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Sobre textos hogareños

[1] Textos hogareños. Dícense de aquellos escritos sencillos y sin pretensiones académicas, lo que no impide que sean rigurosos en su contenido y que, por lo general, suelen componerse con espíritu didáctico. Se denominan “hogareños” porque la calidez de su expresión y la luz que desprenden sus contenidos son los propios de un hogar; y porque en torno a ellos se reúne un grupo de personas emparentadas emocional e intelectualmente con el escritor.

Cuando el oportuno Cide Hamete Benengeli de postín redacte dentro de algunas décadas o siglos una nueva versión del gran diccionario de la literatura universal, tendrá que hacerse eco de este subgénero narrativo y poner como ejemplo Crónicas en las ondas, 1996-1998 del maestro Cabrera Perera. Este volumen, que ocupa el segundo número de la colección que le dedicamos, es el símbolo de una sobresaliente, intensa, generosa y muy aplaudida labor como fue la que realizó nuestro autor durante muchos años en el programa radiofónico Suena la tarde de Santiago García Ramos.[2]

Durante la planificación de la Biblioteca Antonio Cabrera Perera (BACP), tanto mi compañero de edición[3] como un servidor concluimos que el mejor arranque para la colección era el que representaba la inclusión, en un mismo volumen, de dos títulos destacados en la bibliografía del maestro: Las Islas Canarias en el Mundo Clásico (1988) y Tratamiento del libro en la biblioteca (1991). Su elección fue pareja al sentido que representaba la iniciativa editorial. No en vano, afirmamos en la introducción de dicho tomo lo siguiente:

Hablamos de manuales, en la acepción de libro en que se compendia lo más sustancial de una materia, que tuvieron en su momento una gran repercusión entre lectores y especialistas por sus excelencias, lo que se constata por el significativo número de referencias, citas y usos que han ido atesorando las citadas obras durante las más de dos décadas de existencia que tienen; y que, por las características de las dos entidades que promovieron su publicación, se quedaron aparcados en alguna que otra reimpresión que, en cualquier caso, no se ha traducido en la posibilidad de adquirirlos al día de hoy por otros cauces que no sean los bibliotecarios o los propios de establecimientos de libros de segunda mano. Nos apena y nos da rabia que, sea por lo que sea, dos textos tan valiosos como los apuntados no hayan sido objeto, hasta este instante, de una mínima voluntad por que estuviesen disponibles para las generaciones actuales. Así pues, debe verse el paso que hemos dado con esta colección como el deseo de cohesionar una producción bibliográfica de primer nivel y la elección de los dos esenciales títulos en el primer tomo como el resultado de una certeza: qué mejor bendición para la magna empresa que dos grandes obras.

Además de lo expuesto, también teníamos muy claro que era importante combinar aquellos títulos más relevantes del profesor por su difusión y conocimiento junto con los que habían tenido un ámbito de acceso más limitado o parcelado por circunstancias que no vienen al caso enumerar. Al primer grupo cabe adscribir el tomo 1 de la BACP; al segundo, el que ahora nos ocupa.

En este sentido, las crónicas que nos unen a través de esta edición tienen un encanto especial que las convierte en una suerte de exquisita rareza bibliográfica, pues, al margen del grato contenido que las ilumina, mantienen cierta analogía con lo que fue la tradición literaria oral de comienzos de nuestra literatura y su posterior plasmación en la escritura. Los que nacieron como textos para ser escuchados, vivieron un proceso inicial de difusión en el que los primeros receptores se convirtieron en emisores para los segundos, y estos hicieron lo propio con los terceros… Con este panorama volcado en la oralidad, las palabras del maestro, parafraseando el célebre pasaje de la segunda parte del Quijote, cumplían con el propósito de ser claras y asequibles al entendimiento: las usaban los niños, los mozos las asimilaban, los hombres las entendían y los viejos las celebraban, pues sus exposiciones conformaban el más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta ahora se haya visto, porque en todas ellas no se descubre ni una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico.

De las charlas, tertulias y conversaciones surgió la inevitable conclusión de que era necesario que la palabra impresa cogiese forma para que la oral no quedase deformada ni, lo que es peor, en el olvido. Fue en este instante de convicción cuando nació en nuestro autor el deseo de que este libro, en soporte papel, se hiciese realidad. Esta pretensión queda testimoniada en la existencia del original que utilizamos para fijar el texto de nuestra edición[4] y en la explícita mención a este propósito que se hace en algunos artículos (en “El dardo en la palabra” de 1997, por ejemplo).

La obra que nos convoca en esta ocasión ha esperado quince años para ser publicada. Supe de ella hacia el año 2003, aproximadamente. Mi memoria remonta el primer conocimiento de este título al poco de haber concluido mi defensa de la tesis doctoral. En algún encuentro posterior al acto académico, el que fuera su doctorando —quien esto escribe— oyó de su director —nuestro maestro— el deseo de que fraguasen en un proyecto editorial estas crónicas; mas, por una razón u otra, el tema de la edición se pospuso y no se retomó hasta hace unos cinco años, aproximadamente. En uno de esos encuentros periódicos que tenemos, el libro volvió a nuestras charlas y, con su mención, se renovó en mi memoria el cariño con el que el profesor hablaba de él. Mas entonces tuve la oportunidad de tenerlo en mi mano. Aún recuerdo el instante: se levantó del sillón, se dirigió a un mueble bajo que estaba próximo a la mesa de su despacho y sacó el original… Me lo enseñó con orgullo; y con no menos orgullo lo cogí entre mis manos.

Aparentemente, aquella pieza no tenía el encanto de las grandes encuadernaciones ni de esos libros antiguos que tanto nos apasionan, pero poseía la fortaleza que dan los textos labrados con cariño y sapiencia; y aunque no fuese un incunable senso stricto, aquel tomo era único, pues no había en toda la Tierra otro ejemplar como ese. Aquel tesoro, además, era el testimonio humilde y sencillo de alguien que había invertido muchas horas valiosas en la composición de unas escrituras que fueron recibidas no solo con las apacibles voluntades que reclamaba Cervantes para su Galatea, sino con la fidelidad de una audiencia radiofónica que esperaba con verdadero entusiasmo la emisión del programa y ese «libro en las manos» que siempre llevaba Cabrera Perera.

A finales de 1998, el maestro finalizó una selección de aquellos textos radiofónicos que había elaborado durante los tres años anteriores y que a su juicio eran los más significativos, los que más beneplácito recibieron de cara a una futurible publicación. Las páginas de este jardín eran las que entonces hojeaba y ojeaba en aquella dichosa mañana en la que surgió la necesidad de hacer lo posible por llevar a cabo la empresa que debía concluir con el nacimiento de un libro tan singular como especial. Eso fue hace un lustro; hoy, por fin, es una realidad.

La edición que publicamos, pues, respeta la selección que hizo el profesor Cabrera Perera porque se ajusta a lo que en su momento fue una elección basada en criterios particulares.[5] De cuantos artículos compuso durante el periodo que señala el título, estos que hoy publicamos son los que le apetecía ver juntos de cara a una publicación como la que nos ocupa. Es importante destacar esta circunstancia.

Una visualizada rápida por el índice nos muestra que hay dos grupos destacados de artículos: los que poseen nombres propios, bien de escritores, bien de libros; y los que entroncan con festividades que poseen un profundo arraigo en nuestra cultura. Hay un tercer conjunto compuesto por temas que mantienen un vínculo con cuestiones relacionadas con nuestra lengua y nuestro dialecto (pasamos de la Academia Canaria de la Lengua, a los anglicismos del español de Canarias y a las acepciones de términos como “leche” o “polvo”); y un cuarto grupo más variopinto, donde nuestra Unión Deportiva Las Palmas tiene un espacio y la Biblioteca Pública Municipal de Tejeda, que llega a nuestro libro como el recuerdo de otra ingente labor hecha por el maestro, el suyo.

En este mosaico, hay un apunte que me gustaría destacar sobremanera: el relacionado con las festividades y el hecho de que, en la selección del profesor, estas se ofrezcan en ocasiones con más de un artículo: sobre el carnaval hay dos textos; sobre la Navidad, tres; sobre… Esta repetición de temas y, a veces, de puntuales contenidos debe interpretarse como la intención del autor por trazar una secuencia textual que refleje ese día a día que nos contempla y en el que no son infrecuentes las jornadas señaladas ni el que estas vuelvan a darse de manera periódica. Estas reiteraciones, con sus particulares variantes, convierten a este gratificante conjunto gestado por un intelectual deudor del más puro humanismo renacentista (eminentemente filológico, profundamente literario, intensamente didáctico) en una crónica vital y significativa de Canarias, en general, y de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, en particular. No en vano, con toda justicia fue merecedor el maestro, en junio de 2007, del título de Hijo Predilecto de la Ciudad.

Además de este espíritu cronístico en el que se envuelve la esencia de este libro, me gustaría ponderar el que todos los textos se elaborasen ex profeso para cada espacio radiofónico, lo que demuestra el enorme trabajo que realizó nuestro autor durante sus años de permanencia en Suena la tarde; una labor que compaginó de manera excepcional junto a sus otros quehaceres profesionales. Cierto es que, de vez en cuando, se detecta en algún texto algún contenido disperso procedente de un escrito anterior, pero esto, además de lógico, es, hasta cierto punto, inevitable cuando se abordan temas cuyas líneas de desarrollo son idénticas.[6]

Otra cuestión que quisiera resaltar de Crónicas en las ondas es la que tiene que ver con el magnífico equilibrio que mantiene nuestro autor entre la sencillez de su exposición y el rigor de sus afirmaciones; entre la amenidad y el marcado sentido pedagógico. El tono desenfadado y nada dogmático de sus artículos constituían en su momento una invitación a la escucha que cualquier espíritu curioso muy difícilmente podía ignorar.

Uno de los fines que nos hemos marcado a la hora de fijar esta edición tiene que ver con el mantenimiento del estilo del maestro sin dejar de hacer uso de todas las posibilidades que ofrece la lengua escrita. No hay que olvidar que los artículos se elaboraron en su momento para que fuesen compartidos con una audiencia radiofónica que, por su naturaleza, no podía disponer del refuerzo que supone el lenguaje no verbal ni de las notas a las que usted puede acceder en este volumen. Esta circunstancia ocasionaba la elaboración de digresiones y anotaciones en los textos que, en algunos casos, suprimimos por ser apuntes supeditados a la oportunidad o no de ser expuestos, o por ser variantes de una idea reiterada en la exposición que sirve de ayuda en un texto oral, pero que puede estorbar en uno escrito.

En otros casos, estas indicaciones se convierten en notas a pie de página que identificamos como “Nota del autor” (N.A.) para diferenciarlas de las nuestras, denominadas “Nota de los editores” (N.E.). Nuestras notas contienen fundamentalmente observaciones sobre determinados aspectos de los artículos que consideramos esenciales para sortear el espacio temporal que, por un lado, tienen muchos entre sí; y, por el otro, mantienen estos con respecto a nuestros días.

El aparato anotador y la adaptación a la escritura de estos textos orales, verificada a través de una profunda revisión del original de 1999, son nuestras humildes aportaciones a este magnífico título que, por la parte que me toca, percibo como el grato cumplimiento de un lejano deseo (o un propósito remoto) y, al mismo tiempo, como un regalo al maestro hecho de todo corazón y, por extensión, al patrimonio cultural, en general, y filológico, en particular, de nuestra tierra, pues ese es uno de los fines de la Biblioteca Antonio Cabrera Perera.

Un paso más damos en esta colección. Es humilde porque a más no llegamos sus editores; pero brillante y luminoso, porque es el sino de cuanto ha hecho el maestro a lo largo de su dilatada y fructífera trayectoria. Con regocijo contemplamos las excelencias de estas crónicas en las ondas, 1996-1998; y con orgullo concluimos que esta mina de tesoros librescos, literarios y culturales en forma de artículos debe seguir acrecentando los anaqueles de nuestra colección, y que es exigible (si asumimos como debe ser el honor de editar la biblioteca que nos honra) que otras crónicas similares vean la luz cuanto antes para que todas den cuenta de la inmensa contribución al conocimiento que llevó a cabo el maestro, nuestro maestro, durante los no pocos años en los que ocupó la distinguida cátedra que le ofreció Suena la tarde de Radio Las Palmas.


[1] Introducción al tomo 2 de la Biblioteca Antonio Cabrera Perera que coedité en 2014 bajo el título: Crónicas en las ondas, 1996-1998 (1999), publicado en Mercurio Editorial, páginas 5-10. ISBN: 978-84-943203-9-2; Depósito legal: GC 1082-2014.

[2] El célebre programa de radio comenzó a emitirse en octubre de 1982 en Radio Las Palmas. Al poco de comenzar, el maestro entró a formar parte del selecto grupo de colaboradores que siempre ha tenido este espacio. Su sección se denominaba «Con un libro en las manos». En consecuencia, justo y necesario es reconocer un error y pedir su corrección: en la cronología que insertamos en el tomo 1, apuntamos que la colaboración de nuestro autor con este programa comenzó en 1978, cuando debería haberse indicado 1982.

En febrero de 2005, con 75 años y cerca del millar de textos compuestos y emitidos, dio por finalizada su participación en Suena la tarde. Muchos programas se volvían a emitir, generalmente a petición de los oyentes, incluso años después de haber terminado la relación del maestro con la emisora.

[3] A quien agradezco el que me haya permitido personalizar la introducción de este volumen dada la especial cercanía que tengo hacia el título que tienes en tus manos.

[4] Dos referencias cronológicas situadas en el original nos indican los datos precisos de composición y “entrega” de esta obra a su destinataria: en el colofón se lee que la obra se acabó de imprimir el domingo 27 de diciembre de 1998, a las 18.15 horas, en el ordenador Macintosh LC 475, propiedad del autor; y en la dedicatoria a su mujer, doña M.ª Ángeles Morales González, se observa que se fechó el 6 de enero de 1999.

[5] Los 42 artículos que contiene nuestra edición abarcan los cuarenta y ocho del original. Consideramos adecuado concentrar en una sola entrada los escritos titulados: “Los números en la Biblia”, “Libro de los elogios”, “El dardo en la palabra” y “Acertijero”, los cuales, en la primera versión, aparecen distribuidos en varios artículos porque son muy extensos y su longitud los hacía inviables para ser emitidos por radio. En la versión impresa, lo inviable es lo contrario: mostrar en varias partes lo que constituye una unidad conceptual.

[6] Por ejemplo: a la hora de abordar la muerte como motivo creativo, un profesor de literatura española no puede evitar la mención a las dos composiciones más relevantes de nuestras letras: las coplas de Jorge Manrique y la elegía de Miguel Hernández. En este sentido, cuando el tema tiene un hueco en un artículo, nuestro autor acude a estas referencias, tal y como hacemos nosotros en nuestras aulas. Y lo mismo sucede con la Navidad o el carnaval, por citar dos asuntos que tienen un significativo lugar en el libro que nos ocupa.

Preliminares a la paratextualidad

Entre mis manos, un anciano libro yace. Pongamos que hace catorce años que un profesor lo depositó en ellas, que me hizo partícipe de su devoción por él, una afición quizás más bibliófila que literaria. Digamos que se trata del profesor Cabrera Perera. Agradezcámoselo ahora. Es más, dediquémosle esta pequeña obra. Se lo merece. Queden, pues, estas páginas como particular muestra de afecto y gratitud hacia él. Prosigamos. Miro nuevamente el librito de marras. Es más pequeño que nuestro cotidiano DIN A5. Es una novela pastoril. Se publicó en 1587. El papel huele a muchos años en los anaqueles, muchísimos. Quizás muchos más que lectores ha tenido. Leo el título que lo identifica. Alguien lo escribió. Leo su nombre. Leo otros datos: «Estudiante en la insigne Universidad de Salamanca». Alguien recibió el honor de su dedicatoria. ¿Honor? No lo sé. Formaba parte del Consejo Real de la época. Leo su nombre. El impresor ha puesto un sello propio en la portada. Un jarrón. No está mal. Es bonito. Queda bien. El libro cuenta con un documento administrativo exigible. La portada lo indica. Interesante. Moraban en Alcalá de Henares los operarios que lo fabricaron. No me lo invento. La portada lo dice. Mejor dicho: se deduce de la portada. Alguien los dirigió en su trabajo. Leo su nombre. Alguien pagó a este director, el impresor, su trabajo. Leo también su nombre. Era un mercader de libros. Me detengo. Echo una mirada general y continúo. Traspaso el umbral de la portada. Aparece el documento administrativo reseñado. Lo firma un tal Juan Vázquez. ¿Quién fue este señor? Luego, en el folio A3, el autor plasma la dedicatoria. Buena estrategia. Sí, muy buena: que el destinatario vea enseguida el texto que lo homenajea. Sigo hojeando. Tres sonetos, tres autores. ¿Quiénes fueron? Uno sin identificar, otro con el don ante su nombre y un tercero. Bien, seguimos. Ahora el prólogo. Entre las líneas once y doce, el conflicto: «natural de las nombradas islas de Canaria». Luego, el silencio, el vacío, la nada. Aquí desaparece Bernardo González de Bobadilla y sus Ninfas y pastores de Henares. Nadie ha reclamado para sí la novela ni se ha molestado en saber quién fue su autor más allá de los límites constreñidos de unas páginas que no han satisfecho muchas horas de ocio.

Dediqué cuatro intensos años a buscarlo entre las páginas de su único testimonio y en todos aquellos lugares donde suponía que debía haber algo sobre él: alguna mención, alguna mala anotación; algo, simplemente algo. Las únicas pistas que nos dejó el tiempo fueron los preliminares, las punzadas que entresacaba de sus páginas literarias y todo aquello que he venido a clasificar como elementos paratextuales: la portada, el objeto físico en sí y la casuística administrativa que lo contemplaba.

Ahora vuelvo a mirar el volumen. Lo pongo a cierta distancia y pienso, no ya en mi autor, en mi particular fantasma, en ese individuo anónimo que he terminado dando forma gracias a las pequeñas parcelas de luz descubiertas y a las muchas probabilidades que subyacen anotadas en este trabajo, sino en los miles de Bernardo González de Bobadilla olvidados, en los miles de testimonios únicos que se depositan en los archivos bibliotecarios y que, como habitantes de nichos, si nadie lo remedia, jamás serán visitados o, cuanto menos, percibidos por transeúntes curiosos.

Al otro lado de mis pensamientos, veo a cientos escritores que son permanentemente reconocidos. No me parece mal que así sea. Es justo. Debe ser así. Han de leerse y estudiarse. Se debe ampliar su conocimiento y perpetuar la admiración que les profesamos. No me preocupan estos porque siguen vigentes y lo seguirán estando durante muchos, muchísimos años. Lo que me preocupa (o inquieta, o desazona…) es que no nos hayamos interesado lo suficiente en husmear en los archivos, bibliotecas y librerías en busca de aquellos que quizás deberían tener una segunda oportunidad para que los releamos porque en su momento, por vaya uno a saber por qué razón, quedaron ubicados en los estantes de los olvidables. ¿Y si entre estos hallásemos a algún que otro glorioso?

Quizás no me interese tanto con este libro ofrecer “algo” sobre González de Bobadilla y sus Ninfas, que también, para qué negarlo; sino mostrar, a través de la praxis que representa este Análisis paratextual, cómo podemos quitar el polvo y las telarañas que oscurecen hasta hacer imperceptibles estos documentos. Pienso ahora en esos jóvenes investigadores que, a la larga, terminan sucumbiendo a la tentación de los gloriosos porque intuyen, no sin razón, al menos hasta cierto punto, que con ese autor desconocido que ha llegado a sus manos, del que nada parece haber y del que casi nada da la impresión que se pueda obtener, no van a tener la oportunidad de demostrar su valía. Es lógico que lo piensen: los gloriosos apabullan con su bibliografía, pero esta existe, está, todo es cuestión de hacer una efectiva selección de la misma; los desconocidos, por el contrario, son intangibles, abstractos, nebulosos, porque no se llega a ellos casi nunca por vía directa, sino a través de la intuición y de las sospechas. En suma, porque nos cargan con más preguntas que respuestas. Pero han existido estos autores, han estado entre nosotros y nos han dejado lo único que necesitamos para darles cuerpo: su obra, su escrito, ese texto que dormita y que sólo hace acto de presencia en los catálogos. ¿Por qué no buscarlos? ¿Por qué no desenterrarlos de los estantes e indagar cómo llegó a su ánimo la composición del libro? ¿Por qué pudiendo no haberse escrito ni publicado el libro descubierto, este se escribió, se publicó (con la correspondiente inversión de tiempo, trabajo y dineros) y tuvo la mala suerte de pasar desapercibido para la posteridad?

Termino. Hace muchos años escribí esto:

«Busco a un niño “majorerito” que tenía cuatro años cuando murió. De eso hace ya casi cuatro siglos. Lo enterraron en una fosa con una ceremonia de pobres. Es muy probable que sus padres tuviesen muchos más hijos de los que preocuparse. Seguramente, durante algunos años pagaron algunas misas por su alma; luego, con el paso del tiempo, ese niño “majorerito” quedó sepultado en un amargo pero lejano recuerdo familiar. Fue en mil seiscientos y pico cuando dejó el testimonio de su existencia en la Basílica de San Juan de Telde. Siglos más tarde, un día, harto quizás del anonimato, se mostró a mis ojos vestido con lo único que le quedaba: su acta de enterramiento. Y pensé en él, en la soledad y tristeza de una sepultura sin recuerdos, en las cosas que pudo hacer si hubiese sido adulto, en los besos que pudo dar enamorado, en los hijos que pudo tener… Y comprobé que su imagen de cuatro años se había diluido para siempre. No nos queda una lápida que lo nombre, tampoco un retrato. Es posible que su padre a muy tierna edad lo llevase a ver el amanecer a la playa de Melenara, es posible que viviese en San Francisco. ¿Por qué no pudo tocar alguna vez los Picachos? Ese niño “majorerito” a los efectos nunca existió para nosotros, jamás. Nadie lo recuerda, sólo un papel da fe de que murió con cuatro años, que se enterró humildemente y que era “majorerito”. Dejadme que le dedique a ese niño “majorerito” los minutos más intensos que jamás habrá recibido. Ese niño no fue ni es de nadie. Ese niño es y será siempre mi niño».

Como lo es ahora Bernardo González de Bobadilla y su Ninfas y pastores de Henares…[1]


[1] Introducción a mi Análisis paratextual de ‘Ninfas y pastores de Henares’ de Bernardo González de Bobadilla, publicado en octubre de 2008 en Anroart Ediciones. ISBN: 978-84-96887-95-4; Depósito legal: GC 738-2008. Págs. 11-14.

«Toponimias y antroponimias de Telde. Distrito I. San Juan y San Francisco» de Luis A. López Sosa

I. En agosto de 1971, recién casados y tras pasar la luna de miel en Lanzarote, mis padres se asentaron en el número 2 de la calle Viera y Clavijo de Telde. Considerando que nací el 31 de enero de 1973, cabe suponer que mi gestación (y quién sabe si mi concepción) debió desarrollarse en el espacio urbano que ese ente abstracto y emocional llamado Ciudad decidió consagrar a la figura del célebre polímata y polígrafo canario del siglo XVIII.

Aunque reconozco que la circunstancia expuesta carece de importancia alguna, confieso que me resulta agradable establecer un vínculo entre quien todavía, sobre todo por los filólogos, sigue siendo admirado, estudiado y difundido, y este humilde filólogo que te escribe y que por entonces no pasaba de ser un sobrante embrión. Esta trabazón, vista con amabilidad, no deja de ser un mero pensamiento poético y, hasta cierto punto, gracioso; pero con los ojos de la cruda certeza, aceptemos que es insulsa, nimia, irrelevante, vacua, absurda… Solo los embaucados por la magia, el hado, la providencia y la religión, por extensión, son capaces de dar un sentido trascendente a lo que no deja de ser una simple anécdota gracias al azar.

Imagino que esta sensación grata que apunto es análoga a ese “malestar” o esa “incomodidad” (los entrecomillados importan) que podrían incubarse muy al fondo de mi ánimo –en la parte donde se hallan las bagatelas y los asuntos que hacen perder el tiempo tontamente–, si donde dice Viera y Clavijo dijera, por ejemplo, General Franco. La adhesión grata que me produce el primer nombre contrasta con la tirria que me suscita el segundo.[1] Un devoto franquista apellidado como el dictador pensaría en que es una bendición del destino vivir en una calle dedicada a quien se autodenominó como Caudillo de España.[2]

Sigo. Pensemos en una situación que, por esos dados de la fortuna, estoy seguro de que se ha dado en no pocas ocasiones: un individuo encuentra a buen precio una vivienda adecuada a sus intereses en una calle dedicada a un personaje histórico por el que siente un profundo desprecio.[3] Si es un tipo razonable (así lo veo yo), adquirirá el inmueble atento al cumplimiento del summum de toda operación mercantil: pagar con gusto aquello que se tanto se desea; si no lo es (así lo creo yo), posiblemente llegue a plantear que no hará la compra porque le disgusta la idea de levantarse, vivir y acostarse todos los días en un lugar donde está presente el nombre de alguien por el que siente aversión o porque le desagrada el que su nombre y el de ese lugar donde está su domicilio estén asociados en el censo, en los documentos, en los carnés que lo identifican, en el correo postal, etc.

Presiento que este tipo de disgusto o desagrado existen, y que tú y yo conocemos a personas capaces de actuar así; si no con una calle, sí con otras cuestiones que nos parecen insustanciales y que ellos las convierten en una cuestión capital, clave, determinante, hasta el punto de no aprovechar una oferta como la que utilizo en mi ejemplo. Sostengo este presentimiento y este conocimiento que tenemos porque estoy seguro de que tanto tú como yo no estamos al margen de haber tomado en algún momento una decisión que, vista con la debida perspectiva, no tenía donde sostenerse porque sus motivos eran absolutamente insensatos.

Volviendo sobre el ejemplo, veo factible pensar en alguien que compra una casa y que, si la nominación de la calle se ajusta a su gusto, incluya entre las virtudes de la adquisición la circunstancia de que esté además en la calle dedicada a Fulanito. Pienso en lo que diría un fiel aficionado de la Unión Deportiva Las Palmas en la calle dedicada a Tonono o uno del Real Madrid Club de Fútbol si hablara de la rotulada en homenaje de Di Stéfano. Y si el nominado no fuese “aceptable” (vuelve a importar el entrecomillado), nuestro protagonista ofrecería alguna expresión del tipo: «La casa está muy bien. ¿La pega? Pues que está en la calle Zutanito». Y omitiría el decir: «Ya sabes lo que pienso de Zutanito» porque rellenaría este silencio con una sonrisa cómplice que significa: «Ya sé que es una estupidez decir que esto es un problema».

Lo que planteo no es muy diferente a la coincidencia de nuestro nombre o algún detalle (fecha de nacimiento, estatura…) con el de alguna celebridad.[4] Lo que me interesa es incidir en la presencia de estas sensaciones de adhesión o rechazo que, concretadas en el asunto de las nominaciones de vías que acoge este volumen, están ahí y que contribuyen a gestar en nosotros una suerte de respuesta emocional y sentimental que carece de fundamento alguno.

Muchas calles de este libro y de las que aparecerán en la colección que está previsto publicar sobre la Toponimia y antroponimia de Telde de Luis López Sosa atesoran mimbres para que sus habitantes adopten una posición sobre su nominación, para que no se mantengan al margen de ella; para que no se muestren indiferentes,[5] a pesar de que puedan llegar a asumir, como me pasaba con Viera y Clavijo, que no estamos ante un casus belli.[6]

II. Tenía poco más de 365 días cuando mis padres se trasladaron al que habría de ser reconocido como hogar familiar definitivo, situado en la que por entonces se denominaba Avenida Sargentos Provisionales. Hasta que no fui bachiller y no empecé a mostrar interés por la historia política de España en el siglo XX,[7] no supe quiénes eran estos sargentos merecedores de una calle grande (¡una avenida!) a pesar de ostentar un rango militar calificado de temporal.[8]

En 1980, se cambió el nombre de la vía: dejamos de ser avenida para ser calle; y fue sustituida la milicia por la literatura y el compromiso: pasamos de Sargentos Provisionales a Pablo Neruda.[9]

Hasta ahora no había verbalizado un sentimiento que tomó forma entonces y que he silencio durante 38 años porque nunca se dio la ocasión para comunicarlo. Aquella modificación me perturbó. Tenía siete años. Recuerdo estar en el Colegio Público León y Castillo, que estaba pared con pared con el edificio donde vivía, y escribir o copiar un día, en un cuaderno, en una hoja, en no sé dónde, «Sargentos Provisionales» y, de buenas a primeras, no sé cuándo ni sé cómo, hacer lo propio con «Pablo Neruda». Qué desestabilizador. Una tragedia. El fin de Occidente. Supongo que pudo influir en mi zozobra las quejas de los adultos por la cantidad de gestiones que debían realizar para actualizar su dirección postal. No lo sé. Sé que no me hizo gracia el tener que aprender que ahora ya no vivía en la misma calle, aunque mi casa no hubiese cambiado de lugar. Aquello era como si me hubiesen transformado la realidad, como si me hubiesen arrebatado aquello que era cómodo, confortable, que dominaba y que, como los adultos, también debía ahora poner al día con el mismo malhumor con el que ellos lo hacían.

Como sabes, nada queda: nos habituamos a la nueva denominación, nos olvidamos de la vieja y aquí no ha pasado nada. Terminé la EGB (1987) sabiendo que Pablo Neruda era un poeta chileno que obtuvo el Premio Nobel de Literatura y que murió el mismo año que nací; terminé el BUP (1990) sabiendo quién era Viera y Clavijo y reconociendo que ese «Puedo leer los versos más tristes esta noche» es uno de los poemas más hermosos que jamás había leído en mi vida. Hoy, veintiocho años después, sigo pensando que pocas, muy pocas piezas en lengua española están a la altura del bello Poema XX y ninguna por encima.

Cuando terminé mi licenciatura en Filología Hispánica (1996), me llevé como premio la profunda amistad de dos maestros que todavía reconozco como tales y que, con la edad que tengo, el camino recorrido y lo poco que ya me resta, no dejaré de concederles este para mí preciado galardón: don Antonio Cabrera Perera y el siempre llorado profesor don Osvaldo Rodríguez Pérez, una de las mayores autoridades mundiales en la figura de… Pablo Neruda. ¿El destino? No, porque no creo que exista; en todo caso, como solía decirme quien nos dejó muy pronto y con quien había trazado grandes proyectos académicos y editoriales, el “azar concurrente”, o sea, la suma de casualidades dadas en un momento concreto y que mueven a pensar que no son tales, sino el resultado de un plan diseñado por alguna entidad superior.

Sucedió que, cuando el maestro supo que yo vivía en la calle Pablo Neruda, esbozó una media sonrisa y dijo con ese tono cadencioso, lento y lírico tan suyo un «vaya, qué casualidad» que sirvió como la rúbrica de una amistad que nos habíamos ido forjando poco a poco[10] y que duraría hasta el final, hasta aquel aciago febrero de 2015. No es que fuese esencial el que yo viviese donde vivía para que nuestra relación pudiese darse, fue que nos alegró íntimamente el que, al margen de las muchas cosas que nos unían, hubiese una circunstancia tan divertida y llamativa como la de yo vivir en la calle cuyo cartel identificativo cabía interpretar como un homenaje al escritor sobre el que más trabajos de investigación reconocidos por la comunidad científica mundial él había hecho.

Estas fueron mis calles teldense: dos escritores, y unos militares agrupados bajo una denominación genérica. De mi etapa en Las Palmas de Gran Canaria, otro escritor: Ángel Guimerá.[11] ¿Otro? ¿Destino? ¿Azar? Y, finalmente, de mi periodo santaluceño, el Atlántico, que siempre percibo desde el término que felizmente acuñara hace años un muy grande de la filología canaria, Juan Manuel García Ramos: la atlanticidad, con todo el grueso de componentes culturales, artísticos y espirituales que cabe situar dentro del embriagador sustantivo.

Nunca pensé en mis calles como lo he hecho en este momento y aunque reconozca que es insulsa, nimia, irrelevante, vacua, absurda… la influencia que sus nombres hayan podido ejercer en mi vida, no es menos cierto que ahora los observo con suave y aterciopelada sensación de bienestar, con un rictus amable, sin pasión y sin vehemencia, atento solo a lo que es: una simpática confluencia debida al azar. No más.

Así he pensado en mis calles y así he pensado que otros pensarán en las suyas; y si mis pensamientos partieron de estas páginas que nos unen, ¿por qué no pensar que de aquí también han de partir los tuyos (o los suyos)?

III. Tenía 16.579 días de vida cuando el autor de este proyecto editorial me anunció que había decidido dar un paso adelante y dar por buenas las insistencias del Cronista Oficial de Telde, don Antonio M.ª González Padrón, y de un servidor para que pusiese manos a la obra a esta iniciativa que tantos años de trabajo silencioso y meticuloso le habían costado, y me ofreció la posibilidad de asumir el rol de editor y prologuista de su industria, no dudé ni un instante en aceptar el encargo: por un lado, por coherencia con mis reiteradas sugerencias para que viese la luz la iniciativa; por el otro, porque me hacía ilusión vincularme con un quehacer tan necesario como el que representa el título que nos convoca; y, como tercera razón, porque había llegado la propuesta en el momento adecuado.[12]

Me ciño a esta pieza libresca que tienes en tus manos, la musa inspiradora de cuanto te he venido contando hasta ahora, y te pido que dediques un instante a su contemplación: ojea sus hojas y hojea sus páginas, picotea entre enunciados, y mira cuanto veas con la sana curiosidad de quien sabe que tiene ante sí una apasionante aventura del conocimiento; luego, cuando todo esté hecho, entrégate a la lectura devota, pues solo así serás capaz de responder «ninguna», cuando te pregunte por la alabanza que cabe negar a este título, y «ninguno» cuando sea la cuestión: ¿Qué demérito es posible atribuirle si tenemos en cuenta la consecución de los fines didácticos, culturales y emocionales que nos trazamos el autor y un servidor, en calidad de editor, cuando configuramos el proyecto para su impresión? Entre estas páginas de palabras y fotografías, todas de Luis, hallarás una de las seis piezas de una muy agradable y necesaria pequeña historia sobre Telde que alcanzará su completitud cuando vean la luz todos los tomos de la serie que hemos previsto publicar en los próximos años, correspondiente a un distrito por libro.

La revisión de las calles del Distrito I, de las que se ocupa este primer volumen, y la búsqueda de los porqués de sus nominaciones[13] se han traducido en un largo paseo por la ciudad de nuestro autor; un trayecto que no se ha circunscrito solo a cuanto tiene que ver con el espacio, sino que también ha tomado forma como viaje en el tiempo y como un acercamiento afectuoso y sincero al corazón de la ciudadanía. Cada calle es una historia, cada historia se escribe con rostros; detrás de cada rostro, hay otras historias, y otros rostros, y otras historias más; y en todos, miles, de corazones.[14]

Por eso sujeto con firmeza el volumen que tienes en tus manos, el que hacía falta; el que no podía dejar de tener una ciudad como Telde, con tantos años, tantas gentes y tantos relatos que durante tanto tiempo se han venido componiendo con verbos vitales: nacer, crecer, jugar, correr, desear, amar, parir, envejecer, morir… Agarro este libro con determinación y observo cómo tras cada fotografía surgen las preguntas de las estancias, de los recorridos, de los fines: cuántas veces aquí y cuántos «por qué» para estar aquí. Y como yo, cuántos estuvieron antes, cuántos ya no volverán más a estar. Es abrumador. Por eso, a este tomo me ato y me ciño a ese otro que subyace en esa otra lectura que he hecho del trabajo mientras lo editaba bajo los estigmas con los que he ido escribiendo mi crónica personal del último año: anonimia, legado, olvido e inmortalidad.

Escribo estas líneas y siento, en el fondo de lo más hondo, cómo suenan los compases de una nostalgia que quizás no tenga ninguna referencia real donde asentarse, pero que se corporiza desde el instante en el que se envuelve con el designio de que aquellas calles de mi memoria teldense jamás volverán a caminarse, más nunca; y no porque no existan, sino porque la energía que movía los pasos y los propósitos, las intenciones, las voluntades… «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Las calles recorridas para ver a alguien, para estar con alguien, para contar algo a alguien, para hacer algo con alguien quedaron atrás, muy lejos en el tiempo; en el palpitar emocional, muy distantes, demasiado. Calles donde las huellas de las pisadas han quedado marcadas en las baldosas, aunque no se vean y no puedan siquiera intuirse; pero están en cada ilusión que hubo por llegar al destino y por dejar atrás lo andando, que es una forma sutil de avanzar simbólicamente en esta vida. Aquellas calles hace años que han quedado sepultadas bajo un aura confusa, pues ya no sé distinguir donde está la verdad y dónde la literatura, dónde el camino recorrido y dónde el recreado. Aquéllas, mis calles, ¿no podrían ser de algún modo también las tuyas?

Estar en las calles de este libro no solo me ha permitido regresar a un lugar demasiado lejano, sino que he pensado en otros como tú. ¿Quién eres? Tienes este libro, estás leyendo esto. Dime, ¿quién eres? ¿Un lector que conoce la existencia de la ciudad, que la ha recorrido en alguna ocasión, que le suena tal esquina, esta acera, aquella fachada…, pero que no se había detenido a saber sus nombres porque tu presencia en ellas es circunstancial? ¿Eres un ciudadano que sabe el nombre, mas no el origen de su denominación? ¿Eres algún agente encargado de hacer entregas y debes saber, viendo las imágenes, cómo es la calle que aparece escrita en los documentos, sobres, paquetes…? ¿Eres un muy joven teldense que, dejada atrás la infancia que acotaba el espacio de tránsito callejero, ya te ves con la debida autonomía para ir un poco más lejos de los límites que hasta ahora han representado tu ámbito doméstico? Si así fuera, ¿qué te parece hacer de este libro todo un mapa del tesoro donde el premio sea encontrar alguna singularidad, algo que te llame la atención, algo que merezca ser destacado, en las calles que explores?

¿Quién eres? Nosotros, tú y yo. ¿Qué eres? Ahora, en esta porción de tiempo y espacio que compartimos en la constelación verbal de este prólogo, alguien que camina por los latidos de una ciudad que palpita desde el siglo XV y que hoy se ha simplificado de manera neutra, práctica y, en consecuencia, desapasionada bajo la denominación de Distrito I, correspondiente a los barrios San Juan y San Gregorio de Telde. Punto.

Eres, pues, alguien que camina; pero eres algo más importante todavía: eres caminante. Eres la persona encargada de afianzar con tus pasos la senda de otros: por donde vas, otros ya fueron; por donde dejes de ir, otros irán. Estarás en mil sitios identificados con mil denominaciones diferentes. Este libro te muestra que es importante saber por qué una calle o una plaza se llaman de una manera u otra; y también, a lo que yo le doy un valor especial, que las historias humanas de cada calle, cada plaza, cada lugar de este primer distrito teldense que nos convoca o de los seis que componen nuestra ciudad, o de los miles de distritos que hay en nuestro país, o de los millones de distritos que componen el mundo, están por encima de las toponimias y antroponimias porque son estos relatos de la anonimia y la colectividad los que dan razón y sentido de alguna manera a estas nominaciones.

Entre pasos que siguen a pasos que recorren caminos que surgen de caminos, se han configurado las ciudades que nos han visto nacer, donde nos han criado, donde hemos estado y donde dejaremos de estar cuando emprendamos el viaje definitivo. Calles éstas, las de mi impresión frente al libro que frente a ti se muestra, llenas de sensaciones que las humanizan desde el instante en el que logran ir, en los surcos del corazón, desde lo poético a lo mundano, de lo irrelevante a lo excepcional…

Cuando leas devotamente este libro, como te sugiero que hagas, comprobarás que todo cuanto afirmo está presente porque habrás sido capaz de mirar más allá de sus páginas, sus palabras, sus fotografías. En cada lugar estás tú, caminante; porque alguna vez, aquí, ahí, allí, estuviste, aunque hubiera sido hace un siglo; y porque siempre vas a estar en ese lugar, aunque falte un siglo para que nazcas.

Gracias, Luis, por este hermoso viaje en el espacio, el tiempo y los corazones que nos has regalado; un producto tan útil como relevante y reconfortante. [15]


[1] Una observación: he tenido que luchar hasta lo indecible para no respetar la lógica que exige la argumentación del discurso, puesto que, si hablo de analogía, donde he puesto a un detestable dictador debería haber puesto a un igualmente detestable escritor. No creas que no lo he pensado. He estado tentado en poner alguno (y vivo todavía, e incluso activo –o eso dice él–, y no lejano, además), pero he preferido no perderme ahora, en esta ocasión, en este instante, por culpa de esa actitud corrosiva tan propia de mí que, junto a mi pedantería, tengo a gala mostrar y que muy merecidos desprecios por parte de no pocos me han ocasionado.

[2] En la tercera acepción que refleja el Diccionario de la RAE: “Dictador político”, que es la única que encaja al ciento por cien con el personaje y que lo singulariza frente a las dos primeras, cuyos significados podrían ser extrapolables a otros individuos no necesariamente tiranos.

[3] Pensemos en el ya citado devoto franquista apellidado como el dictador y que la casa en cuestión está en la calle Azaña o Lenin, por poner un ejemplo contundente.

[4] ¿Acaso no es estúpido que me vanaglorie por tener en este momento la misma que edad que tuvo mi deidad particular, Freddie Mercury, cuando murió o que mi estatura y la suya sean idénticas? ¡Qué estúpido soy!

[5] Un ejemplo de movilización de los ánimos populares, hacia un lado o hacia su contrario, lo tenemos en este instante en las calles que pueden estar afectadas por la influencia de la ley de Memoria Histórica. Y no sigo más por esta línea expositiva porque el tema requiere, al menos desde mi punto de vista, un análisis extenso, documentado, atento a la variedad de perspectivas que ofrece y, ante todo, sosegado; a pesar de que pueda pensarse que la mía es una postura clara dada mi demostrada (en no pocas escrituras) adhesión a cuanto refleja la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.

[6] Aunque no sea aceptable, puede ser comprensible que el mayor representante de la Ilustración en Canarias no suscite ninguna reacción: es un personaje que falleció hace más de dos siglos y el valor de su contribución al conocimiento solo es conocido por un porcentaje muy reducido de la población.

[7] En el por entonces Instituto de Bachillerato José Arencibia Gil, entre 1987 y 1990.

[8] Debí pensar por entonces (ya había accedido a la condición de repelente) que si son “provisionales” no son “definitivos”; y que poner un adjetivo determina la realidad del sustantivo. ¿Por qué no “valientes” o “sufridos”? Alguien, consciente o no, quiso destacar la temporalidad, la transitoriedad, del “sargentanato”; por eso, son sargentos provisionales y no sargentos heroicos, sargentos crueles o sargentos graciosos.

[9] Tres apuntes para ilustrar la trascendencia del reemplazo: Franco murió en noviembre de 1975; aperturistas e inmovilistas estaban inmersos, en las alturas del poder, en un complejo y duro pulso desestabilizador que no había logrado apaciguar la Constitución de 1978; y la extrema derecha, desde todos los frentes (civil, militar y religioso), todavía seguía actuando con demasiada impunidad, con mucha frustración ante lo que representaba la democracia en España y con un visceral odio ante la idea de perder ese Edén donde ha vivido durante la dictadura. Visto este cambio con la debida perspectiva histórica que impone la enumeración, habrá que reconocer la valentía, el arrojo, la fortaleza y convicción de ánimo del consistorio, presidido entonces por el alcalde Aureliano Francisco Santiago Castellano, para poner en práctica en ese momento lo que casi tres décadas después, en 2007, vendría a estar recogido en la conocida como ley de memoria histórica.

El poeta chileno jamás hubiese gozado de reconocimiento alguno durante el franquismo si nos atenemos al hecho de que el 8 de julio de 1945 ingresa en el Partido Comunista, oficializando así una inclinación política presente a lo largo de su vida y expresada líricamente en poemas como “A mi partido”, la emocionante y hermosa vigesimoctava composición que aparece en el poemario XV, titulado “Yo soy”, de su célebre Canto general (1950), y que dice así:

Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco.
Me has agregado la fuerza de todos los que viven.
Me has vuelto a dar la patria como en un nacimiento.
Me has dado la libertad que no tiene el solitario.
Me enseñaste a encender la bondad, como el fuego.
Me diste la rectitud que necesita el árbol.
Me enseñaste a ver la unidad y la diferencia de los hombres.
Me mostraste cómo el dolor de un ser ha muerto en la victoria de todos.
Me enseñaste a dormir en las camas duras de mis hermanos.
Me hiciste construir sobre la realidad como sobre una roca.
Me hiciste adversario del malvado y muro del frenético.
Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría.
Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.

[10] Desde el principio casi de mi licenciatura, cuando él tenía diversas responsabilidades dentro del organigrama de la Universidad, la Facultad y el Departamento al que pertenecía, y yo era representante del alumnado. Si bien se acrecentó el trato y se llegó a la amistad sensu stricto durante el periodo en el que preparaba sus proyectos de investigación y docente que habrían de conducirle a la obtención de la plaza administrativa de Catedrático de Universidad, vinculada (sin reflejo explícito en el reconocimiento) a la especialidad en Literatura Hispanoamericana. En el BOE n.º 272 de 13 de noviembre de 1998 y en el BOC n.º 144 de 16 de noviembre de 1998, aparece la resolución de 19 de octubre de 1998 de la ULPGC, firmada por su rector, Manuel Lobo Cabrera, «por la que se nombra en virtud de concurso a D. Osvaldo Rodríguez Pérez, Catedrático de Universidad en el área de conocimiento Filología Española». Durante el periodo comprendido entre el final de mi licenciatura (julio de 1996) y la defensa de su plaza (1998), se estrechó y consolidó nuestra relación: yo le ayudaba a maquetar sus materiales textuales al tiempo que los leía con detenimiento, les buscaba pegas (porque así lo habíamos fijado como norma de trabajo) y dábamos pie a jugosos debates. De todo aquello aprendí muchísimo como filólogo, como docente y como persona. Todavía hoy reconozco que esta experiencia con el profesor, el maestro, el amigo, ejerció en mí una influencia indeleble. Fue uno de los mejores momentos de mi vida. Buena testigo de esta relación, inmejorable, sin duda alguna, fue María Nieves Rosas Rodríguez (Moni), a quien agradeceré siempre el afecto y la familiaridad que tanto ella como Osvaldo me dispensaron en su noble piso de la palmense calle de Mesa y López, y en su coqueta casita de Sardina del Norte, en Gáldar.

[11] Ángel Guimerá y Jorge (SC de Tenerife, 1945 – Barcelona, 1924).

[12] En el preciso instante en el que, para solo ver amanecer y anochecer una vez, salía de un largo y silencioso encierro recorrido a través de pasajes subterráneos llenos de lecturas y escrituras, convenientemente maceradas en el intelecto, las cuales, sintetizadas en la formulación de cuatro infinitos términos clave (anonimia, legado, olvido e inmortalidad), me condujeron a la esencia de muchas respuestas a preguntas ya planteada y que, en la recta final de mis elucubraciones, terminé confluyendo en una sola y compleja expresión: «Yo, pueblo».

Imagino que en algún momento compartiré lo que ahora yace sepultado entre gavetas como parte de un testamento poético y humano más extenso que liberador; mas no es eso lo importante, no es relevante lo que yo hiciera o dejara de hacer en los últimos doce meses, sino que, en mi propósito de salir a la luz sin atravesar completamente el umbral de la cueva, vino hasta donde estoy una obra como la que nos convoca que me ha permitido proyectar de un modo alternativo el cúmulo de conclusiones que había ido cultivando hasta entonces.

En ese momento trascendente descrito, llegó la grata petición que se hermanó con otro quehacer editorial donde también he podido expandir algunos pensamientos que has leído gracias a la cantidad elevada de puntos comunes que comparten. Me refiero a la edición y epílogo del tercer tomo de La dictadura franquista en Agüimes a través de sus documentos (1966-1977) de Fernando T. Romero Romero.

[13] Labores estas que ocuparon una parte importante de sus quehaceres como funcionario del Ayuntamiento de Telde adscrito a la Concejalía de Cultural y que siguen entreteniéndole ahora, en su jubilación; y que no se han regido por otra voluntad que no fuera la de buscar y dar con una versión veraz, contrastada, científica sobre quién o qué está detrás de cada nominación de viales, procurando así desterrar el universo de interpretaciones o conclusiones vaporosas que suele arrastrar consigo los mentideros de la tradición popular.

[14] «Si se preguntara a los vecinos de una calle a qué hecho histórico, a qué lugar o a qué personaje hace referencia el nombre que aparece en su rótulo, es probable que muchos no sabrían responder. Parece que el nombre de la calle se independiza de su significado y hasta se impone a él. No son pocos los que, cuando oyen hablar de una celebridad, piensan para sus adentros: “Este señor tiene nombre de calle”. El callejero de una ciudad, sin embargo, es un libro de historia y de historias. Es el reflejo de la vida de la ciudad, antigua y moderna. De ahí que resulten tan interesantes los libros que tratan de la historia de las calles». [Luis Carandell: “El callejero, un libro de historia” en El País, 17 de enero de 1997].

[15] Prólogo compuesto para la edición que realicé de Toponimias y antroponimias de Telde. Distrito I. San Juan y San Francisco de Luis A. López Sosa. Beginbook Ediciones. Págs. 7-20. ISBN: 978-84-949371-4-9; Depósito Legal: GC 820-2018.