Archivo de la categoría: Un docente y otros textos sobre educación (2020)

Docentes públicos, ciudadanos privados-concertados

Confieso que, en el mejor de los casos, no lo entiendo; y que, en el peor, no lo llevo bien. Sé que a todos les ha de importar muy poco o nada lo que sienta o deje de sentir sobre la cuestión, y no puedo culparles por ello ni pedirles que se sumen a la causa; pero, insisto, eso de que los docentes funcionarios de carrera que ejercen su función en centros públicos de educación infantil, primaria y secundaria manden a sus hijos a centros privados o concertados, pues, la verdad, ni lo entiendo ni lo llevo bien.

No entiendo cómo alguien que trabaja para la enseñanza pública de manera estable, que ha superado un procedimiento selectivo y que, en consecuencia, ha demostrado un nivel elevado de cualificación profesional no acepta que sus hijos sean formados por docentes como él.

No entiendo cómo alguien permite que otros ciudadanos puedan llegar a la lógica conclusión de que la enseñanza pública es un desastre porque ese funcionario de carrera docente y otros como él llevan a sus hijos a centros privados o concertados: «¿Ves cómo la enseñanza pública va mal? Si él, que trabaja en un centro público, lleva a sus hijos a un centro privado (o concertado)…».

No entiendo esta decisión que menoscaba lo que uno es, que mancha el buen quehacer que se les presupone como profesionales de la docencia al servicio de la enseñanza pública.  ¿Acaso no creen en las virtudes de la educación en la que intervienen activamente? ¿Acaso han olvidado la diferencia entre lo que son los receptores que poseen la condición de usuarios y los que no pasan de ser clientes? ¿Todos los que trabajan en la enseñanza pública lo hacen mal (incluidos ellos)? ¿Qué autoridad para contribuir con la mejora de esta enseñanza de todos para todos tiene alguien que trabaja para la enseñanza pública, pero que no la apoya porque prefiere que sus hijos se eduquen en centros privados o concertados?

No lo entiendo y, lo reconozco, no lo llevo bien. No lo llevo bien porque tengo la impresión de tener en casa al enemigo, de formar parte de un colectivo en el que no todos reman en la dirección que considero adecuada: la de proteger, mejorar, difundir y consolidar los servicios públicos; los servicios que nos integran, nos cohesionan y velan por ese Estado del bienestar colectivo que hemos de cuidar si queremos progresar como sociedad hacia un mundo mejor.[1]


[1]. Como ven, nada digo de los docentes interinos porque, al fin y al cabo, imparten docencia donde les dejan. No veo incoherencia alguna en que trabajen para la enseñanza pública y escojan centros privados o concertados para la educación de sus hijos.

TIC cataplaf

Un error: creer que el actual alumnado domina las nuevas tecnologías. Prefiero visualizar la relación que mantiene con la informática como un vínculo más propio de la cotidianeidad que de la destreza. A sus edades, nuestro “dominio” se circunscribía a la capacidad de pasar la música de un disco de vinilo a una cinta de casete o a la configuración del vídeo VHS para poder ver películas en el televisor, poco más; pero ni entonces dominábamos aquellos rudimentos ni ahora cabe hablar de dominio informático. Esto es un exceso verbal, a mi juicio. Familiaridad. Creo que es más ajustado este término a la situación.

Otro error: creer que el actual alumnado disfruta con las clases que se realizan a través de las nuevas tecnologías. No. Puestos a elegir, es más entretenido apretar un botón que usar un bolígrafo; pero si le diéramos a elegir entre una clase con ordenadores y un estar en la cancha, la respuesta sería la que hubiésemos dado los de mi generación: fuera del aula, siempre.

Una clase con ordenadores es una clase rutinaria; aunque a los docentes que estamos en la franja comprendida entre la cuarta década y el medio siglo de existencia nos parezca algo excepcional si la comparamos con lo que teníamos. No debemos olvidar (sí, tú, mi coetánea, y tú también, mi coetáneo) que a nosotros nos causaba una profunda indiferencia el que nos proyectaran una película en el colegio o un pase de diapositivas, y a nuestros docentes de entonces aquello debería parecerle algo tan fuera de lo común que, sin duda, más de uno (por los ademanes decimonónicos que arrastraba) debía decir eso de «¿adónde vamos a parar?».

Nos gustaban los aparatos, pero para lo que nos gustaban y no porque lograran que nos ilusionásemos por ir al colegio o al instituto. Aquello, que así era, ahora así es.

Otro error más: creer que es más chachi, más chic, más…, no sé, mostrar en una pantalla lo mismo que se puede mostrar en una fotocopia o se puede leer en un libro. La capacidad de reproducir imágenes o sonidos no representa en sí mismo el mayor salto cualitativo que las nuevas tecnologías aportan a la enseñanza, sino la posibilidad de ampliar el conocimiento favoreciendo la búsqueda de información.

Más que ofrecer contenidos, hemos de enseñar a buscarlos y, lo que es más importante, hemos de enseñar a discriminar los hallazgos. No todo lo que da el mar es comestible. Al adiestramiento en el arte de navegar conviene añadir la formación para saber qué coger y qué dejar, atentos siempre a nuestros intereses marineros. Nuestro alumnado pesca (sabe remar y lanzar la caña al mar), pero se despreocupa bastante de discriminar porque sabe que, en otros lugares, la pieza ya está pescada y disponible para ofrecérsela al patrón, quién dará por bueno lo que le den con tal de que, al llegar al puerto, nadie le pueda echar en cara lo vacías que están las bodegas.

Reconozcamos que para interpretar esta metáfora piscatoria no debería hacer falta el uso de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Para atender la mayoría de contenidos que se manejan en las aulas, tampoco. Alguien que sabe algo lo comparte, verifica que su interlocutor ha captado ese algo y valora hasta qué punto ese algo que sabe ahora también lo sabe su destinatario. Punto. En esto consiste la enseñanza. No ha cambiado desde el origen mismo de la especie.

Si algo cambia, quizás todo cambie

Para el curso 2019-2020, el número de días lectivos en las etapas educativas de Infantil, Primaria y ESO en Canarias asciende a 180; en otras palabras, que los discentes de estas etapas pasarán prácticamente la mitad de año en la escuela y la otra mitad fuera de ella. Más equitativo, imposible. Es como si, en medio de un divorcio de mutuo acuerdo (familias, por un lado; por el otro, sistema educativo), se hubiese logrado fijar un convenio regulador para determinar cuánto tiempo tiene que estar el menor con uno y cuánto con el otro. ¿Criticable este fifty-fifty? No. Curioso, en todo caso. Mas no nos detengamos en esto. Sigamos.

Los 180 días en Infantil y Primaria se traducen en 900 horas lectivas; en Secundaria, en 1.080 horas. Lo que cabe preguntarse, lo que me nace preguntar, es por la relación que puede haber entre éxito escolar (con todo lo que ello puede significar) y la cantidad de días lectivos previstos o, en su defecto, el total de horas de permanencia diaria en los centros educativos (cinco en Infantil y Primaria; seis en Secundaria). ¿Más días o más horas nos conducirían a un ansiado éxito que ahora mismo los guarismos administrativos y los impulsos emocionales de los docentes ven lejano? ¿Con menos días y/o menos horas se podría conseguir igualmente? ¿Ir de lunes a jueves a estudiar sería suficiente? ¿Convendría prolongar las jornadas escolares hasta el sábado?

Salvando las distancias que hay entre una y otra, lo cierto es que sigo visualizando una escuela que, en este tipo de organización temporal, no difiere mucho de la que yo padecí en su momento y eso que ya han pasado algunos años de entonces para acá. Cambiamos los menús, pero mantenemos el mismo envase y nuestros comensales siguen siendo malos comedores; y, aunque cambien los cocineros, nos encontramos con que los platos y la cubertería, los manteles y las servilletas, las sillas, las mesas y el entorno siguen siendo los mismos; que el restaurante, por muchas reformas que tengan sus paredes, es en el fondo el mismo; y que no deja de ofrecer lo mismo a las mismas horas y los mismos días.

Sé que es complicado cualquier cambio (una hora menos de clase diaria, un día más a la semana, pasar de los sesenta minutos a los cuarenta y cinco por sesión en Secundaria…), pero algo quizás (quizás, repito) convenga hacer al respecto; o, cuanto menos, empezar a pensar si conviene hacer algo. Los porque sí son cómodos, pero contribuyen a la monotonía y son contrarios a toda percepción de progreso, de avance, de revolución.