demasiado. Solo fuera del sistema solar y a considerable distancia es posible ver con la necesaria proyección el movimiento planetario alrededor de la estrella, calibrar la velocidad de los astros cuando son visibles y constatar, sobre todo, los vacíos, la inmensidad del silencio y de la insondable nada. ¿Alcanzará mi quehacer a colocar adecuadamente los hechos de hace tres décadas que ahora yacen sueltos y caóticos en la habitación de mis recuerdos? Lo más seguro es que no. El adverbio me queda grande. Aun así, deposito en estos apuntes —que han de servir para entenderme— el alivio de las inquietudes que ocasionan los desniveles de mi memoria, que he procurado equilibrar de alguna manera en esta empresa gracias a las consultas realizadas en un puñado de fuentes documentales; a la perspectiva —la dichosa perspectiva, la feliz perspectiva— que da el contemplar el pasado con los ojos de la vejez y observar cuán relativo es todo y cómo el tiempo —permanente apisonadora—, de un modo u otro, acaba allanando el camino de las confluencias, «que va a dar en la mar» siempre. […]

II. 591 páginas después: “Es la hora. Voy terminando (2024)”.

Habla el maestro en su Cuaderno de esbozos y apuntes poéticos del destemplado palinuro atlántico (2005):

«La fórmula con que se nos conminaba cuando el tiempo de entregar el examen estaba ya próximo a cumplir: “Vayan terminando”; y escuchado el aviso, ¿qué se podía en adelante anotar con sosiego? Materializar tal vez la frase con la que rematáramos un juicio; impensable otra cosa, aunque no renunciáramos a reunir, en un intento de prodigiosa síntesis, palabras que aludieran, al menos, a cuanto por extenso —y en pormenor— había quedado sin decir. A veces, cuando estoy escribiendo —un quehacer que, en sentido esencial, no deja de saberse apremiado por lo finito de nuestra condición—, imagino escuchar una voz que, en un casi inaudible murmullo, me espeta por encima del hombro: “Va a ser la hora; ve terminando”».

Concluye el discípulo: me he quedado corto. Lo sé. Hubo más. Tuvo que haberlo. Lo intuyo porque, a poco que escarbe en los archivos de prensa, y en los catálogos bibliográficos, y en internet, y en los libros sujetos a curiosas añoranzas, los datos vuelven a la vida, pujan por salir, por ofrecerse. Nos gritan: «Fíjate en esto y vincúlalo con esto otro… ¡Todo está comunicado!»; nos impelen a continuar, nos afean las omisiones, nos azuzan con las imprecisiones… No sé si regresaré. Es un sinvivir el afloramiento constante de información rediviva en estas jornadas de escritura. Qué agitación. Qué borboteo tan absorbente y todo para que nos haya salido una gacetilla, poco más. ¿Que si me haré con otro billete para volver antes de que la nube negra desvirtúe por completo los recuerdos y las brújulas y sextantes muestren el camino a ninguna parte? Lo más seguro es que no. Creo sinceramente —repito— que alguien ha de tomar el testigo de lo poco que he podido anotar para componer ese trabajo serio, académico, científico, justo, importante, relevante, etc., que hace falta; y que ese alguien no puedo ser yo. No soy capaz de realizar nada en condiciones, solo me guío por mis intuiciones. Por eso, comparto con quienquiera que asuma la noble empresa sugerida mi conjetura, que he intentado elevar a la categoría de tesis en estos volátiles apuntes.

He aquí lo que sostengo: «Entre la llegada de Eugenio Padorno Navarro como alumno de la Universidad de La Laguna y la llegada de Eugenio Padorno Navarro como docente de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en esos veintiocho años de diferencia, gracias a su trascendental intervención, se cimentó una admirada y admirable manera de hacer y entender la poesía en lengua castellana que, con el tiempo, evolucionó hasta adquirir las formas de una entidad filosófica que contribuyó al entendimiento de lo que es y representa la canariedad; y que condicionó la lírica y el pensamiento cultural que se desarrolló a lo largo de la década de los noventa del siglo XX para luego sentar las bases para que fuera posible durante este primer cuarto del siglo XXI esa literatura de nuestra tierra que hoy no dudamos en afirmar no solo su más que demostrable existencia, sino su destacada posición dentro del amplísimo y complejo universo de las letras hispánicas».

Esto creo. Esto defiendo. Esto comparto, convencido de su verdad. Esto muestro esperanzado y expectante…

Forse altro canterà con miglior plectro.


FUENTE. Primer y último capítulo de Poesía universitaria palmense, 1992-1998. (Retazos testificales autobiográficos), un ensayo publicado en Mercurio Editorial en enero de 2025.