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Sánchez Robayna o la inevitabilidad como prueba de grandeza

«Y ahora el silencio es más intenso; y habla una tranquila voz en lejanía: “Aleja de tu espíritu ese albergue que será para todos algún día… Y evádete, en la noche, entre las sombras, y sé una parte de la noche misma”» (Alonso Quesada).

Literatura canaria, un planeta circumbinario

Fue inevitable, imposible de soslayar, de sortear, de esquivar, de trazar un rumbo alternativo para no mentarle; y no porque anidara en mi voluntad el propósito de evitarle, negarle, vetarle (¡eso nunca, jamás!), sino porque era prodigiosa la forma en la que no dejaba de estar presente en la escritura sin que hubiera una intención para que así fuera. De un modo u otro, mientras me sumergía en la composición de un ensayo autobiográfico y testifical acerca de la poesía de la última década del siglo XX en un ámbito tan reducido como el de la Facultad de Filología de la ULPGC, mientras se evidenciaba la cortedad de mi experiencia y la largueza de mis admiraciones, detectaba cómo la raíz del asunto que me entretenía, conforme ganaba en profundidad, lo hacía en ramificaciones; y todo gracias a un extraordinario nutriente que expandía mi percepción del fenómeno sobre el que, con humildad, trataba de dar cuenta: al apelar al alimento intelectual y poético de un grande como Eugenio Padorno Navarro surgía, en no pocas ocasiones, la majestuosa presencia de otro tan grande como él, Andrés Sánchez Robayna.

Los dos, de una manera inevitable —la grandeza llama a la grandeza—, en el último tercio de la centuria pasada, se encontraron en una suerte de camino estelar de la literatura que muy pocos en Canarias han sido capaces de recorrer. Y digo bien: camino estelar, camino de elegidos, de convocados para fundirse en la universalidad de las letras hispánicas intemporales; nada que ver con esos otros variados caminos, más o menos firmes, más o menos aceptables, más o menos imprescindibles, que forman parte del paisaje de nuestras escrituras creativas y de pensamiento, y que son transitables y memorables, pero que no alcanzan a ser estelares por vaya uno a saber qué razones. Andurriales, veredas, atajos… no tienen cabida en esta metáfora sobre la excelsitud de los dos mentados nombres propios y el prestigio de los muchos y dispares caminantes, cuyas nominaciones están de más en este momento porque se hallan en el entendimiento de cuantos aprecian la expresión verbal más cercana a las pulsiones intelectuales y estéticas que nos identifican como habitantes de este hogar atlántico que nos acoge.

Los dos, de un modo inevitable también —la fortuna en ocasiones no es azarosa—, asumieron la magistral misión para la que fueron escogidos por esa arbitraria dama llamada Vida: la docencia, la academia, la poesía; o sea, la enseñanza en torno a cómo son los caminos y cómo se puede llegar a ser caminante, la investigación acerca de los caminos y de los caminantes, la construcción de los caminos caminando. De ahí que los dos representen, en este acercamiento que realizo a la figura de Andrés desde su vínculo con la de Eugenio, las estrellas de este planeta circumbinario en el que se ha convertido la literatura canaria que hoy, con la marcha de Sánchez Robayna, contemplo.

Los vi juntos —en el transcurso de mi escritura—, cuando el maestro Padorno decidió retomar la colección Mafasca (1964-1968), que renombró como Mafasca para bibliófilos, denominación que evocaba la Colección para treinta bibliófilos que dirigió Juan Manuel Trujillo Torres entre 1943 y 1945; una serie con la que, por decirlo de algún modo, se consolidó dentro del ámbito literario la noción de “plaquette” —folleto poético—, fundamental concepto (no es el lugar ni el momento de exponer el porqué de esta sustancial condición) para entender la producción lírica canaria de la segunda mitad del siglo XX —en buena medida, gracias a los hermanos Padorno Navarro—. En los diez años de duración de la segunda Mafasca (1975-1985), Sánchez Robayna intervino varias veces: inauguró la serie con Fragmentos nocturnos; publicó, como octavo volumen, Tinta (1978); y aportó textos propios en dos títulos: la edición de Eugenio de Pictografías para un cuerpo: Domingo Rivero (1977) y Negro sobre blanco (1980), de José Luis Gallardo. Esta última obra apareció por las mismas fechas que el suplemento cultural Jornada Literaria, que coordinó el estelar poeta hasta 1982, aproximadamente, y que contó con la participación activa, entre otros, de dos importantes firmas de nuestras letras: Miguel Martinón y Nilo Palenzuela.

Las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Miguel Martinón, el nombrado, que estuvo muy presente en el desarrollo de una de las revistas de literatura, arte y crítica más emblemáticas del hispanismo de finales del siglo XX, Syntaxis, fundada y dirigida durante los treinta y un números que duró por Sánchez Robayna. Llegó a ser el secretario de la publicación y el responsable, entre otras aportaciones, de esa significativa y relevante y griega que contiene el título, como recojo en mi breve y heterodoxo ensayo.

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Presentación de Tinta en el Club Prensa Canaria. De izquierda a derecha: Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno. Foto de Juan Gregorio publicada en el Diario de Las Palmas (5 de enero de 1982).

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Sigo por la senda del vínculo Eugenio-Andrés a partir de Mafasca para bibliófilos. La gratificante experiencia debió empujarles a poner en marcha juntos otra colección: Tierra del poeta, gracias en esta ocasión al apoyo de Ediciones La Palma. La iniciativa se concretó en doce plaquettes: la primera, de Octavio Paz (Reflejos: réplicas, 1996); la última, de 2000, la antología De camino a casa, de Oswaldo Guerra Sánchez, uno de los autores canarios de referencia del siglo XXI, uno de esos discípulos aventajados de Eugenio, uno de esos que sabe cómo acceder al camino estelar, como lo fue para Andrés el poeta Rafael-José Díaz, quien firmó en esta colectánea el undécimo tomo, Llamada en la primera nieve (2000).

¿Cuándo hablaron para hacer realidad esta empresa editorial? ¿Quizás cuando ejercieron funciones de jurado (junto con José Hierro y Francisco Brines) en el Premio “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”, que en 1995 premió Fauna para el olvido, de Alicia Llarena, poemario que publicaría Ediciones La Palma dos años más tarde? Insisto: la grandeza llama a la grandeza, y de ahí no me bajo.

Sí, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Octavio Paz, el nombrado, con el que arrancó esta Tierra del poeta, que regresaba así al orbe de Sánchez Robayna, pues ya estuvo presente en una iniciativa literaria que promovió el satauteño en sus años universitarios por Barcelona: una revista que dirigió hacia 1976 y que se titulaba Literradura, un cuaderno «muy de neovanguardia» —como le dijo en una interviú a otro discípulo suyo, el magnífico poeta Alejandro Krawietz—. En la mentada publicación también participaban José Carlos Cataño y Eduardo Pinto, si nos atenemos a lo que Alfonso O’Shanahan nos señalaba en un artículo que sacó en La Provincia en junio de ese indicado 1976. En este texto, informa del surgimiento de una incipiente generación de escritores (en la que entraban los citados Cataño y Pinto, más Andrés Doreste Zamora, José Miguel Junco Ezquerra, Agustín Millares Cantero, etc.) y se ve en la obligación de dejar al margen del colectivo a Sánchez Robayna: «Se despega en madurez poética de todos los demás, acaso por su más temprana dedicación […]».

De nuevo, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un José Carlos Cataño, el nombrado, que en 1998, entrevistado por Mariano de Santa Ana para La Provincia (edición del 12 de marzo), reconoció la influencia que Eugenio había ejercido en él y en Andrés Sánchez Robayna.

La grandeza literaria es pareja al magisterio por la vía de la imitación, la del influjo, la del asesoramiento, la de la admiración. En el caso de Andrés —como expuse en mi ensayo trazando las analogías existentes entre él y Eugenio—, gran parte de esta grandeza se vertebró en una escuela lírica que, durante la etapa de la que me ocupo en mi opúsculo, se denominaba Paradiso y estaba vinculada con la Universidad de La Laguna. Con la prudencia del sabio, estuvo para generar los estímulos, asesoró, ayudó, dejó hacer, encauzó el estro, favoreció que las nuevas voces tuvieran un respaldo editorial y público que era necesario para que fluyeran y demostraran su valía. Entre 1993 y 1995, se sitúan los doce números de Paradiso, pliego de literatura, revista dirigida por Rafael-José Díaz, acompañado, entre otros, por autores como Alejandro Krawietz, Francisco León, Goretti Ramírez Castro y Víctor Ruíz; quienes en 1994, junto con Melchor López y Francisco-Javier Hernández, y dentro del entorno de la revista Syntaxis, fueron seleccionados por Sánchez Robayna para conformar la excelente antología Paradiso, que prologó.

«La muerte es la visión de una pirámide infinita y lejana sobre la palma de una mano más infinita aún…» (Alonso Quesada).

Un 25 para marcharse: A+A (Alonso y Andrés)

La grandeza llama a la grandeza, he dicho y repetido; y los acontecimientos parecen confirmarlo, aunque sea de manera tan triste: este año, dedicado a Alonso Quesada por el primer centenario de su fallecimiento (4 de noviembre de 1925), es el año en el que se nos va uno de sus más destacados estudiosos, pues Andrés lo era y de los mejores, sin duda. Ahí está su producción académica para avalar cuanto afirmo. En 1978, en la Universidad de Barcelona y bajo la supervisión del insigne José Manuel Blecua, defendió su tesis doctoral: La poesía de Alonso Quesada. Y como buen maestro que siempre fue, sembró buena simiente: en junio de 1992, en la Universidad de La Laguna, firmó la dirección de otro proyecto de doctorado similar relacionado con el poeta que homenajeamos este año y que preparó uno de los más celebrados novelistas canarios que hay en la actualidad. El título del trabajo: Alonso Quesada: hacia una interpretación documental de ‘El lino de los sueños’; su autor: José Luis Correa.

¿Lo reclamó Alonso —redivivo desde hace apenas tres semanas gracias al Día de las Letras Canarias— para agradecerle lo mucho y muy bueno que hizo el sabio para que su quehacer lírico se mantuviera vigente? ¿Pidió tener cerca al profesor para expresarle en persona su gratitud por esa magnífica antología sobre su obra poética que acaba de editar y publicar como n.º 1257 de la prestigiosa Colección Visor de Poesía, una indispensable referencia bibliográfica que nadie imaginó que iba a convertirse en una suerte de extraordinario colofón a una admirable vida de escrituras?

Quienes habitamos entre libros y, principalmente, entre los dedicados a la literatura y el arte, con independencia de su naturaleza, lo sabemos, pero conviene no silenciar esta verdad notoria cuando sea posible volver sobre ella: un grande como Andrés jamás se va. Su legado se queda. Nosotros pasaremos, nos desembocaremos en el mar, desapareceremos; pero él no, porque su palabra seguirá vibrando en nuestras conciencias literarias, seguirá ahondando y será, como nunca ha dejado de ser, una inevitable y necesaria raíz profunda y ramificada.

«Al fin resonó tu voz lejos de ti, como un humo de voz sagrada: “Estoy contenta de estar sin una herida en el alma, como el mar y como el prado de los cielos, libre y amplia”» (Alonso Quesada).

Lectoescritura en FP

I

El consenso es —preocupantemente— casi unánime: pobres son, en general, las habilidades lingüísticas del alumnado que obtiene el título de ESO. Puedo ser más contundente con el adjetivo, pero estoy comenzando el artículo: dejémoslo como está y, en aras de la suavidad, reconozcamos las excepciones, que las hay; por supuesto que las hay. En educación, al igual que en tantos ámbitos de la vida, los guarismos no se ubican nunca en los extremos —todo tiene matices, nada es blanco o negro absoluto—, lo que no impide la detección de tendencias que ofrezcan en el eje cromático una mayor proximidad hacia las zonas oscuras —como ocurre con el tema que ahora nos ocupa— y, con ello, una lejanía de las claras, que en esta imagen representaría el estado óptimo de la cuestión. Sitúo el asunto en el espacio sombrío donde tengo la impresión de que se halla, gracias a mi experiencia, porque lóbrego para mí se muestra el panorama: a grandes rasgos, los graduados escriben, leen, hablan y escuchan con desazonadoras deficiencias; o, si se prefiere, para entibiar el impacto de la afirmación, sin el grado de precisión aconsejable que deberían tener como receptores del mentado título académico. La “mancha”, que circunscribo en este apunte a las capacidades lectoescritoras, como si de un derrame petrolífero en el mar de las comunicaciones verbales se tratara, se extiende a bachillerato, donde la situación no parece mejorar de un modo significativo; y alcanza las costas universitarias, adentrándose en ocasiones en lugares que se consideraban libres de la contaminación (hay cada TFG que…, y cada tesis que…).

Apena el paisaje. La inversión de tiempo, energía, dineros, etc., para poner en marcha y desarrollar cuanto tiene que ver con nuestro sistema educativo desde la etapa de infantil, debido a numerosos factores —silencio culpables humanos y circunstanciales, no procede su abordaje ahora—, no se ha traducido en que un porcentaje muy elevado de discentes, sean de la condición que sean, hagan un uso lectoescritor del idioma adecuado y, en consecuencia, efectivo. ¿Hacen falta más horas escolares dedicadas exclusivamente a estas habilidades? Sí. Más y mejores horas: por cada una de contenidos específicos de materias, tres o más de lectura y escritura. Hay que leer, leer, leer mucho, variado y con calidad; y escribir, escribir, escribir mucho, variado y con esmero. No hay otra.

Un titulado en ESO de dieciséis años y con la esperada formación en lengua española (en la que se incluye el dominio de herramientas para resolver dificultades) debería ser capaz de entender sin problema alguno cualquiera de las novelas de Alexis Ravelo publicadas en Siruela —las mejores de este autor— y de escribir un pequeño texto expositivo, coherente y cohesionado, sobre lo leído. Recalco: «Debería ser capaz». No planteo nada descabellado. Si unimos biología y lingüística en el ámbito de la madurez intelectual, un ser humano de esa edad, con la preparación que se considera que ha conseguido tras su paso en la mentada etapa educativa, puede asimilar a la perfección las piezas literarias del escritor canario. Que le entretengan o que logre apreciar su valor estilístico son harina de otro costal. Repito: leer, leer, leer mucho, variado y con calidad; y escribir, escribir, escribir mucho, variado y con esmero. Hay que insistir una y otra vez, y en todos los frentes posibles: en educación infantil, en primaria, en la ESO, en bachillerato, en los estudios universitarios…, ¡y en la formación profesional! Y aquí es donde ahora me detengo.

II

No pregunto «desde cuándo» porque se sabe (desde la fecha de aprobación de las normas que regulan los contenidos que se han de impartir en FP), sino «por qué»: ¿Por qué el alumnado de FP —que llega al grado medio tras su título en la ESO o la superación de la prueba de acceso correspondiente (sobre la que algún día habrá que decir algo, y no muy bonito…) y al superior tras el medio o bachillerato— ha quedado excluido, dentro del marco escolar, del necesario refuerzo específico y periódico en habilidades lingüísticas? ¿Acaso no afectan a los discentes de la etapa los males que ocasiona la pobreza antes señalada? ¿Por qué no aprovechar su madurez intelectual y el ambiente renovado que ofrecen las enseñanzas postobligatorias para mejorar en un terreno, el de la lengua castellana, que les ha de acompañar durante toda su vida laboral? Porque, se quiera o no, como agentes del sector profesional que les toque ejercer, sea cual sea, tendrán que leer, escribir, hablar, escuchar; en otras palabras, instruirse para actualizar sus conocimientos, redactar informes y documentos variados, exponer situaciones a clientes y superiores jerárquicos de las empresas para las que trabajan o aspiran a hacerlo, y oír respuestas o planteamientos de problemas que requieren de su intervención, etc. Y nada digamos de si anida en la voluntad de este alumnado el dar un paso hacia la actividad docente.

Las capacidades lingüísticas se deben entrenar diariamente y con cierto orden y concierto, y más si nos hallamos en un espacio dedicado a la enseñanza. El que yo camine de lunes a viernes para ir y venir del centro educativo donde desempeño funciones profesorales, levante con frecuencia el peso de las bolsas de la compra o de lo que sea, me agache o me desplace cual bicho rastrero para recoger algo del suelo, me estire para alcanzar algún libro lejano de mi biblioteca, suba y baje las escaleras de mi edificio, renunciando así a coger el ascensor, etc., no me convierte en deportista. Pues lo mismo ocurre con la lectoescritura, por ceñirme a las habilidades que rigen este artículo: el que se escriba y se lea todos los días —que hablen las redes sociales— no supone que se haga con la debida corrección. Dicho de otro modo: que haya comunicación no impide que se dé la incomunicación si no se es capaz de dominar la ambigüedad, madre de la confusión y abuela del desconocimiento; una nieta esta que, con el tiempo, desdeñosa, acaba llamándose “ignorancia”.

Concluyo con otra analogía: una de las ventajas que tienen los comedores de los colegios es que pueden llegar a ser el único medio para que muchos escolares dispongan al menos de una comida decente al día. Pensando en la formación profesional y la lectoescritura: si se trabajara de manera específica en algún módulo (por ahí pulula uno reciente llamado Digitalización que avisa con ser una suerte de cajón de sastre y que se podría reciclar un tanto para la causa), quizás estaríamos ante el único medio para que muchos discentes de la etapa estén en contacto con un “entrenamiento” lingüístico que ha de contribuir a mejorar su uso del idioma. En este sentido, se vuelve inevitable la siguiente pregunta: ¿Por qué negar a esta enseñanza postobligatoria de secundaria la atención que al respecto ya posee su homóloga, o sea, bachillerato?

«1936» para saber, recordar, reafirmar

Una vigorosa agitación a la conciencia. Un severo «mira, coño, no bajes la guardia». Un aleccionador «no olvides nunca». Un temible «pasado futurible». Un certero «cuidado con los mentirosos». Un desasosegante «¿se está repitiendo?». Una intensa solidaridad con los damnificados, «el pueblo, siempre el pueblo». Cuatro horas de impactos visuales, sonoros, cinéticos y verbales; e intelectuales; y, sobre todo, morales. Desgarradoramente morales. El amor a la vida, a la concordia, a la inteligencia, a la ciencia, a la igualdad, son negociados de la moral, quehaceres morales que convierten a sus quebrantadores en seres inmorales; y, de paso, con ello, en asesinos, en despreciables, en ignorantes…

Al margen dejo la impecable manufactura técnica del producto. Ahí, en un apartado lado, sitúo aquello en lo que ahondaría una crítica literaria teatral que se precie. Aunque humilde y pobre sea la mía, imagino (supongo, intuyo…, quiero creer) que comparte con las estimables un cuadrante valorativo similar, donde solo es posible reconocer con las puntuaciones más altas los aspectos que conciernen al ejercicio dramatúrgico: actrices y actores, tanto principales como secundarios, im-pre-sio-nan-tes (por encima del calificativo que se encuentre en el más elevado lugar del escalafón); el guion, igual; los elementos escenográficos perceptibles, lo mismo; y también cuantos, entre bastidores, han logrado que funcionaran con una asombrosa fluidez las incontables transiciones protagonizadas por los numerosos personajes reales y simbólicos que circulaban por el escenario; y la dirección, y… Sostengo, tras lo visto el sábado quince de febrero de dos mil veinticinco, por la noche, en el Cuyás, que ha nacido un clásico. ¿Qué presencié? Una obra soberbia, un transatlántico teatral que desborda por su grandeza y que surcará los océanos de las artes escénicas nacionales e internacionales durante tanto tiempo como sus promotores quieran.

Mas no le concedo a la pieza referida la condición de clásica porque se haya desarrollado del impecable y admirable modo con el que lo hizo, y cumpliera sobradamente con el propósito que se espera alcanzar en todo quehacer creativo que se comparte: que se dé por bien empleado el rato que se le ha dedicado. En este caso, a las dos virtudes apuntadas conseguidas, le añado una tercera sumamente significativa para mí: el mensaje, perceptible gracias al poso que ha generado su asimilación y a la constatación de cómo se ha depositado, una vez más, en los cimientos del entendimiento. El mensaje, sí, repito; y con él, la asunción de su imprescindibilidad; y con ella, la perenne reafirmación de que la cultura siempre será la única arma válida para acabar con los inmorales.

Conocer los hechos de entonces…

(entre tantos: los ataques inmisericordes a la II República desde su proclamación en 1931; la falta de cohesión y firmeza de la izquierda para crear un frente común que sirviera para repeler a los enemigos del legal y democrático Estado republicano; la conchabanza del poder financiero y empresarial con los militares y los políticos sin escrúpulos; el golpe de Estado, ese alzamiento contra el pueblo promovido con el apoyo de naciones criminales como la Alemania nazi y la Italia fascistas; el abandono internacional de muchos países cercanos y, supuestamente, amparadores de los valores democráticos, que deberían haber acudido en defensa de nuestra República; los lugares teñidos de sangre inocente —Badajoz, Almería, Guernica, Ebro…, España entera, digámoslo ya—; el enmudecimiento  cómplice y anticristiano de la Iglesia católica —«A Dios rogando y con el mazo dando»—; el hambre, la miseria, la podredumbre; el exilio —Francia, México…, la URSS, ay, los niños, acogidos para que pudieran tener un mínimo plato de comida, un techo, un algo parecido a un hogar—; las cunetas repletas de españoles que piden desde hace casi un siglo —falta menos de tres lustros para el centenario del final de la guerra— una reparación a su dignidad y volver al sitio donde los suyos llevan demasiado tiempo esperándolos),

conocer los hechos, repito, estos hechos, obliga a los concienciados a una perseverante militancia en su recuerdo y a la determinación moral e intelectual —más racional que nunca— de no permitir, por una parte, que sean silenciados por quienes, sabiendo la verdad, prefieren el infundio; y, por otra, que sean ignorados por quienes tienen el derecho y, a la vez, la responsabilidad de estar al tanto de ellos, bien por ser españoles, bien por ser personas defensoras de los derechos humanos con independencia de su condición. Hay que insistir en que los enumerados no son acontecimientos pretéritos, lejanos, distantes. No, no lo son; aún son de ayer, están frescos, vigentes en las habitaciones del conocimiento y todavía duelen, y desesperan, y aíran.

Hay que reafirmar la necesidad de la remembranza porque el pasado sangrante reclama siempre del hoy un acuerdo colectivo para su cierre, una alianza fraterna que ayude al aplacamiento de cualquier sufrimiento y de ese lacerante peso en el ánimo que ocasiona la impotencia; y porque el presente, con los inmorales en puestos decisivos y proclamando con desfachatez la conveniencia del olvido, no puede ser la plataforma para que se repita en el futuro lo que tenemos claro que nunca, jamás, ha de volver a darse: otro 1936.

Conocer los hechos de entonces nos ha de permitir estar advertidos ante los actuales; entre tantos: los ataques inmisericordes a la democracia y a los más elementales derechos de la ciudadanía, y los incontables impedimentos para que sea posible una reforma constitucional acorde a la realidad de la España del primer cuarto del siglo XXI; la tradicional falta de cohesión y firmeza de la izquierda para crear un frente común que sirva para repeler a los auténticos enemigos del Estado democrático —identificables por su patriotismo de chichinabo—; la continuada conchabanza del poder financiero y empresarial con los políticos sin escrúpulos; el encubierto golpe de Estado que se está produciendo gracias a la confabulación de numerosos medios de comunicación y de miembros de la judicatura que ocupan puestos destacados; la desidia de Occidente, supuesto entorno que defiende los valores democráticos, a la hora de acotar a la extrema derecha y sus bulos; los lugares teñidos de inquietud doméstica por la precariedad en las retribuciones laborales, en la disponibilidad de viviendas, en los servicios sanitarios, en los recursos educativos, en el transporte, en el coste de la vida…; la cómplice y anticristiana laxitud de la Iglesia católica para señalar a los que, proclamados como afines, lo único que siembran es maldad…

Nunca más otro 1936. Nunca. Por eso, bienvenido y bien hallado, bien difundido y bien conocido sea «1936».