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Orden en la dispersión: Sabas legendatario

I

Yo tenía en ese momento —cuando llegó— un buen número de lecturas pendientes. Oh, sí, Dios sabe que no miento, que muchos títulos me aguardaban en mi despacho, y en mi mesilla de noche, y en eso donde apoyo cosas que está en el comedor, y en el baño —por supuesto, lugar singular, cámara del trono—, y…, en fin. Muchos, repito; y también que un buen número de textos demandaban, además, mis atenciones escritoras. Piezas empezadas que, como polluelos en el nido, debía ir alimentando boca a boca con los gusanos de mis oraciones. Un poco por aquí, otro poco por allá. Esto era así porque así era. No más. Pero sucedió que el miércoles 21 de diciembre de 2022 trajeron a casa, de la mano de un solícito repartidor, un sobre acolchado. «¿Qué será?», pensé al tiempo que firmaba el exigible visto bueno a la recepción y descubría con felicidad que me lo remitía mi admirado Sabas Martín; y en el tramo que hay entre cerrar la puerta de la vivienda y llegar al despacho la vida se me fue entre cavilaciones: ¿Será algo relacionado con ciertos confines de Nacaria que voy articulando al golpito como esporádico solaz y que pronto he de acometer como ilusionante empresa? ¿Estará vinculado con la extraordinaria novela El informe Silvana, que tan grato sabor me dejó entonces y que aún sigo recomendando? ¿Puede ser una continuación de su ingeniosísimo poemario Maresía, que leí de una sentada durante una tarde y que bendije al finalizar con un profundo «me supo» que brotó desde lo más hondo y que junté con una sonrisa placentera antes de guardar la joya en la zona más selecta de mi biblioteca? ¿Tendrá algo que ver con ese brillante y entretenidísimo conjunto de artículos que agrupó bajo el título A punto las palabras y que se erige en un inmejorable testimonio del talento que atesora este gran narrador-poeta-dramaturgo como ensayista? ¿Acaso es un no sé qué relacionado con un proyecto de relatos del que me había hablado y cuyo original sigo esperando? ¿No será, por casualidad, un vaya uno a saber qué vinculado con esta sobresaliente novela que en este momento tengo frente a mí, recién publicada, tan fresca y atractiva, que se titula Las cenizas de tu imagen y de la que no me queda más remedio que declarar que su edición, como todo lo hecho hasta ahora a partir de su genial pluma, me ha deparado una inmensísima felicidad?

Mas en nada de lo conjeturado acerté. La de predictor es otra de esas tantas ocupaciones para las que carezco de futuro alguno. Abierto el envoltorio —destrozado más bien por la impaciencia—, apareció en toda su esplendidez el hermoso contenido, el dichoso presente, el cautivador obsequio: se trataba de la recién publicada séptima edición de su Ritos y leyendas guanches (Miraguano Ediciones, 1985). Recordé en ese instante haber manejado este título hace muchos años (muchos, la verdad) para no me acuerdo qué. Supongo que para algún trabajo universitario de cuando cursaba la licenciatura. En aquella ocasión, el ejemplar que utilicé no tenía el folleto de quince páginas que ofrece la obra recién llegada a casa para habitar conmigo y con mis libros durante lo que me queda de existencia. Este aditamento responde al título: “Los guanches de Canarias”. Mi curiosidad —desmedida en su voracidad cuando quiere— me exigió que lo hojeara. Cumplí con sus pretensiones y vi que el contenido del opúsculo se distribuía en tres partes: I. Geografía y leyenda o de la historia primera; II. Los guanches: rastros y enigmas y III. Entre el silencio y los ecos. Tras una lectura transversal —incuestionable preliminar que contribuye a calibrar las apetencias—, una conclusión: la separata cumple con la función de prólogo. Confieso que no sé por qué, después de siete ediciones, la editorial opta por realizar dos impresiones distintas: por un lado, el tomo de 165 páginas que contiene sesenta piezas asociadas con ritos y leyendas aborígenes; por el otro, la sucinta introducción. No le veo sentido. Es muy elevado el riesgo de que se pierdan las palabras que sirven de proemio. Eso debió pasar cuando hace años (insisto: muchos) tuve en mis manos la obra: el texto de marras no estaba adherido al tomo consultado y no supe de su existencia hasta ese momento.

De esta lectura superficial extraje dos detalles situados al final del escrito: el primero, que estaba firmado en Madrid, en agosto de 1985 (breve espacio temporal entre la conclusión del original y su publicación); el segundo, este fragmento:

«En las páginas que sigue he reunido, reconstruido e imaginado —que de todo hay— varias de las leyendas guanches que han podido ser arrebatadas a la tarea devastadora del tiempo. Desde ahora declaro que en ellas se encontrará más de creación y recreación literaria que de recopilación y traslación erudita. Esa fue la intención y ese es el propósito».

Y fue entonces cuando me llevé las manos a la cabeza. Ese «reconstruido e imaginado» y ese «más de creación y recreación» elevaron tanto mi consideración hacia el tomo que sentí cómo mi lista de quehaceres se tambaleaba peligrosamente. ¡Con todo lo que tengo que leer y componer, y mi venerado Sabas Martín va y me envía un libro que, sí o sí, estará muy bien escrito y que valdrá la pena disfrutar, y que tendré que empezar enseguida, sí o sí, porque mi voluntad y mi intelecto, insobornables aliados en esta ocasión, no van a permitir que lo posponga! Con jubilosa resignación, con alborozado estoicismo, con falsísimo disgusto hallé dónde tener cerca el tesoro recibido, en qué momento deleitarme de él y con él, y cómo hacer posible que conviviera en la agenda con esas lecturas y escrituras que curiosas y tímidas se aproximaban a su renglón para conocer a su nueva colega.

II

Poco a poco cumplí con el hermoso viaje «a los orígenes de la memoria insular» que me había regalado mi apreciado Sabas. ¿Cuándo? Yo creo que antes de comenzar a preparar la edición de su última novela, Las cenizas de tu imagen, la que ahora está frente a mí, la que protagoniza un tal Martín Socas que, más allá de ese “Martín” que tan pronto es nombre como apellido, mantiene una estrecha relación con nuestro autor en detalles tales como que ambos nacieron en Tenerife, ambos estuvieron vinculados a La Tarde de Alfonso García-Ramos y ambos, entregados al quehacer periodístico, asentaron su hogar en la capital de España, donde, desde el punto de vista profesional, lograron destacar en la escritura gracias a su capacidad para combinar «hábilmente lo documental y lo anecdótico, la emoción y las ideas, en el fluir de una prosa que alcanzaba», en el caso del personaje literario y siempre según el narrador, ocasionales «momentos de brillantez y seducción». En el de nuestro autor, estos instantes no son puntuales, sino que se dan de manera permanente. En eso se diferencian los dos Martín; y en un detalle más —no menor, por cierto—: nada ha trastocado el compromiso deontológico y estético con la escritura que asumió hace décadas el responsable de que componga entre esponjosas felicidades lo que ahora lees. No se puede decir lo mismo del personaje literario porque una situación no prevista le impedirá al final de la novela que se desate en él todo el poder de la palabra que tanto había anhelado y, en consecuencia, que encuentre el camino para salir de la rutina creativa en la que se halla. Ese impensado hecho que trastocará sus planes…, deberías descubrirlo disfrutando de las golosas y atractivas 243 páginas que contiene el título.

Perdón por el desvío. Retomo el hilo de mi discurso. Sigo. ¿Por dónde iba? Ah, sí: ¿Finales de enero? Sí, más o menos. Para entonces, tenía un buen número de subrayados y unos cuantos apuntes sobre Ritos y leyendas guanches manuscritos a lápiz entre los espacios en blanco que me ofrecía el ejemplar (me gusta mucho leer así). ¿Pensaba componer con todo eso lo que ahora tienes frente a ti? Créeme: no. Las notas eran observaciones, simples líneas de pensamiento que habían surgido durante la lectura y que no quería perder; los destacados, fragmentos que me parecían indispensables para entender el sentido de la obra y, por extensión, del asunto que trata.

De todo lo resaltado, dos cuestiones tenían que ver con decisiones de la editorial que me resultaban chocantes (dejo a un lado la referida al folleto que ya he apuntado): la primera, entrecomillar las intervenciones en estilo directo y precederlas por la raya de diálogo (uno de los dos signos ortográficos sobra); la segunda, la paupérrima tabla de contenidos, que no hace justicia al riquísimo mosaico de textos que contiene el volumen. El trabajo de Sabas Martín es extraordinario, ¿por qué sintetizar en cuatro enunciados tan genéricos como imprecisos y desajustados lo que merece exponerse en cuantos sean necesarios (como mínimo, sesenta) para que el lector se haga una idea cabal del admirable producto elaborado por nuestro escritor? ¿Cómo pensaba la editorial convertir este magnífico libro en una obra de consulta si no facilita la localización de contenidos a través de sus particulares epígrafes identificativos? Si al menos hubiese puesto el responsable de la edición una relación onomástica al final, un aporte que no buscara otra cosa que el auxilio de los lectores, como esas indicaciones de los personajes que intervienen en una obra teatral…

Decidí poner en orden las observaciones anotadas y recogerlas en este artículo cuando me fue posible asimilar la mayestática labor realizada por el escritor tinerfeño y que lucía de un modo desmejorado por culpa del exiguo índice publicado por la editorial en la página 165. Supuse, por una parte, la decepción del curioso de turno que, con el tomo en las manos, descubre que no puede hacerse una idea ajustada de la naturaleza de los relatos que contiene el volumen si no es leyéndolo de principio a fin u hojeándolo sin conseguir captar todo cuanto atesora; y, por la otra, la sorpresa del desconocedor de la obra que tropieza con este artículo que ahora lees y que, además de saber de su existencia, logra tener a mano adónde acudir cuando quiera conocer, por el motivo que sea, una historia concreta de las que posee el libro. Atento al posible decepcionado y al previsible impresionado, concluí que ningún mal hacía si, preguntando por el índice, lo reproducía. Tras escribir lo que has leído hasta ahora, continué con lo que sigue, dirigido a la editorial.

Veamos: ¿Costaba tanto indicar que el primer bloque del tomo [I] se denomina “Leyendas” y que contiene los siguientes textos: [1] “La creación de los seres humanos” (p. 11), [2] “Guayota, el maligno” (p. 13), [3] “Los Tibicenas” (p. 14), [4] “El gran hundimiento” (p. 15), [5] “Gralhegueya y los marrajos” (p. 16), [6] “Gara y Jonay” (p. 17), [7] “La prueba de la reina Ico” (p. 22), [8] “El juramento de Acerina” (p. 25), [9] Mayantigo, pedazo de cielo (p. 27), [10] La venganza de Atidamana (p. 30), [11] “Desafíos de los guaires de Gran Canaria” (p. 32), [12] “Zebensui, el archimencey” (p. 35), [13] “Aparición de la imagen de la Señora de Candelaria” (p. 38), [14] “Las pitonisas de Fuerteventura” (p. 41), [15] “Las profecías de Guañameñe y de Yoñe” (p. 45), [16] “Traición y muerte de Ache” (p. 48), [17] “La sombra de Tinguayo” (p. 53), [18] “El Garoé, el árbol que manaba agua” (p. 54), [19] “La atroz muerte de Orone y su innoble ultraje” (p. 60), [20] “La cueva de Guahedum” (p. 63), [21] “Las gaviotas de Airaga” (p. 69), [22] “Raro suceso entre Tenesor Semidán y Diego de Silva, y la conjura que sucedió después” (p. 69), [23] “El rapto de Tenesoya” (p. 73), [24] “Desafío y muerte de Doramas” (p. 75), [25] “¡Atis Tirma!” (p. 77), [26] “El infame Jacomar” (p. 80), [27] “La aguerrida Guayanfanta” (p. 82), [28] “Tanausú, el indómito mencey” (p. 83), [29] “La memorable batalla de Acentejo” (p. 87), [30] “Pasión y muerte de Guajara y elogio de Tinguaro” (p. 93), [31] “La plaga de modorra y los mártires de Tegueste” (p. 98), [32] “El encuentro de Dácil y el capitán Castillo” (p. 99), [33] “Beneharo de Anaga, el mencey loco” (p. 102) y [34] “El último mencey” (p. 103)?

¿Tan complicado era señalar que el segundo bloque [II] lleva por título “Ritos, ceremonias, celebraciones” y está compuesto por los textos: [1] “Embalsamamientos” (p. 109), [2] “Ofrendas a Idafe” (p. 110), [3] “Coronación del mencey” (p. 111), [4] “La añepa” (p. 113), [5] “Investidura de nobleza” (p. 113), [6] “El aranfaibo” (p. 114), [7] “Conjuros de la lluvia” (p. 115), [8] “Echar el agua y chupar raíces” (p. 116), [9] “Casamientos” (p. 117), [10] “Ejecuciones y castigos” (p. 118), [11] “Luchas y tiros de piedras” (p. 120), [12] “Saltar, trepar y levantar pesos” (p. 122), [13] “Bailes” (p. 123), [14] “Artes de pescar” (p. 124), [15] “Guatativoas” (p. 125), [16] “Beñesmén” (p. 127), [17] “Gánigo de la paz” (p. 127) y [18] “Vacaguaré” (p. 128)? ¿Qué dificultad conlleva recoger que la tercera parte del libro [III] se enuncia como “Epílogo en la isla de San Borondón” y aparecen en ella escritos breves como los siguientes: [1] “La Atlántida” (p. 131), [2] “Los Campos Elíseos” (p. 132), [3] “Las Islas Afortunadas” (p. 133), [4] “El Jardín de las Hespérides” (p. 134), [5] “Los prodigios de san Diego de Alcalá y fray Juan de Santorcaz en Fuerteventura” (p. 136), [6] “El robo de la imagen de Nuestra Señora de la Candelaria” (p. 141) y [7] “La isla de San Borondón” (p. 142)? ¿Por qué no recoge el escueto índice original la verdadera denominación que debería tener el último apartado del libro y sustituye el actual epígrafe “Otras leyendas” (desconcertante porque refleja en plural lo que en realidad es singular y, además, porque informa de un contenido que parece mantener vínculos con la primera parte cuando se erige como una continuidad del escrito III.7) por un enunciado más preciso y atractivo: “Relato de un náufrago que estuvo tres días a la deriva y creyó llegada su hora, que arribó a la isla de San Borondón, escapó luego aprisa de ella y aún no ha salido de su asombro y maravilla, grabado en cinta magnetofónica e íntegramente transcrito por Ricardo Martín Fuentes”?

Considero oportuna esta reproducción de los contenidos del libro aliñada con preguntas porque es justo que se conozcan los variados asuntos que trata la obra, que no se circunscriben en exclusiva al ámbito de las leyendas prehispánicas y canarias —anteriores y posteriores a la conquista, respectivamente— en sentido estricto, sino que aborda cuestiones de naturaleza histórica, antropológica y sociológica en el segundo bloque, y de historiografía literaria en el tercero. Esta defensa de la explicitud de los enunciados tiene una razón de ser: el libro es un producto poético y cultural de primerísimo nivel que, además, viniendo de quien viene, atesora unas virtudes estilísticas y creativas que lo convierten en un título de referencia indiscutible. La última parte, por ejemplo, el relato de un naufragio, es un fantástico ejercicio de ficción: el narrador reproduce una transcripción incompleta de una entrevista magnetofónica realizada por un alter ego de nuestro autor (cuyo nombre completo en la vida real es Sabas Ricardo Martín Fuentes) a un tal Sebastián Jiménez Reyes, quien sostenía haber estado en la isla de San Borondón por motivos accidentales. Coincido con Fernando Senante cuando afirma, en la única reseña que conozco de Ritos y leyendas guanches (“El rescate de Sabas Martín”, Diario de Avisos, 24 de julio de 1986), que «en este texto la capacidad narrativa de Sabas Martín demuestra su fecundidad para elaborar, de un tema tan traído y llevado en nuestra literatura, algo original y válido».

Los aspectos chocantes expuestos no afectan a la calidad del producto —insisto en ello— ni a la de la colección “Libros de los Malos Tiempos”, compuesta por más de ciento cincuenta títulos, a cuál más interesante y goloso. Hay que felicitar en este sentido al sello por disponer de un catálogo repleto de obras tan atractivas como necesarias para cualquier biblioteca que se precie; y hay que agradecer, además, que asignara el decimoquinto número de la serie a la que nos convoca.

III

Concertada la convivencia con las lecturas y escrituras pendientes, di comienzo al periplo atento a las cartas de navegación que el volumen me iba mostrando. El principio del viaje lo representa el prólogo, de obligadísimo disfrute. La primera parte se ocupa del espacio imaginado y testimoniado bajo parámetros literarios; la segunda, de las islas y los aborígenes desde la perspectiva científica, la «historia cierta» que menciona al final del apartado precedente; la tercera y última parte se centra en la procedencia de los asuntos que recoge la obra y en cómo se han dispuesto en el tomo. Habla de la importante labor de cronistas e historiadores que fueron testigos de la conquista de Canarias y de cómo se recogieron de sus textos, lo que el autor considera que cabría calificar de “proto-literatura” guanche.

«Llevar a cabo ese empeño implica una tarea de descubrimiento y, muchas veces, de reconstrucción, no sólo porque los cronistas e historiadores que escucharon las originales leyendas guanches en muchas ocasiones las refieran muy escueta y vagamente, como una mera alusión o curiosidad que se resalta al paso, sino porque también a menudo las alteraron y ajustaron a su propio pensamiento, a sus propios esquemas y valores culturales».

Sin apenas tradición mitológica porque no se ha recogido por escrito (en Ritos y leyendas este asunto se circunscribe a los cuatro primeros relatos del bloque I), las narraciones que se recrean en esta obra están protagonizadas por personajes históricos que, con independencia del grado de deformación de la realidad que permite la ficción, «lucharon en defensa de su libertad, prefiriendo en numerosas ocasiones la muerte a la derrota o la esclavitud», como nos cuenta Sabas en el proemio, donde además nos traza las razones que sostienen la importancia de conservar y difundir cuanto tiene que ver con los aborígenes de Canarias.

«Obligados a integrarse en la comunidad que les conquistó, en muy pocos años les serían impuestas otra lengua, otra cultura, distintas costumbres y una nueva religión, elementos todos que acabaron con la personalidad originaria como pueblo. Los guanches no desaparecieron totalmente como raza, pero murieron como civilización y como identidad».

Un último apunte que conviene destacar de la introducción es la disposición en la que aparecen las sesenta piezas. El autor es muy honesto al respecto: «Quedan ordenadas según un mítico e incierto transcurrir cronológico, como si el tiempo imitara a la vida o a la historia». Es difícil determinar la exactitud del momento en el que ocurrieron los distintos episodios que se cuentan, aunque se pueda establecer —con la debida prudencia y sin taxativas afirmaciones— una suerte de colocación temporal de los sucesos. Sabemos que los especialistas en materia de leyendas de Canarias (Maximiano Trapero, Andrés Monroy, etc.) han distribuido el abrumador conjunto de historias que ha llegado a nuestros días en tres grandes categorías: prehispánicas, época de la conquista y fase de la colonización; y que a partir de esta útil clasificación se puede plantear de alguna manera cuándo ocurrieron los hechos que se desarrollan en este libro. Los tramos temporales que se ciñen a los dos últimos periodos están —creo— bien delimitados; los prehispánicos, a mi juicio, no. De ahí que la disposición sea deudora de algún modo de esa señalada indefinición que indica Sabas Martín.

Sobre el espacio narrativo es posible ser más preciso, al menos en lo que respecta al bloque inicial del libro, el de leyendas, y dejando claro que los cuatro primeros relatos están relacionados con el ámbito religioso de los aborígenes y, por tanto, han de quedar fuera de cualquier delimitación física. Por orden de cantidad, observamos que nueve textos se ambientan en Tenerife; siete, en Gran Canaria; cinco, en La Palma; cuatro, en La Gomera; tres, en Lanzarote; uno, en Fuerteventura y, otro, en El Hierro. Las tres islas con más leyendas fueron las últimas en incorporarse a la corona. En el tomo, la mayoría de sus historias se concentra en la segunda mitad del apartado; o sea, coincidiendo con el periodo de relatos asociados a la conquista de realengo según el criterio cronológico señalado por el escritor. Tiene sentido: en esta etapa se desplegaron más medios para someter al indicado trío; y más medios supone más gente; y más gente conlleva más posibilidades de interés por recoger testimonios y, al mismo tiempo, más facilidades para que el ingenio y la inspiración abonen las huertas de la invención.

IV

El segundo tramo del viaje, el de los sesenta inmejorables textos, es el que me ha permitido tomar prestada una expresión vinculada con el mundo de la indumentaria (“fondo de armario”) para trasladarla al ámbito de las bibliotecas. Si en la acepción asociada a la vestimenta hace alusión a «un número limitado de prendas que combinen con prácticamente todo y no pasen de moda. Piezas atemporales, favorecedoras y versátiles que se puedan llevar de mil formas diferentes» (clara.es, 3/02/2023), en el de los libros podríamos hablar de obras que no han de faltar en ninguna biblioteca que se precie, como ocurría hace años (quizás hace muchos años) con la enciclopedia Espasa-Calpe: disponer de ella venía a ser la condición sine qua non para que el lugar que la alojara tuviera esta consideración y no mereciera ser reconocida como una “bilicualo”, una simpática denominación surgida del ingenio de mi maestro don Antonio Cabrera Perera en unas lejanísimas jornadas sobre bibliotecas.

Para las de Canarias, sean de la titularidad que sean, quizás merezcan el calificativo de “fondo de armario” libros como Natura y cultura de las Islas Canarias, de Pedro Hernández (1977) y Psicología del hombre canario, de Manuel Alemán (1980). Ahora mismo, porque la ocasión me ha sido propicia para sostener la afirmación, estoy convencido de que habría que incluir también entre los indispensables Ritos y leyendas guanches de Sabas Martín (1985).¿Qué otras certezas deberían acompañar a esta terna? Interesante pregunta cuya respuesta conviene posponer en este momento, mas no desterrar de la voluntad por contestarla cuando sea oportuno; es más: qué magnífica iniciativa sería aquella que pretendiera dar con los incuestionables que han de habitar en nuestros anaqueles.

Ciñéndome al que me ha llevado hasta ti, cabe proclamar como una de sus tantas virtudes el hecho de que se erija el resultado en una versión admisible en lo conceptual y admirable en lo estilístico de lo que suele ser un ámbito tan difícil de asir como es el de las leyendas y más dentro de un territorio tan sujeto a la paradoja y/o al asombro como es el que representan nuestras islas, donde se produjo el espectacular tránsito de pasar en muy poco tiempo del Neolítico a la Edad Moderna y, para el tema que nos ocupa, de la oralidad a una suerte de escritura cronística que no pudo evitar los roces con la imaginación ni que evolucionara a una retórica de formas líricas sin sujeción al rigor histórico porque no se precisaba: Cairasco y Viana, por un lado, de fondo; por el otro, más tarde, con sus aportaciones, el polímata Viera y Clavijo.

La obra de Sabas, a partir de estos condicionantes, se propone dar entidad a lo que la leyenda ha situado en la incertidumbre. Él pone orden a la dispersión: enhebra lo fragmentado, consolida lo desmadejado, unifica lo arbitrario. Edifica en su reescritura libre de plagios y usurpaciones indebidas la consistencia de un discurso que se asume identitario y, por tanto, sujeto a los parámetros de lo verídico. ¿Qué es incierto en las ficciones que se afianzan en la identidad?, cabe preguntarse si tenemos en cuenta que la identidad determina la fortaleza del testimonio, que se vuelve necesario para disponer de un asidero firme con la historia. El libro cultural, el libro entretenido, el libro que nos habla de aquello que nos es familiar y que carece de certezas absolutas por hallarse en las brumas de la intemporalidad, resulta que, por el valor de la palabra que el hábil forjador ha sabido plasmar en unas páginas llenas de intrínseca emoción, ahora se ha convertido en el sustento para edificar una especie de mitología guanche con los fundamentos propios de aquellas de la Antigüedad que tanto nos han maravillado, a pesar de que los aborígenes carecían de panteones, pues hijos eran de la tierra y de lo que les envolvía, y de esa permanente voz que preside la cotidianeidad de los relatos: la libertad.

Sabas, conocedor de los subterfugios de nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia y nuestra cosmovisión como pueblo, en el apasionante proceso de ficcionar la ficción, en esa licencia para la reescritura de la que dispone, logra consolidar en este tomo el sentido y las formas de una serie de anécdotas de naturaleza y ámbito popular (¿qué es si no una leyenda en cuanto pieza del patrimonio cultural de incierto origen, aunque se pueda concretar el marco espacio-temporal de su desarrollo?), y les confiere una categoría superior que, alejada de cualquier ínfula idealista, deambula entre el epítome histórico, la crestomatía en poético estilo, la antropología y el ejemplario, pues abundan en sus páginas toda clase de bondades y maldades, de ambiciones y desprendimientos, de amores y odios, de bajezas y noblezas… Inevitable es, en este punto, ceder la palabra de nuevo a Fernando Senante:

«Ritos y leyendas guanches contiene una narrativa ágil y al propio tiempo con una gran carga poética. Sorprenden textos de un alto lirismo, donde la tensión del momento se plasma en los escritos. Supera, en este aspecto, el sentido lírico al épico, centrándose más el autor en el sentimiento de los personajes, que en el discurso grandilocuente de las batallas. Ha sabido Sabas Martín separar las alteraciones introducidas por los cronistas debido a su parcialidad y a sus diferentes formas de cultura, para dejar el espíritu en sí de la leyenda».

Contemplo el volumen. Releo la hermosa dedicatoria. He viajado con él a los «orígenes de la memoria insular», como me anota. Sitúo el tomo junto a su último tesoro: Las cenizas de tu imagen. Treinta y ocho años separan a estos librescos hermanos. De los dos Martín presentes en este mensaje que compartimos —nuestro autor y el protagonista de la novela—, solo uno ha sido capaz de contar siempre aquello que quería y como quería, solo uno ha podido hacerse un hueco entre los indispensables; el otro, por desgracia, pudo tener una oportunidad cuando le pidieron que investigara para un reportaje periodístico el asesinato de una pareja por motivos raciales, pero algo terminó trastocando sus planes.

Para una historia teldense de la literatura canaria

Precisar, ampliar, difundir… homenajear. Estos cuatro verbos han sido los pilares sobre los que hemos edificado un ciclo de conferencias centrado en la Literatura de Canarias que se ha hecho y se hace en Telde, la que ha venido y viene de la mano de teldenses oriundos o la que fija su razón de ser en nuestra tierra como motivo de creación; todo ello, en el marco de una fecha histórica: el 650 aniversario de la fundación de esta primera de las ciudades y sedes episcopales de las Islas Afortunadas.

Frente a la amalgama de datos sin contrastar y juicios sin sustento, proponemos estos ejercicios de precisión en forma de artículos; frente a la escasez testimonial y carencia de perspectivas, incorporamos estas necesarias ampliaciones a la historia de las letras locales; frente al desconocimiento involuntario y el olvido con intención, asumimos la tarea de difundir lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; frente a la no valoración de nuestras escrituras, disfrazada en ocasiones de simulado desprecio, rendimos este sentido homenaje a una tradición poética de evidente esplendor vertical a la espera de que estos seis siglos y medio de existencia que nos alumbran logren hacer lo propio con la dimensión horizontal de nuestro escueto pero intenso patrimonio literario. Hemos asumido con firmeza estos principios y los hemos puesto en práctica, de forma satisfactoria, gracias a la intervención de los reconocidos docentes e investigadores cuyos trabajos conforman las páginas del presente volumen.

Tiene el lector en sus manos nueve textos que fueron expuestos en distintas fechas del primer ciclo de conferencias Letras a Telde, 1351-2001; una iniciativa académica inédita en nuestra ciudad que se inauguró el 26 de enero con la intervención del profesor Cabrera Perera. El trabajo que nos dictó en su momento, Telde y su entorno en la Literatura, es una muy interesante revisión de las referencias histórico-literarias sobre nuestro lugar desde Abreu Galindo o Torriani hasta la reciente obra biográfica de El Corredera escrita por Gustavo Socorro. A partir de unos amplios y elocuentes pasajes de indudable valor testimonial, el profesor Cabrera Perera logra concluir su exposición resaltando, más si cabe, la tesis que sostiene: que Telde siempre estuvo presente en los escritores del momento por ser desde sus comienzos «uno de los lugares más interesantes de las famosas Islas de Canaria». Viana, Lope de Vega y, sobre todo, Julio Verne, por citar algunos, forman parte de la lista de autores que, de un modo más o menos explícito, acudieron a las peculiaridades geográficas y sociales de Telde, entre otras, para vertebrar no pocas piezas textuales. Pero no queda aquí la cuestión. Una tierra para la literatura es una tierra de poetas. Así las cosas, el profesor Cabrera Perera también hace hincapié en la fecunda tradición literaria que posee nuestra ciudad y que, en última instancia, personaliza en figuras de indudable reconocimiento como Montiano Placeres, Fernando González o Saulo Torón, el más grande de los poetas de Telde, a juicio del conferenciante.

El 2 de marzo, el profesor Rodríguez Pérez tomó la palabra para analizar la contribución de nuestra literatura local a las letras regionales con las que, en buena lógica, mantiene una relación de dependencia. En este punto, como ya entonces destacamos, conviene resaltar los logros de Telde y su aporte poético a la Literatura de Canarias cuando consigue establecer la entidad de una escritura que tiende hacia lo universal desde los parámetros localistas que una tradición, más o menos rigurosa, le ha asignado.

Este segundo trabajo que nos ocupa asume el cometido de plantear la muy necesaria tarea de calibrar con exhaustividad el material crítico que poseemos sobre la vida y obra de escritores como Julián y Saulo Torón, Montiano Placeres, Fernando González, Luis Báez o Patricio Pérez Moreno, entre otros. Estamos, pues, con la iniciativa de Letras a Telde, ante un primer paso para este propósito, un inmejorable preliminar que demanda la secuencia de otros capítulos en los que se llegará a cuestionar, no tenemos la menor duda de ello, muchos escritos científicos anteriores carentes de las mínimas precisiones exigibles con las que dotar de dignidad y rigor a nuestro objeto de estudio.

De la visión general de la que participan los dos primeros trabajos expuestos pasamos a la parcialidad de las Dos claves en la poesía de Fernando González que ocuparon al profesor Martín Rodríguez en su exposición del 18 de abril. En este artículo, el conferenciante apuntó a dos de los muchos aspectos que hemos de tener en cuenta a la hora de elaborar una poética del vate grancanario: por un lado, las distintas referencias mitológicas que aparecen en la obra del teldense y, por el otro, las alusiones encubiertas a pasajes bíblicos que subyacen en sus poemarios. Y como nexo común a toda su producción literaria, la presencia de Dios, que será, en última instancia, la que, a modo de trama, engarce toda la urdimbre de sus inquietudes retóricas, ya sea desde la humildad más sentida («Me creí grande, Dios mío…», etc.), ya desde la irreverencia más increpadora («[…] Dios fue su yugo. / […] “¿A esto llamas, Señor, el Paraíso?” […]»).

El estudio del profesor Martín Rodríguez es fundamental para entender a Fernando González en su vertiente más humanista, la que se deriva de su inclusión en los dos motivos literarios ya expuestos. El cantor de la melancolía, el dolor, el sufrimiento, el desengaño…, el gran machadiano, como nos recuerda nuestro conferenciante, es, también, en su deambular poético, el poeta que atesora múltiples entornos culturales sobre los que volcar su lirismo. Su lado humanista, pues, fluctúa entre la intensidad de los versos en los que queda explícito el mito («En la transmutación del maestro») y el estilismo de aquellos otros que, envueltos en el aura mágica que caracteriza las referencias míticas grecorromanas y cristianas, aparecen ante nosotros con la única vestimenta que poseen, el símbolo, la mención implícita («Abandonado del amor»).

Con la cuarta conferencia se cambió la perspectiva de nuestras incursiones teldenses y pasamos del escritor oriundo y la producción realizada en los límites del seis veces centenario lugar a las pautas que determinan el sitio como motivo creativo. Así surgió Telde como espacio novelesco: Apuntes sobre la configuración del espacio narrativo en ‘Las espiritistas de Telde’ de Luis León Barreto, de Francisco Quevedo García, que nos ocupó el pasado 18 de mayo. La obra y su mayor estudioso se han fundido en esta entrega de Letras a Telde para testimoniar el esfuerzo de un escritor como Luis León que, con su particular sensibilidad, ha sabido extraer de una referencia aditicia, al menos a priori, como puede ser la ubicación en Telde de su trama narrativa, una suerte de matices fundamentales para el desarrollo de su célebre Las espiritistas de Telde (1981). Un caso como el de los Van der Walle pudo suceder en cualquier lugar del mundo; pero el asunto concreto, único, el infausto acontecimiento de la citada familia, sólo fue posible que se diera en Telde, y no en cualquier Telde, no, sino en uno muy determinado: el de los años que antecedieron a la Guerra Civil española.

Se podrá constatar en la lectura de esta conferencia la importancia del paisaje en la gestación de los acontecimientos narrados, ya que si Telde no hubiese sido como era y, entre otras circunstancias, adoleciese de ese marcado parecido con Jerusalén, Jacinto Van der Walle —al margen de males congénitos— no tendría contexto alguno en el que asentar y desarrollar sus desvaríos proféticos ni su hermana Francisca, por extensión, acabaría reclamando la muerte de Ariadna para que el alma de éste pudiese subir a la derecha del Padre.

Telde es el origen de una dinastía que inicia un judío holandés, Pieter Van der Walle, en el siglo XVI, quien, huido de la justicia por haber sustraído fondos municipales que custodiaba, logra embarcarse de polizón rumbo a Sevilla y de aquí, casado con María Vargas (o Josefina Aurelia), llega hasta las islas del sur, o sea, Canarias, donde, con cédula de honorabilidad y cristiandad vieja compradas a golpe de doblones, consigue asentarse e iniciar su estirpe. Nuestra ciudad, pues, no es más que el Edén de este holandés que, en un afán por no perder su identidad y, consecuentemente, a sí mismo, retoma un apellido que escondió en los lugares donde ya estaba condenado a ser nadie: Vanderst, en L’Ecluse (Zeebrugge, Gante u Ostende) y Vandale, en Sevilla. Siglos más tarde, las páginas doradas que comenzase a escribir Pedro Vandale al frente de La Vega tendrían un amargo colofón en el crimen sobre Ariadna Van der Walle. Como si de un ente superior se tratase, Telde ha sido testigo y, a su manera, ha coadyuvado a que la gloria pecuniaria que los ingenios de azúcar concedían a la próspera hacienda del holandés se convirtiese, con el tiempo, en la extirpación traumática de un clan que no desapareció por mor de los distintos acontecimientos históricos que habría de sobrevenir a España en las décadas posteriores, ni por el cruce con otras familias que trajese consigo la paulatina pérdida del apellido, sino por la trabazón del fanatismo con la ignorancia que, en un ambiente tan mágico, mítico y legendario como el de nuestras islas y, sobre todo, el de nuestra tierra, terminó por desembocar de forma irremediable en la tragedia que ocupa las páginas de Las espiritistas de Telde.

Durante el mes de junio, aunque no estaba inicialmente previsto, el ciclo tuvo la fortuna de contar con la profesora Jiménez Betancor, quien nos ofreció su particular visión de Fernando González a través de los dos términos más importantes que quiso resaltar en su disertación del día 13: «Humanidad» y «Poesía».

Tras los meses de julio y agosto, inhábiles desde el punto de vista de la administración cultural, retomamos el ciclo el 28 de septiembre con La presencia de la poesía de Domingo Rivero en la ‘Escuela Lírica de Telde’ del profesor Padorno Navarro. Su magisterio se nos antojaba imprescindible en nuestra iniciativa pues aúna en su persona no solo el valor de ser uno de los mayores especialistas en Literatura canaria, como lo avalan sus no escasas publicaciones en la materia y sus ocupaciones docentes e investigadoras en la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, sino que, además, estamos ante uno de los autores más consagrados del archipiélago y de ese cupo selecto que cabría reconocer bajo la denominación de poetas del Atlántico, con América y Europa como ámbitos de difusión de una lírica, la suya, que la historiografía literaria de nuestra tierra ha ubicado en los límites de una generación y de una antología pionera, la de Poesía Canaria Última de 1966. Su condición, pues, de juez y parte lo convirtieron en un invitado idóneo para que mirase, a través de su prisma de múltiples perspectivas, a los escritores teldenses y, más en concreto, al grupo que formaba lo que se ha venido a denominar con los tiempos «Escuela Lírica de Telde».

El propósito que persigue nuestro conferenciante/articulista con este trabajo no es otro que tratar de justificar, de manera más o menos explícita, la existencia de una escuela lírica que funda su razón de ser en motivos poéticos y no tanto en otros de raigambre meramente circunstanciales: escritores nacidos en un mismo lugar, con pocos años de diferencia, asiduos participantes en veladas literarias celebradas en su localidad… Hacía falta encontrar estos nexos estéticos para testimoniar la existencia de un grupo de poetas que manejan para sus composiciones referentes y motivos comunes (por ejemplo: afición a escritores como Domingo Rivero); y que sea esta inclinación la que mueva a creadores (pienso en Saulo Torón o Fernando González) a tomar como eje de algunas de sus piezas temas de índole metafísica. He aquí donde únicamente entendemos que debe verse la homogeneidad, la unidad lírica de la «Escuela»; por encima, repetimos, de otras consideraciones, a los poetas y sus poéticas cabe juzgarles desde el reflejo de sus obras y no a partir de los perímetros de su existencia.

La penúltima conferencia del ciclo, la del profesor Natera Mayor, impartida el 23 de octubre, vino precedida en sus preliminares de una afirmación que entonces sosteníamos y que ahora no dejamos de mantener: que cuanto se diga, se opine o se defienda en torno a cualquier texto de índole creativa siempre vendrá marcado por una estela de relatividad, de inopinada incertidumbre, que sólo podrá ser resuelta con la declaración fiel y testimonial de quien los creó. Por eso mismo, conscientes de que atrás han quedado insignes poetas a los que ya no podremos preguntar directamente por su poética, sino que habremos de deducirla a través de sus composiciones —con el señalado riesgo de afirmar la certeza de aquello que no deja de ser meras conjeturas—, nos pareció oportuno ofrecer una nueva perspectiva en un foro como el que nos convocaba: pedimos a un poeta de Telde, aunque no fuese teldense, que navegase por los mares de sus versos para que nos diese el mapa cartográfico de sus sensibilidades líricas y pesares retóricos. La voz del vate no tiene que alzarse sólo ante sus creaciones, sino incluso frente a sus recreaciones; de ahí la importancia de que su poética, como si fuese la Carta magna de sus pulsiones de literariedad, quede registrada como estadio preliminar de toda cuestión inherente a su artística vertiente demiúrgica.

Se nos han ido muchos poetas buenos, muy buenos, a los que ya no podremos pedirles una visión personal de su faceta creativa como la que subyace en las páginas de La singularidad de la palabra poética desde una experiencia particular que el profesor Natera Mayor nos brinda en el tomo que nos convoca. Impidamos por todos los medios, ahora que podemos con algunos escritores, que esto vuelva a suceder y exijámosles, en el sentido más afectuoso de la expresión, que nos regalen el pasaporte hacia las respuestas más íntimas e intensas que se pueden obtener frente a la obra literaria. Los caminos de la creación son tan inextricables como las mal llamadas viñas del Señor y es menester del crítico no sólo su análisis y sus propuestas, derivadas de éste, para responder a los pesares de los lectores ante su evidente incomodidad por no saber la ruta hacia las indicadas respuestas, sino incluso el exigir al creador que se justifique, que muestre las razones y los motivos de uno de los más hermosos delitos que, a nuestro juicio, se puede uno imaginar: conmover el estado anímico y la sensibilidad de un individuo cualquiera a través de la inocencia de unos trazos tipográficos escritos con imperdurable intención. En este sentido, la labor del crítico es la de hacerle ver al autor, con las armas de sus recreaciones, los estragos líricos que ha causado y el deber que tiene de subsanar los ánimos descompuestos de quienes han marcado sus composiciones, con letras indelebles, en algún recóndito lugar de su entendimiento, para recrearse con ellas en la solaz disposición del lirismo en el que todos los humanos solemos encontrarnos, en mayor o menor medida, con menor o mayor frecuencia.

Llegados a este punto, nos parece oportuna la inclusión en esta introducción de una de las mejores propuestas que jamás se ha podido elevar para el conocimiento y difusión de nuestros escritores locales y que, de forma espontánea, en un pequeño intercambio de ideas y propósitos, nos dejó caer Padorno Navarro al rato de haber concluido su conferencia: la creación de una Biblioteca de Autores Teldenses. Con esta sugerencia —nuestro interlocutor no tenía por qué saberlo—, el profesor reactualizaba en cierta medida una iniciativa que habíamos estado apuntando en distintos frentes y que, de una manera más o menos implícita, fue el motivo fundamental del ciclo de conferencias que nos ha reunido. Ésta, en sus líneas más básicas, pretendía el análisis riguroso de la producción literaria de nuestra ciudad, con la inclusión en el estudio de autores y obras olvidados y/o desconocidos; y el desmonte, con las lógicas precauciones, de esa curiosa consideración generalizada que existe acerca de la circunscripción de nuestras letras a la mal estudiada y, creemos, peor denominada Escuela Lírica de Telde.

Si la literatura de Telde no puede salir de los límites que determinan los seis o siete poetas de siempre, los de la referida Escuela, y de estos solo la tercera parte son de verdadero renombre, convendría concluir que aquí no ha habido una tradición poética realmente digna de mención; y que hemos tenidos a los dos o tres grandes de turno, como corresponde a toda ciudad centenaria y populosa, del mismo modo que también contamos en nuestra historia con dos o tres músicos relevantes, dos o tres pintores destacados, etc. En una Biblioteca de Autores Teldenses, como la que nos dejó caer el profesor Padorno Navarro, convendría dar cuenta de las escrituras vigentes, las de muchos que componen y que arrastran una trayectoria poética que conviene no dejar escapar. Pienso ahora en un Luis Natera Mayor o un Sergio Domínguez Jaén, por citar a poetas consagrados; en prosa, Octavio Santana… o Ros Mari Baena,[1] todo un portento literario que no deberíamos perder de vista. Y eso por no hacer mención a un período más o menos intermedio entre estos y la Escuela, que estaría compuesto por autores como Federico Carbajo Trujillo,; José Quintana,; José Otero Ruiz, María de los Dolores Quintana Rodríguez, que firma con el seudónimo de «Madoki»; o lo que pudo ser un testimonio de indudables inquietudes poéticas: Suplemento, la sección literaria de la revista Telde, publicada entre 1956 y 1957 por el Colegio Labor de nuestro municipio, un medio nacido al amparo de Ventura Doreste y gracias a la iniciativa de algunos profesores del referido centro, como Juan Millares Carlo o Alfonso Armas Ayala.[2] Tampoco deberíamos prescindir de lo que cabría enunciar como «estado previo a la Escuela Lírica», que, según la Biobibliografía de escritores canarios (siglos XVI, XVII y XVII) de Agustín Millares Carlo y Manuel Hernández Suárez, quedaría compuesto por autores poco conocidos o ignorados de nuestras letras locales: Juan de Jaraquemada, Domingo Pérez Macías, Lucas Ramírez y Rodríguez, José de la Rocha Alfaro, Agustín Romero de la Coba, los hermanos Martínez de Escobar y tantos cuyos testimonios literarios piden una oportunidad para que alguien los escrute y les dé el valor que realmente se merecen.

Si pedimos en su momento a Luis Natera que nos hablase de su poética es, además de por las razones ya esgrimidas, porque estamos convencidos de que lo que ha de ser la Biblioteca de Autores Teldenses necesita nutrirse del aporte de poetas como él. Natera, en el fondo, es una prueba más, junto a otras de igual valía, de que la literatura española hecha en Telde, por teldenses o con nuestra ciudad como motivo no se puede ni se debe circunscribir a los escritores de siempre, sino que ha de expandir sus miras en otros realizadores de contrastada calidad que sólo requieren del necesario espacio temporal para que sus producciones calen. Luis, por mor de esta experiencia que envolvemos bajo la denominación de Letras a Telde, se ha convertido así en el símbolo de una nueva e imprescindible proyección hacia los estudios literarios en nuestra ciudad y los resultados, como se verifican en su artículo, no pueden dejar de ser esperanzadores.

El último trabajo se expuso el 29 de noviembre. Se trata de una propuesta muy concreta que sabíamos de antemano que la profesora Mateo del Pino no iba a rechazar, a pesar de que la tarea que debía realizar no era nada sencilla. En las páginas de su A través del espejo. La crónica literaria en Hilda Zudán se percibe el inmenso esfuerzo que ha supuesto el trazo de un recorrido existencial y poético para esta prácticamente desconocida escritora que nuestra conferenciante articula en el análisis de su obra en prosa, fundamentalmente el texto que constituyó su Memoria de Licenciatura, que la teldense presentó en Madrid en 1926, y las crónicas literarias publicadas en El Defensor de Canarias entre 1921 y 1923. Es necesario resaltar esta seria y elaborada incursión en los señalados artículos de esta autora porque, como afirma la profesora Mateo del Pino, a través de ellas «podemos conocer al particular y específico sujeto literario que ha producido los textos», que los dota de dimensión estética y que cumplen con la función de interiorizar o literaturizar, como nos afirma, la realidad, ya que aprovecha a «interrogar a lo inmediato, preguntarse a sí misma y hurgar en su conciencia».

Con este artículo de la profesora Mateo del Pino ponemos punto y final, esperemos que momentáneo, a un ciclo que ha colmado gran parte de nuestras expectativas. Asumo que la enorme montaña de buenos y posiblemente utópicos propósitos no se ha logrado, pero sí se ha conseguido, al menos, lo fundamental, lo que habíamos fijado como objetivo. Sin duda alguna, el apoyo firme de la concejala-delegada de Educación y Cultura del M. I. Ayuntamiento de Telde, Gregoria González Valerón, y del jefe de negociado, Luis López Sosa,[3] cuya tarea al frente de lo que tenía que ver con la gestión económica y logística del evento merece ser convenientemente destacada han permitido el éxito del proyecto cultural. Por todo, a los dos, muchísimas gracias; y muchísimas gracias, también, al esfuerzo y dedicación de nuestros conferenciantes y al estímulo constante que siempre ha recibido Letras a Telde, 1351-2001 por parte de sus destinatarios, ese público fiel que con su presencia e intervenciones ha contribuido a generar un foro literario en el que se ha testimoniado, al margen de sus opiniones e inquietudes, la necesidad de que esta iniciativa académica que nos ha ocupado durante el año al que le restan días para diluirse se retome y con ello volvamos al noble ejercicio de precisar, ampliar, difundir y homenajear a nuestras letras teldenses.


[1]. En 2011, edité y prologué, para Beginbook Ediciones, su poemario En tus manos encomiendo mi alma. En mi exposición inicial, apunté cómo las circunstancias me situaron en el camino de una excelente poetisa.

[2]. Vid. Primer ensayo para un Diccionario de la Literatura en Canarias de Jorge Rodríguez Padrón, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1992.

[3]. Con quien volveré a encontrarme en 2018 para embarcarnos en una enorme iniciativa editorial: sacar adelante los siete tomos de su Toponimias y antroponimias de Telde que le edité para Beginbook Ediciones entre el referido año y 2021.

Día de las Letras Canarias manifiesto…

[1] Como celebro (y no poco) el Decreto 223/2005, de 13 de diciembre, por el que se declara el día 21 de febrero de cada año “Día de las Letras Canarias” (expuesto en el número 248 de nuestro canario boletín oficial, publicado el miércoles 21 de diciembre de 2005) porque, por un lado, no puedo estar más de acuerdo con el propósito que persigue la jornada[2] y, por el otro, porque percibo cada edición como una felicísima oportunidad para ofrecer mi particular agradecimiento a la personalidad homenajeada (sobre todo cuando, por vaya uno a saber qué razón, es posible, probable, que el egregio nombre de memorable trayectoria poética no haya sido atendido como se merece por un servidor, incumpliendo de este modo con las exigencias que demandan las condiciones de entregado lector, filólogo impertinente e impenitente curioso que procuro cultivar);[3] y como celebro (y mucho), repito, la decisión gubernamental (que lleva las firmas del Consejero de Educación, Cultura y Deportes de entonces, Isaac Cristóbal Godoy Delgado, y del que fuera Presidente del Gobierno autonómico, Adán Martín Menis), fue inevitable que recibiese con abrumadora alegría el visto bueno del departamento didáctico al que pertenezco en el IES José Zerpa para que yo pudiese impartir el pasado curso académico la asignatura de Literatura canaria porque, entre otras razones, vi en la designación una ocasión pintiparada para contribuir con la mentada celebración anual haciendo partícipe al maravilloso alumnado que me tocó en suerte,[4] como así se hizo y quedó testimoniado en el acto de homenaje a Rafael Arozarena celebrado en la sede de la Presidencia del Gobierno de Canarias el jueves 23 de febrero de 2017, para cuya ocasión, y pensando en la celebración que nos reunía y que nos convoca todos los 21 de febrero, compuse un manifiesto que recitaron Rocío Santana Trujillo y Victoria Corti Arce, quienes, gracias a su talento, iluminaron la lectura de unos versos que aquí y ahora, en esta feliz tribuna de El tribuno, te muestro prosificados y que así dicen:

Con la compañía del tiempo vestido de escrituras y de sonidos, a quienes lean esto o esto oigan, nos dirigimos. Nos guían las palabras labradas en esta tierra que encandila; las que navegan, para hacernos islas, en el océano que nos abraza; las que nos arrullan los alisios en el cielo que nos envuelve.

A quienes esto oigan y lean esto, nos dirigimos para pedirles que no dejen de escuchar ni de leer, que no dejen de escribir ni de hablar, sobre Canarias, para Canarias, desde Canarias. No dejen de mostrar lo que somos: literatura cotidiana recitada en nuestros quehaceres; literatura de las emociones, los sentimientos, que todos los días componemos en miles de párrafos y estrofas que se simplifican en una totalidad llamada Canarias.

Por eso pedimos que fluyan las palabras que hablan sobre nosotros y que nos ayudan a pensar en el futuro leyendo sobre las tablas los verbos del pasado. Que no se silencien las palabras con oropeles de leguleyos, que no tropiece la poética con muros legislativos. Que la llamada del humanismo al sentimiento y la ciencia permita que nuestras palabras de literatura cotidiana y emocional sean la oración diaria con la que hemos de bendecir nuestros aularios y a nuestros alumnos, nuestras calles y a nuestros ciudadanos.

Pedimos que no se silencien nuestros sonidos ni nuestras letras porque del pueblo son y del pueblo somos. Nuestras son sus palabras y las nuestras para ellos son. Y que nuestros hijos y nuestros nietos sepan que son herederos de la palabra, de ese patrimonio literario que sus padres y sus abuelos aprendieron y conservaron para poder ser guiados por las labradas palabras que encantan esta tierra; por aquellas que navegan, para hacernos islas, en el océano que nos abraza; por las que usan los alisios para arrullarnos con calidez bajo el atlántico cielo.

Protejamos el mayor tesoro que poseemos los canarios: la palabra de los nuestros que da forma a la realidad que nos identifica; aquella en la que nos educaron, aquella en la que educaremos a nuestros hijos para que hagan lo mismo con nuestros nietos.

Llenemos las calles de literatura, alumbremos los corazones de vocablos hermosos. Que no cese nunca el día de hoy, que todos sean homenajes ofrecidos a las Letras Canarias, así, en mayúsculas, como debe ser como nunca debería dejar de ser. Universalicemos aquello que nos universaliza. Difundan la palabra, compartan la palabra, sientan la palabra y defiéndanla con el mismo amor con el que la palabra pasa de un “yo” a un “nosotros”, de un “ayer” a un “siempre”.

A los que lean esto y esto oigan, nos dirigimos; y, sobre todo, a quienes pueden hacer que lo leído y lo oído sea, por todos, oído y leído. Por favor, luchen por que no se silencien ni se desprecien, no se minimicen ni se compadezcan, no se negocien… las palabras que reconocemos y en las que nos reconocemos. Que no deje nunca de darse este día; que no dejen nunca de proclamarse nuestro agradecimiento a quienes nos han embellecido con la hermosura de sus palabras guiadas por una luz llamada Canarias.

Como celebro (hasta el paroxismo), insisto por última vez, la existencia de este acontecimiento literario anual, es inevitable que me sienta contrariado, disgustado, molesto… cuando esta defensa tan loable, necesaria, justa… de nuestras más cercanas letras, tanto en lo físico como en lo emocional,[5] se ve bloqueada, limitada, sesgada…, quizás de manera involuntaria, quizás después de haber hecho todo lo posible por que así no fuera, por los mismos agentes que la promueven, quienes, pensando en el sector del libro y considerando los beneficios que proceden del cultivo de hábitos lectores, no terminan de conectar estos pensamientos de una manera más efectiva, fructífera, coherente… con el sistema educativo canario, permitiéndose que el Jardín de las Hespérides educativas, donde tres Gracias deberían danzar libremente (Literatura canaria, la que me interesa especialmente; Historia de Canarias y Medio natural canario), se convierta, por mor de la presencia de un polizón (Religión católica), en un paraje donde prevalece el espíritu “mercantil” antes que el propio de las primaveras intelectuales, donde la luz y las fragancias envuelven el preciado conocimiento desde el que se forjarán la autonomía, la madurez y el pensamiento crítico.[6]


[1] Publicado en El tribuno. Revista bimestral de pensamiento. N.º 1, enero-febrero 2018. Páginas 55-58. ISSN 2603-6487; Depósito Legal: GC 909-2017.

[2] «Reconocer la labor llevada a cabo históricamente por los autores canarios dedicados a esta parcela de la cultura, así como fomentar el hábito de la lectura mediante actos culturales específicos tales como la organización de exposiciones, ciclos de conferencias y demás actividades que puedan contribuir a la promoción y difusión de la literatura canaria».

[3] Hasta la publicación del artículo: en 2006, Viera y Clavijo; en 2007, Cairasco y Viana; en 2008, Pérez Galdós; en 2009, Mercedes Pinto; en 2010, María Rosa Alonso; en 2011, Tomás Morales; en 2012, Pedro García Cabrera; en 2013, para mi sorpresa, pues el artículo 2 del citado decreto habla de una «personalidad diferente» para cada año, nuevamente Viera y Clavijo, dando así la impresión de que nos faltaban autores ese año que celebrar; en 2014, Agustín Millares Sall; en 2015, Arturo Maccanti; en 2016, Pedro Lezcano y, finalmente, en 2017, en la edición más especial de todas para un servidor pues dio pie al manifiesto que nos ocupa ahora, Rafael Arozarena. Tras la publicación del texto, dos autores más se han de sumar al homenaje: Pino Ojeda en la edición de 2018; en la de 2019, Agustín Espinosa.

[4] A saber: Natacha Alemán Monzón, Victoria Corti Arce, Diana Fleitas Rodríguez, Alejandro Franco Morales, María García Quesada, Paola García Suárez, Yaiza Ortega García, Andrea Ortega Santana, Ainhoa Ramírez Gil, Celia Rodríguez Socorro, Angie Ruiz Garcés, Kiara Santana Monzón, Rocío Santana Trujillo, Paola Suárez Cardona, Paula Torres Vega, Raquel Valido Martín y Daniel J. Santana Valerón.

[5] Vista la admirable protección desde la perspectiva de quien ha estado al frente de una bellísima asignatura cuyos fundamentos, expresados en el borrador del currículo, hablan del «derecho y el deber del alumnado de conocer el patrimonio literario de las Islas, desde los orígenes hasta las últimas promociones narrativas, líricas y teatrales» y, citando a Juan Manuel Trujillo, destaca su certera afirmación «Canarias se ignora e ignora que se ignora» para concluir que «de ahí que esta materia sirva al propósito pedagógico de descubrir y describir, a través de la lectura, del análisis y de la creación de textos, una experiencia de aprendizaje que, por un lado, propicie el conocimiento en creatividad y, por otro, genere estrategias transtextuales en diálogo con otras tradiciones y otros lenguajes artísticos en busca del enriquecimiento del bagaje cultural».

[6] Coda. Pregunté donde debía por esta presencia adversa, por este ente en el horario escolar de un centro público que respondía a un romano acuerdo de 3 de enero de 1979 entre España y la Santa Sede, por esta inadecuada y (acepto que es un exabrupto) antipedagógica presencia, y me dijeron quienes del tema sabían que, bueno, que al menos, gracias a la libre configuración, se podían dar a elegir las tres Gracias, y que ofertar Religión era obligatorio; y pregunté… y me dijeron que contaba la nota de estas asignaturas para la media y que ya se sabe… la EBAU, la nota de la etapa…; y volví a preguntar… y me dijeron que lo mejor que se podía hacer para que los alumnos escogieran como optativa “Literatura canaria” era asegurarles desde 1º de bachillerato que el diez era coser y cantar, que formalizasen la matrícula de segundo con la tranquilidad de saber que obtendrían la máxima calificación, que no les examinase nunca, que dejase a un lado eso de la dignidad de la materia y de las fronteras que separan el cinco del diez; y quise preguntar por último… y me dijeron: «Claro que no, la mayoría o son ateos o pasan bastante del tema, la mayoría, pero la nota es la nota y en segundo… ya se sabe». Pues, vale, me dije releyendo el Decreto 223/2005, de 13 de diciembre, por el que se declara el día 21 de febrero de cada año “Día de las Letras Canarias”, expuesto en el número 248 de nuestro canario boletín oficial, publicado el miércoles 21 de diciembre de 2005, que (y no poco) celebro.