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«Insulares» de Maribel Lacave y Constantino Contreras

Así me lo contó, con su inigualable y cautivador estilo, mi admirado Nacho Cabrera:

Llegamos a Chile con una de nuestras producciones, NWC-No War Cabaret. Corría el año 2007 y actuábamos en el Teatro San Ginés de Santiago de Chile. Más tarde, la Agencia Española de Cooperación Internacional, al ver nuestro espectáculo, nos sugirió que fuésemos a la Municipalidad de San Bernardo. El caso es que, al poco de llegar, recibo un mensaje de una canaria que se disculpa por no poder asistir a nuestra representación porque se encuentra en el sur del país andino, a unos 1.200 km de donde estamos. Al mismo tiempo, nos invita a un café si paramos por Chiloé. Recibí el mensaje, lo compartí y nos olvidamos pronto de él porque teníamos que atender muchos asuntos. En esto que, por una razón u otra, acabamos en la isla de Chiloé. Una tarde, tomándonos algo en una cafetería, recordé el mensaje de la enigmática canaria y me puse en contacto con ella. Se alegró de saber que un pequeño grupo de canarios estaba muy cerca y nos dio unas indicaciones para que fuésemos a su casa.  La tarde iba cayendo poco a poco, pero esto no nos preocupaba porque, según había expuesto la canaria, estaba cerca nuestro destino. Siguiendo sus instrucciones, llegamos a un lugar que paraba en el mar, Dalcahue. Tuvimos que subirnos en una especie de transbordador motorizado en el que cabían dos coches. Así alcanzamos la otra orilla. La barcaza nos dejó en un pequeño embarcadero prácticamente vacío. Volvimos a telefonear y la mujer nos dictó los siguientes pasos: que subiéramos por la única carretera que se abría ante nosotros y que, al llegar a un cartelito que decía “Iglesia”, giráramos a la izquierda. Así lo hicimos. Suponíamos que el cartelito estaría muy cerca y que sería visible, pero no había manera de encontrarlo. Cuando la inquietud empezaba a asaltarnos, apareció el diminuto letrero, que localizamos casi de milagro. Giramos y pronto nos vimos bajando por una carretera de tierra. Recuerdo que estaba encharcada y llena de barro. Los primeros avisos del anochecer ya se iban notando. Seguimos caminando. Hacía frío. Había niebla. «¿Quién nos mandaría a meternos aquí?», nos decía nuestra conciencia. Llegamos al sitio del encuentro. Habíamos recorrido un buen trecho. Allí no había nadie. Esperamos. Al rato, volví a telefonear a la mujer. Me dijo que no podía subir a buscarnos con la camioneta porque había llovido mucho y el camino estaba impracticable; y que no nos preocupásemos, que su marido Tino nos iría a buscar. La noche se había echado encima. Pasa el tiempo y vemos llegar a alguien con una especie de chubasquero que le cubre todo el cuerpo. No vemos su rostro, solo la barba. Lleva una especie de candil. Nos ve; nosotros, asustados, lo vemos. Nos hace una señal. Nos acercamos hasta donde está. «¿Son ustedes los amigos de Maribel?». Respondemos afirmativamente. Le seguimos hasta una casa. Allí nos recibe la tal Maribel, de quien solo sabemos que es canaria. Nos agasaja como solo sabe hacerlo quien recibe a un compatriota fuera de su tierra. Es reconfortante el lugar y el afecto que desprenden nuestros anfitriones. En un determinado momento, me detengo en su biblioteca y veo muchos libros de Maribel Lacave. Miro a la que hasta hacía unos instantes era una canaria enigmática; ella me devuelve la mirada con una sonrisa. «¿Maribel Lacave?», pregunto. «Sí», dice ella. «¿Eres Maribel Lacave?», le vuelvo a preguntar con asombro. Ella me responde que sí y me desvivo en elogios hacia una de nuestras mejores poetisas. Llegar al fin del mundo para estar bajo el mismo techo de alguien tan especial como ella… La noche cerrada ya lo envuelve todo y nuestros anfitriones nos dicen que no es buen momento para regresar, que lo mejor será que esperemos a la llegada de la mañana. Nos parece bien la sugerencia y aceptamos la invitación. Al día siguiente, nada más salir de la casa, contemplamos el paisaje más bello que jamás habíamos visto. En medio de la naturaleza, la vida bullía: animales que jamás nos habíamos imaginado ver cerca de nosotros “cotidianeaban” indiferentes de nuestra presencia, las plantas de un mitológico Edén ofrecían su místico verdor… y el entorno se había convertido para nosotros en un hermoso trasunto del locus amoenus cantado por la literatura durante siglos. En el confín del mundo, habíamos descubierto uno de los puntos mágicos más puros de nuestro planeta. Aquella tarde en una remota cafetería de la isla de Chiloé trajo consigo tres días maravillosos en la isla de Quinchao, donde cualquier canario tiene una embajada perenne, una casa de por vida.

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He querido comenzar con las palabras de Nacho, regaladas en una conversación informal, porque sirvieron de estímulo para consolidar una convicción que hasta ese momento se había moldeado con mayor o menor firmeza y que, tras esta exposición, se desparramaba inclemente frente a mí con el mismo matiz de las verdades universales. Como un José Arcadio Buendía cualquiera ante el descubrimiento de la esfericidad terrestre, sentado a la cabecera de mi humilde solemnidad y devastado por el cansancio de un breve pero muy intenso camino recorrido a lomos de la Biblioteca Canaria de Lecturas (BCL), aquella noche se me reveló una suerte de conclusión: que todo está conectado, aunque no veamos los enlaces; que todos los universos individuales confluyen en un solo universo global hasta el punto de que, en ocasiones, es inevitable reconocer que los dictámenes del azar, con más frecuencia de la que uno puede imaginar, llegan a ser usurpados por los que determina el destino; y que la BCL, sin que hubiese nacido explícitamente para demostrar esta teoría, era un inmejorable ejemplo para testimoniar esta afirmación.

El que Nacho Cabrera (BCL 5) conociese a Maribel Lacave y Constantino Contreras (BCL 6) y tuviesen juntos un episodio vital tan entrañable como el reproducido, me sorprendió, lo confieso. No tanto por el hecho de que él supiese quién era Lacave, pues en Gran Canaria ella es un indiscutible referente literario y social, como el que llegasen a contactar y conocerse de una manera tan singular. El sexto número de la BCL había llegado a nuestra conversación de manera tangencial, como complemento a un tema editorial que departía con el genial director de teatro; de ahí que me pareciese una señal de conexión muy especial, que iba más allá de la casualidad, el que tuviesen un vínculo como el narrado. Lo que les había unido en la isla de Quinchao, en un punto del tiempo y el espacio puntuales, reaparecía en la BCL para que, fijado el recuerdo en estas páginas para la posteridad, se uniesen bajo el nombre de la colección dos obras extraordinarias de dos autores extraordinarios.

Las conexiones iban mostrándose con mayor nitidez cuando tracé el vínculo entre el número que nos convoca y el cuarto, el de Faneque Hernández. Fue el gran poeta agüimense quien me puso sobre la pista de estos Insulares (cuentos al alimón) y fue él quien estimuló —gracias a la consideración que le tengo— la lectura del original como una invitación para que lo valorase. A él debo el placer de la edición de un título como el que nos reúne. Yo sabía quién era Maribel Lacave, la magnífica escritora, la gran luchadora por los derechos humanos y, con especial énfasis, por los derechos de la mujer; yo sabía de su ejemplar trayectoria como defensora de los pueblo oprimidos, pero no supe hasta el instante en el que me lo descubrió Faneque que era hermana del excelente pintor Alberto Lacave, cuyas creaciones pueden verse, entre otros lugares, en los títulos del propio Faneque. Tampoco sabía del parentesco entre los excelentes poetas. Todo me llegó muy a posteriori. En cualquier caso, percibí que el apuntado juego de conexiones, aunque menos complejo para vislumbrar, seguía vigente.

La concienciación social como guía temática agrupa a los autores de los números 4, 5, 6 y, un tanto, el 2; la conciencia de canariedad, a los números 1, 3, 4 y, un tanto, el 2 y el 6; la conciencia narrativa está presente en los números 1, 2, 3 y 6; etc. Una cantidad significativa de “conciencias” comunes, además de las enumeradas, van tomando cuerpo a lo largo de la BCL sin que se hubiese previsto el que se diese esto. Todos estos afluentes van a parar al río de la BCL y este humilde editor no puede dejar de sentirse abrumado por ello, pues jamás concibió el que las cosas pudieran darse de esta manera.

Los seis autores que componen la actual colección pertenecen a seis universos que, en principio, para mí eran exclusivos en su singularidad. Cada uno llegó a mi ruta editorial a través de una vía diferente y con credenciales distintas. Jamás hubo nada que me permitiese unirlos a priori. Sus obras en la BCL vieron la luz como entidades independientes y ajenas a cualquier otro nexo que no fuese el nombre de la colección. Ahora, como islas autónomas de un archipiélago común, muestran unos lazos de conexión tan evidentes que, por sí mismas, participan de manera solidaria en la fortaleza de un conjunto literario como el que ocupa y preocupa a quien se honra en el ofrecimiento de estas palabras que ahora lees.

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Gracias al libro que en tus manos tienes, a esta declaración sobre la conectividad descubierta hay que sumar otras cuestiones que se han revelado para mí de una manera sorprendente y, hasta cierto punto, desconcertante. La más significativa de todas está relacionada con lo que yo definiría como “evolución del caudal”, siguiendo con la anterior metáfora del río. Algo iba barruntando sobre esta progresión, pero ha sido con la llegada del hermoso Insulares cuando todo se ha mostrado de una manera diáfana.

Cuando concebí la Biblioteca Canaria de Lecturas, pensé en autores noveles que no tuviesen deudas relacionadas con etiquetas del tipo “joven promesa”, en el sentido más literal de la expresión.[1] El azar y/o el destino me condujeron a un admirable grupo inicial (números 1, 2 y 3 de la BCL); un colectivo que, con su carga prosística particular a cuestas, destacaba por su enorme talento literario. Di gracias al feliz momento en el que se me había ocurrió la idea de hacer lo posible por que viesen la luz los tres primeros títulos, pues consideré entonces (y sigo pensándolo ahora) que si la fortuna los hubiese situado en el lugar y el momento adecuados, estaríamos hablando de autores muy leídos, muy difundidos y muy conocidos.

Con el número 4, Romancero sureño, el perfil común de los primeros escritores dio un paso más, pues Faneque Hernández ya no formaba parte del grupo de los que no habían publicado nunca, ya que tenía en su haber dos magníficos títulos que vieron la luz en Cam-PDS: La reina de Canaria (2010) y Cantos de mestizaje (2011); y estaba en la imprenta su cuarto libro: Abenchara (Cam-PDS, 2014). Sin embargo, compartía con los noveles el hecho de que, a pesar de las excelencias de sus obras, estas no hubiesen tenido la gran difusión y el conocimiento que se merecen, y que estoy convencido que tendrán a corto o medio plazo. Para la BCL, el cuarto número representó un gran paso editorial: por un lado, porque su autor ya conocía lo que era la experiencia de ver publicados otros trabajos suyos, lo que trajo consigo que la edición de su volumen se enriqueciese con el aporte de perspectivas diferentes a las del editor; por el otro, porque el Romancero sureño se erigió como el primer poemario de la colección en sentido estricto; el primero y, hasta ahora, el único.[2]

El quinto número fue el de Nacho Cabrera, una apuesta editorial arriesgada, pero tan gratificante como todas las anteriores. El suyo era un texto teatral (Ciudadano Yago), un género que no suele habitualmente ofrecerse para la lectura, sino para la representación. En este sentido, Nacho era un autor novel en el sentido de que no atesora muchas publicaciones “para leer”, pero es poseedor de un importantísimo bagaje de textos teatrales tanto científicos como escenográficos. Todo este material y su plasmación en las tablas han convertido a nuestro creador en uno de los mejores directores de teatro de Canarias y, sin duda alguna, en una de las espadas más firmes del teatro contemporáneo en lengua española. En este sentido, a nadie descubro su trayectoria.

 Si el Romancero de Faneque abrió la senda del género lírico, el Ciudadano de Nacho hizo lo propio con el teatral. Se cerraba así la circunferencia de los géneros literarios, pues a la narrativa, género al que se adscribían los tres primeros títulos, hay que sumar la carga ensayística que posee buena parte de los contenidos de Placeres textuales de Ángel Hernández Suárez (BCL 2).

Mas el caudal evolutivo que supuso la obra de Nacho se vio incrementado por otras dos novedades para la BCL al margen de la señalada adscripción al género dramático del título: la inclusión de dos versiones (en inglés e italiano) del texto en español, hechas por Angela De Siena; y la publicación de las partituras que ejecutaba Rubén Sánchez Araña en la representación de Ciudadano Yago y que él mismo arregló para la edición. De esta manera, el código lingüístico de la colección se enriquecía con un nuevo lenguaje, el musical.

Los cinco primeros títulos de la Biblioteca Canaria de Lecturas han tenido una magnífica acogida, testimoniada en los actos de presentación, en el constatado seguimiento por parte de muchos lectores y en la difusión que han recibido gracias a Internet. En este sentido, debo confesar la gran deuda que la BCL tiene con el portal Canarias Cultura, pues de la mano de Enrique Mateu, en primer lugar, y, luego, de Alicia Palma, la biblioteca ha gozado de un lugar privilegiado para expandir sus bienes a los lectores de habla hispana.

Recuerdo haber hablado con Alicia de mi deseo por abrir la BCL al resto de autores del archipiélago canario, como primer paso de una apertura de la colección a otros nombres y otros títulos. Como le ocurriera al profesor Nicolás Guerra Aguiar cuando, por cuestiones logísticas, centró su magnífico Escritores en el alba del siglo XXI (Mercurio Editorial, 2014) en autores de Gran Canaria; un servidor, por idénticas razones, había focalizado su atención en escritores grancanarios. Tras el quinto número, le expuse a Alicia mi interés por otros espacios geográficos, por otras escrituras que no se ubicasen exclusivamente en mi isla. Mi deseo era y es que la Canarias textual de la biblioteca llegase a los confines del mundo y que, con el poso de lo canario como esencia, de los confines del mundo se nutriese. Hablaba y hablo de una ligazón, aunque no sea explícita o nítida, entre las escrituras y sus creadores, y el concepto que representa un término como Canarias.

Sin haber terminado de dar forma a este deseo confesado, llegó a mis manos Insulares (cuentos al alimón). Fue como si hubiese frotado alguna lámpara mágica porque aquello que pensaba y pienso que era y es bueno para la BCL se hizo realidad; pero no de cualquier manera, no, sino atendiendo a lo que he apuntado al principio sobre la conectividad y sobre la evolución del caudal. Todo se mostraba ante mí como si el arquitecto del destino hubiese previsto y ordenado que lo que tocaba tras los títulos apuntados era el sexto que nos ocupa, ni más ni menos que esta obra.

Ya lo apunté: sin saber el trazado conectivo que sostenían a Faneque con Maribel, recibo el archivo con los cuentos. El primer sentimiento fue el de un preocupante inquietud porque era consciente de que el nombre de la autora no es el de una escritora desconocida, alguien que quiere darse a conocer, alguien que ha compuesto un texto y que busca quien se lo publique; no, ni muchísimo menos. Hablamos de Maribel Lacave y ese nombre, en estos lares del Atlántico, tiene un peso y una consideración incuestionables.[3] Mi intranquilidad es la propia de quien es depositario de un grandioso tesoro: no pienso tanto en la calidad del texto, que la presupongo, sino en mi capacidad para darle a este tesoro el tratamiento que se merece.

Leo el título: Insulares… Me gusta, posee una connotación mágica para los que habitamos en el amor a nuestras islas; luego, una clave: cuentos al alimón. Aparece un segundo autor para el título que nos convoca: Constantino Contreras. «Él tiene que ser otro grande, sin duda alguna», intuyo.[4]

Nueva “evolución del caudal”: dos autores para un título. Es la primera vez que ocurre en la BCL. Luego, con la indagación sobre la vida y obra de estos, percibo que este caudal se ha incrementado considerablemente. Me abruma el premio que el azar y/o el destino me ha deparado para el sexto número de la colección.

La dedicatoria es un canto de unidad: «Para la gran familia canario-chilota». El gentilicio da sentido al título (Insulares) y concede, con la referencia al archipiélago de Chiloé, la fortaleza simbólica que representa el encuentro de nuestra colección con el espacio lingüístico más importante de nuestro idioma: América. Mas no con cualquier lugar de habla hispana, sino con Chile…

Mi Chile

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«El azar concurrente». Esta era la expresión que el maestro Osvaldo Rodríguez Pérez solía apuntarme cuando confluían acontecimientos inesperados en un punto del tiempo y el espacio concretos. Cuántos azares concurrentes no presenciamos en aquellos años en los que compartimos tanto y que conservo con la devoción de quienes custodian todo aquello que es considerado como sagrado.

Hubo un periodo de mi vida (fijémoslo entre los años 1996 y 2002, aproximadamente) en el que el curso de nuestros caminos fueron paralelos y fecundos. Él me enseñó las buenas artes del maestro que es y yo le mostré las buenas disposiciones del discípulo suyo que era y que, a día de hoy, me sigo considerando.

De su mano llegué a las crónicas de Indias en Chile, sobre las que algo expuse en distintos foros y que sirvieron de inspiración y fundamento para la composición de la introducción al libro Poesía atlántica (Anroart Ediciones, 2007), que titulé «Del océano tenebroso al mar afectuoso», y para los contenidos sobre el español de América que reflejé en las dos ediciones que realicé del Vademécum del Ámbito de Comunicación, publicadas en Beginbook (2012) y Mercurio Editorial (2013), respectivamente.

Osvaldo me enseñó a mirar a Chile con los ojos de quien siente el país andino como una tierra de promisión espiritual; y logró, sin proponérselo explícitamente, que anidase en mí un sueño que todavía confío en ver hecho realidad antes de que mi río llegue a su desembocadura: ir al Parque Nacional Cabo de Hornos o, si me apuran, al Islote Águila para ver y sentir la línea imaginaria que separa el Océano Atlántico del Pacífico; presenciar el punto donde los colosos se encuentran y abrazan la inmensidad del planeta que nos acoge.

Sé que todo esto dicho así no puede dejar de causarte la impresión de que me vuelvo muy lírico, muy poético…, pero no puedo exteriorizar de otra manera mi atracción por un espacio que, a través de la lectura de las referidas crónicas y de obras como La araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, solo puedo percibir con la visión de que aquel es un lugar mítico.

Con Osvaldo aprendí a mirar al otro lado del espejo. Gracias al regalo de sus conocimientos sobre literatura precolombina y las crónicas de Indias, aprendí a calibrar una suerte de perspectiva sobre la denominada realidad mágica americana que me permitió invertir el orden de los elementos calificados: cuando la visión eurocentrista, amparada en una rancia y estulta superioridad cultural, interpreta en clave de inverosimilitud la veracidad de América, lo que está haciendo en realidad es confesar de manera encubierta que la Europa verosímil es anodina y sombría.

Esta ráfaga de recuerdos surgió al leer el vocablo “chilota” y, por extensión connotativa, el término “Chile”. Mas cuando el grato placer de la memoria se había apaciguado, la saeta del azar concurrente me dio de lleno en el centro de mi universo: el tomo que firmaban los grandes Maribel Lacave y Constantino Contreras; la obra que en su título fijaba una analogía con la percepción del espacio amado, Insulares; el volumen que me condujo a plantear como veraz mis expuestas impresiones sobre la conectividad y que mostró cómo emergía con más ímpetu el detectado caudal evolucionado de la BCL; este libro, en suma, había sido prologado por… Osvaldo Rodríguez Pérez. «Azar concurrente», diría el maestro sonriendo; «no», apunto atónito mientras ruego, de manera juanramoniana y sin esperar mucho de mi inteligencia, que se me dé el nombre exacto, no de las cosas, así, en general y abstracto, sino de esta “gran cosa” que, con un aura mágica, ha traído a nuestra colección su impresionante sexto título.

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Insulares (cuentos al alimón) es un libro compuesto por 45 relatos cortos que responden, en líneas generales, al canon más o menos fijado para el género o subgénero narrativo de los microrrelatos o minificciones, o como quieras denominarlo; a saber: brevedad o, para ser más precisos, concisión;[5] uso de elipsis que facilitan la esencialidad e intensidad expresiva de la construcción narrativa, que posee ya de por sí un argumento ficcional muy bien definido, y que permite el planteamiento de interpretaciones por parte del lector, cuya disposición lectora debe ser activa;[6] extremo cuidado en el manejo de la lengua literaria, que es sometida a un proceso de experimentación lingüística de manera constante; introducción de elementos propios de otras formas literarias, lo que se viene a denominar “hibridación genérica”; recurrencia en el desarrollo textual a los marcos de conocimiento a través de la intertextualidad, la metaliteratura, etc.; uso habitual del comienzo in medias res; se reduce a su mínima expresión las descripciones y los diálogos, y se limitan las coordenadas espacio-temporales; la estructura carece de complejidad y se prescinde de la disposición tradicional de planteamiento, nudo y desenlace; los personajes poseen una hondura psicológica poco profunda; hay una tendencia hacia la elaboración de finales inesperados, sorprendentes, incomprensibles, en ocasiones, lo que mueve al lector, en buena medida gracias a la brevedad del texto, a la relectura; presencia destacada de lo fantástico, lo humorístico, lo irónico, lo paródico…, todo ello con un trasfondo, más o menos perceptible, de intención crítica; los títulos son muy importantes, pues su significación contribuye a la interpretación del micorrelato…[7]

A continuación reproduzco tres relevantes extractos del artículo de Lagmanovich;[8] los cuales, sumados a las características expuestas sobre el subgénero narrativo, deben ayudarnos perfilar o fijar, aunque sea grosso modo, las peculiaridades literarias que poseen las hermosas creaciones de Insulares (cuentos al alimón):

[…] Un texto así no se planea, no se propone a un editor posible, no lo discute uno con su cónyuge o con los amigos, ni siquiera se esquematiza: es escritura pura, que surge decididamente de la conciencia del escritor cuando algo interior le dice que debe escribir lo que se ha formado en su interioridad. Y este impulso es urgente, porque los microrrelatos no escritos –aquellos que no llegan a la pantalla o al papel porque el presunto autor desobedece un mandato interior– son como los poemas sentidos pero no nacidos: entorpecen funciones del organismo y pueden llevar a la enfermedad y la desesperación […]

[…] escribimos microrrelatos porque queremos experimentar cómo es la creación de algo “redondo”, como suele decirse: un producto literario satisfactorio en sí mismo, autosuficiente, dotado de autonomía, que pueda apreciarse en un golpe de vista y que, a pesar de la velocidad de la escritura y de la consiguiente rapidez de la lectura, guarde significados diversos y profundos. La autonomía es esencial […]

[…] ¿por qué escribimos microrrelatos? Los auténticos escritores no lo hacen para torcer el rumbo de la literatura occidental, ni para lograr que el ejercicio de las letras cambie las condiciones de vida de los sectores más desposeídos de la sociedad. El escritor escribe estos textos, en primer lugar, porque siente la urgencia de hacerlo; también, porque tiene necesidad de contar algo; inmediatamente, porque su modelo de narración está caracterizado por la concisión. Surge entonces la noción de la autonomía narrativa, lo que lleva a considerar las distintas maneras de contar que ofrece el microrrelato. Y por sobre todas esas cosas, el escritor imagina y escribe ficciones mínimas porque procura experimentar –y transmitir a sus lectores– la alegría de la creación […]

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Las 45 piezas que componen Insulares (cuentos al alimón) representan la puesta al día de sus autores con el mundo de los microrrelatos, pues la edición que nos convoca cuenta con la revisión de los textos publicados en otros volúmenes (Dos para un tango; De promisión y Los mundos de la minificción [Vid. nota 32]) más la adición de veinticuatro historias que ven la luz por primera vez en estas páginas: Nomeolvides, La muerte de Nixon, La soledad de los náufragos, Entrega a domicilio, Las vueltas de la vida, El payador, El sueño de Luco, El remero Segundo García, Felonías y esplendor de Lupercio Aguilera, La palabra sagrada, Lejos de la costa, Por el tiempo y el espacio, El voto decisivo d “el Molleja”, De cómo Orlando Peri llegó a convertirse en “el Molleja”, La fosa, Cuesta arriba, cuesta abajo, Canarita, Al vaivén de las olas, El novato, Querencia y fuga, Crónica de una crisálida, Más allá de la curiosidad, El naufragio de Tobías y La rata.

Cada relato, cada mensaje, cada expresión retórica… conforma un entrañable universo en forma de isla textual que se integra en el archipiélago creativo de Insulares; todo ello con una profunda proyección hacia la cosmovisión compartida de sus autores, hijos de islas y, por extensión, de archipiélagos. El sentimiento es común, con independencia de las aguas que bañen las costas o el punto cardinal de la brújula, al margen de administraciones políticas o antecedentes históricos: el aislamiento connotativo del término “isla” es una llamada a la percepción más nítida de la globalidad; probablemente, porque sentimos con mayor firmeza el ya mentado abrazo de los océanos. Quizás sea esta circunstancia la que nos permita captar, de manera más clara que los continentales, los latidos del planeta.

En este sentido, Insulares es un inmenso, un intenso, un sublime latido de vida; de ahí que la muerte se erija como uno de los componentes esenciales de estas páginas. La noción universal que posee la frase et in arcadia ego adquiere en la obra que nos ocupa su más abrumadora expresión, pues la muerte se presenta a través de múltiples formas: como la asunción del final de un proceso vital hermoso (La muerte de Nixon); como una sorpresa (Imprevisto o Entrega a domicilio); como aquello que convive íntimamente con la propia vida (Coincidencia); como el principio de otra existencia (La leyenda del drago); como testimonio de justicia para la igualdad (Ley de la selva o Tres andanzas de Willy Burns); sin entrar en juicios de valor, como justicia ante una injusticia (La palabra sagrada o Sólo dos tiros), etc.

La muerte no es una entidad conceptual aislada, sino el envés de una moneda existencial cuyo haz es la vida, y esta solo es posible si se configura bajo el único imperio válido para la humanidad: el de la libertad. Insulares, fiel al bello latido vital que representa, es un sonoro canto a la libertad, como lo atestiguan: La evasión de Eva, La soledad de los náufragos, Contracambio, Canarita, los textos indicados sobre justicia ante una injusticia; y, entre otros, los relatos que, asentados en la historia real, dan cuenta, con mayor o menor explicitud, de las trágicas consecuencias que han generado las tiranías opresoras. La libertad, pues, es otro componente esencial, otro pilar fundamental en la concepción de las escrituras de nuestra obra. Su presencia, como la de la muerte, es perceptible en todo momento, con independencia del grado de intensidad de esta constatación.

Maribel y Constantino, deudores de una conciencia basada en la justicia y la igualdad, ligan la universalidad de los términos “muerte” y “libertad” con un tercero que, a mi juicio, se fija a los expuestos con una sólida trabazón: “mujer”. Si algo nos ha demostrado de manera incuestionable la historia de la humanidad es que esta se ha escrito con la tinta de la sangre impresa en las pieles de millones de mujeres víctimas del mayor holocausto jamás habido: el de los hombres en su afán por configurar un mundo hecho a su imagen y semejanza, un mundo regido por sus leyes y sancionado con la violencia física.

Las mujeres de Insulares no deben verse, a tenor de lo expuesto, como estereotipos fijados de manera arbitraria para consolidar la veracidad y justeza de una denuncia, sino que, siendo veraz y justo lo denunciado, se erigen como entidades individuales, con personalidad propia, con una suerte de autonomía que confiere a las minificciones un rasgo de identidad propia en comparación con otras composiciones del mismo subgénero narrativo.

Algunos personajes femeninos buscan la libertad tras una penosa experiencia de sometimiento espacial y emocional: La evasión de Eva, Contracambio o La soledad de los náufragos; otras son víctimas de esa búsqueda de la libertad (La fosa, La palabra sagrada, Sólo dos tiros o la metáfora que encierra Canarita), de las consecuencias atroces de episodios históricos (Asignatura pendiente, Nomeolvides…) o del propio tiempo: El regreso. Algunas, dentro de un marco narrativo fantástico, se convierten en símbolos: La leyenda del drago; Lala, mariposa azul o La recompensa; y algunas, por inversión de la realidad, en heroínas sometidas a los vaivenes de una cultura misógina: La ley de Talión.

Si hay un espacio, al margen del Sáhara o Canarias, que se fije de manera indeleble en la topografía geográfica e inspiradora de Insulares (cuentos al alimón) ese es, sin duda, la Patagonia, el inmenso océano de tierra que cubre la zona más austral de América.[9] En este entorno se desarrollan las ficciones: Tres andanzas de Willy Burns, El sueño de Luco, las dos narraciones sobre el Molleja o El naufragio de Tobías. En todos ellos, bajo el amparo de la cabaña ganadera ovina, se habla de los temporeros, del refugio de muchos en el alcohol, de la violencia y carencia de escrúpulos como únicos medios para sobrevivir y prosperar… Son textos crudos, inclementes en sus formas, lejanos a la poesía; escritos que aspiran a que el lector capte la dureza del lugar y, por extensión, la de los corazones de quienes habitan en un medio laboral y humano tan hostil.

Atados al afán de prosperidad expuesto se muestran los relatos: Las vueltas de la vida, Felonías y esplendor de Lupercio Aguilera y Por el tiempo y el espacio. El primero relata los cambios de mentalidad del protagonista, Carlos Riveros, quien pasa de ser un bondadoso y humilde idealista a convertirse en un intolerante y despiadado burgués. Este magnífico texto sirve para retratar a los muchos que, de manera inopinada, se transformaron para abrazar ideologías totalitarias y perdieron la noción de su nobleza humana para adentrarse en la infame locura de dictadores como Franco, Hitler, Mussolini, Videla, Pinochet…[10]

En la historia de Lupercio Aguilera se cuenta, con un innegable trasfondo irónico, cómo un vulgar ladrón termina convirtiéndose en una persona respetable, hasta el punto de llegar a ser concejal de su municipio, aspirar a la reelección y ver con buenos ojos el presentar su candidatura a diputado por su región. [11]

Por el tiempo y el espacio habla de una evolución que podría reconocerse como perfecta síntesis de la historia de la humanidad; una historia que parte del entroncamiento del ser humano a la naturaleza y que desemboca en la cómoda estancia del hombre en un mundo virtual que lo aísla absolutamente.[12]

Gracias a la destacada conciencia de justicia e igualdad que preside el ánimo de nuestros autores, es posible el trazado de estas tres certeras historias sobre la prosperidad que, como el resto de microrrelatos de Insulares, llegan a la BCL con una intensa luz que permite alumbrar la somnolencia de las noches de conformidad e indolencia en las que, de manera más o menos voluntaria, nos hallamos. Desde lo vero è ben trovato, a partir de una prosa que, en líneas generales, es poseedora de una profunda carga poética, nuestra obra asume el compromiso de removernos del sueño en el que nos hemos anquilosado. Por eso, no son inocentes las páginas de estos cuentos al alimón, ni ñoñas, ni frívolas; no, las que adornan este magnífico volumen son hojas que angustian cuando nos situamos en la analogía que fija un anciano entre su situación y la del tren que realiza su último viaje antes de que lo lleven al desguace en El rapto de la Aurora; hojas repletas de violencia (v.g. Entrega a domicilio), de frustración (v.g. La soledad de los náufragos) y de soledad (v.g. Okupas); hojas llenas de lucha frente al inevitable olvido de los recuerdos infantiles (v.g. Facundo, el mejor helado del mundo o El payador) y frente al permanente azar adverso, ese que jamás concede comodines (v.g. Imprevisto); hojas, en suma, con la muerte, para la libertad, por la mujer…

Hojas en las que, a pesar de la crudeza, es posible, en algún instante, soñar con volver a poner claveles en los cañones de las escopetas; y flores con las que diluir las mercantiles dictaduras de la sinrazón, fundadas sobre el desprecio y la desconfianza; y pétalos, en resumen, sobre los que sembrar la esperanza en el camino de nuestras vidas. Este es el mensaje mágico, delicioso, entrañable, gozoso… de La epidemia, un inmejorable relato literario que cumple con la hermosa función de ayudarnos a proyectar el deseo de un mundo mejor.

Hojas, para ir concluyendo, en las que evidencian la bendición de los grandes en forma de inspiración. Percibo su tono en La soledad de los náufragos, con su evocadora esencia al “Solo vine a llamar por teléfono” de García Márquez; en La epidemia, donde suenan Las intermitencias de la muerte de Saramago; en esa Escalera de Penrose que representa El sueño o El regreso, que me han reactualizado al Borges de “El otro”; en…

Súmesele a lo implícito de este carácter estilístico la explicitud en las referencias a grandes como Haroldo Conti, el célebre escritor argentino desaparecido en el Golpe de Estado argentino de 1976, mencionado en Cuestión de números, un extraordinario relato en el que la anotación por parte de X (o sea, de cualquiera de nosotros) de un año en un ordenador es respondida por el aparato con la exposición de un dato histórico: al escribir 1976, la máquina señala «Argentina. Secuestro y desaparición de Haroldo Conti»; cuando hace lo propio con el año 1973, el personaje (nosotros mismos) ve en la pantalla el nombre de su país (Chile) y el icono de un arma de fuego, lo que le conduce a no seguir indagando más. En España, si anotásemos en el imaginario equipo el año 1936 veríamos un icono de arma de fuego similar; y si hiciésemos lo propio con el año 1939, aparecería, sin duda, el feliz rostro de la más cruel muerte.

Conti llega a estas páginas, pues, para que no sea olvidado y para que, con su triste recuerdo, esté presente en la conciencia de los lectores esa historia que no debe ser negada con la ignorancia, el desdén o la indolencia porque de sus heridas todavía supura el dolor más agudo y el más abrumador abatimiento por la injusticia que el tiempo no ha reparado todavía. Son historias en forma de fechas y acontecimientos deleznables: noviembre de 1975 está presente en El último espejismo; el Golpe de Estado chileno de 1973, a través de Asignatura pendiente (donde se muestra cómo en él no solo se dañó la democracia, sino las vidas de muchos, como en las guerras) o La fosa (donde se vienen a encontrar aquellos que murieron por culpa de la más detestable muestra de violencia, la que proviene de la represión); el salvaje bombardeo a refugiados que los marroquís realizaron en Tifariti en 1976 y que se menciona en Crónica de una crisálida; etc.

En la referida «Crónica…», un relato del que uno no puede evitar detectar una fragancia autobiográfica continuadora de los trazos marcados en Lala, mariposa azul, un hermosísimo texto sobre la libertad y la imaginación, tres grandes más se unen a la mencionada explicitud de las referencias: Leopoldo Panero, María Teresa León Goyri y José Agustín Goytisolo Gay. El lirismo narrativo del relato, con toda su carga metafórica a cuestas, contribuye a gestar para el lector una suerte de evocación tamizada por el tiempo que sirve para homenajear a los autores citados, con los que se llegó a descubrir el camino de unas escrituras identificativas.

Por la parte que me toca, entre los grandes citados debo situar, en la recta final de este preliminar, a los gigantes que firman este extraordinario título. Su trayectoria editorial, incluida la obra que nos convoca, los sitúa entre los memorables; su calidad humana, expuesta en las páginas de este Insulares (cuentos al alimón) y salpimentada con mis pobres aunque sinceras observaciones, los eleva a la categoría de ejemplares.


[1]. En «Saboreos del Kopi Luwak de Cabrera Cruz», publicado en la web de Canarias Cultura el 14 de agosto de 2013, trazo un perfil sobre este tipo de autores noveles que había descubierto y que estimularon la creación de la Biblioteca Canaria de Lecturas.

[2]. En Caleidoscopio de Julio Pérez Tejera, el primer número de la colección, hay un anexo con poemas del autor teldense, pero lo que prevalece en el título es el género narrativo.

[3]. Emergiendo el silencio (1975), Inventario de estrellas (1980), Con toda la mar en los bolsillos (1983), La paloma dormida (1988), Donde sólo media luna (1988), Los espejos rotos (1997), Sin fronteras (2000), Dos para un tango (en colaboración con Constantino Contreras, 2002), Como florece el Dafne en el invierno (2004), Los canarios del lago Budi (2006), Cuentos de la Abuela Majareta (2005), Los mundos de Gali (2008), Isla Truk (en colaboración con María Jesús Alvarado, 2011), Mestizada (susurros para Paula) (2012) y Cuentos al revés (2013) son perlas de un camino literario en el que hay que incluir sus colaboraciones en publicaciones periódicas desde temprana edad (Azor de Barcelona, Poesía toda de Bilbao o Caracola de Málaga) y sus contribuciones a la lucha por la igualdad y los derechos sociales que han visto la luz en revistas tan emblemáticas como: Sansofé, El Puntal, Tierra Canaria o Mundo Obrero. A estas escrituras hay que unir las grabaciones de sus creaciones en diferentes discos (Muestras de Cultura Popular, 1990; Caminando entre las estrellas, 1992; Pasiones, 2002; La Voz de los Poetas, 2002; Señas de identidad, 2003…), los múltiples reconocimientos (1er premio de Poesía Juan Alvarado, 2004; Premio del “Certamen de Cuentos en Movimiento”, 1999; las menciones especiales en el Premio Nosside de Italia, 2008, 2009 y 2011; o, por no hacer más prolija esta enumeración, el Premio San Borondón 2011 por su defensa de la cultura canaria y los derechos humanos) y, cómo no, su activa participación en organizaciones e instituciones solidarias y culturales como: Agrupación Chilota de Escritores (ACHE), Agrupación Cultural El Rodezno de Chiloé, Amigos del Sahara, Asociación Canaria de Escritores (ACE), Centro de Cultura Popular Canaria (CCPC), Comité de Apoyo al Pueblo Chileno, Frente Amplio de Uruguay, etc.; y en eventos tan relevantes para nuestra identidad como: Encuentro de Solidaridad con los Pueblos de África y América Latina (Espal), Encuentros de Poetisas de Chiloé, Muestras de Cultura Popular…

[4]. Y no yerra mi instinto… El suyo es un camino eminentemente académico, que parte de una escuela de Primaria (la Camilo Henríquez de Valdivia) y que, gracias a su sólida formación en la Universidad Austral de Chile y en la Complutense de Madrid (donde se licenció en 1978 y se doctoró en 1982 con una brillante tesis dirigida por Manuel Alvar: Visión de América en el léxico de la «Apologética» del Padre Las Casas), le ha llevado a ejercer la docencia y la investigación en diferentes instituciones: la mencionada Universidad Austral de Chile (en Valdivia), la Universidad de Los Lagos (antes denominada Instituto Profesional de Osorno, situada en la región chilena de Los Ríos), la Universidad de California (EE.UU.) o la Universidad de La Frontera (en Temuco, Chile). Fundó, junto con el profesor Eduardo Barraza, la revista Alpha (artes, letras y filosofía) que editaba el área de Filosofía y Letras del Departamento de Educación, Humanidades y Artes de la Universidad de Los Lagos y que llegó a dirigir entre los años 1985 y 1989, y ha estado vinculado a numerosas publicaciones científicas de primer nivel. En la actualidad, pertenece al consejo científico de la revista Estudios filológicos de la Universidad Austral de Chile. En su currículo destacan obras como: Teatro folklórico: una representación de Moros y Cristianos (1965), Estudio lingüístico-folklórico de Chiloé: Mitos y actividades laborales rudimentarias (1966), Mitos de brujería de Chiloé (Estudio lingüístico-folklórico) (1966), «Mario Ferreccio Podestá» en Estudios Filológicos, n.º 15 (1980), «Lengua y folklore en la obra de Rodolfo Lenz» en Estudios filológicos, n.º 24 (1989), Estudios de lingüística latinoamericana (1991), Cuentos orales de raíz hispánica (1992), Cuentos orales de adivinanzas (selección, estudio y notas de Constantino Contreras, Eduardo Barraza Jara y Pilar Alvarez-Santullano, 1995), «Romancero general de Chiloé» en Estudios filológicos, n.º 33 (1998), Dos para un tango (en colaboración con Maribel Lacave, 2002), «Arauco en el imaginario de Lope de Vega» en Alpha, n.º 19 (2003), Para saber y contar: cuentos orales de raíz hispánica en la periferia de la Araucanía (con Luis de la Barra A., 2004) y Oralidad y cultura tradicional (con Mario Bernales, 2007) y un largo etcétera que omito para no fatigar al lector con la abrumadora trayectoria editorial de este autor.

[5]. «Más que brevedad, que es una palabra bastante frecuentada, a este rasgo prefiero llamarlo concisión. No es lo mismo lo conciso que lo corto: en una extensión mayor también puede haber concisión, si es que no hay excipientes, si nada sobra, si se usan las palabras justas y ninguna de las innecesarias. Escritura concisa, ajustada: virtud de los grandes escritores, el decir mucho con pocas palabras» [Lagmanovich, 90. Vid. nota 32].

[6]. «En  un buen  microrrelato  siempre  se  sugiere  más  de  lo  que  se  muestra» [Navarro, 250. Vid. nota 32].

[7]. La bibliografía sobre el microrrelato es muy extensa. Como no obra en mis intenciones convertir estas páginas en un referente teórico sobre el subgénero narrativo que te conduzca a presuponer una erudición que no poseo y que difícilmente llegaré a tener, citaré unos pocos títulos que me han resultado muy útiles para situar Insulares (cuentos al alimón) en el marco teórico-literario al que pertenece. Estas referencias deben verse como una muestra muy válida para hacernos una idea general y precisa sobre el tema que nos ocupa, pues la selección posee la virtud bibliográfica de ser una puerta abierta para conocer con mayor profundidad la naturaleza de las minificciones.

Hablo de títulos como… VV.AA.: Los mundos de la minificción. Edición de Osvaldo Rodríguez Pérez. Valencia : Aduana Vieja Editorial, 2009; Fé, Carlos de la: Antología del microrrelato en Canarias. Las Palmas de Gran Canaria : Anroart Ediciones, 2009; VV.AA.: De promisión. Antología. Las Palmas de Gran Canaria : Puentepalo, 2006; Lagmanovich, David: «El microrrelato hispánico: algunas reinteraciones» en Iberoamericana, vol. IX, n.º 36 (2009), págs. 85-96; Navarro Romero, Rosa: «El espectáculo invisible: las claves del microrrelato a través de los textos de Ana María Shua» en Castilla. Estudios de Literatura, n.º 4 (2013), págs. 249-269; Rojo, Violeta: «Breve manual para reconocer minicuentos» [Documento en línea]. El Cuento en Red. Revista Electrónica de Teoría de la Ficción Breve. n.º 22 (otoño 2010). [Consulta: 21-7-2014] ISSN 1527-2958; Álamo Felices, Francisco: «El microrrelato. Análisis, conformación y función de sus categorías narrativas» en Revista Signa, n.º 19 (2010), págs. 161-180; Hernández Hernández, Darío: El microrrelato en la literatura española. Orígenes históricos: Modernismo y vanguardia. Tesis doctoral presentada en la Facultad de Filología de la Universidad de La Laguna bajo la dirección de Nilo Palenzuela Borges (La Laguna, 2012); Bustamante Valbuena, Leticia: Una aproximación al microrrelato hispánico: antologías publicadas en España (1990-2011). Tesis doctoral presentada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid bajo la dirección de José Ramón González García (Valladolid, 2012); Alonso Ceballos, Mariví: El microrrelato argentino: intertextualidad y metaliteratura. Tesis doctoral presentada en la Facultad de Filología de Universidad Complutense de Madrid bajo la dirección de Juana Martínez Gómez (Madrid, 2014).

Las tres últimas menciones deben verse como una señal de la importancia que el subgénero narrativo ha ido adquiriendo en los últimos tiempos, lo que le ha permitido pasar de ser un “esporádico ejercicio literario singular” (las comillas hay que recalcarlas) a poseer una entidad propia digna de ser estudiada por especialistas y desarrollada por avezados escritores.

[8]. Vid. nota 32; págs. 88, 90 y 91, respectivamente.

[9]. Frente a la idea de la tierra, la del mar, un elemento espacial determinante en relatos como: El remero Segundo García, Lejos de la costa o Al vaivén de las olas.

[10]. La lectura de este relato me hizo recordar la esclarecedora Historia de un alemán. Recuerdos 1914-1933 de Sebastian Haffner (1939).

[11]. Siguiendo la consideración común que suele tenerse hacia los políticos, la ironía se asentaría sobre la conclusión de que Lupercio, en realidad, no ha cambiado de oficio: en cualquier caso, no ha dejado de ser un ladrón. El recurso de la ironía está presente de manera exquisita en otro relatos: en El monólogo de Jorge Negrete, cuando el fiero defensor del ganado, quien ha hecho frente durante tantos años a los delincuentes más sanguinarios, sucumbe por una paliza que le dan unos hinchas de fútbol por un comentario inoportuno; o en La epidemia, cuando «una mañana el capitán Velázquez sorprendió a la tropa de marinería con una arenga sobre la convivencia y la paz».

[12]. Mi identificación con el contenido de este relato proviene de una lejana conclusión personal en la que visualizaba este progreso como el resultado de un tránsito pronominal: los pasos del hombre en la Tierra comenzaron a darse a partir de la constatación de todo lo ajeno (los ellos); cuando se familiarizó, supo cómo dirigirse a su entorno (ustedes/vosotros) y entendió que debía formar parte de la totalidad (nosotros). Con el “nosotros” nacieron los pueblos; con los pueblos, los líderes (las singularidades en tercera persona reconocidas como los ejemplares). Hecha la comunidad, se fortalecieron las individualidades y aparecieron las pequeñas unidades, los y yo. Los siglos han ido moldeando la 1ª persona del singular: de un “yo” en medio del oscuro teocentrismo a un luminoso “yo” atropocentrista; luego, un “yo” donde estaba Dios; y de ahí a este “yo” del siglo XXI, “yoísmo” en el más puro sentido, en el que los humanos viven de acuerdo a los dictámenes del neologismo selfie.

Sueltas notas a la literatura de los siglos XX y XXI (sobre valías y clasificaciones)

«[…] Yo tengo los pies sobre el mundo desde que comenzó este puto juego. He alimentado todas las sensaciones que el hombre ha querido experimentar. Siempre me he ocupado de lo que quería y nunca lo he juzgado porque nunca lo he rechazado, a pesar de todas sus imperfecciones. ¡Soy un devoto del hombre! Soy un humanista; puede que el último humanista. ¿Quién en su sano juicio podría atreverse a negar que el siglo XX ha sido mío por completo? […]».[1]

Quisiera que esta cita me sirviese de antesala para sostener mi convencimiento sobre la naturaleza inclasificable de las producciones artísticas y culturales del siglo XX y, por extensión, del siglo XXI. Un primer avance de esta satánica idea sería la afirmación: «Frente a la perfección del orden, las imperfecciones de los experimentos»; una visión que hemos de envolver en una gran pregunta dubitativa: ¿cómo ubicar en compartimentos estanco la obra de creadores que, sin proponérselo explícitamente, acuden voluntariamente a morder la manzana prohibida por los cánones para (como notarios de su época) dar fe de sus multidisciplinares impresiones del mundo que contemplan, en la mayoría de los casos, con horror, desconcierto, angustia…?

Al orden sistémico de los siglos precedentes, el que sitúa los periodos culturales occidentales tal y como nos fueron dados a conocer en nuestros entornos académicos, le sigue una suerte de satanismo demiúrgico cuando llegamos a los siglos XX y XXI que se sostiene sobre un intenso inconformismo hacia el conocimiento de la teoría cómodamente aceptada de las empresas creativas, lo que conduce a la necesidad de romper cuanto hay en la búsqueda incesante de algo (“algo”, «algo», algo…) que realmente sea nuevo bajo el Sol, aunque solo pueda ser en las formas y en los medios de indagación de lo inefable, pues los sentimientos y los impulsos —los ejes generadores de mensajes— son los mismos en la medida que de asuntos humanos tratan: no es el qué lo que importa tanto, sino el cómo.

Esta aceptación de los hechos para la literatura de los siglos que nos ocupan fue la que me condujo, en una suerte de relativa y, si me apuran, arbitraria coherencia, a omitir en las dos ediciones del Vademécum del Ámbito de Comunicación, en el apartado dedicado a la historiografía literaria, cualquier apunte sobre las características del periodo referido en los términos que empleé para las anteriores etapas culturales (Renacimiento, Barroco, Realismo, etc.):

[…] Omito en estos apuntes cualquier referencia al siglo XX porque quiero resaltar el carácter heterogéneo y multidisciplinar de esta centuria en lo que respecta a la creación artística; lo que impide, a mi juicio, una clasificación tan precisa como la que puede hacerse para los siglos anteriores. Las reglas para trazar convencionalismos más o menos aceptables en los periodos anteriores se desmoronan al llegar el siglo XX. ¿Por qué? Quizás porque se trata del periodo de la humanidad en el que lo que puede ser beneficioso (las comunicaciones, la globalización, la velocidad con la que progresan la ciencia y la tecnología, etc.) también puede llegar a ser perjudicial (el horror de las dos guerras mundiales, que nunca antes se habían dado en la historia del hombre en la Tierra, o la tragedia de la Guerra Civil española; las persistentes crisis económicas, sociales e ideológicas, etc.). En este sentido, el siglo XX es el del caos y el orden, el del libre albedrío llevado a sus límites más extremos.[2]

Tampoco haré mención alguna a las características del siglo XXI porque ninguna perspectiva tengo sobre las producciones literarias realizadas hasta ahora. Todo es muy reciente y la sombra del siglo XX sigue siendo, a mi juicio, muy alargada y densa. Es posible que el término de Literatura contemporánea fijado para el siglo pasado sea necesario prolongarlo para este. No lo sé; reconozco que no lo sé. Los tramos vitales son demasiado cortos como para ver en el presente lo que es medianamente factible percibir en el pasado. Quizás sean necesarios un par de siglos más para que, con la necesaria distancia temporal, sea posible fijar una clasificación de las obras literarias de los siglos XX y XXI con la misma precisión (adecuada o no) con la que ubicamos las que van desde el siglo XIX hasta los orígenes de nuestra lengua literaria.

La creación artística está plagada de silencios y desconocimientos: poco es lo que se sabe si consideramos que infinitas han tenido que ser las obras de arte (textos, músicas, pinturas…) realizadas. De lo poco conocido, muchísimo menos es lo que ha sido valorado por los especialistas; e infinitamente menor lo considerado “apto” para que sea difundido, protegido y admirado.

Las etapas artísticas no son más que un convencionalismo basado en la razón del mínimo común múltiplo matemático:

[…] Lo que nos parece sobresaliente de esta etapa resulta que tiene como peculiaridades esto, esto otro y lo de más allá; por tanto, cabe concluir que para este periodo artístico las características son: esto, esto otro y lo de más allá, afirman los científicos; y eso es lo que enseñamos en las escuelas, institutos y universidades: que las composiciones de la etapa X se corresponden a las peculiaridades estas, estas otras y las de más allá.

¿Es justo? ¿Cabría afirmar que el imparcial y riguroso método científico aplicado a los estudios artísticos y culturales, en el fondo, no es tan imparcial ni tan riguroso? Me pregunto por esos miles (¿millones, quizás?) de manuscritos que, por ser demasiado vanguardistas, novedosos, “raros”, para su generación no pudieron ser impresos o transcritos para que quedase alguna constancia de ellos. Pienso ahora en los que no pasaron la criba del tiempo.

Qué pena, ¿verdad? Qué pena y qué tragedia la de cientos (¿miles, quizás?) de visionarios que tenían excelentes y revolucionarias ideas, pero que tuvieron la mala suerte de vivir en épocas históricas e ideológicas adversas.

Si por alguna virtud de los siglos XX y XXI me preguntases, tengo clara la respuesta: zanjó el problema de los límites creativos. Todo vale, aunque todo no sea a nuestro juicio agradable […].[3]

A principios del siglo pasado, la necesidad de hallar nuevas formas de expresión trajo consigo el nacimiento de los conocidos como ismos de vanguardia: creacionismo, cubismo, dadaísmo, existencialismo, expresionismo, fovismo, futurismo, surrealismo, ultraísmo… En todos ellos anidaba una voluntad explícita de renovación del lenguaje artístico, de cambio, de transformación… de las herramientas que hasta ese momento formaban parte de un convencionalismo que los impulsores de estos movimientos sentían desfasado. Surge así el deseo de experimentar, de probar cómo echar abajo la tradicional uniformidad de la expresión con el fin de reivindicar una libertad creadora lo suficientemente eficaz para que todas las singularidades pudiesen expresar su contrariedad ante la realidad tan convulsa que les había tocado presenciar. Aquella era una llamada de atención ante la historia, una suerte de provocación que debía movilizar el tradicional estatismo con el que hasta ese momento habían aceptado los consumidores de productos culturales las obras literarias, pictóricas, musicales, etc., de su tiempo.

Se impone (con matices, claro está, como todo en la vida) la idea del “todo vale”; una convicción que aparece a partir del término clave del periodo histórico: la libertad. El siglo XX es el siglo de la libertad (ya sea buscada, hallada, perdida); y donde esta impera, aunque solo sea en la conciencia y no en los palacios, existe la noción de igualdad. Es así como se configura una realidad donde unos tiran hacia un lado y otros hacen lo propio en sentido contrario (y a todos, a su manera, les ampara una suerte de razón —son iguales ante ella—); unos críticos sostienen lo que otros rechazan (y todos, también a su manera, tienen argumentos válidos —ante ellos son del mismo modo iguales—); el arte vale lo que se quiera pagar por él (el dinero —nos guste o no— iguala las condiciones de acceso a la inmortalidad) y la globalización en las comunicaciones, la información y la formación convierte a todos los consumidores, canónicos de antaño, en poseedores de un porfolio particular de gustos, apetencias y tendencias (cada uno es libre —o debería serlo— para escoger aquello que le agrade sin que le sea impuesto). La televisión y el cine contribuyeron a esta asunción de la igualdad ante el “todo vale” a lo largo del siglo XX; en el siglo XXI, a la influencia de estos medios se tuvo que sumar el acceso universal a la informática, que no arrancó del todo hasta las dos últimas décadas del precedente siglo.[4]

En la actualidad, vivimos en la llamada era digital. Lo digital es la marca que nos aleja de los cómos del pasado, puesto que los qués (amor, guerra, muerte, esperanza…) siguen siendo los mismos. De una manera u otra, no podemos permanecer al margen de lo que representan las Tecnologías de la información y la comunicación sin que anide en nuestra conciencia la convicción de que estamos desconectados de la realidad que nos circunda. En mayor o menor medida, todos nosotros (dejamos a un lado a los anacoretas) nos sentimos dependientes de muchos aparatos cuya operatividad viene determinada por el código binario.

De esta necesidad, reflejada en nuestra cotidianeidad personal y laboral, no se han librado las artes. A los ismos del veinte, que vieron en la mecánica, la fotografía, el cine, etc., nuevas formas de expresión, habrá que incorporar ahora, para el veintiuno en el que nos hallamos, un ismo exclusivo: el “digitalismo”; o sea, la presencia del mentado código binario en la producción artística, bien como herramienta para la creación per se, bien como instrumento de difusión. Es así como surgen, para la literatura (el universo creativo que me preocupa como labriego de palabras), nuevas formas de composición: el Diario de Ana Frank muy bien podría haberse compuesto en nuestros días a través de un blog, el sistema SMS es idóneo para la elaboración de microrrelatos, qué tal un foro digital para hacer una novela participativa, quién no ve con agrado una presentación poemática con música de fondo e imágenes sugerentes… Nuevos canales, pues, para que fragüe en el multidisciplinar lector los mismos mensajes de siempre. Mientras aumenta considerablemente el número de emisores, una enorme sombra vuelve a proyectarse en forma de gran duda y adquiere los límites de una ancestral gran pregunta: en realidad, ¿todo vale? [5]

Articulaciones


[1]. Este fragmento corresponde al monólogo final de Satanás, encarnado en John Milton (personaje interpretado por Al Pacino), que aparece en la película Pactar con el diablo de Taylor Hackford (1997).

[2]. Es aquí donde tiene hueco la cita con la que empieza este artículo.

[3]. Primera edición: Beginbook Ediciones, 2012; segunda edición: Mercurio Editorial, 2013. Aunque en la primera añadí al volumen una breve antología de la literatura en lengua española para Secundaria, situada en el apartado 10.5 del tema 10, en la que incorporaba una selección de textos literarios del XX y XXI, en los apuntes sobre los periodos literarios (apartado 10.3), nada expuse sobre los mentados siglos salvo lo expuesto en este artículo.

[4]. El célebre Windows de Microsoft no se comercializó hasta 1983 y la red mundial de Internet no se hizo pública hasta el 6 de agosto de 1991.

[5]. Sobre esta cuestión hice algunos apuntes más concretos y extensos en el preliminar de la edición de Ciudadano Yago de Nacho Cabrera, publicada en la Biblioteca Canaria de Lecturas (número 5).

Los libros «físicos» como alimento de la mente y el cuerpo

Hace un tiempo, no sabría decirte cuánto, aunque deduzco que por las fechas de la publicación de mi Lecturas civiles, puesto que lo que deseo contarte está relacionado con un decálogo que aparecía en esta obra, al final, a favor de los libros impresos, alguien (sé quién, pero no debo desvelar su identidad) me preguntó sobre las razones por las que seguía haciendo uso del soporte papel para que viesen la luz mis publicaciones y, por extensión, aquellas otras que me tenían como editor o mediador editorial. «Cómo es posible —me preguntaba mi interlocutor— que, no siendo lego en cuitas digitales, continúes defendiendo como lo haces la impresión de libros sobre papel. ¿Romanticismo?», preguntó con relativa sorna; amable sorna, sí, pero sorna al fin y al cabo.

Yo, sin pretender ser cínico, le espeté un rotundo: «Es la economía…». Le expliqué a continuación que un libro impreso, mi dilecto lector, da de comer a muchas bocas. Quizás no tantas como puedas imaginarte, pero sí muchas más que un archivo digital. No niego la existencia de un cierto aroma romántico en el papel; pero, en estos tiempos tan verdaderamente poco proclives para la lírica, mi balanza tiende a ir, con más frecuencia de la deseada, hacia el lado de la supervivencia física.

En los agradecimientos de mi ‘Quijote’ tuneado, me acordé de todos o, mejor dicho, de buena parte de los poseedores de bocas que son alimentadas por los libros con lomo. Frente a una economía que elimina puestos de trabajos, ¿qué tal una que traiga pan para los trabajadores y sus familias? Así se lo recordé a mi oculto interlocutor cuando volvimos sobre el tema tras la lectura de la señalada tabla gratulatoria; y así lo sigo defendiendo a día de hoy desde mi humilde posición de editor. Le dije lo que entonces dije y sigo ahora diciendo:

«Para que un libro llegue a las manos de un lector es necesario que muchas personas cumplan con la tarea empresarial que se les ha asignado:

alguien tiene que hacer la revisión editorial y rellenar la hoja de créditos que ves en la segunda página,

alguien tiene que negociar con la imprenta el coste de los ejemplares,

alguien debe hacer las gestiones administrativas oportunas para que el libro quede registrado de manera adecuada,

alguien debe configurar la maquinaria de impresión para que los ficheros del texto y de la cubierta se impriman,

alguien debe hacer el trabajo de encuadernación del texto impreso y la cubierta,

alguien debe supervisar que todos los libros se han impreso y encuadernado sin errores,

alguien debe llenar las cajas con los ejemplares,

alguien debe cargar las cajas de libros en el vehículo de transporte,

alguien debe gestionar la documentación de la mercancía para que llegue a su destino,

alguien efectúa el transporte desde la imprenta (lugar de origen) hasta el destino (la editorial),

alguien debe descargar las cajas en el almacén de la editorial y de la distribuidora,

alguien de la distribuidora llevará los libros a la librería,

alguien de la librería los recibirá y los registrará para su venta,

alguien en la librería lo vende…

Quiero dar las gracias a todos esos “álguienes” que he enumerado y a los que, por despiste u economía de la enumeración, no he citado, a quienes pido perdón por la omisión».