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Sánchez Robayna o la inevitabilidad como prueba de grandeza

«Y ahora el silencio es más intenso; y habla una tranquila voz en lejanía: “Aleja de tu espíritu ese albergue que será para todos algún día… Y evádete, en la noche, entre las sombras, y sé una parte de la noche misma”» (Alonso Quesada).

Literatura canaria, un planeta circumbinario

Fue inevitable, imposible de soslayar, de sortear, de esquivar, de trazar un rumbo alternativo para no mentarle; y no porque anidara en mi voluntad el propósito de evitarle, negarle, vetarle (¡eso nunca, jamás!), sino porque era prodigiosa la forma en la que no dejaba de estar presente en la escritura sin que hubiera una intención para que así fuera. De un modo u otro, mientras me sumergía en la composición de un ensayo autobiográfico y testifical acerca de la poesía de la última década del siglo XX en un ámbito tan reducido como el de la Facultad de Filología de la ULPGC, mientras se evidenciaba la cortedad de mi experiencia y la largueza de mis admiraciones, detectaba cómo la raíz del asunto que me entretenía, conforme ganaba en profundidad, lo hacía en ramificaciones; y todo gracias a un extraordinario nutriente que expandía mi percepción del fenómeno sobre el que, con humildad, trataba de dar cuenta: al apelar al alimento intelectual y poético de un grande como Eugenio Padorno Navarro surgía, en no pocas ocasiones, la majestuosa presencia de otro tan grande como él, Andrés Sánchez Robayna.

Los dos, de una manera inevitable —la grandeza llama a la grandeza—, en el último tercio de la centuria pasada, se encontraron en una suerte de camino estelar de la literatura que muy pocos en Canarias han sido capaces de recorrer. Y digo bien: camino estelar, camino de elegidos, de convocados para fundirse en la universalidad de las letras hispánicas intemporales; nada que ver con esos otros variados caminos, más o menos firmes, más o menos aceptables, más o menos imprescindibles, que forman parte del paisaje de nuestras escrituras creativas y de pensamiento, y que son transitables y memorables, pero que no alcanzan a ser estelares por vaya uno a saber qué razones. Andurriales, veredas, atajos… no tienen cabida en esta metáfora sobre la excelsitud de los dos mentados nombres propios y el prestigio de los muchos y dispares caminantes, cuyas nominaciones están de más en este momento porque se hallan en el entendimiento de cuantos aprecian la expresión verbal más cercana a las pulsiones intelectuales y estéticas que nos identifican como habitantes de este hogar atlántico que nos acoge.

Los dos, de un modo inevitable también —la fortuna en ocasiones no es azarosa—, asumieron la magistral misión para la que fueron escogidos por esa arbitraria dama llamada Vida: la docencia, la academia, la poesía; o sea, la enseñanza en torno a cómo son los caminos y cómo se puede llegar a ser caminante, la investigación acerca de los caminos y de los caminantes, la construcción de los caminos caminando. De ahí que los dos representen, en este acercamiento que realizo a la figura de Andrés desde su vínculo con la de Eugenio, las estrellas de este planeta circumbinario en el que se ha convertido la literatura canaria que hoy, con la marcha de Sánchez Robayna, contemplo.

Los vi juntos —en el transcurso de mi escritura—, cuando el maestro Padorno decidió retomar la colección Mafasca (1964-1968), que renombró como Mafasca para bibliófilos, denominación que evocaba la Colección para treinta bibliófilos que dirigió Juan Manuel Trujillo Torres entre 1943 y 1945; una serie con la que, por decirlo de algún modo, se consolidó dentro del ámbito literario la noción de “plaquette” —folleto poético—, fundamental concepto (no es el lugar ni el momento de exponer el porqué de esta sustancial condición) para entender la producción lírica canaria de la segunda mitad del siglo XX —en buena medida, gracias a los hermanos Padorno Navarro—. En los diez años de duración de la segunda Mafasca (1975-1985), Sánchez Robayna intervino varias veces: inauguró la serie con Fragmentos nocturnos; publicó, como octavo volumen, Tinta (1978); y aportó textos propios en dos títulos: la edición de Eugenio de Pictografías para un cuerpo: Domingo Rivero (1977) y Negro sobre blanco (1980), de José Luis Gallardo. Esta última obra apareció por las mismas fechas que el suplemento cultural Jornada Literaria, que coordinó el estelar poeta hasta 1982, aproximadamente, y que contó con la participación activa, entre otros, de dos importantes firmas de nuestras letras: Miguel Martinón y Nilo Palenzuela.

Las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Miguel Martinón, el nombrado, que estuvo muy presente en el desarrollo de una de las revistas de literatura, arte y crítica más emblemáticas del hispanismo de finales del siglo XX, Syntaxis, fundada y dirigida durante los treinta y un números que duró por Sánchez Robayna. Llegó a ser el secretario de la publicación y el responsable, entre otras aportaciones, de esa significativa y relevante y griega que contiene el título, como recojo en mi breve y heterodoxo ensayo.

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Presentación de Tinta en el Club Prensa Canaria. De izquierda a derecha: Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna y Eugenio Padorno. Foto de Juan Gregorio publicada en el Diario de Las Palmas (5 de enero de 1982).

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Sigo por la senda del vínculo Eugenio-Andrés a partir de Mafasca para bibliófilos. La gratificante experiencia debió empujarles a poner en marcha juntos otra colección: Tierra del poeta, gracias en esta ocasión al apoyo de Ediciones La Palma. La iniciativa se concretó en doce plaquettes: la primera, de Octavio Paz (Reflejos: réplicas, 1996); la última, de 2000, la antología De camino a casa, de Oswaldo Guerra Sánchez, uno de los autores canarios de referencia del siglo XXI, uno de esos discípulos aventajados de Eugenio, uno de esos que sabe cómo acceder al camino estelar, como lo fue para Andrés el poeta Rafael-José Díaz, quien firmó en esta colectánea el undécimo tomo, Llamada en la primera nieve (2000).

¿Cuándo hablaron para hacer realidad esta empresa editorial? ¿Quizás cuando ejercieron funciones de jurado (junto con José Hierro y Francisco Brines) en el Premio “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”, que en 1995 premió Fauna para el olvido, de Alicia Llarena, poemario que publicaría Ediciones La Palma dos años más tarde? Insisto: la grandeza llama a la grandeza, y de ahí no me bajo.

Sí, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un Octavio Paz, el nombrado, con el que arrancó esta Tierra del poeta, que regresaba así al orbe de Sánchez Robayna, pues ya estuvo presente en una iniciativa literaria que promovió el satauteño en sus años universitarios por Barcelona: una revista que dirigió hacia 1976 y que se titulaba Literradura, un cuaderno «muy de neovanguardia» —como le dijo en una interviú a otro discípulo suyo, el magnífico poeta Alejandro Krawietz—. En la mentada publicación también participaban José Carlos Cataño y Eduardo Pinto, si nos atenemos a lo que Alfonso O’Shanahan nos señalaba en un artículo que sacó en La Provincia en junio de ese indicado 1976. En este texto, informa del surgimiento de una incipiente generación de escritores (en la que entraban los citados Cataño y Pinto, más Andrés Doreste Zamora, José Miguel Junco Ezquerra, Agustín Millares Cantero, etc.) y se ve en la obligación de dejar al margen del colectivo a Sánchez Robayna: «Se despega en madurez poética de todos los demás, acaso por su más temprana dedicación […]».

De nuevo, las raíces se vuelven más profundas y ramificadas: un José Carlos Cataño, el nombrado, que en 1998, entrevistado por Mariano de Santa Ana para La Provincia (edición del 12 de marzo), reconoció la influencia que Eugenio había ejercido en él y en Andrés Sánchez Robayna.

La grandeza literaria es pareja al magisterio por la vía de la imitación, la del influjo, la del asesoramiento, la de la admiración. En el caso de Andrés —como expuse en mi ensayo trazando las analogías existentes entre él y Eugenio—, gran parte de esta grandeza se vertebró en una escuela lírica que, durante la etapa de la que me ocupo en mi opúsculo, se denominaba Paradiso y estaba vinculada con la Universidad de La Laguna. Con la prudencia del sabio, estuvo para generar los estímulos, asesoró, ayudó, dejó hacer, encauzó el estro, favoreció que las nuevas voces tuvieran un respaldo editorial y público que era necesario para que fluyeran y demostraran su valía. Entre 1993 y 1995, se sitúan los doce números de Paradiso, pliego de literatura, revista dirigida por Rafael-José Díaz, acompañado, entre otros, por autores como Alejandro Krawietz, Francisco León, Goretti Ramírez Castro y Víctor Ruíz; quienes en 1994, junto con Melchor López y Francisco-Javier Hernández, y dentro del entorno de la revista Syntaxis, fueron seleccionados por Sánchez Robayna para conformar la excelente antología Paradiso, que prologó.

«La muerte es la visión de una pirámide infinita y lejana sobre la palma de una mano más infinita aún…» (Alonso Quesada).

Un 25 para marcharse: A+A (Alonso y Andrés)

La grandeza llama a la grandeza, he dicho y repetido; y los acontecimientos parecen confirmarlo, aunque sea de manera tan triste: este año, dedicado a Alonso Quesada por el primer centenario de su fallecimiento (4 de noviembre de 1925), es el año en el que se nos va uno de sus más destacados estudiosos, pues Andrés lo era y de los mejores, sin duda. Ahí está su producción académica para avalar cuanto afirmo. En 1978, en la Universidad de Barcelona y bajo la supervisión del insigne José Manuel Blecua, defendió su tesis doctoral: La poesía de Alonso Quesada. Y como buen maestro que siempre fue, sembró buena simiente: en junio de 1992, en la Universidad de La Laguna, firmó la dirección de otro proyecto de doctorado similar relacionado con el poeta que homenajeamos este año y que preparó uno de los más celebrados novelistas canarios que hay en la actualidad. El título del trabajo: Alonso Quesada: hacia una interpretación documental de ‘El lino de los sueños’; su autor: José Luis Correa.

¿Lo reclamó Alonso —redivivo desde hace apenas tres semanas gracias al Día de las Letras Canarias— para agradecerle lo mucho y muy bueno que hizo el sabio para que su quehacer lírico se mantuviera vigente? ¿Pidió tener cerca al profesor para expresarle en persona su gratitud por esa magnífica antología sobre su obra poética que acaba de editar y publicar como n.º 1257 de la prestigiosa Colección Visor de Poesía, una indispensable referencia bibliográfica que nadie imaginó que iba a convertirse en una suerte de extraordinario colofón a una admirable vida de escrituras?

Quienes habitamos entre libros y, principalmente, entre los dedicados a la literatura y el arte, con independencia de su naturaleza, lo sabemos, pero conviene no silenciar esta verdad notoria cuando sea posible volver sobre ella: un grande como Andrés jamás se va. Su legado se queda. Nosotros pasaremos, nos desembocaremos en el mar, desapareceremos; pero él no, porque su palabra seguirá vibrando en nuestras conciencias literarias, seguirá ahondando y será, como nunca ha dejado de ser, una inevitable y necesaria raíz profunda y ramificada.

«Al fin resonó tu voz lejos de ti, como un humo de voz sagrada: “Estoy contenta de estar sin una herida en el alma, como el mar y como el prado de los cielos, libre y amplia”» (Alonso Quesada).

Una década eugénica 1: perfilados iniciales

I. Yo, testigo. Poco más.

La conversación, como todas las que mantengo con él, fue grata. Enriquecedora. Mucho. Aquella tarde del siete de marzo de no sé ahora bien qué año (¿2023, quizás?), hablamos por teléfono de no pocos temas: de educación superior (su ámbito) y de educación secundaria (el mío); de cuestiones familiares que el azar quiso que nos emparejaran; de la meteorología de este continente en miniatura que disocia los calores capitalinos de los sureños; de… En fin, de tanto; y, sobre todo, de literatura, por supuesto, aquello que amamos y que nos ama. Aunque surgieron bastantes nombres, títulos y acontecimientos, me quedo con un tiempo, un espacio y una luminosa voz que supo habitarnos y que acabó envolviendo por completo la conversada: última década del siglo XX, Facultad de Filología de la ULPGC, Eugenio Padorno Navarro.

Habla un testigo. No me cabe otro rol. Yo no protagonicé nada memorable en ese tramo cronológico (tampoco en ningún otro intervalo de mi existencia anterior y posterior al periodo que nos convoca, digámoslo ya). Poseo la perspectiva que me conceden los afectos y las admiraciones que contraje con muchos a los que vi, conocí, con los que traté, de los que aprendí; y tengo la tranquilidad que me otorga el saber que nada de lo observado se ha depositado en mi memoria con acritud ni destemplanza. Estuve cerca, pero no dentro; contemplé, pero no hice; ¿quise?, quizás, pero no pude o no supe… Sea como fuere, entre mi acceso a la citada facultad (septiembre, 1991) y la defensa de mi tesina (enero, 2000) pude asistir a una extraordinaria eclosión literaria en la capital grancanaria que, tras la feliz charla telefónica, siento la necesidad de recoger, aunque sea consciente de que la versión de lo sucedido que ofrezca será incompleta, sesgada y desmayada: por una parte, porque me faltan muchos datos por incorporar, porque los desconozco o porque he decidido no dar cuenta de ellos por la razón que sea; por la otra, porque me ceñiré principalmente a un ámbito específico: el que representaron la Facultad de Filología de la ULPGC y, en menor medida, el Centro Insular de Cultura; y en lo de la flojedad, qué decir… Resignación, no queda otra.

Por encima del motivo que sea, una convicción: otros —más capacitados, mejor formados, con más energía y predisposición que yo— deben ser los que acometan el estudio serio, riguroso, científico de un fenómeno literario sumamente interesante como el que esbozaré, tanto por lo estético, ideológico y cultural como por lo sociológico y, si me apuras, hasta incluso lo antropológico. Te hablo de un instante cronológico que se vio condicionado por el espacio y por una fascinante constelación de nombres propios que caminaron hacia el final de una centuria y, a la vez, de un milenio, y que no pudieron evitar, como siempre ocurre con los humanos —es posible que por ser los inventores del tiempo—, el sentirse trastocados ni que su ánimo fluctuara entre la sublimidad del surfista que ha superado una ola de dimensiones colosales y la apatía y/o depresión de quien concluye que la trascendencia del momento no será tal porque, tras el cambio, nada será diferente (en esto, larga es la sombra del gatopardismo). Espero que, antes de dos o tres siglos, alguien pueda sacar algún provecho académico a estos apuntes. Confieso que deseaba anotar «estoy convencido» en vez de «espero», pero he preferido ser prudente: por una parte, porque no soy capaz de sostener la calidad de lo que ofrecen estas páginas; por la otra, porque no es descartable la probabilidad de que para entonces el calificativo de “académico” se aplique a realidades ajenas al estudio y la educación.

Sobre el tramo que me muestran dos extremos segmentales muy específicos (a la siniestra, la voz de los poetas que conformaron lo que se vino a denominar, en 1992, Manifiesto poético último; a la diestra, la publicación, en 1998, de Última generación del milenio), trataré de ordenar lo que para mí ahora se visualiza disperso y lejano. Mucho. ¿Demasiado? Sí, demasiado. Solo fuera del sistema solar y a considerable distancia es posible ver con la necesaria proyección el movimiento planetario alrededor de la estrella, calibrar la velocidad de los astros cuando son visibles y constatar, sobre todo, los vacíos, la inmensidad del silencio y de la insondable nada. ¿Alcanzará mi quehacer a colocar adecuadamente los hechos de hace tres décadas que ahora yacen sueltos y caóticos en la habitación de mis recuerdos? Lo más seguro es que no. El adverbio me queda grande. Aun así, deposito en estos apuntes —que han de servir para entenderme— el alivio de las inquietudes que ocasionan los desniveles de mi memoria, que he procurado equilibrar de alguna manera en esta empresa gracias a las consultas realizadas en un puñado de fuentes documentales; a la perspectiva —la dichosa perspectiva, la feliz perspectiva— que da el contemplar el pasado con los ojos de la vejez y observar cuán relativo es todo y cómo el tiempo —permanente apisonadora—, de un modo u otro, acaba allanando el camino de las confluencias, «que va a dar en la mar» siempre. […]

II. 591 páginas después: “Es la hora. Voy terminando (2024)”.

Habla el maestro en su Cuaderno de esbozos y apuntes poéticos del destemplado palinuro atlántico (2005):

«La fórmula con que se nos conminaba cuando el tiempo de entregar el examen estaba ya próximo a cumplir: “Vayan terminando”; y escuchado el aviso, ¿qué se podía en adelante anotar con sosiego? Materializar tal vez la frase con la que rematáramos un juicio; impensable otra cosa, aunque no renunciáramos a reunir, en un intento de prodigiosa síntesis, palabras que aludieran, al menos, a cuanto por extenso —y en pormenor— había quedado sin decir. A veces, cuando estoy escribiendo —un quehacer que, en sentido esencial, no deja de saberse apremiado por lo finito de nuestra condición—, imagino escuchar una voz que, en un casi inaudible murmullo, me espeta por encima del hombro: “Va a ser la hora; ve terminando”».

Concluye el discípulo: me he quedado corto. Lo sé. Hubo más. Tuvo que haberlo. Lo intuyo porque, a poco que escarbe en los archivos de prensa, y en los catálogos bibliográficos, y en internet, y en los libros sujetos a curiosas añoranzas, los datos vuelven a la vida, pujan por salir, por ofrecerse. Nos gritan: «Fíjate en esto y vincúlalo con esto otro… ¡Todo está comunicado!»; nos impelen a continuar, nos afean las omisiones, nos azuzan con las imprecisiones… No sé si regresaré. Es un sinvivir el afloramiento constante de información rediviva en estas jornadas de escritura. Qué agitación. Qué borboteo tan absorbente y todo para que nos haya salido una gacetilla, poco más. ¿Que si me haré con otro billete para volver antes de que la nube negra desvirtúe por completo los recuerdos y las brújulas y sextantes muestren el camino a ninguna parte? Lo más seguro es que no. Creo sinceramente —repito— que alguien ha de tomar el testigo de lo poco que he podido anotar para componer ese trabajo serio, académico, científico, justo, importante, relevante, etc., que hace falta; y que ese alguien no puedo ser yo. No soy capaz de realizar nada en condiciones, solo me guío por mis intuiciones. Por eso, comparto con quienquiera que asuma la noble empresa sugerida mi conjetura, que he intentado elevar a la categoría de tesis en estos volátiles apuntes.

He aquí lo que sostengo: «Entre la llegada de Eugenio Padorno Navarro como alumno de la Universidad de La Laguna y la llegada de Eugenio Padorno Navarro como docente de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en esos veintiocho años de diferencia, gracias a su trascendental intervención, se cimentó una admirada y admirable manera de hacer y entender la poesía en lengua castellana que, con el tiempo, evolucionó hasta adquirir las formas de una entidad filosófica que contribuyó al entendimiento de lo que es y representa la canariedad; y que condicionó la lírica y el pensamiento cultural que se desarrolló a lo largo de la década de los noventa del siglo XX para luego sentar las bases para que fuera posible durante este primer cuarto del siglo XXI esa literatura de nuestra tierra que hoy no dudamos en afirmar no solo su más que demostrable existencia, sino su destacada posición dentro del amplísimo y complejo universo de las letras hispánicas».

Esto creo. Esto defiendo. Esto comparto, convencido de su verdad. Esto muestro esperanzado y expectante…

Forse altro canterà con miglior plectro.


FUENTE. Primer y último capítulo de Poesía universitaria palmense, 1992-1998. (Retazos testificales autobiográficos), un ensayo publicado en Mercurio Editorial en enero de 2025.

Para una historia teldense de la literatura canaria

Precisar, ampliar, difundir… homenajear. Estos cuatro verbos han sido los pilares sobre los que hemos edificado un ciclo de conferencias centrado en la Literatura de Canarias que se ha hecho y se hace en Telde, la que ha venido y viene de la mano de teldenses oriundos o la que fija su razón de ser en nuestra tierra como motivo de creación; todo ello, en el marco de una fecha histórica: el 650 aniversario de la fundación de esta primera de las ciudades y sedes episcopales de las Islas Afortunadas.

Frente a la amalgama de datos sin contrastar y juicios sin sustento, proponemos estos ejercicios de precisión en forma de artículos; frente a la escasez testimonial y carencia de perspectivas, incorporamos estas necesarias ampliaciones a la historia de las letras locales; frente al desconocimiento involuntario y el olvido con intención, asumimos la tarea de difundir lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; frente a la no valoración de nuestras escrituras, disfrazada en ocasiones de simulado desprecio, rendimos este sentido homenaje a una tradición poética de evidente esplendor vertical a la espera de que estos seis siglos y medio de existencia que nos alumbran logren hacer lo propio con la dimensión horizontal de nuestro escueto pero intenso patrimonio literario. Hemos asumido con firmeza estos principios y los hemos puesto en práctica, de forma satisfactoria, gracias a la intervención de los reconocidos docentes e investigadores cuyos trabajos conforman las páginas del presente volumen.

Tiene el lector en sus manos nueve textos que fueron expuestos en distintas fechas del primer ciclo de conferencias Letras a Telde, 1351-2001; una iniciativa académica inédita en nuestra ciudad que se inauguró el 26 de enero con la intervención del profesor Cabrera Perera. El trabajo que nos dictó en su momento, Telde y su entorno en la Literatura, es una muy interesante revisión de las referencias histórico-literarias sobre nuestro lugar desde Abreu Galindo o Torriani hasta la reciente obra biográfica de El Corredera escrita por Gustavo Socorro. A partir de unos amplios y elocuentes pasajes de indudable valor testimonial, el profesor Cabrera Perera logra concluir su exposición resaltando, más si cabe, la tesis que sostiene: que Telde siempre estuvo presente en los escritores del momento por ser desde sus comienzos «uno de los lugares más interesantes de las famosas Islas de Canaria». Viana, Lope de Vega y, sobre todo, Julio Verne, por citar algunos, forman parte de la lista de autores que, de un modo más o menos explícito, acudieron a las peculiaridades geográficas y sociales de Telde, entre otras, para vertebrar no pocas piezas textuales. Pero no queda aquí la cuestión. Una tierra para la literatura es una tierra de poetas. Así las cosas, el profesor Cabrera Perera también hace hincapié en la fecunda tradición literaria que posee nuestra ciudad y que, en última instancia, personaliza en figuras de indudable reconocimiento como Montiano Placeres, Fernando González o Saulo Torón, el más grande de los poetas de Telde, a juicio del conferenciante.

El 2 de marzo, el profesor Rodríguez Pérez tomó la palabra para analizar la contribución de nuestra literatura local a las letras regionales con las que, en buena lógica, mantiene una relación de dependencia. En este punto, como ya entonces destacamos, conviene resaltar los logros de Telde y su aporte poético a la Literatura de Canarias cuando consigue establecer la entidad de una escritura que tiende hacia lo universal desde los parámetros localistas que una tradición, más o menos rigurosa, le ha asignado.

Este segundo trabajo que nos ocupa asume el cometido de plantear la muy necesaria tarea de calibrar con exhaustividad el material crítico que poseemos sobre la vida y obra de escritores como Julián y Saulo Torón, Montiano Placeres, Fernando González, Luis Báez o Patricio Pérez Moreno, entre otros. Estamos, pues, con la iniciativa de Letras a Telde, ante un primer paso para este propósito, un inmejorable preliminar que demanda la secuencia de otros capítulos en los que se llegará a cuestionar, no tenemos la menor duda de ello, muchos escritos científicos anteriores carentes de las mínimas precisiones exigibles con las que dotar de dignidad y rigor a nuestro objeto de estudio.

De la visión general de la que participan los dos primeros trabajos expuestos pasamos a la parcialidad de las Dos claves en la poesía de Fernando González que ocuparon al profesor Martín Rodríguez en su exposición del 18 de abril. En este artículo, el conferenciante apuntó a dos de los muchos aspectos que hemos de tener en cuenta a la hora de elaborar una poética del vate grancanario: por un lado, las distintas referencias mitológicas que aparecen en la obra del teldense y, por el otro, las alusiones encubiertas a pasajes bíblicos que subyacen en sus poemarios. Y como nexo común a toda su producción literaria, la presencia de Dios, que será, en última instancia, la que, a modo de trama, engarce toda la urdimbre de sus inquietudes retóricas, ya sea desde la humildad más sentida («Me creí grande, Dios mío…», etc.), ya desde la irreverencia más increpadora («[…] Dios fue su yugo. / […] “¿A esto llamas, Señor, el Paraíso?” […]»).

El estudio del profesor Martín Rodríguez es fundamental para entender a Fernando González en su vertiente más humanista, la que se deriva de su inclusión en los dos motivos literarios ya expuestos. El cantor de la melancolía, el dolor, el sufrimiento, el desengaño…, el gran machadiano, como nos recuerda nuestro conferenciante, es, también, en su deambular poético, el poeta que atesora múltiples entornos culturales sobre los que volcar su lirismo. Su lado humanista, pues, fluctúa entre la intensidad de los versos en los que queda explícito el mito («En la transmutación del maestro») y el estilismo de aquellos otros que, envueltos en el aura mágica que caracteriza las referencias míticas grecorromanas y cristianas, aparecen ante nosotros con la única vestimenta que poseen, el símbolo, la mención implícita («Abandonado del amor»).

Con la cuarta conferencia se cambió la perspectiva de nuestras incursiones teldenses y pasamos del escritor oriundo y la producción realizada en los límites del seis veces centenario lugar a las pautas que determinan el sitio como motivo creativo. Así surgió Telde como espacio novelesco: Apuntes sobre la configuración del espacio narrativo en ‘Las espiritistas de Telde’ de Luis León Barreto, de Francisco Quevedo García, que nos ocupó el pasado 18 de mayo. La obra y su mayor estudioso se han fundido en esta entrega de Letras a Telde para testimoniar el esfuerzo de un escritor como Luis León que, con su particular sensibilidad, ha sabido extraer de una referencia aditicia, al menos a priori, como puede ser la ubicación en Telde de su trama narrativa, una suerte de matices fundamentales para el desarrollo de su célebre Las espiritistas de Telde (1981). Un caso como el de los Van der Walle pudo suceder en cualquier lugar del mundo; pero el asunto concreto, único, el infausto acontecimiento de la citada familia, sólo fue posible que se diera en Telde, y no en cualquier Telde, no, sino en uno muy determinado: el de los años que antecedieron a la Guerra Civil española.

Se podrá constatar en la lectura de esta conferencia la importancia del paisaje en la gestación de los acontecimientos narrados, ya que si Telde no hubiese sido como era y, entre otras circunstancias, adoleciese de ese marcado parecido con Jerusalén, Jacinto Van der Walle —al margen de males congénitos— no tendría contexto alguno en el que asentar y desarrollar sus desvaríos proféticos ni su hermana Francisca, por extensión, acabaría reclamando la muerte de Ariadna para que el alma de éste pudiese subir a la derecha del Padre.

Telde es el origen de una dinastía que inicia un judío holandés, Pieter Van der Walle, en el siglo XVI, quien, huido de la justicia por haber sustraído fondos municipales que custodiaba, logra embarcarse de polizón rumbo a Sevilla y de aquí, casado con María Vargas (o Josefina Aurelia), llega hasta las islas del sur, o sea, Canarias, donde, con cédula de honorabilidad y cristiandad vieja compradas a golpe de doblones, consigue asentarse e iniciar su estirpe. Nuestra ciudad, pues, no es más que el Edén de este holandés que, en un afán por no perder su identidad y, consecuentemente, a sí mismo, retoma un apellido que escondió en los lugares donde ya estaba condenado a ser nadie: Vanderst, en L’Ecluse (Zeebrugge, Gante u Ostende) y Vandale, en Sevilla. Siglos más tarde, las páginas doradas que comenzase a escribir Pedro Vandale al frente de La Vega tendrían un amargo colofón en el crimen sobre Ariadna Van der Walle. Como si de un ente superior se tratase, Telde ha sido testigo y, a su manera, ha coadyuvado a que la gloria pecuniaria que los ingenios de azúcar concedían a la próspera hacienda del holandés se convirtiese, con el tiempo, en la extirpación traumática de un clan que no desapareció por mor de los distintos acontecimientos históricos que habría de sobrevenir a España en las décadas posteriores, ni por el cruce con otras familias que trajese consigo la paulatina pérdida del apellido, sino por la trabazón del fanatismo con la ignorancia que, en un ambiente tan mágico, mítico y legendario como el de nuestras islas y, sobre todo, el de nuestra tierra, terminó por desembocar de forma irremediable en la tragedia que ocupa las páginas de Las espiritistas de Telde.

Durante el mes de junio, aunque no estaba inicialmente previsto, el ciclo tuvo la fortuna de contar con la profesora Jiménez Betancor, quien nos ofreció su particular visión de Fernando González a través de los dos términos más importantes que quiso resaltar en su disertación del día 13: «Humanidad» y «Poesía».

Tras los meses de julio y agosto, inhábiles desde el punto de vista de la administración cultural, retomamos el ciclo el 28 de septiembre con La presencia de la poesía de Domingo Rivero en la ‘Escuela Lírica de Telde’ del profesor Padorno Navarro. Su magisterio se nos antojaba imprescindible en nuestra iniciativa pues aúna en su persona no solo el valor de ser uno de los mayores especialistas en Literatura canaria, como lo avalan sus no escasas publicaciones en la materia y sus ocupaciones docentes e investigadoras en la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, sino que, además, estamos ante uno de los autores más consagrados del archipiélago y de ese cupo selecto que cabría reconocer bajo la denominación de poetas del Atlántico, con América y Europa como ámbitos de difusión de una lírica, la suya, que la historiografía literaria de nuestra tierra ha ubicado en los límites de una generación y de una antología pionera, la de Poesía Canaria Última de 1966. Su condición, pues, de juez y parte lo convirtieron en un invitado idóneo para que mirase, a través de su prisma de múltiples perspectivas, a los escritores teldenses y, más en concreto, al grupo que formaba lo que se ha venido a denominar con los tiempos «Escuela Lírica de Telde».

El propósito que persigue nuestro conferenciante/articulista con este trabajo no es otro que tratar de justificar, de manera más o menos explícita, la existencia de una escuela lírica que funda su razón de ser en motivos poéticos y no tanto en otros de raigambre meramente circunstanciales: escritores nacidos en un mismo lugar, con pocos años de diferencia, asiduos participantes en veladas literarias celebradas en su localidad… Hacía falta encontrar estos nexos estéticos para testimoniar la existencia de un grupo de poetas que manejan para sus composiciones referentes y motivos comunes (por ejemplo: afición a escritores como Domingo Rivero); y que sea esta inclinación la que mueva a creadores (pienso en Saulo Torón o Fernando González) a tomar como eje de algunas de sus piezas temas de índole metafísica. He aquí donde únicamente entendemos que debe verse la homogeneidad, la unidad lírica de la «Escuela»; por encima, repetimos, de otras consideraciones, a los poetas y sus poéticas cabe juzgarles desde el reflejo de sus obras y no a partir de los perímetros de su existencia.

La penúltima conferencia del ciclo, la del profesor Natera Mayor, impartida el 23 de octubre, vino precedida en sus preliminares de una afirmación que entonces sosteníamos y que ahora no dejamos de mantener: que cuanto se diga, se opine o se defienda en torno a cualquier texto de índole creativa siempre vendrá marcado por una estela de relatividad, de inopinada incertidumbre, que sólo podrá ser resuelta con la declaración fiel y testimonial de quien los creó. Por eso mismo, conscientes de que atrás han quedado insignes poetas a los que ya no podremos preguntar directamente por su poética, sino que habremos de deducirla a través de sus composiciones —con el señalado riesgo de afirmar la certeza de aquello que no deja de ser meras conjeturas—, nos pareció oportuno ofrecer una nueva perspectiva en un foro como el que nos convocaba: pedimos a un poeta de Telde, aunque no fuese teldense, que navegase por los mares de sus versos para que nos diese el mapa cartográfico de sus sensibilidades líricas y pesares retóricos. La voz del vate no tiene que alzarse sólo ante sus creaciones, sino incluso frente a sus recreaciones; de ahí la importancia de que su poética, como si fuese la Carta magna de sus pulsiones de literariedad, quede registrada como estadio preliminar de toda cuestión inherente a su artística vertiente demiúrgica.

Se nos han ido muchos poetas buenos, muy buenos, a los que ya no podremos pedirles una visión personal de su faceta creativa como la que subyace en las páginas de La singularidad de la palabra poética desde una experiencia particular que el profesor Natera Mayor nos brinda en el tomo que nos convoca. Impidamos por todos los medios, ahora que podemos con algunos escritores, que esto vuelva a suceder y exijámosles, en el sentido más afectuoso de la expresión, que nos regalen el pasaporte hacia las respuestas más íntimas e intensas que se pueden obtener frente a la obra literaria. Los caminos de la creación son tan inextricables como las mal llamadas viñas del Señor y es menester del crítico no sólo su análisis y sus propuestas, derivadas de éste, para responder a los pesares de los lectores ante su evidente incomodidad por no saber la ruta hacia las indicadas respuestas, sino incluso el exigir al creador que se justifique, que muestre las razones y los motivos de uno de los más hermosos delitos que, a nuestro juicio, se puede uno imaginar: conmover el estado anímico y la sensibilidad de un individuo cualquiera a través de la inocencia de unos trazos tipográficos escritos con imperdurable intención. En este sentido, la labor del crítico es la de hacerle ver al autor, con las armas de sus recreaciones, los estragos líricos que ha causado y el deber que tiene de subsanar los ánimos descompuestos de quienes han marcado sus composiciones, con letras indelebles, en algún recóndito lugar de su entendimiento, para recrearse con ellas en la solaz disposición del lirismo en el que todos los humanos solemos encontrarnos, en mayor o menor medida, con menor o mayor frecuencia.

Llegados a este punto, nos parece oportuna la inclusión en esta introducción de una de las mejores propuestas que jamás se ha podido elevar para el conocimiento y difusión de nuestros escritores locales y que, de forma espontánea, en un pequeño intercambio de ideas y propósitos, nos dejó caer Padorno Navarro al rato de haber concluido su conferencia: la creación de una Biblioteca de Autores Teldenses. Con esta sugerencia —nuestro interlocutor no tenía por qué saberlo—, el profesor reactualizaba en cierta medida una iniciativa que habíamos estado apuntando en distintos frentes y que, de una manera más o menos implícita, fue el motivo fundamental del ciclo de conferencias que nos ha reunido. Ésta, en sus líneas más básicas, pretendía el análisis riguroso de la producción literaria de nuestra ciudad, con la inclusión en el estudio de autores y obras olvidados y/o desconocidos; y el desmonte, con las lógicas precauciones, de esa curiosa consideración generalizada que existe acerca de la circunscripción de nuestras letras a la mal estudiada y, creemos, peor denominada Escuela Lírica de Telde.

Si la literatura de Telde no puede salir de los límites que determinan los seis o siete poetas de siempre, los de la referida Escuela, y de estos solo la tercera parte son de verdadero renombre, convendría concluir que aquí no ha habido una tradición poética realmente digna de mención; y que hemos tenidos a los dos o tres grandes de turno, como corresponde a toda ciudad centenaria y populosa, del mismo modo que también contamos en nuestra historia con dos o tres músicos relevantes, dos o tres pintores destacados, etc. En una Biblioteca de Autores Teldenses, como la que nos dejó caer el profesor Padorno Navarro, convendría dar cuenta de las escrituras vigentes, las de muchos que componen y que arrastran una trayectoria poética que conviene no dejar escapar. Pienso ahora en un Luis Natera Mayor o un Sergio Domínguez Jaén, por citar a poetas consagrados; en prosa, Octavio Santana… o Ros Mari Baena,[1] todo un portento literario que no deberíamos perder de vista. Y eso por no hacer mención a un período más o menos intermedio entre estos y la Escuela, que estaría compuesto por autores como Federico Carbajo Trujillo,; José Quintana,; José Otero Ruiz, María de los Dolores Quintana Rodríguez, que firma con el seudónimo de «Madoki»; o lo que pudo ser un testimonio de indudables inquietudes poéticas: Suplemento, la sección literaria de la revista Telde, publicada entre 1956 y 1957 por el Colegio Labor de nuestro municipio, un medio nacido al amparo de Ventura Doreste y gracias a la iniciativa de algunos profesores del referido centro, como Juan Millares Carlo o Alfonso Armas Ayala.[2] Tampoco deberíamos prescindir de lo que cabría enunciar como «estado previo a la Escuela Lírica», que, según la Biobibliografía de escritores canarios (siglos XVI, XVII y XVII) de Agustín Millares Carlo y Manuel Hernández Suárez, quedaría compuesto por autores poco conocidos o ignorados de nuestras letras locales: Juan de Jaraquemada, Domingo Pérez Macías, Lucas Ramírez y Rodríguez, José de la Rocha Alfaro, Agustín Romero de la Coba, los hermanos Martínez de Escobar y tantos cuyos testimonios literarios piden una oportunidad para que alguien los escrute y les dé el valor que realmente se merecen.

Si pedimos en su momento a Luis Natera que nos hablase de su poética es, además de por las razones ya esgrimidas, porque estamos convencidos de que lo que ha de ser la Biblioteca de Autores Teldenses necesita nutrirse del aporte de poetas como él. Natera, en el fondo, es una prueba más, junto a otras de igual valía, de que la literatura española hecha en Telde, por teldenses o con nuestra ciudad como motivo no se puede ni se debe circunscribir a los escritores de siempre, sino que ha de expandir sus miras en otros realizadores de contrastada calidad que sólo requieren del necesario espacio temporal para que sus producciones calen. Luis, por mor de esta experiencia que envolvemos bajo la denominación de Letras a Telde, se ha convertido así en el símbolo de una nueva e imprescindible proyección hacia los estudios literarios en nuestra ciudad y los resultados, como se verifican en su artículo, no pueden dejar de ser esperanzadores.

El último trabajo se expuso el 29 de noviembre. Se trata de una propuesta muy concreta que sabíamos de antemano que la profesora Mateo del Pino no iba a rechazar, a pesar de que la tarea que debía realizar no era nada sencilla. En las páginas de su A través del espejo. La crónica literaria en Hilda Zudán se percibe el inmenso esfuerzo que ha supuesto el trazo de un recorrido existencial y poético para esta prácticamente desconocida escritora que nuestra conferenciante articula en el análisis de su obra en prosa, fundamentalmente el texto que constituyó su Memoria de Licenciatura, que la teldense presentó en Madrid en 1926, y las crónicas literarias publicadas en El Defensor de Canarias entre 1921 y 1923. Es necesario resaltar esta seria y elaborada incursión en los señalados artículos de esta autora porque, como afirma la profesora Mateo del Pino, a través de ellas «podemos conocer al particular y específico sujeto literario que ha producido los textos», que los dota de dimensión estética y que cumplen con la función de interiorizar o literaturizar, como nos afirma, la realidad, ya que aprovecha a «interrogar a lo inmediato, preguntarse a sí misma y hurgar en su conciencia».

Con este artículo de la profesora Mateo del Pino ponemos punto y final, esperemos que momentáneo, a un ciclo que ha colmado gran parte de nuestras expectativas. Asumo que la enorme montaña de buenos y posiblemente utópicos propósitos no se ha logrado, pero sí se ha conseguido, al menos, lo fundamental, lo que habíamos fijado como objetivo. Sin duda alguna, el apoyo firme de la concejala-delegada de Educación y Cultura del M. I. Ayuntamiento de Telde, Gregoria González Valerón, y del jefe de negociado, Luis López Sosa,[3] cuya tarea al frente de lo que tenía que ver con la gestión económica y logística del evento merece ser convenientemente destacada han permitido el éxito del proyecto cultural. Por todo, a los dos, muchísimas gracias; y muchísimas gracias, también, al esfuerzo y dedicación de nuestros conferenciantes y al estímulo constante que siempre ha recibido Letras a Telde, 1351-2001 por parte de sus destinatarios, ese público fiel que con su presencia e intervenciones ha contribuido a generar un foro literario en el que se ha testimoniado, al margen de sus opiniones e inquietudes, la necesidad de que esta iniciativa académica que nos ha ocupado durante el año al que le restan días para diluirse se retome y con ello volvamos al noble ejercicio de precisar, ampliar, difundir y homenajear a nuestras letras teldenses.


[1]. En 2011, edité y prologué, para Beginbook Ediciones, su poemario En tus manos encomiendo mi alma. En mi exposición inicial, apunté cómo las circunstancias me situaron en el camino de una excelente poetisa.

[2]. Vid. Primer ensayo para un Diccionario de la Literatura en Canarias de Jorge Rodríguez Padrón, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1992.

[3]. Con quien volveré a encontrarme en 2018 para embarcarnos en una enorme iniciativa editorial: sacar adelante los siete tomos de su Toponimias y antroponimias de Telde que le edité para Beginbook Ediciones entre el referido año y 2021.