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Manual para salvar los libros que se perderán

El premio

Feliz, muy feliz, sin duda alguna, ha sido el comienzo del I Premio de novela breve “Pancho Guerra” que ha puesto en marcha el Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana. Las razones de esta felicidad, para el caso que nos ocupa, escapan a cualquier circunstancia inherente a la organización y el desarrollo del concurso, simples cuestiones administrativas estas que poco han de importar frente al cumplimiento de ese objetivo que todo certamen literario debe atender y que, en esta ocasión, solo cabe calificar su logro con una gran matrícula de honor: que el veredicto del jurado dé a conocer una obra de primera calidad, incuestionable por su valía poética y admirable por sus formas lingüísticas; una pieza merecedora de ser leída, disfrutada, difundida, comentada, estudiada, etc., por todos los usuarios de la lengua en la que ha sido compuesta; un texto, en suma, que enorgullezca a cuantos estén vinculados con la iniciativa, pues, de una manera u otra, estarán indisolublemente unidos al premio y sus espléndidas virtudes.

Es inevitable comparar la situación dada en esta primera edición del Premio con la ocurrida el 6 de enero de 1945, cuando Carmen Laforet recibió, para gloria de la actual Ediciones Destino, el Nadal por su novela Nada. Al margen del interés por contribuir al conocimiento y fortalecimiento de valores estilísticos y poéticos que merecen formar parte del patrimonio colectivo de nuestras letras, que sitúa la institución grancanaria al mismo nivel que la editorial catalana, la inevitabilidad indicada se sustenta, a mi juicio, en la excelencia literaria que atesora el título que ahora nos reúne, que se ha hecho merecedor de habitar entre los anaqueles supremos, donde se hallan novelas tan extraordinarias como la ya señalada de Laforet, quien vivió dieciséis años en Gran Canaria, conoció al tirajanero Pancho Guerra, al que le prometió un prólogo para su Memorias de Pepe Monagas (Madrid, 1958) que terminó publicándose como carta de disculpa por no haber podido atender el compromiso contraído.[1]

En el campo donde nos estamos desenvolviendo, toda excelencia solo puede fundarse en el vislumbre de las tres mayores virtudes (¿las únicas, quizás?) que cabe esperar de un texto literario: por un lado, que entretenga; por el otro, que remueva conciencias; por último, que haga uso de la función poética de la lengua de una manera, cuanto menos, eficaz, solvente, adecuada para el conveniente prestigio lingüístico de lo compuesto. La obra que nos ocupa cumple con todas las virtudes enumeradas de un modo más que sobresaliente; en consecuencia, si doy por buena (que la doy) la siguiente afirmación de Laforet en la referida epístola: «Las novelas que necesitan presentación son unas pobres novelas; los autores que no saben presentarse ellos mismos con su obra, son unos pobres autores», deberé concluir que mi labor en este prólogo no ha de extenderse más, que con lo dicho sobre la magnífica ficción que van a disfrutar los lectores tan pronto como traspasen mis palabras es suficiente; que Manual de pérdidas y Javier Sachez García no necesitan introductores, según la terminología que emplea la escritora catalana, porque se bastan por sí mismos para mostrar la grandeza que atesoran.

El autor

Javier Sachez García nació en septiembre de 1970 en Campillo de Llerena (Badajoz). En la ficha correspondiente que le asigna la web de la Asociación de Escritores Extremeños (www.aeex.es), se puede leer el siguiente retazo biográfico de nuestro autor:

«Ha cursado las carreras de Derecho y Trabajo Social, y tiene el título de Especialista en Gestión Cultural por la Universidad de Extremadura. Ha desarrollado su tarea profesional en las áreas de cultura, educación y formación. […] En el año 2010 obtuvo una beca a la creación literaria por parte de la Consejería de Cultura y Turismo de la Junta de Extremadura. Actualmente reside en la ciudad de Mérida (Badajoz)».

Destaco en cursiva las dos últimas oraciones porque mantienen un vínculo estrecho con nuestra novela: la beca se menciona en la hoja de créditos de este volumen y el protagonista de Manual de pérdidas, Abdón, vive en Mérida. En uno de los gratísimos correos intercambiados con el autor, este me apuntó, sobre la ciudad extremeña, la siguiente observación que, a mi juicio, es clave para entender el espacio y, con cierta perspectiva, el sentido más profundo de la novela:

«Me gustan los símbolos (todo lo que nos rodea es, de alguna manera, un símbolo) y Mérida lo es. Se trata de una ciudad con más de dos mil años. Una ciudad así vive irremediablemente del recuerdo. Cada rincón, cada monumento, cada piedra de la ciudad… es un símbolo de recuerdo (romano, visigodo, árabe…). Mérida aúna el concepto recuerdo y el concepto historia. La ciudad y el protagonista son la misma cosa y ambos han terminado olvidando lo que fueron».

No explicaré ahora las razones de las cursivas en esta cita; solo debo apuntar al respecto que han de tenerse presentes cuando toque abordar la novela.

A la escueta biografía oficial o con voluntad de serlo que se ha reproducido hay que añadir la que el propio Sachez García me hizo llegar en su momento en forma de exquisito ejercicio autobiográfico con el que logró sintetizar poéticamente su ser y su estar. Dice así:

«[…] Su padre amaba la sabiduría. Como diría Luis Chamizo, fue un hombre “que amó mucho y que trabajó mucho”.

Sus hermanos le inocularon el amor por la poesía y su madre le recitaba fragmentos del Martín Fierro, de Chamizo y de Gabriel y Galán, mientras los campos enmudecían por las heladas. Alrededor del pueblo la naturaleza era rotunda pero íntima y el sol retaba.

Se inició muy joven en la escritura, a la par que su hermano Joaquín, y juntos bucearon por los versos narcóticos y el nostálgico morbo de lo otoñal.

Comenzó a publicar en 2005 por un mero principio de mitomanía. Ha publicado algunas novelas y poemarios donde se asoma alguien que no es del todo él.

Sobrevive en una ciudad de dos milenios y lo hace con Lola y con María, en un creativo triunvirato.

Ama el frío esencial y ese húmedo aire de septiembre que señala el inicio del colegio».

Estas notas existenciales abocetan a nuestro autor y están bien como se muestran para captar grosso modo a la persona, pero nada dicen del extraordinario catálogo de reconocimientos que ha recibido en un periodo de tiempo que se me antoja breve: catorce años de actividad literaria (2003-2017) con dos llamativos silencios, en 2004 y 2013. En doce años, pues, el camino que ha recorrido Sachez García ha sido muy fecundo. A continuación, se ofrece la relación de distinciones recibidas por Javier Sachez hasta la novela que nos ocupa. Por razones de espacio, se omiten los numerosos casos en los que ha quedado finalista:

2003

    • Cuento. “Mientras”. Ayuntamiento de Torrecampo (Córdoba).
    • Cuento. “Mientras”. Ayuntamiento de Navia (Asturias).

2005

    • Novela corta. Huir. Ayuntamiento de Calamonte (Badajoz).
    • Premio de novela corta “Calamonte Joven”.
    • Cuento. “El buzón”. Ayuntamiento de Langreo (Asturias).
    • Cuento. “Jilgueros oxidados”. Ayto. de Navalmoral de la Mata (Cáceres).
    • Premio IFACH de narrativa. Calpe (Alicante).

2006

    • Novela. Tratado geográfico sobre la aversión. Madrid : Verbum.
    • Premio de novela Villanueva del Pardillo (Madrid).
    • Cuento. “Hermógenes de los pozos”. Ayto. de Zaragoza.
    • Cuento. “Culebras y besos”. Ayto. de Langreo (Asturias).

2007

    • Premio de cuento “M. F. Quintiliano”. Calahorra (La Rioja).
    • Premio de poesía “González Castell”. Puebla de la Calzada (Badajoz).

2008

    • Premio de novela Ategua. Castro del Río (Córdoba).
    • Premio “Taramela” de Poesía. San Miguel de Abona (Tenerife).

2009

    • Novela. El engendrador. Madrid : Comp. Española de Reprografía.
    • Premio de novela CERSA. Universidad de León en 2008.
    • Novela corta. El adobe y el pánico. Diputación Prov. de Badajoz.
    • Premio de novela “J. A. Saravia”. Villanueva del Fresno (Badajoz), 2006.
    • Cuento. “Mariposas de libertad”. Asoc. T. Kultur Taldea (Bilbao).
    • Premio Literario “Los Cristos”. Calzadilla (Cáceres).

2010

    • Novela. Árboles de carne. Badajoz : J. Sachez; Diputación de Badajoz.
    • Premio de novela CEDER-La Serena.
    • Cuento. “Añicos de repente”. Ayuntamiento de Badajoz.
    • Premio de relatos cortos FAM. Miajadas (Cáceres).

2011

    • Cuento. “La oruga”. Asociación T. Kultur Taldea (Bilbao).

2012

    • Novela. La muerte de Luxemburgo. Huesca : Casa Eolo.
    • Poesía. Job aterido. Alhaurín de la Torre, Málaga : Seleer.
    • Premio de poesía de la Editorial Seleer.

2014

    • Novela. Anatomía interna de las moscas. Ed. La Esfera Cultural.
    • Poesía. Barco de Piedra. Beturia Ediciones.
    • Cuento. “La caza”. Ayuntamiento de Fregenal de la Sierra.
    • Premio de relatos “Vasco Díaz Tanco”.
    • Premio “Historias de la guerra”. Campillo de Llerena (Badajoz).

2015

    • Premio de relatos Jan Evanson. Plasencia (Cáceres).

2016

    • Poesía. Post mortem. Aranda de Duero (Burgos) : Telira.
    • XXI Premio de poesía Villa de Aranda “Arenasil”.
    • Premio de poesía “Entre pueblos”. Azuaga (Badajoz).
    • Premio de poesía “Villa de Logrosán” (Cáceres).
    • Premio del Certamen de sonetos “Melgar”. Toledo.
    • Premio de microrrelatos EOI-Mérida (Badajoz).
    • Premio de microrrelatos “25 de noviembre”. Mérida (Badajoz).

2017

    • Premio de cuento “Ciudad de Don Benito”. Don Benito (Badajoz).[2]

·

El meritorio camino recorrido y la solidez retórica que atesora la novela que nos convoca me llevan a concluir que, más pronto que tarde, Javier Sachez García ha de estar embarcado en una carrera literaria de muy altos vuelos a tenor de las credenciales cualitativas que presenta con Manual de pérdidas. Su nombre está llamado a situarse donde moran los grandes reconocidos por la crítica, pues calidad suficiente para ello atesora. Una novela como la que nos ocupa nunca podrá ser el resultado de un ejercicio de improvisación a la que ha bendecido la suerte; no surge por generación espontánea ni es fruto de un experimento donde se desconoce cómo se ha empezado y, en consecuencia, cómo puede terminar, No. Él ya tiene un estilo definido, una marca que controla, que maneja con la soltura propia de quien conoce bien el oficio de componer textos: sabe utilizar con eficacia los tiempos, los espacios, los personajes y, por encima de todo, los andamios con los que se estructura un escrito de naturaleza literaria; domina la técnica y le sobra talento.

Si su siguiente obra iguala o supera Manual de pérdidas, creo que será imposible no verlo donde ahora mismo considero que debe estar, entre los grandes; y si es pronto todavía que allí se halle, por vaya uno a saber qué motivos, pues esperemos a la que ha de seguir, o a la otra… Cervantes tenía 58 años cuando publicó el primer Quijote; también José Saramago en 1980, el año de Levantado del suelo, la obra que permitió descubrir la inmensa calidad que atesoraba como novelista; y Gabo cuando abrió los corazones de tantos con El amor en los tiempos del cólera (1985). No creo que haga falta esperar a 2028 para que Sachez García firme el libro que lo conduzca a la categoría donde, repito, más pronto que tarde ha de estar.

La obra

«Los ha ido adquiriendo a lo largo de los lustros, comprados en librerías de viejo o recibidos como regalo por personas cercanas de las que ya apenas tiene noticias. ¿Qué habrá sido de ellos? Compañeros de estudios o de trabajo, amores itinerantes, profesores que ya descansan sin duda bajo esta tierra insomne que nos acomete. Nunca volvió a verlos. Y, sin embargo, fueron eslabones preciosos que conformaron esta cadena suya de la vida en imágenes. De repente, Abdón siente un deseo indómito de volver a verlos, de comprobar esos semblantes que pertenecen a su pasado» [cap. IV]

En Manual de pérdidas se cuenta el último acto bibliófilo de un profesor de Historia jubilado consciente de que va a perder cuanto ha leído por culpa del alzhéimer: un itinerario de gratitud por diversos lugares con destino en todos aquellos que en un momento de su vida le regalaron un libro.

«En época pasada, me regalaste este libro con todo tu cariño y tu aprecio, con el fin de que yo lo leyera, lo valorara y lo conservara. Dentro de poco tiempo, no podré realizar ninguna de esas tres tareas. Una enfermedad me va a impedir leer o entender lo que leo. Como señal de despedida y, sobre todo, de afecto, te devuelvo el ejemplar junto al agradecimiento y la satisfacción que siento por haberte conocido» [cap. XVII]

El propósito es devolver el objeto, lo que revierte su función primigenia: si con el regalo quien da logra que su recuerdo habite en quien lo recibe; con la devolución, el proceso se invierte: el dador pasa a ser receptor y depositario de la remembranza.

Es posible que la combinación en la sinopsis de tres términos clave para la novela, como son “alzhéimer”, “libros” e “itinerario”, lleven al lector a la percepción de un vínculo entre nuestra obra y el Quijote.[3] Es absolutamente razonable el planteamiento de esta intertextualidad y es imposible no pensar en el texto del alcalaíno cuando se atiende al hecho de que el protagonista lleva a cabo su viaje acompañado. Es más: si el resumen hubiese sido «una pareja visita diferentes lugares con el fin de cumplir con la misión que ha impuesto una de las partes», sería difícil no pensar que esta exposición es tan válida para la célebre novela cervantina como para la llamada a ser con el tiempo célebre novela sachecina.

Mas las similitudes enumeradas no se sitúan en un plano de equivalencias que responda, sin más, a un trueque, como mínimo, de personajes y tramas. No hablo de una actualización sin más de la novela del diecisiete que ponga una moto donde debía estar Rocinante, una pistola en lugar de la lanza o un ereader en el sitio de una biblioteca que ya no podría ser tapiada, sino formateada, aunque no falten ocasiones en las que las llamadas a la equivalencia sean difíciles de resistir: el singular escrutinio libresco que mantienen Abdón y Plácido en el capítulo XVII, sobre el que me ocuparé más adelante; o la confusión de rostros, que le lleva a convertir a un transeúnte en su hermano Tomás, en el XXIX; o con ese repentino deseo de escribir tras la lectura [XXIII] que me conduce al capítulo uno de la primera parte del Quijote:

«No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran».

Para mí, la semejanza detectada se sustenta sobre el hecho de que la imagen del Quijote que refleja Manual se muestra invertida, tal y como ocurre con el ojo humano y las cámaras fotográficas, lo que permite visualizar en este paralelismo cierta marca borgiana:[4] en la novela cervantina, la itinerancia consolida el trastorno que padece el protagonista, que llegará a la desembocadura de sus días cuerdo; en la que nos ocupa, el viaje es el último ejercicio de cordura que le resta a su personaje antes de adentrarse en la nube negra. Estamos, pues, frente a una suerte de “Quijote inverso”.

Los reconocidos como términos clave de la novela (“alzhéimer”, “itinerario” y “libros”) permiten el análisis de la obra desde tres perspectivas diferentes: la enfermedad, en tanto que proceso degenerativo, pérdida progresiva, sujetará el pilar correspondiente a la temporalidad; la segunda voz hará lo propio con el sostén que representa el trayecto, el camino, la ruta de salida y llegada al mismo punto que supondrá el último principio del final, el irreversible. Finalmente, están los libros, que cumplen en el texto una doble función: por un lado, la metalingüística, omnipresente en la obra; por el otro, como condicionante de las complejas relaciones familiares y humanas que el protagonista mantiene con su círculo más próximo. Tiempo y espacio, libros y familia, conforman los cuatro elementos sobre los que se asienta la naturaleza de Manual de pérdidas.

Las coordenadas espacio-temporales de la novela son perfectas en su configuración porque permiten que en la distribución de la materia narrativa prevalezca una férrea coherencia entre las partes que la componen que ayuda a consolidar y fortalecer el principio de verosimilitud que requiere toda obra de ficción. Se percibe una doble disposición estructural: por un lado, tenemos la división del relato en cuarenta capítulos que, por lo general, son breves; por el otro, la organización de estas cuatro decenas en un armazón trimembre que cumple con las fases propias de un periplo (antes, durante, después): la primera parte, enunciada como “El hombre”, va del capítulo I al XVII; la segunda, del XVIII al XXX, se denomina “El viaje”; la última, “El regreso”, ocupa los capítulos que restan hasta el final.

En el bloque inicial, prevalecen los saltos entre el presente y el pasado logrando, con la brevedad de cada episodio, componer una secuencia de estampas, de instantáneas, que terminan concibiéndose como muescas que han quedado en el tronco histórico familiar y que reducen el universo de Abdón a una dualidad contraproducente: supo amar los libros, pero no a sus hijos. En el capítulo XXVI, Virginia, la primogénita, mantiene una conversación con su padre al hilo de la asociación que el protagonista hace entre su situación y la que padeció Borges:

«—Ambos pasamos por algo parecido -Abdón baja el volumen de la radio para concentrarse en sus palabras-. Me refiero a los libros. Él comenzó a quedarse ciego muy pronto y supo que no podría seguir leyendo. Así es que se despidió de sus libros antes de abandonarlos definitivamente.

—Es bonito todo eso que dices.

—Sí. Él trataba los libros como si fuesen personas.

—Bueno. Eso no está mal, padre. Lo triste es cuando se trata a las personas como si fuesen libros».

En el XXXV, en el majestuoso capítulo trigésimo quinto, en una de las cimas de la novela, Virginia, en un momento de catarsis al que, por fin, puede acceder después de haberlo intentado en el XXII, lanza a su padre un reproche que simplifica, con la literatura como excusa, años y años de complicadas relaciones:

«—Tú querías tener como hijo a un Conrad o a un Dickens o a una María Zambrano. Pues no, papá; no has tenido suerte. Sólo has tenido un Benito. ¿Qué le vamos a hacer?».

Las retrospectivas de la primera parte nos conducen a hilvanar pasajes familiares en los que queda constancia de la absoluta incapacidad de Abdón por compenetrarse con sus hijos: en el capítulo II, Benito recuerda su acto de valentía ante un toro para mostrar de alguna manera una validez que siempre parecía cuestionar su padre, quien daba la sensación de culparle de la muerte de su madre, Cecilia, ocurrida dos meses después de su nacimiento. En el VI, Virginia rememora un desagradable incidente que le sucedió en el colegio con doce años y que quizás se podía haber evitado con la presencia de una figura femenina en su vida o con un poco de atención por parte de su padre hacia los naturales cambios físicos de su primogénita. En el capítulo XII, otra escena familiar (un castigo muy severo por el incumplimiento de una orden) muestra la intransigencia de Abdón con el menor de sus hijos.

Los citados tres episodios de la primera parte harán mella en sus protagonistas hasta el punto de que estarán presentes en la tercera, pero con una disposición opuesta de la trama y los personajes. Al segundo capítulo se le contrapone el XXXIV, cuando Benito, en su casa, trata de “demostrar su valía” cuidando a su padre, quien no puede definir aquel espacio diferente del habitual con otro sustantivo que no sea “cárcel”; al sexto, el ya mentado treinta y cinco, cuando Virginia verbaliza el suceso en la escuela después de tantos años de no poder echar en cara a su padre lo mal que lo pasó ese aciago día; el duodécimo es más sutil en su imagen invertida, puesto que se percibe en un gesto concreto hacia el final: «Benito introduce la mano en el interior de su bolsillo…», etc.

Detrás de cada caso familiar, detrás de cada contratiempo doméstico, hay un refugio donde el protagonista se siente seguro y donde hallará una razón para continuar y dar sentido a una vida en la que sus hijos debieron situarse en un segundo plano tras la muerte de Cecilia,[5] un acontecimiento que él no percibe como una pérdida, sino como una amputación [cap. XXIV]. Abdón, con la nube negra de su enfermedad a cuestas, reconoce el hachazo que para él supuso su partida («Me fui muy pronto de Avellaneda y Cecilia se fue muy pronto de mí») y sus consecuencias: «Tu marcha me ha convertido en un inútil, mi amor» [ambas citas, cap. XXXI].

El refugio apuntado, el espacio neutro donde logró ser medianamente feliz, fue su biblioteca. Allí habitaban los ciudadanos silenciosos en sus anaqueles, los que hablaban cuando eran requeridos para ello, los que no importunaban: con doce años llega Virginia desolada a casa y su progenitor, sin captar el disgusto de la menor, saluda a su hija con un «mira qué libros tan bonitos he recibido»; el niño de ocho años que se va a la cama después del severo castigo oye el sonido del papel rasgado en el que venía envuelto un libro más recién llegado a la casa. Los ejemplares lo aíslan de la realidad, lo ubican donde puede sentirse protegido, invulnerable; por eso, ante la propuesta de irse a vivir con sus hijos [cap. X], solo responde de manera machacona con una única pregunta: «¿Qué hacemos con los libros?». Ninguna de las posibles soluciones ofrecidas ayuda a contestar la reiterada cuestión. En el cap. XXXV, Virginia, tras un hecho puntual que no debe ser desvelado en estos apuntes, lanza como desahogo un rotundo «qué hartura de libros durante toda la puta vida, cielo santo».

El «yo creo que os he educado bastante bien, ¿no?» del capítulo XXIII que deja caer a Virginia solo tendrá por respuesta la única posible, la diplomática «Has hecho lo que has podido, padre». Quizás no quepa una contestación distinta dada la situación y es muy probable que él, a pesar de su enfermedad, no pueda esperar otra. A medida que va aproximándose al túnel, todavía le quedan ciertos atisbos que le ayudan a ir configurando un modo dulce de irse despidiendo: en el capítulo XV, con ternura y sincero arrepentimiento, pide perdón a su hija adulta, quien duerme en la cama que utilizaba cuando niña, por la manera con la que ejerció su paternidad, donde el único atisbo de cierta afectuosidad estaba en el ritual diario de leerle antes de que se durmiese y llevarla al Parque de los Enamorados para que pudiese jugar con sus amigas, como se nos cuenta en el acongojante capítulo XXXIII.

Dentro de los diferentes casos de analepsis de la primera parte, conviene destacar el que representa el conjunto de referencias que giran en torno a Avellaneda como espacio mítico en la conciencia del protagonista, una tierra que tuvo que abandonar demasiado pronto, antes incluso de que se formase en su ánimo la idea de dejarla. El lugar es una suerte de Rosebud particular de Abdón, una grata evocación en la que también adquieren consistencia, cual pesadillas, por un lado, las hormigas que royeron el pueblo [cap. XXI], la causa de que lo abandonasen precipitadamente y de que toda salida apresurada (similar a la que realiza cuando está frente a Irene, XXI, a quien en algún momento debió amar) se asocie con estos insectos; por el otro, el sobrevuelo de los bombarderos de la Legión Cóndor y, por extensión, la Guerra Civil, en el instante en el que refiere una terrible vivencia, en el capítulo XIX, en ese único salto que hace la novela al pasado en la segunda parte (eso sí, de la mano de Abdón y no del narrador): la Masacre de Badajoz, que sucedió entre el 14 y el 15 de agosto de 1936.

Al margen de estos instantes en los que Avellaneda se tinta en dolor, la remembranza afectiva hacia su cuna es absoluta. Por eso, la última noche de su viaje de despedida [cap. XXX] transcurre en este desolado pueblo, en compañía de su hija y de Aniceto, el único que habita aquel sitio. Para él no hay libro alguno. Su función en el periplo es más trascendente: recoger al bibliotecario. La noche en Avellaneda simboliza el último propósito cumplido del protagonista. En el citado capítulo XXXIV, desbordado Abdón por la incapacidad para adaptarse en la casa de su hijo, expresa un deseo imposible; un anhelo que, cuando sano en su coherencia, estaba custodiado en el cofre de las apetencias meramente líricas, pero que en ese momento, desinhibido y sin control sobre la lógica que demanda la realidad, se formula como una petición factible: «Me quiero ir a casa con mi madre. A mi casa. A Avellaneda, con mi madre». Al lugar de partida, ha regresado. Ahora solo queda esperar a la muerte.

En los saltos temporales, el narrador va pincelando una suerte de cronología familiar que vendría a responder, más o menos, a los siguientes acontecimientos: en 1917, nace el hermano mayor de Abdón; en 1928, aproximadamente, hace lo propio el protagonista poco después de que sus padres hubieran enterrado al primogénito, de solo once años; en julio de 1936, Abdón y su familia abandonan Avellaneda y se van a vivir a Badajoz, a casa de su tío Enrique, donde estarán un tiempo hasta que se muden a una nueva casa de alquiler. La actualidad viene representada por el año 2007. Al poco de esta constatación cronológica [“ahora, setenta años después”, cap. IV], se produce la muerte del perro de Benito [cap. III], que volverá a la memoria lectora en el capítulo XXXVIII siguiendo ese proceso de imagen invertida que vengo apuntando. Un mes más tarde, tiene lugar el encuentro con Plácido, un docente jubilado como él, a quien comunica, no sin cierto malestar, que la mascota de su hijo murió y, en consecuencia, las visitas de este a su casa se habían reducido [cap. V].

De todos los viajes al pasado de la primera parte, el más prodigioso por su técnica literaria es el del capítulo VIII: dos acontecimientos simultáneos en el tiempo (en los párrafos pares, uno; en los impares, otro) describen el acceso a un placer sublime de los hermanos Abdón y Tomás. En ambos, esta consecución solo puede calificarse de trágica, absolutamente desgraciada: por un lado, tenemos al tío de Virginia y Benito, un pervertido que aprovecha la ocasión en la que da clases de apoyo a su sobrino para abusar de su superioridad; por el otro, a Abdón, que está en Madrid disfrutando de la búsqueda de libros y extasiado ante el hallazgo de una primera edición del tratado De arte dicendi (1556) de Francisco Sánchez de las Brozas.

Está de más explicar que la tragedia y desgracia señaladas obedecen, en lo que corresponde al hermano menor, a la repugnante actitud y detestable acción que comete; por el bando del hermano mayor, estas adversidades cabe verlas en su desapego, en su absoluto alejamiento de lo que representa la familia. Esto le impide captar el trauma que su hijo ha padecido por culpa de los abusos. Virginia sí debió conocer la situación: «Procura no hablar del tío Tomás delante de Benito. ¿De acuerdo?» [cap. XVIII], «Ella no quiere visitar al tío Tomás y, por ello, procura no citar ese nombre en presencia de Abdón» [cap. XXXI] o las razones higiénicas que expone en el XXXV, al hilo de la concepción de sus sobrinos, y que es imposible no relacionar con lo narrado en el octavo capítulo. En cualquier caso, ese acceso al goce a través de un ejemplar y un cuerpo únicos hace que la lujuria intelectual y física se vuelvan sumamente destructoras.

El capítulo XIV también goza de todos mis plácemes como pieza de impecable manufactura literaria. Una mosca revolotea la escena de la consulta médica donde se está sometiendo a Abdón a unas pruebas para verificar el mal que le aqueja. El insecto adquiere la consistencia de una alegoría de la dubitación, pues inmerso en confusiones y divagaciones se encuentra nuestro protagonista ante las preguntas que le formula el galeno.

Uno de los muchos logros de la novela se halla en esa capacidad de presentar los hechos como el resultado de fuerzas que, con el tiempo, cambian de dirección: a la lejana necesidad de olvidar, tras la muerte de Cecilia, y proceder con la quema de fotos antiguas y cartas personales que había recibido desde que era joven se contrapone la actual de recordar [cap. IV]; al lujurioso encuentro con el singular tomo de El Brocense [cap. VIII] o ese papel rasgado aludido en distintos momentos de la obra, que representa la llegada de un nuevo libro encargado, se le opone el declarado desinterés que parece mostrar, en el capítulo XXVII, por los ejemplares que se muestran en una librería madrileña a la que era asiduo. Los volúmenes pasan a un segundo plano y sus atenciones se centran en el librero; finalmente, decepcionado, sentencia que su relación con el dueño de la tienda solo fue «de catálogo».

Al margen de la ingeniosa determinación que justifica el viaje y que permite dar cierto sentido a la materia novelesca, como cuando se afirma que el Quijote es una diatriba contra los libros de caballería y no se mira más lejos, en Manual de pérdidas hay un proceso de evolución en el personaje principal que, a mi juicio, es muy atractivo, pues se sustenta sobre un giro paulatino del eje que representan sus intereses particulares, que han pasado de estar sólidos en la sanidad a desmoronarse poco a poco durante la enfermedad. El aludido refugio libresco se resquebraja y una acción aparentemente bondadosa y reconfortante para Abdón (devolver agradecido unos libros a quienes, en su momento, tuvieron a bien regalárselos a él) termina convirtiéndose en la apertura de una metafórica caja de Pandora de donde solo pueden salir los demonios que nuestro protagonista ha ido adormeciendo, escondiendo, minimizando con miles de lecturas realizadas a lo largo de su existencia.

En la novela, el lector asiste al paulatino deterioro del personaje principal: en el IV, no recuerda quién es Amalia G.; en el V, se pierde al salir de casa de Plácido; en el XVI se olvida que iba al baño; en el XXII, confunde su reflejo en un espejo con la presencia de otro individuo en la misma habitación… Aunque las consecuencias derivadas de la enfermedad empeoran, se produce una suerte de mejoría insospechada hasta ese momento: aquello que ha ocultado durante tantos años y que, quizás, no debía haber escondido jamás sale de las tinieblas para mostrarse sin inhibiciones: la frialdad e indiferencia hacia lo afectivo que demuestra Abdón en el pasado se traduce ahora, bajo la nube negra, en una simplificación de los sentimientos que tienden a un único fin, la verdad limpia, desbrozada de consentimientos y silencios. Como en el Quijote, los libros transforman y esa conversión purifica al personaje renovado volviéndolo intensamente humano:

«Todo esto me recuerda a Cecilia. Cuando vivía aquí conmigo, le encantaba cuidar su pequeño huerto. Regaba las macetas del patio y me iba enseñando cada una de las plantas. Me explicaba el nombre, las propiedades, el riego que necesitaba cada una. Yo le hacía caso más bien por compromiso. No me interesaban mucho las macetas, pero procuraba mostrar interés para que ella se sintiese reconfortada. Supongo que ella mostraba el mismo rostro cuando hablaba de sus plantas que el que yo pongo cuando hablo de mis libros. Pero cuando yo le enseñaba mis libros ella mostraba verdadero interés. Eso me entristece porque demuestra lo torpe y lo miserable que he sido con ella» [cap. XVII].

En el capítulo XXIII, tras una serie de cartas que su hija le ha leído durante varias noches, afirma lo siguiente:

«Que tu madre no me quería. Por mí sentía cariño, aprecio, admiración a veces… y nada más. Y algo de pena. Confundía amor y pena, pero realmente creo que no estaba enamorada de mí. Esa ha sido mi tragedia. Esa es».

Llega a esta conclusión después de afirmar que en ninguna de las cartas que Virginia ha leído y que él debió leer en su momento aparece la oración: «Te quiero». Al parecer, cuando sus capacidades mentales eran inmejorables, no cayó en la cuenta de estas ausencias; no pensó en ellas porque nunca prestó atención a los detalles emocionales de la familia. Ahora, que prevalece aquello que estaba oculto, las fisuras del pasado se vuelven más perceptibles.

Conforme avanza la novela y aumenta el deterioro cognitivo y crece también la intensidad de los demonios que destapa Abdón: de un no prestar atención a las explicaciones de Cecilia, se pasa a la afirmación de que su mujer confundía amor con pena. En el capítulo XXVII, el conflicto estalla; las cicatrices que él fue cosiendo entre desidias y lecturas se abren y por ellas comienza a supurar el dolor de una amarga confesión que su mente interpretó de una manera, si no errónea, sí un tanto desajustada: el hecho de que su vida sexual marital fuese decepcionante le conduce, cuando va a visitar a Marcos para entregarle El hacedor de Borges, a la búsqueda de una respuesta que olvidará, lo sabe, pero que necesita en ese momento para tener la sensación de que los cabos sueltos de su pasado ahora están atados. «Sólo quiero saber la verdad. Pronto lo olvidaré todo. Dímelo. Quiero saberlo. Quiero oírlo de tu boca. Reconoce ahora mismo que llamabas a Cecilia por teléfono», dirá un Abdón encolerizado que recibirá por respuesta una declaración sumamente desconcertante…

En la segunda parte, la linealidad cronológica, aunque selectiva, es absoluta. El ritual base de los viajeros se repite: llegan a un lugar previsto, localizan al destinatario, le entregan el libro, salen hacia el siguiente destino.

Como remate a estos escuetísimos esbozos ofrecidos sobre la segunda parte de la novela, reproduzco una tabla con los parámetros espacio-temporales correspondientes al trayecto que realizan Abdón y Virginia. Creo que será más fácil visualizar los lugares que visitan y cuándo se hallan allí. Gracias al autor, que puso luz en la oscuridad donde moraba mi negligencia, se ha elaborado la siguiente información, que muy bien puede corresponder al mes de agosto de 2010, el año de la beca literaria que recibió nuestro autor y que se apunta en la hoja de créditos de la edición de esta novela]; veo raro que sea agosto de 2004 e imposible que se refiera a agosto de 2021.[6]

AGOSTO
Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado Domingo
2 3 4 5 6 7 8
Mérida Badajoz Cáceres
9 10 11 12 13 14 15
Salamanca Ávila Madrid Guadalupe Avellaneda
16 17 18 19 20 21 22
Avellaneda Mérida

En la tercera parte se observa la combinación, por un lado, del patrón de los instantes, de esa secuencia selectiva de acontecimientos, presente en la primera y, por el otro, la linealidad temporal de la segunda, con la que comparte, además, el hecho de que el único salto al pasado no provenga del narrador, sino del propio Abdón. En él cuenta nuestro protagonista cómo fue su boda con Cecilia y qué simpático suceso vivieron los recién casados. Desde el inicio de la tercera parte de la novela [cap. XXXI], ya se sitúa en la conciencia del lector la anécdota y la obra que aromatiza las secuencias históricas del momento, cuyo perfume se vendrá a prolongar hasta el final de Manual de pérdidas: el Romancero gitano de Federico García Lorca. Ahí lo dejo, no sigo más; ni de este título debo hablar ni del que siente Abdón, desde el capítulo XXIX, que le falta por entregar, que volverá a tenerlo presente en el mentado XXXI. ¿Que por qué mi silencio? Porque la experiencia de esta novela, para que sea plena, ha de pasar por que en su primer acceso descubra el lector el acertado remate con el que Sachez García cierra el magnífico producto que ha compuesto. Todo ello a sabiendas de que este texto, como el de cualquier otro clásico, como el de cualquier otro llamado a serlo, no requiere de los finales para su valoración: lo importante es el trayecto, el cómo se narra, y no tanto lo que se cuenta. Nihil novum sub sole.

Los libros

Cuando me refería hace ya unas cuantas páginas a los vínculos entre nuestra novela y el Quijote, dejé caer uno (de tantos como hay) que no quise abordar en su momento porque me interesaba ubicarlo en esta parte del texto que ahora lees: el sucinto atisbo de escrutinio bibliotecario que realizan Abdón y Plácido en el capítulo XVII, que evoca al célebre que llevaron a cabo el cura y el barbero de la aldea de Alonso Quijano en el sexto capítulo de la primera parte. Todo se reduce a unas pocas anotaciones literarias en esta ocasión que vienen a ser complementadas, de alguna manera, con la conversación, tan interesante como breve, que Virginia y su padre mantienen sobre autores en el XXIII, de camino a Salamanca.

De todos los libros, hay uno que prevalece por las atenciones que se le dedica en los capítulos IV y XVII: Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. En este último, se lee por boca de Abdón lo siguiente:

«Es la novela que me hubiese gustado escribir a mí. También tengo la primera edición en inglés, que me regaló mi hermano Tomás, y la primera edición de Tiempo de destrucción. ¿No crees que Tiempo de silencio es la mejor novela española del siglo veinte?».

La opinión de nuestro autor al respecto también sería la misma, a tenor de esta declaración:

«Si te refieres a alguna obra literaria importante que ha influido en mí, yo nombraría Historia universal de la infamia (de la que Borges terminó renegando) y, por supuesto, Tiempo de silencio, de Martín Santos. Son dos obras imprescindibles para mí. Al releerlas, vuelvo a descubrir en mí la cotidiana necesidad de escribir. Tiempo de silencio es una novela sin parangón».[7]

El título fue un regalo de Cecilia, su mujer, como se indica en el capítulo XVII, aunque en el cuarto se deje caer que contenía una dedicatoria de una tal Amalia G. Su esposa murió, quedó el libro, un tomo cuya identificación parecía condensar cómo sería la existencia de Abdón en adelante: una vida (un tiempo) de silencio en lo afectivo.

A continuación, apunto las referencias literarias que contiene Manual de pérdidas. Su inserción obedece a un doble criterio: por un lado, los libros que aparecen simplemente citados; por el otro, los que dan sentido al propósito del viaje.

Primera parte:

—Capítulo IV. Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. Se menciona en los capítulos IV y XVII.

—Capítulo X. Varias referencias:

      • La obra de Juan de Mariana;
      • Un Quijote del siglo XVII que apunta Virginia sin especificar su naturaleza;
      • y La montaña mágica de Thomas Mann, que aparece también en el capítulo XVII.

—Capítulo XIV. La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Surge como una asociación de ideas entre el término “ciudad” dado por el médico y el título de la novela del peruano.

—Capítulo XVII. Varias referencias:

      • Cartas marruecas de José Cadalso, edición del año 1796;
      • El llano en llamas de Juan Rulfo;
      • Platero y yo de Juan Ramón Jiménez;
      • Huir de JesúsDelgado Valhondo;
      • Ulysess de James Joyce;
      • Sobre los ángeles de Rafael Alberti;
      • Tiempo de destrucción de Luis Martín-Santos;
      • El hacedor de Jorge Luis Borges, que también se indica en los capítulos XXVI y XXVIII;
      • Don Quichotte de Cervantes, edición lionesa de 1691. Esta es la edición que apunta Virginia en el capítulo X;
      • Obras completas de autores como Galdós, Kafka, Dostoievski, Proust, Dickens, Poe…;
      • Buscón de Francisco de Quevedo, edición inglesa del siglo XVI. Era uno de los dos títulos que tenía el coleccionista que le vendió el Quijote francés;
      • y Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo, edición del siglo XVI. Este es el otro título del citado coleccionista.

Segunda parte:

—Capítulo XVIII. El laberinto de Manuel Mujica Laínez. Primera parada: Mérida (Cáceres). Receptor: Diego, exalumno.[8]

—Capítulo XIX. Camino de perfección de Pío Baroja. Novela que lee el protagonista en un formato de libro electrónico.

—Capítulo XX. Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Edición de 1787. Segunda parada: Badajoz. Receptor: don Anselmo, un compañero adolescente del seminario.

—Capítulo XXI. Romancero gitano de Federico García Lorca. En la última parte de la novela, esta obra tendrá un peso relevante. Tercera parada: Badajoz. Receptora: Irene, un viejo amor.

—Capítulo XXII. Obras poéticas de Vicente García de la Huerta. Cuarta parada: Cáceres. Receptor: Óscar Pulido, un compañero universitario.

—Capítulo XXIV. ¿Dónde ponemos los asombros? de Jesús Delgado Valhondo. Quinta parada: Salamanca. Receptora: Casilda Sabugal, una compañera universitaria.

—Capítulo XXV. Las desventuras del joven Werther de J. W. Goethe. Sexta parada: Ávila. Receptora: Elvira.

—Capítulo XXVII. En el escaparate de una librería antigua que solía frecuentar.ve una Biblia antigua y la edición de Hartzenbush de las Obras poéticas de José de Espronceda.

—Capítulo XXVIII. El hacedor de Jorge Luis Borges, ya citado en el capítulo XVII. Séptima parada: Madrid. Receptor: Marcos, un compañero del instituto.

El incuestionable respeto hacia la obra literaria y los trucos de la retórica que contribuyen al placer de la lectura me impiden atender el bloque correspondiente a la tercera parte.

Hasta aquí, pues, estas brevísimas anotaciones sobre una novela que ofrece tanto. ¿Mi deseo? Que la leas. ¿Mi esperanza? Que compartas conmigo algunas de las observaciones expuestas. ¿Mi tranquilidad? Que la obra está muy por encima de todo cuanto me ha apetecido contarte acerca de ella. Su lectura y valoración, como la de cualquier otro texto de ficción, no se supeditan a lo que podamos decir juntaletras, escritores, críticos y “deidades” filológicas. Manual de pérdidas está muy por encima de todos nosotros. Por algo es una obra de arte.


[1]. La mentada carta, fechada en Arenas de San Pedro, en julio de 1957, está situada entre las páginas 9 y 10. Reconozco que llegué a la epístola de manera un tanto sorpresiva, inesperada, no prevista… Es más, creo que fue ella la que quiso localizarme, puesto que nada más leerla se fueron mis ojos hacia un “Don Quijote” apuntado que, por lo que intuyo, ha sido mal interpretado durante mucho tiempo. Me explico: se asegura que Laforet definió a Pancho Guerra como “Quijote canario” y se alude a esta carta para sostener la afirmación. Leído el documento, lo que dice la catalana es: «Pepe Monagas, que me parece a mí tan vivo y extraordinario como Don Quijote, o Sancho, o Charlot…», nada más. Ninguna otra expresión que asocie al escritor con el personaje cervantino aparece.

[2]. Tras el premio organizado por el Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana, recibió nuestro autor otros que, como es lógico suponer, no se consignaron en el prólogo de 2017 ni, por desidia, quizás, en la versión publicada en accedaCRIS. A saber: Premio de Novela “Juan José Plans” de Gijón en 2017; Premio de Poesía “La Flor del Almendro” de La Fregeneda (Salamanca), en 2017; Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón, en 2018, por la soberbia novela Perro ladrando a su amo; Certamen de Microrrelatos Tusitala (Badajoz) en 2020; y, también este mismo año, II Edición del Concurso Leandro Perdomo Spínola (Lanzarote).

[3]. Alonso Quijano no padece la enfermedad de Alzheimer, sino una privación del juicio o del uso de la razón muy específico: da muestras de locura cuando sale a relucir cualquier asunto relacionado con los libros de caballería; cuando no, sus ejemplos de cordura son más que notables. La analogía que se traza en torno a los tres términos clave está vinculada con la connotación de “desajuste” mental, que es lo que padecen Abdón y el protagonista de el Quijote. Atendamos en este sentido a lo que apunta el DRAE sobre la voz “mente”: ‘conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo’.

[4]. En una entrevista realizada para Monolito, Revista de Literatura y Arte [n.º 4, 2 de octubre de 2012, www.revistaliterariamonolito.com], Sachez declaraba lo siguiente: «Hay autores que, según dicen, escriben para manifestar sus sentimientos o como un modo de relacionarse con el exterior o por una íntima necesidad de expresarse. No es mi caso. A veces, la única razón por la que escribo es porque acabo de cerrar un libro de Borges. Hay autores que me obligan a escribir. Borges es el que más me interpela […]».

[5]. En el capítulo X: «Se acercan para darle a su padre el protocolario beso de despedida y Abdón gira levemente el rostro para recibir aquellos besos en la mejilla. A su hija le irrita esa forma de actuar. Ella quiere que su padre también bese y que no se limite a colocar la cara para recibir sin dar. El viejo percibe en su tez los húmedos besos de sus hijos y reprime un ademán de limpiarse el rostro con la manga de la camisa»; en el trigésimo quinto capítulo: «Nunca un beso a destiempo. Nunca una palabra que reconforta».

[6]. Fecha en la que, curiosamente, revisaba las pruebas de imprenta de Soltadas [de literatura y…] Uno. El “azar concurrente”, que diría mi admirado y llorado profesor don Osvaldo Rodríguez Pérez. [Esta nota aparece en la versión del citado libro].

[7]. Afirmación realizada en la revista literaria Los sábados, las prostitutas madrugan mucho para estar dispuestas. N.º 1, junio 2012. Págs. 31-33.

[8]. Cada parada que realiza Abdón con el fin de entregar un libro representa el cierre de una puerta del pasado: una cerrará sus años como docente; otra, su etapa estudiantil; otra, un viejo amor que se ancló en una breve, pero intensa historia, etc. Cada clausura es una despedida; el símbolo del final irreversible de las cosas, de aquello que ha estado y que ya no volverá a estar.

Lectura de una ternura: los caníbales de Álamo de la Rosa

Alguien cuenta una historia. La suya. Una historia desde el interior de una ciudad, La Ciudad, la misma que se recorre por fuera y por dentro, desde los caminos y los desvíos, desde sus accesos y absceso; un espacio alternativo con cuatro rascacielos y una sociedad dividida donde los caníbales, en realidad, no son los depredadores ni los humillados, en el fondo, quienes como tales son señalados. Una historia con una certeza: nada es lo que parece, aunque nada es falso; y una aseveración: la impotencia barre las esperanzas. Siempre. Alguien, da igual quién, cuenta una historia sobre la degeneración, así, en general; una historia que, a grandes rasgos, no deja de ser una historia de monstruos, o sea, de humanos.

Vuelve Víctor Álamo de la Rosa. Tras El pacto de las viudas (2019), el autor de siempre, el magistral orfebre de la palabra, vuelve; el que supo forjar un estilo propio tan admirable como admirado, vuelve; sí, vuelve, y lo hace en esta ocasión con una prodigiosa obra que, en sí misma, es un extraordinario ejercicio sobre cómo hacer literatura en el más amplio sentido de la expresión, pues no se sujeta a ninguna clasificación de las conocidas: tan pronto la leemos en clave de texto social como sentimos que sus páginas son deudoras de la novela psicológica; en ocasiones, aparece como un escrito simbólico y, por momentos, se muestra como una ficción de suspense; no faltan los instantes en los que la asociamos a lo que viene a ser “lo romántico” ni los que nos conducen a ubicarla dentro de la fantasía, tampoco los que nos llevan a plantear que es de terror; aunque a veces sintamos que aquello que leemos es propio de la novela negra; y del drama, y del realismo, y…

Mas poco ha de importarnos esto. Muy poco. La adscripción a géneros de una obra literaria es una actividad válida para filólogos, libreros y bibliotecarios, agentes todos que asumen en su quehacer la tarea de clasificar. Se cataloga para ordenar y se ordena para hallar y estudiar lo que es común y lo que no en las muestras organizadas. Lo que es una labor inexcusable para los profesionales es un innecesario desempeño para los lectores. A un lector que quiera considerarse como tal poco le ha de importar la naturaleza genérica de los textos que consume. Un lector lee y un buen lector lee buenos textos, textos como el que nos convoca, por ejemplo.

Vuelve, repito, Víctor Álamo de la Rosa, nuestro autor. Atrás quedan los títulos de su particular archipiélago herreño narrativo (1991-2013), con sus islas mayores (El humilladero, El año de la seca, Campiro que, Terramores, La cueva de los leprosos e Isla Nada) e islas menores (los relatos de Las mareas brujas o Mareas y marmullos), obras todas que lo han encumbrado y que han mostrado y demostrado cómo era posible concebir aquí, en un diminuto espacio atlántico, un lugar mítico donde todo, atado al presente desde el pasado y deudor de la más ancestral tradición, con sus marcas de identidad e idiosincrasia a cuestas, se pudiera configurar bajo los parámetros propios de una alegoría que no se limita a ser el espejo donde nos vemos reflejados cuantos habitamos y contemplamos el día a día de este rincón oceánico, sino que trasciende el ámbito geográfico para asentarse en el cultural. Tan hispánicos y homólogos son su Rijalbo y Masilva como la Comala de Rulfo o la célebre Macondo de García Márquez.

Atrás queda Todas las personas que mueren de amor (2015), la obra que a día de hoy vislumbro como el puente entre la brillante etapa del citado archipiélago y esta nueva en la que intuyo que se encuentra nuestro autor desde El pacto de las viudas y que, a falta de una denominación más ajustada (reconozco que no la tengo todavía), podríamos definir como novelas de “realidad alternativa”. Prefiero esta extraña nomenclatura a distopía. Reconozco que en más de una ocasión he caído en la trampa de utilizar este término para El pacto y La ternura, pero creo que es inexacto porque no son obras que respondan plenamente a lo que el DRAE apunta sobre el vocablo (‘representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana’), aunque sea innegable la presencia de elementos puntuales que pueden connotar un marco narrativo de carácter distópico; por ejemplo, la referencia a la llovizna ácida de la ciudad, en la segunda parte de la novela (pieza 62), que nos evoca el ambiente de la película Blade Runner (1982).

Sucede en este sentido lo mismo que con la producción herreña, que no faltan quienes apuntan su pertenencia a los postulados de lo que se conoce como realismo mágico cuando una somera lectura de estas novelas nos muestra que no es así, que la fantasía no forma parte de la realidad narrativa y que lo inverosímil sí es, de alguna manera, extraño. Todo es normal, muy normal en el ciclo de El Hierro, aunque haya determinadas incursiones en lo excepcional; por ejemplo: la lagartija que habita en el vientre de Berto Rubio en El humilladero (1994). Si tuviera que elegir (aunque no sé por qué tendría que hacerlo), prefiero visualizar antes estas novelas en clave de lo real maravilloso; o sea, en la presencia dentro del texto de elementos cotidianos que nos resultan extraños e inexplicables, que fascinan por su singularidad y que requieren de cierta fe para captar su sentido, como nos dejaba caer Carpentier en El reino de este mundo (1949).

En Todas las personas que mueren de amor detecto un experimento necesario para sentar las bases de una nueva prosa. Es una novela de transición donde el autor debe dejar claro que atrás queda una etapa y que en su voluntad se asienta el deseo de iniciar otra. Por eso, cambian los lugares, se pasa del espacio mítico al cotidiano, al de nuestro día a día; cambian los personajes, que se vuelven más obsesivos, más introvertidos, más perturbados, más traumatizados…; cambia el tiempo histórico, consolidando en el lector la idea de relato inspirado en la actualidad, frente a lo que era la historia del pasado tan propio de las obras herreñas; cambia incluso el narrador, que ahora se vuelve más íntimo, más protagonista, más sujeto a esa primera persona del singular que se convierte en un recurso gramatical para que el relato adquiera, en su faceta connotativa, más tintes autobiográficos. ¿Punto de inflexión? Sí, y creo que el autor es consciente de ello cuando, siguiendo el recurso galdosiano de la presencia de los mismos personajes en distintas novelas, no quiere que nos olvidemos de esta obra dándole a las gemelas Lucía y Marina, con sus vestidos de azul, un lugar en la pieza 51 de la novela que nos reúne. Las niñas atesoran una carga simbólica que Álamo de la Rosa necesita recordarnos para que hilvanemos lo que representan en Todas las personas con el trascendente significado de su presencia en la novela que nos convoca.

Llega La ternura del caníbal y atrás se sitúan, como ya he apuntado, el ciclo herreño y la novela puente; y queda como primer eslabón de la nueva etapa (la de la “realidad alternativa”) la mentada El pacto de las viudas. Todo lo que fue novedoso y experimental en el título de 2015, ahora se ha consolidado; y, fruto de su consistencia, ha tenido su particular evolución. Fijémonos en las referencias espaciales. Se pasa de un lugar mítico a uno actual, y de ahí a uno que fluctúa entre el presente y el futuro, y que se caracteriza por que sus escenarios giran en torno a núcleos que se erigen como auténticos agujeros negros, pues todo parece condicionado por su presencia, nada escapa a su atracción: Isla Calibán en El pacto; La Ciudad, en La ternura.

Lo mismo ocurre con los personajes, sobre todo los protagonistas. El paulatino proceso de introspección en el que van adentrándose, divisable de manera relativa en el “archipiélago herreño”, bastante llamativo en la novela puente, adquiere en la etapa que apunto unas particularidades que cabría calificar de desbordantes. Destacan los que viven envueltos en profundos conflictos de identidad y de captación de la realidad; los cuales, dentro de lo que cabe señalar como estrategia novelística, giran en torno al final de una relación amorosa. En este sentido, llama la atención constatar que en los dos títulos de la “realidad alternativa” se da cuenta de la ruptura de una pareja y de las consecuencias desastrosas que esta conlleva. El que se dé cuenta de esto no me conduce a sostener que el producto literario deba ubicarse donde dormitan las obras románticas. Creo firmemente (y aquí sé que tengo quienes no me acompañan) que el amor es un pretexto en esta novelas, una vana excusa narrativa que se asienta sobre los niveles de interpretación que cabe hacer de una lectura: en la superficie, cualquier lector acepta la historia o las historias, con sus particulares dosis de amor, erotismo, violencia, humor, etc.; a medida que se va hacia el fondo y empiezan a tener validez interpretativa hasta el blanco de los interlineados, el lector va descubriendo los distintos sentidos que encierran las metáforas y los símbolos del texto poético; en el fondo, hacia el final del proceso, donde solo llegan los especialistas o el círculo muy próximo al autor, se obtiene una suerte de asimilación total de la obra, la asunción (si no absoluta, sí muy elevada) de todas las claves que justifican la compleja articulación de la creación lingüística.

Como prefiero situarme donde me corresponde (en el punto intermedio y más hacia arriba que hacia abajo), solo puedo aventurar algunas interpretaciones que, en según qué casos, no han de traspasar la barrera de lo que viene a representar una simple impresión. Es lo que me ocurre, por ejemplo, cuando detecto en la nueva etapa de Álamo de la Rosa, sobre todo en La ternura, un rasgo muy cervantino: el sólido vínculo que hay entre el narrador (un personaje más) y el autor, dos actores cuyos papeles en el producto literario de ficción están a priori muy bien delimitados, pero que en estas parecen fusionarse más veces de las esperables, dando así la sensación de que hay interferencias entre el yo-protagonista de los cuatro narradores que tiene la novela y el yo-autor que les da la voz para que cuenten lo que quiere que otros lean. Hablan los narradores, sí; pero, ¿hasta qué punto? Pienso en clave cervantina y mi instinto me exige que me fije en el Pablo duplicado (padre e hijo), en la vidriosa Melany (con uno y sin uno, estando y sin estar), en ese fantasma llamado Rodolfo, en la itinerancia a través de las cuatro torres, en…; y, proyectando la ficción fuera de los límites del objeto libro, en la lectura para combatir el aburrimiento de la protagonista (pieza 65), que bien pudiera haber sucedido durante un verano infantil en La Restinga; y en la moto del motero Pablo, su partenaire; en… No puedo evitarlo: veo estos guijarros como detalles propios de ese dejar caer no comprometido tan característico de Cervantes.

Además del propósito explícito del autor por espolvorear estas interferencias, cabe señalar que contribuyen a su detección las ya apuntadas dificultades para ubicar el título que nos ocupa en un género específico y la cualidad de ser esta obra en sí misma un excepcional ejercicio literario sobre literatura. También tiene hueco en ellas una particularidad muy relevante de la novela que nos convoca: el alto compromiso social que contienen sus páginas, que no deja de estar presente en todo momento en la conciencia del lector y que aflora de manera especial cuando se hace mención a términos como “comité” (pieza 31), o cuando un personaje (Ágata) echa en cara al narrador que no se está implicando más en la causa (pieza 33) o cuando se informa de la reducción de personal en la fábrica (pieza 38); en suma, cuando es inevitable que surjan en el intelecto conceptos como “lucha de clases” y “movimiento obrero”. Una aclaración: entiendo por compromiso social toda posición de denuncia que asume un autor ante temas que afectan al bienestar colectivo como son la existencia de situaciones consideradas injustas, inmorales y/o inaceptables para una sociedad avanzada que debería tender hacia la igualdad, la dignidad de sus integrantes y el acceso a los bienes comunes. La ternura del caníbal es una novela que se sujeta con inusitada firmeza al propósito de denunciar, con mayor o menor explicitud, todo aquello que forma parte de las sociedades decadentes: el egoísmo, la insolidaridad, la desesperanza, la depresión, la amargura, el dolor, etc.

¿Qué diferencia al enajenado Gregorio Samsa, que amanece un día convertido en aquello que sentía que era como trabajador e individuo, de cualquiera de los caníbales que atacan a un banquero (pieza 1), a cuantos presiden un desfile (pieza 20), a los empresarios de una fábrica (pieza 40) o a los congresistas y senadores (pieza 42)? Una primera respuesta de tantas sería una contundente: la ira. Gregorio somatiza su situación; los caníbales, por su parte, la proyectan transformándose, cambiando la impotencia por la rabia. Si observamos esta furia desde una perspectiva sincrónica, puede parecernos desproporcionada, puesto que llegar a ser caníbal es ir más allá de una simple expresión de malestar; pero, si le aplicamos una visión a largo plazo dentro del conjunto de símbolos que encierra el relato, esta manifestación de cólera puede que llegue a ser el último estertor que le resta al ciudadano antes de pasar a formar parte de la categoría social de los humillados, los desarraigados de La Ciudad.

Como en las fases de un duelo, primero llega la negación, el enfado por el mundo que nos rodea, por la atención que nos dan en nuestro seguro y en el banco (piezas 9, 17 y 43, respectivamente) y por la vida laboral tan anodina que llevamos a cabo (piezas 13 y 39); luego vendría la ira, o sea, la expresión caníbal, que puede ser activa (manifestarse a dentelladas o la violencia como respuesta ante el enfado) o pasiva en forma de querer pero no hacer (pieza 17), como le ocurre al protagonista de la novela, quien parece pasar de la negación a una suerte de negociación (piezas 28-31), estado al que le seguirá la depresión (pieza 45) y de ahí llegará hasta la aceptación de su destino, la fusión con los que lo han perdido todo (piezas 46 y 47). En esta última etapa estarían los humillados.

Lo esbozamos antes, precisémoslo ahora. En el periodo herreño, todo es pasado, todo se cuenta como un relato lejano, como algo que sucedió y que sabemos que no volverá a ocurrir; en Todas las personas, el universo es tangible por su modernidad, por su “hoy”; en El pacto, la primera muestra de “realidad alternativa”, el presente y lo futurible parecen formar parte de una misma temporalidad presidida por la impresión de actualidad, y se observa una mezcla entre aquello que puede y que no puede ocurrir que hace sostener la novela sobre complejos parámetros donde, en ocasiones, es difícil ajustar lo verosímil (el conflictivo mundo de Danilo Porter) de lo que no lo es (las viudas). En La ternura del caníbal todo es verosímil, todo puede darse, ser, si es que no está ocurriendo ya en muchos lugares del mundo. Lo futurible, aquello que, por comodidad, llevaría al lector a pensar que estamos ante una distopía, se funde con un presente narrativo (el alternativo) que, en ocasiones, se vuelve deudor de un presente real; lo que conduce por momentos a que, según cómo apuntemos la luz interpretativa y la proyectemos, la novela se vuelva crónica periodística. Si, como antes indicaba, es difícil encuadrar la obra en un género literario específico, esta expuesta característica del tiempo que envuelve lo narrado hace que las fronteras entre lo que es un texto de ficción y uno de no-ficción se vean comprometidas en su integridad.

El rasgo de actualidad es una marca identificativa de la nueva etapa y en la obra que nos convoca este trazo es tan acusado, sobre todo en lo tocante a la crítica social y a la extensión y retórica expansión de un vocablo tan potente en nuestra obra como es “enajenar” (mucho más que “alienar”), que es inevitable dejar cuanto antes la superficie (chico conoce a chica, chica acepta a chico y…) para ir lo más al fondo que sea posible. Habrá quienes decidan visualizar las cuatro partes de la novela como el resultado de estructurar una historia de amor que se aclara en el epílogo y que concede protagonismo narrativo a los dos personajes amantes: en la primera parte, Pablo; en la segunda, Melany. Yo no acepto esa lectura. No la veo. El amor es el celofán, el envoltorio, la carcasa, el pretexto, en suma, que sirve para esconder las verdaderas intenciones de la escritura. [Y sí, no lo puedo evitar: Cervantes omnipresente, quizás por mi irremediable deformación profesional y vital].

Como el foco de mi voluntad lectora en esta novela se sitúa dentro de lo que representan las alegorías de los caníbales y los humillados, la ciudad con sus cuatro torres y la no-ciudad vista desde su edénico Populus, y se acompaña de ese mensaje de sociedad en descomposición que parece flotar permanentemente en el relato, es lógico que formalice mi paseo por el libro atendiendo a lo que representa para mí la verdadera dimensión del autor cuando se fijó el propósito de componer esta obra: ofrecer un mundo que podría darse como alternativa desde el presupuesto de que, como realidad vigente, ya da muestras de su existencia. Supongo que el detectar en La ternura del caníbal un fundamento narrativo que trasciende los siempre encorsetados márgenes de las historias de amor, que no dejan de participar de los mismos patrones, aunque puedan contarse con mayor o menor acierto, me permite sostener que el acceso a la última novela de Álamo de la Rosa debe hacerse atendiendo antes a la conexión que le une a títulos como La metamorfosis de Kafka, Ensayo sobre la ceguera de Saramago y La carretera de McCarthy que al posible vínculo con cualquiera de los grandes textos sobre el género de los afectos, con toda la dosis de dolor a cuestas que les es propia. Es más, estoy hasta por pensar que la voz “caníbal” en el título cumple la misión de que el lector no piense lo que no debería ante el término “ternura”.

La ternura del caníbal está dividida en 48 piezas textuales distribuidas a lo largo de cuatro bloques. Prefiero hablar de piezas antes que de capítulos porque todas forman parte de una articulación compuesta por escenas trasladables: el orden que tienen puede alterarse sin que ello conlleve una modificación del sentido último que ofrece el producto literario. El vocablo “capítulo” connota parte de un todo secuenciado bajo una lógica narrativa presidida por la tradicional estructura de comienzo, desarrollo y final.

Cada uno de los bloques tiene su propio narrador. El primero se titula “Introito (para amenizar el baile)”, contiene una pieza sin identificar como tal y quien toma la palabra, da igual cómo se llame o cómo lo llame su acompañante, nos ofrece un poema de José María Millares Sall publicado en Esa luz que nos quema (2009): «Los / zapatos gastados / de arrastrar solo trozos de miseria / y buenos días al trabajo […]». La brevedad que lo caracteriza es proporcional a su significación, que solo es detectable cuando ya se han leído los otros tres bloques. Hasta muy avanzada la novela no sabemos quién es el recitador; y hemos de llegar al final para captar el sentido del poema y, si me apuran, el título mismo de la obra de Millares Sall donde aparece. Lógico es concluir que nada se ha puesto al azar, que todo obedece a un plan que, a mi juicio, pasa por desconcertar al lector en este primer bloque para, acto seguido, comenzar el segundo con una escena violenta, desgarradora, dura… que evoca el principio de la célebre El año de la seca (1997).

El segundo bloque, intitulado “Primera parte (del susto)”, consta de 47 piezas identificadas. Pablo, cuyo nombre no aparece mencionado ni una sola vez, asume la voz narrativa, que se emite desde el exterior de las cuatro torres. Suyas son la descripción de La Ciudad (piezas 2, 30…) y de sus miserias, como la escena de los que buscan comida entre la basura (pieza 14). No le gusta su trabajo en la fábrica ni quienes la dirigen (piezas 13, 38 y 41); no le gusta una vecina vieja y su pequinés (piezas 32-36); no le gustan los políticos (piezas 5 y 42); no le gusta cumplir con la asistencia obligatoria a los desfiles (pieza 18); no le gusta el trato que recibe de su compañía de seguros, donde deja caer un elocuente «no soy un caníbal, al menos por ahora» (piezas 8 y 17); no le gusta la idea de tener un hijo (pieza 28), etc. Todo lo que no le gusta se traduce o en un ataque caníbal (piezas 1, 20, 36…) o en las consecuencias destructivas propias de un ataque caníbal por su desproporción: muerte de la vieja y su perro, ruptura con Melany, descenso inclemente hacia la degradación más absoluta, la pérdida de todo lo que fue (piezas 46 y 47).

El tercer bloque, que responde al título de “Segunda parte (de la interferencia)”, va de la pieza 48 a la 70 (veintitrés piezas identificadas). En este apartado de la novela, Melany cuenta la búsqueda que hace de Pablo para explicarle el porqué de su separación e informarle de que es el padre de su hijo. Como no lo encuentra al principio (piezas 48-50), decide ir a las cuatro torres para tratar de localizarlo allí. Su voz se proyecta desde el interior de estas edificaciones, que describe como hiciera Pablo con La Ciudad. La narración de lo que contempla (indigencia, decrepitud…) no difiere del mundo que recoge la primera parte; es más, cabría plantear la imagen de las torres como una maqueta de la ciudad donde están: los pisos diferencian a los colectivos (viejos frente a jóvenes) y hay barrios internos cuyas señas de identidad son el estilo musical de sus habitantes (pieza 53); hay grupos de corte paramilitar (los de las Botas Militares) que cabe ubicar en cualquier ideología de masas (piezas 55 y 57), etc. Nada dentro de las torres es muy diferente a lo que hay, en general, fuera de ellas; las únicas distinciones, cuando las hay, son de carácter material. En todo lo demás, el nivel de similitud es más elevado de lo que cabría pensar a tenor de los contrastes existentes entre las diferentes clases sociales que pululan en la urbe.

La parte de la interferencia está dividida, a su vez, en dos grandes áreas narrativas: por un lado, la de la multitud, en la que se cuenta cómo Melany entra en las torres, contempla y conoce a muchas personas (las mentadas Lucía y Marina, Natalia y Blencys, Marc y Arminda, y Pedro), que cabe situar entre las piezas 51 hasta la 58; por el otro, la que se centra en su convivencia con Pedro, un exbaloncestista que acumula libros de segunda mano que encuentra en los contenedores de basura y que sobrevive gracias a las limosnas que le dan cuando declama poemas o hace filigranas con el balón (piezas 59-70). En Pedro halla Melany a Pablo mientras declara en todo momento que le esperan en su casa, adonde no volverá, su marido Rodolfo y el hijo que tuvo con el reencontrado. Esta compleja maraña de vínculos y transformaciones (Pedro es Pablo según ella), que me evocó la Ciudad de los Antiguos Emperadores que recoge el capítulo XXIII de la célebre La historia interminable de Michael Ende (1979), conduce a la protagonista a una reformulación de su identidad en su deambular por las cuatro torres, el laberinto del que no sabrá salir atendiendo a los parámetros de su justificación inicial. La metamorfosis se anuncia sutilmente en la pieza 55, cuando le reconoce a Arminda que ya no es enfermera y que le estaban dando de lado donde trabajaba «sobre todo a partir de que yo les empezara a hablar de los caníbales, del daño que estaban haciendo, cuando llegaban heridos a urgencias» y alcanza su máximo auge en el espléndido epílogo, que abarca las piezas 71 y 72, y que lleva como subtítulo: “Para darte un final”.

Hago mío el apuntado enunciado del epílogo y, para darte un final, apelo a lo que ya anoté al principio: vuelve Víctor Álamo de la Rosa; el magistral orfebre de la palabra vuelve con una prodigiosa novela que es, ante todo, un extraordinario ejercicio literario que se articula como tal sin necesidad de hablar sensu stricto de literatura. Habla de poesía escribiendo poesía y haciéndolo a partir de las directrices lingüísticas y estéticas que, desde nuestra tierra, le han enseñado maestros como Luis Feria, Manuel Padorno, Isaac de Vega, Juan José Delgado… Vuelve nuestro autor para situarse en el lugar grande y amplio que le corresponde, donde sería recibido como uno más por nuestros clásicos gracias al profundo surco que su palabra poética ha logrado trazar en el devenir de la literatura en lengua española durante tantos años de escritura. Su estilo, indeleble credencial, ya forma parte de nuestro patrimonio literario.

Coincido con Mari Nieves Pérez Cejas cuando, al hilo de El pacto de las viudas, apunta que «en la narrativa de Víctor Álamo, el estilo es un personaje más. Por encima de todo importa el cómo, lo que la lectura sugiere, la poesía que está detrás de la palabra. Y para ello se adueña del lenguaje hasta exprimir todas sus posibilidades, en un ejercicio barroco que tensa la sintaxis sin agotarla, empleando todos los recursos disponibles como si cada oración fuera el punto y final de la historia. Sin embargo, cada punto es un nuevo inicio. El placer lingüístico que posibilita describir la esencia profunda de las cosas, un juego irracional que deforma realidades, aunque tal vez sea la realidad la que esconde el esperpento, la violencia salvaje y primitiva de las emociones que mueven a los personajes de esta historia».

Ese cómo por encima del qué es lo que viene a diferenciar a los autores clásicos de los que no lo son; ese especial valor lingüístico que posee la palabra poética de nuestro autor es lo que le concede esa voz literaria tan particular. Por eso, porque la cita se adentra de manera precisa en lo que es el estilo del poeta bueno (Álamo de la Rosa) y no de su figurado lado malo (el alter ego Alameda del Rosario que pulula por muchas de sus obras), por eso, repito, es por lo que considero que hay que hacerla extensible a toda su producción en prosa: el ciclo herreño, la novela puente y las obras que, a falta de otra identificación más precisa, las denomino de “realidad alternativa”.

Si, como filólogos, libreros o bibliotecarios, tuviéramos que llevar a cabo el difícil quehacer de clasificar La ternura del caníbal, solo se me ocurre un lugar donde ubicarla: en una categoría con asterisco denominada “Víctor Álamo de la Rosa”. Esa es la única clasificación que admite. El asterisco significa: «joya de la literatura». Con situarla en este punto ya habremos cumplido sobradamente con nuestro cometido.

Sobre «La ternura del caníbal» de Víctor Álamo de la Rosa (2020)

(VERSIÓN BREVE DE LA RESEÑA)

Alguien cuenta una historia. La suya. Una historia dentro de una ciudad, La Ciudad, la misma que se recorre por fuera y por dentro, desde los caminos y los desvíos; un espacio alternativo con cuatro rascacielos y una sociedad dividida donde los caníbales, en realidad, no son los depredadores ni los humillados, en el fondo, quienes como tales son señalados. Una historia con una certeza: nada es lo que parece, aunque nada es falso; y un hecho: la impotencia barre las esperanzas. Alguien, da igual quién, cuenta una historia sobre la degeneración, así, en general; una historia que, a grandes rasgos, no deja de ser una historia de monstruos, o sea, de humanos.

Vuelve Víctor Álamo de la Rosa. Tras El pacto de las viudas (2019), el autor de siempre, el magistral orfebre de la palabra, vuelve; el creador de figuras lingüísticas admirables por su singularidad, que conceden a su escritura una señal indeleble de identidad, vuelve; y lo hace en esta ocasión con una prodigiosa novela que, en sí misma, es un extraordinario ejercicio sobre cómo hacer literatura en el más amplio sentido de la palabra, pues no se sujeta a ninguna clasificación de las conocidas: tan pronto la leemos en clave de novela social como nos damos cuenta de que, en realidad, es una novela psicológica; en ocasiones, aparece como simbólica y, en no pocos instantes, se muestra como una obra de suspense; no faltan las páginas románticas ni las que cabría ubicar dentro de la fantasía, tampoco las terroríficas; a veces percibimos que aquello que leemos es propio de la novela negra; y del drama, y del realismo, y…

Vuelve, repito, nuestro autor. Atrás quedan los títulos de su particular archipiélago herreño narrativo (1991-2013), con sus islas mayores (El humilladero, El año de la seca, Campiro que, Terramores, La cueva de los leprosos e Isla Nada) e islas menores (los relatos de Las mareas brujas o Mareas y marmullos), obras todas que lo han encumbrado y que han mostrado cómo era posible concebir en un diminuto espacio atlántico un lugar mítico donde todo, atado a la realidad y deudor de la más ancestral tradición, con sus marcas de identidad e idiosincrasia, se pudiera configurar bajo los parámetros propios de una alegoría que, de alguna manera, no solo nos vemos reflejados en ella cuantos habitamos y contemplamos el día a día de este rincón oceánico, sino que trasciende el ámbito geográfico para asentarse en el cultural. Tan hispánico y homólogo son su Rijalbo y Masilva como la Comala de Rulfo o la célebre Macondo de García Márquez.

Atrás queda Todas las personas que mueren de amor (2015), donde vislumbro un experimento necesario para sentar una nueva prosa sobre otras referencias: los mismos temas, pero contados desde otros prismas. Es una novela de transición, un puente, donde el autor necesita dejar claro que atrás queda una etapa y que en su voluntad se asienta el deseo de iniciar otra. Por eso, cambian los lugares, cambian los personajes (más obsesivos, más introvertidos, más perturbados), cambia incluso el tiempo histórico (consolidando en el lector la idea de relato inspirado en la actualidad, frente al relato del pasado de las obras herreñas y el relato futurible de las novelas posteriores); cambia incluso el narrador, que ahora se vuelve más personal, más protagonista, más sujeto a esa primera persona del singular que se convierte en un recurso gramatical para que el relato adquiera, en su faceta connotativa, más tintes autobiográficos.

Llega La ternura del caníbal y atrás se sitúan, como ya he apuntado, el ciclo herreño y la novela puente; y queda como primer eslabón de la nueva etapa El pacto de las viudas. Dos señas destacables de las muchas que pueden apuntarse unen a los dos últimos títulos de nuestro autor: por un lado, la presencia de escenarios que giran en torno a núcleos espaciales que se erigen como auténticos agujeros negros, pues todo parece condicionado por su presencia, nada escapa a su atracción: Isla Calibán en El pacto; La Ciudad, en La ternura.

Por el otro, la existencia de personajes que viven envueltos en profundos conflictos de identidad y de percepción de la realidad que, a efectos novelísticos, se enmascaran bajo el manto de una trama amorosa que gira en torno al final de una relación y sus consecuencias desastrosas. Creo firmemente (y aquí sé que tengo quienes no me acompañan) que el amor es un pretexto en esta novelas, una vana excusa narrativa que se asienta sobre los “oceánicos” niveles de interpretación que cabe hacer de una lectura y sobre los que ya me he pronunciado en alguna que otra ocasión: en la superficie, cualquier lector acepta la historia o las historias sin más, con sus particulares dosis de tramos amorosos, tramos eróticos y tramos violentos; a medida que se va hacia el fondo y empiezan a tener validez interpretativa hasta el blanco de los interlineados, comienzan a desgranarse los distintos estratos de comprensión del texto a medida que se van descubriendo los sentidos que encierran las metáforas y los símbolos del texto poético. En el fondo, hacia el final del proceso, donde solo llegan los especialistas (o el círculo muy próximo al autor), se obtiene la asimilación total de la obra, el entendimiento (si no absoluto, sí muy elevado) de todas las claves que explican la compleja articulación de la creación lingüística.

La novela de amor se queda en la superficie; la del compromiso social, seña esencial de nuestra obra, mucho más al fondo. Entiendo por compromiso social toda posición de denuncia que asume un autor ante temas que afectan al bienestar colectivo como son la existencia de situaciones consideradas injustas, inmorales y/o inaceptables para una sociedad avanzada que debería tender hacia la igualdad, la dignidad de sus integrantes y el acceso a los bienes comunes. Importa la aclaración para enfocar preguntas como la siguiente: ¿Qué diferencia al enajenado Gregorio Samsa, que amanece un día convertido en aquello que sentía que era como trabajador y como individuo, de cualquiera de los caníbales que atacan a un banquero (pieza 1), a cuantos presiden un desfile (pieza 20), a los empresarios de una fábrica (pieza 40) o a los congresistas y senadores (pieza 42)? Una primera respuesta de tantas que cabría apuntar nos lleva un contundente: “la ira”. Gregorio somatiza su situación; los caníbales, en cambio, la proyectan transformándose, cambiando la impotencia por la rabia. Si observamos esta furia desde una perspectiva sincrónica, puede llegar a parecernos desproporcionada, puesto que llegar a ser caníbal es ir más allá de una simple expresión de malestar; pero, si le aplicamos una visión a largo plazo dentro del conjunto de símbolos que encierra el relato, esta manifestación de cólera puede que llegue a ser el último estertor que le resta al ciudadano antes de pasar a formar parte de la categoría social de los humillados, los desarraigados de La Ciudad.

El rasgo de actualidad es una marca identificativa de la nueva etapa y en la obra que nos convoca este trazo es tan acusado, sobre todo en lo tocante a la crítica social y a la extensión y retórica expansión de un vocablo tan potente en nuestra obra como es “enajenar” (mucho más que “alienar”), que es inevitable dejar cuanto antes la superficie (chico conoce a chica, chica acepta a chico y…) para ir lo más al fondo que sea posible. Habrá quienes decidan visualizar las cuatro partes de la novela como el resultado de estructurar una historia de amor que se aclara en el epílogo y que concede protagonismo narrativo a los dos personajes amantes: en la primera parte, Pablo; en la segunda, es Melany quien asume la palabra. Yo no acepto esa lectura. No la veo. El amor es el celofán, el envoltorio, la carcasa, el pretexto, en suma, que sirve para esconder las verdaderas intenciones de la escritura, escondidas tras las alegorías que representan los caníbales y los humillados, la ciudad con sus cuatro torres y la no-ciudad vista desde su edénico Populus, y ese aroma a descomposición que parece flotar permanentemente en el relato. El acceso a la última novela de Álamo de la Rosa debe hacerse atendiendo antes a la conexión que le une con La metamorfosis de Kafka, Ensayo sobre la ceguera de Saramago y La carretera de McCarthy, por espolvorear tres títulos que detecto, que a lo que le puede vincular con cualquiera de los grandes textos sobre el género de los afectos, con toda la dosis de dolor a cuestas que les es propia. Es más, estoy hasta por pensar que la voz “caníbal” en el título cumple la misión de que el lector no piense lo que no debería ante el término “ternura”.

La ternura del caníbal está dividida en 48 piezas textuales distribuidas a lo largo de cuatro bloques. Prefiero hablar de piezas antes que de capítulos porque todas forman parte de una articulación compuesta por escenas trasladables: el orden que tienen puede alterarse sin que ello conlleve una modificación del sentido último que ofrece el producto literario. El vocablo “capítulo” connota parte de un todo secuenciado bajo una lógica narrativa presidida por la tradicional estructura de comienzo, desarrollo y final.

Cada uno de los bloques tiene su propio narrador. El primero se titula “Introito (para amenizar el baile)”, contiene una pieza sin identificar como tal y quien toma la palabra, da igual cómo se llame o cómo lo llame su acompañante, nos ofrece un poema de José María Millares Sall publicado en Esa luz que nos quema (2009): «Los / zapatos gastados / de arrastrar solo trozos de miseria / y buenos días al trabajo […]». La brevedad que lo caracteriza es proporcional a su significación, que solo es detectable cuando ya se han leído los otros tres bloques. Hasta muy avanzada la novela no sabemos quién es el recitador; y hasta el final no es posible entender el sentido del poema y, si me apuran, hasta del título de la obra de Millares Sall que lo contiene. Como tiene que ser, nada se ha puesto al azar, todo obedece a un plan que, a mi juicio, pasa por sembrar de desconcierto al lector en este primer bloque para, acto seguido, comenzar el segundo con una escena violenta, desgarradora, dura… que evoca el principio de la célebre El año de la seca (1997).

El segundo bloque, intitulado “Primera parte (del susto)”, consta de 47 piezas identificadas. Pablo, cuyo nombre no aparece mencionado ni una sola vez, asume la voz narrativa, que se emite desde el exterior de las cuatro torres. Suyas son la descripción de La Ciudad (pieza 2) y de sus miserias, como la escena de los que buscan comida entre la basura de la pieza 14. No le gusta su trabajo en la fábrica ni quienes la dirigen (piezas 13, 38 y 41); no le gusta una vecina vieja y su pequinés (piezas 32-36); no le gustan los políticos (piezas 5 y 42); no le gusta cumplir con la asistencia obligatoria a los desfiles (pieza 18); no le gusta el trato que recibe de su compañía de seguros, donde deja caer un elocuente «no soy un caníbal, al menos por ahora» (piezas 8 y 17); no le gusta la idea de tener un hijo (pieza 28), etc. Todo lo que no le gusta se traduce o en un ataque caníbal (piezas 1, 20, 36…) o en las consecuencias destructivas propias de un ataque caníbal por su desproporción: muerte de la vieja y su perro, ruptura con Melany, descenso inclemente hacia la degradación más absoluta, la pérdida todo lo que fue.

El tercer bloque, que responde al título de “Segunda parte (de la interferencia)”, va de la pieza 48 a la 70 (veintitrés piezas identificadas). En este apartado de la novela, Melany cuenta la búsqueda que hace de Pablo para explicarle el porqué de su ruptura e informarle de que es el padre de su hijo. Como no lo encuentra al principio (piezas 48-50), decide ir a las cuatro torres para tratar de localizarlo allí. Su voz se proyecta desde el interior de estas edificaciones, que describe como hiciera Pablo con La Ciudad. La narración de lo que contempla (indigencia, decrepitud…) no difiere del mundo que recoge la primera parte; es más, cabría plantear la imagen de las torres como una muestra pequeña de lo que es la ciudad donde están: los pisos diferencian a los colectivos (viejos frente a jóvenes) y hay barrios internos cuyas señas de identidad son el estilo musical de sus habitantes (pieza 53); hay grupos de corte paramilitar (los de las Botas Militares) que cabe ubicar en cualquier ideología de masas (piezas 55 y 57), etc. Nada dentro de las torres es muy diferente a lo que hay, en general, fuera de ellas; las únicas distinciones, cuando las hay, son de carácter material. En todo lo demás, el nivel de similitud es más elevado de lo que cabría pensar a tenor de los contrastes existentes entre las diferentes clases sociales que pululan en la gran urbe.

La parte de la interferencia está dividida, a su vez, en dos grandes áreas expositivas: la de la multitud, desde que Melany entra en las torres, contempla y conoce a muchas personas (las mentadas Lucía y Marina, Natalia y Blencys, Marc y Arminda, y Pedro), que cabe situar entre las piezas 51 hasta la 58; y la que se centra en su convivencia con Pedro, un exbaloncestista que acumula libros de segunda mano que encuentra en los contenedores de basura y que sobrevive gracias a las limosnas que le dan cuando declama poemas o hace filigranas con el balón (piezas 59-70). En Pedro halla Melany a Pablo mientras declara en todo momento que le esperan en su casa, adonde no volverá, su marido Rodolfo y el hijo que tuvo con el reencontrado. Esta compleja maraña de vínculos y transformaciones (Pedro es Pablo según ella) conforma el sino de la protagonista en la mentada segunda área expositiva; un sino que me condujo a evocar la Ciudad de los Antiguos Emperadores que recoge el capítulo XXIII de la célebre La historia interminable de Michael Ende (1979); un sino que, en definitiva, se anuncia sutilmente en la pieza 55, cuando le reconoce a Arminda que ya no es enfermera y que donde trabajaba la estaban dando de lado «sobre todo a partir de que yo les empezara a hablar de los caníbales, del daño que estaban haciendo, cuando llegaban heridos a urgencias» y que se confirma plenamente en el espléndido epílogo, que abarca las piezas 71 y 72, y que lleva como subtítulo: “Para darte un final”.

Hago mío el apuntado enunciado del epílogo y, para darte un final, apelo a lo que ya anoté al principio: vuelve Víctor Álamo de la Rosa; el magistral orfebre de la palabra vuelve con una prodigiosa novela que es, ante todo, un extraordinario ejercicio literario que se articula como tal sin necesidad de hablar sensu stricto de literatura. Habla de poesía escribiendo poesía y haciéndolo a partir de las directrices lingüísticas y estéticas que, desde nuestra tierra, le han enseñado maestros como Luis Feria, Manuel Padorno, Isaac de Vega, Juan José Delgado… Vuelve nuestro autor para situarse en el lugar grande y amplio que le corresponde, donde sería recibido como uno más por nuestros clásicos gracias al profundo surco que su palabra poética ha logrado trazar en el devenir de la literatura en lengua española durante tantos años de escritura.

Si tuviéramos, como filólogos, libreros o bibliotecarios, que llevar a cabo el difícil quehacer de clasificar La ternura del caníbal, solo se me ocurre un lugar donde ubicarla: en una categoría con asterisco denominada Víctor Álamo de la Rosa. Esa es la única clasificación que admite. El asterisco significa “joya de nuestra literatura”. Con situarla en este punto ya lo hemos dicho todo.