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Un dejarlo para seguir] siempre [Nicolás Guerra Aguiar

I

El maestro me dice que lo deja. «Cómo que lo dejas», le replico. No le creo. Sigue publicando sus magníficos artículos en Canarias7. Sin ir más lejos, acabo de leer un ejemplo de fina ironía y crítica lúcida y mordaz: “Sí, en efecto: también es un ser sintiente” (3 de febrero).[1] Tiene cuerda para rato. Lo sé y se lo digo. «Es mi último libro», me aclara. Me pongo nerudiano («Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero»): no sé por qué ha tomado esta decisión; pero tal vez, en el fondo, sí entienda el porqué.[2] Sus habituales textos en el citado diario grancanario y el que nos regale cada año un título (este que lees debería haberse publicado el año pasado, pero por mi culpa… —por mi culpa, por mi gran culpa—) demuestran que su ingenio e intelecto siguen siendo admirables, de ahí ese desconocimiento declarado a su decisión —ddd— que, con la debida contundencia (hija de la sorpresa y hermana del disgusto), le hice llegar en su momento; mas, por otro lado, capto de alguna manera lo que significa la idea de final, la sensación de que ya se ha cumplido con un quehacer que, para el caso que nos convoca, le ha ocupado y entretenido de un modo singular desde comienzo de siglo; sobre todo, desde los últimos trece años, o sea, desde que un servidor lleva siendo su editor habitual (no por ello el más importante, por supuesto).

Me detengo en esto que acabo de señalar. Echo cuentas. De los doce títulos que ha publicado…

  1. 1997. Literatura canaria. Desarrollo del currículo. 2º Bachillerato. [coautoría] (Gobierno de Canarias)
  2. 2000. Tres consejos de guerra y un consejo de paz (Centro de Cultura Popular Canaria)
  3. 2002. La extraviada sonrisa de Luisita camino de Gáldar o La casa amarillo gofio (Ayuntamiento de Gáldar)
  4. 2003. Poemas de Pedro Lezcano [selección y estudio] (Interseptem)
  5. 2010. Voces de nuestra lengua (Anroart Ediciones)**
  6. 2011. Gáldar, Aregaldan, Agáldar… (Anroart Ediciones)*
  7. 2012. Antología cercada [edición y preliminar] (Ediciones Cabildo Gran Canaria)
  8. 2014. Escritores en el alba del siglo XXI (Mercurio Editorial)*
  9. 2017. Sansofé. En defensa de la libertad secuestrada (Mercurio Editorial)
  10. 2020. Gáldar desde la serena distancia (Mercurio Editorial)*
  11. 2021. La represión franquista contra Gonzalo Pérez Casanova (Mercurio Editorial)
  12. 2023. Entre el aula y la calle (Mercurio Editorial)**

…la mitad los ha hecho concediéndome el privilegio de que se los editara (*) y, en la mitad de estos, además, que compusiera el prólogo (**). Si eliminamos del total enumerado aquellas referencias en las que su labor ha sido la de preparador de la edición y no de autor sensu stricto (tomos de 2003 y 2012) o compartiendo la autoría (título de 1997), un servidor ha tenido la fortuna de participar en el apasionante proceso que ha permitido que viera la luz el 66% de los libros del maestro. Lo apuntado, que avala de alguna manera mi conocimiento de su producción y de los fundamentos ideológicos e intelectuales, así como estilísticos, sobre los que vertebra su escritura, no aclara los motivos para dejar de cumplir con el ritual de un título al año, salvo que yo no fuera capaz de entender que, en realidad, lo que deseaba decirme era que el que nos convoca es su último libro «conmigo». ¿Y si lo que en verdad me dijo fue «Es mi último libro contigo» y yo, descolocado, me quedé con el «Es mi último libro…», desatendiendo la elemental información: ese pronombre personal que confirmaría mi destierro (mi “destextación”) de su huerto?

Si así fuera, me volvería de nuevo nerudiano («Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero»): estaría triste por perder lo que tan feliz me hacía, pero qué feliz estaría por saber que nuevas obras sacaría el profesor de las imprentas benditas. Mas el epílogo de Entre el aula y la calle, compuesto por dos emocionantes piezas, no parece poner en duda que el pronombre personal referido a un servidor no estuvo presente en su declaración. Su último libro es este y yo, como estrecho asistente durante casi tres lustros de lo que ha sido su trayectoria editorial y, por extensión, de cuanto ha tenido que ver con sus escrituras y participaciones de naturaleza cultural y académica, me veo en la tesitura de consolidar en mi entendimiento y ánimo las razones que justifican esta decisión del maestro. Si me amparo en los brillantes artículos que sigue publicando, no la entiendo (¿o será, más bien, que me empeño en no querer entenderla?); pero si me sujeto a lo ya anotado, en esa metáfora que apunta al cierre perfecto de la circunferencia y en el círculo resultante, que simboliza el orden, el equilibrio…, y en la asunción plácida de que hay un tiempo para todo —lo que implica asumir que tras cada principio ha de haber un final—, y en que siempre es mejor saber cuándo dejar una empresa (por las razones que sea) a desmigar el crédito personal tratando de hacer bueno lo que ya no es posible que lo sea, entonces puedo empezar a vislumbrar las luces que disipan las tinieblas de mi extrañeza.

Los dos somos docentes, con diferentes situaciones administrativas, es cierto, pero docentes, al fin y al cabo. Cuando se asimila la enseñanza como un modus vivendi, nunca se deja de pertenecer a ese universo vocacional que pulula en torno al magisterio. Súmesele a ello, además, nuestra condición filológica o, por ser más concreto, esa inclinación profesional y afectiva hacia lo que tiene que ver con la lengua y la literatura castellanas. Este libro, como todos los que ha compuesto el maestro, rezuma pedagogía e hispanidad. Amamos nuestro idioma, y nuestro dialecto, y los textos escritos en nuestra lengua, y aquellos que reflejan la singular manera de expresarse de los nuestros, los canarios;[3] repito, amamos esto e intentamos que no falte en la valija educativa que cada día portamos y que nos sitúa por la devoción más próximos al amor de Eneas por su padre que al condenado Sísifo.

Con esta convicción firme he asumido el premio de estos trece años a su lado y lo que significa su decisión. Creo que, en esta etapa de su vida, el profesor Guerra Aguiar puede centrar sus provechosos quehaceres creativos en los artículos que periódicamente nos regala y que a todos nos iluminan desde las páginas del Canarias7 sin que por ello tenga que sentir que nos está fallando o que decepciona nuestras expectativas, pues no es poco lo que nos ha dado en el último medio siglo —digo bien: medio siglo—. Es desacertado circunscribir sus excelentes aportaciones académicas y culturales a cuanto ha realizado desde que publicara su obra más conocida y difundida (Tres consejos de guerra y un consejo de paz, finales de 2000) y, con ella, de algún modo, como inevitable consecuencia de la inspiración o estado de gracia de las musas, sacara a la luz el artículo “Sobre ustedes, vosotros, engodos y otros” (La Provincia/DLP, 16 de septiembre de 2001), el texto con el que iniciara la felicísima trayectoria que le ha situado en la consideración de ser uno de los más afamados articulistas canarios de esta centuria.

Las cuentas echadas al principio son insuficientes. Detrás de los trece años juntos o del casi cuarto de siglo que lleva siendo objeto de nuestras atenciones y admiraciones particulares, hay un largo camino que merece ser tenido en consideración y que, recogido en las hemerotecas, testimonian lo beneficioso que ha sido para todos nosotros ser contemporáneos y paisanos suyos —más aún si a estas condiciones se le unen las afinidades doctrinales e ideológicas—. En las páginas de la prensa de las últimas cinco décadas, erigidas ahora como crónicas de andanzas, se halla de alguna manera las razones que podrían justificar la decisión de que este sea el postrer libro del profesor Guerra Aguiar. Hablan todas del compromiso firme, indesmayable, fiel… con los suyos —nosotros, los nuestros— desde donde siempre supo que sería de utilidad para facilitar la comprensión del mundo que nos rodea y, en consecuencia, para que pudiésemos contribuir a su mejora: desde las aulas, con la lengua castellana como estandarte y con la literatura hispánica por horizonte.

II

Al otro lado de mis trece años junto a él y de los veintitrés del siglo XXI que todos conocemos hay un recorrido que, en este que ha de ser en buena lógica el último prólogo que le escribo, me ha apetecido transitar, no porque necesite confirmar lo que de sobra sé (la naturaleza de su legado), sino porque deseo que estas páginas —nacidas en principio para hablar de la obra que nos convoca y, por tanto, de las singularidades de su prosa ensayística— sirvan de agradecimiento por el extenso y valioso periplo que ha realizado; un viaje que inicio con otro, con un retorno por Semana Santa recogido en un breve eco de sociedad aparecido en La Provincia el 3 de abril de 1971: «Regresó de Tenerife don Nicolás Guerra Aguiar». Veinte y… no sé cuántos años tendría entonces, intuyo. A partir de aquí, a partir de esta travesía, comenzaré la mía junto al maestro rumbo a ese horizonte de 2001, el punto de inflexión; en el camino, habré de dar con los hitos que forjan un trayecto existencial que merece ser recordado.

En el mar, cada ola atravesada acorta las llegadas; en las hemerotecas, ocurre lo mismo con cada página que se deja atrás. Del 3 de abril pasé al cuatro, luego al cinco; del no sé cuándo del cuarto mes salté a mayo; más tarde a junio… «Es joven aún», me dije: «No habrá nada todavía». Julio, agosto, septiembre. «Ya estará en las aulas universitarias», deduzco aceptando la llegada de un nuevo curso escolar. Octubre, noviembre y… ¡para! Aparece el primero. Lleva el nombre de Antonio Padrón. Me detengo a contemplar cómo ocho meses después del escuetísimo apunte periodístico, el dos de diciembre, en El Eco de Canarias se nos habla de un «joven entusiasta, de reconocidas inquietudes literarias y artísticas, y actualmente presidente-coordinador de la Colonia Universitaria de Gáldar, aquí, en La Laguna» al hilo de un homenaje al referido pintor que la institución superior lagunera tenía previsto realizar el sábado 4 y en el que contó con la organización de la citada asociación, dirigida por entonces, como cabe deducir, por nuestro protagonista.

Apunto en mi bitácora el nombre del artista que murió a la edad de 48 años. Era también de Gáldar, como ese «joven entusiasta». Hago la anotación y de repente, sin saber cómo, sin preverlo, sin dominar lo que sucede, las páginas de los periódicos comienzan a pasar de un modo vertiginoso. Miro lo último que he escrito y todo se detiene. Me fijo en el encabezado del diario. He dejado atrás dieciséis años. Ahora estoy en el Club Prensa Canaria. Es 19 de febrero de 1987. Veo al maestro presente en la reaparición del grupo folclórico Los Cebolleros de Gáldar, en el desarrollo de un acto que busca homenajear al pintor con motivo del 67 aniversario de su nacimiento. En el anuncio del evento que publica el Diario de Las Palmas se lee que los integrantes de la formación musical…

«reconocen la responsabilidad que sobre ellos pesa, al verse convertidos en transmisores de los sentimientos, hasta ahora desconocidos, de Antonio Padrón como hombre vinculado a la música popular, poeta y autor de letras de varias canciones. El artista, que hizo una obra dentro del indigenismo, con gran dedicación al submundo mágico Y preocupación por el concepto de identidad insular es autor, pues, de versos y melodías sorprendentes».[4]

Más adelante, se afirma que Nicolás Guerra Aguiar «disertará sobre la importancia de la nueva programación del grupo, en la que tendrán cabida no sólo las piezas musicales de Antonio Padrón sino también otras de gran valor literario y musical, con temática canaria».

Tras leer la noticia, el orden cronológico exige su criterio y todo avance se vuelve retroceso. Pienso que volveré al sábado 4 de diciembre de 1971, pero me detengo en el miércoles 18 de julio de 1973. En los diecinueve meses que han transcurrido lo imagino dedicado a sus quehaceres estudiantiles. Así justifico la ausencia de nuevas en la prensa. 18 de julio… Es inevitable pensar en el golpe de Estado que 37 años antes trajo consigo el desastre de la guerra a nuestro país. Aunque el dictador ya andaba de capa caída en 1973 —veintiocho meses después fallecería—, tiempos de celebración seguían siendo estos dieciocho, tan próximos a ese 25 de julio dedicado a la festividad del patrón de España (Santiago Apóstol o Santiago de los Caballeros), que también lo es de Gáldar.

El topónimo “Gáldar” brilla de un modo especial. En el Diario de Las Palmas, en la sección “Los pueblos” de la que es responsable el que llegará a ser director de La Provincia durante una década —Diego Talavera Alemán—, se apunta que el por entonces «universitario de Románicas» conducirá al día siguiente (el diecinueve) un acto cultural denominado Sábor Literario, un evento de variedades compuesto por la presentación de la Reina de las Fiestas de Santiago del citado municipio grancanario (Mery Ojeda), la lectura del pregón (de la mano de Francisco Rodríguez Batllori), el fallo de un certamen literario (que ganó Eugenio Moreno Benítez) y la interpretación de varias piezas por parte de la Coral Polifónica de Gáldar. El 8 de agosto, en una escueta nota, se apunta a la «brillante intervención como mantenedor del acto» de Nicolás Guerra Aguiar.

Observo la piecita de prensa. Sonrío. ¡Qué lejos estaba de imaginar este joven de 1973 que nueve años más tarde, en concreto el 22 de julio de 1982, a las 20.00 horas, en el Teatro Municipal, sería el encargado de formar parte de la espléndida pléyade de pregoneros que han abierto las puertas de las Fiestas Mayores de Santiago! «Lo que es la vida», me digo.

No salgo del espacio donde me encuentro, aunque sienta que avance en el tiempo dos meses. Miro a mi alrededor. Sigo en el teatro del municipio galdense, el mismo lugar que será objeto de un artículo en su Gáldar, Aregaldan, Agáldar… (págs. 121-125). Es 2 de octubre de 1982. El reloj marca las 19.30 horas. El Liceo de Agáldar organiza la presentación del libro de poemas El otro mar de Sebastián Monzón Suárez. El maestro junto con Celso Bañeza, ambos docentes en el mismo centro educativo, serán los responsables de hablar sobre la obra. Tres días más tarde, en una crónica del evento aparecida en La Provincia, leo:

«Don Nicolás Guerra Aguiar, licenciado en Literatura y profesor del Instituto Pérez Galdós, comenzó su disertación lamentando la ausencia de su compañero don Celso Bañeza, que debía participar con él, a quien le impedía hallarse presente que su padre se encontraba enfermo de gravedad. Una bella y muy aleccionadora lección la pronunciada por el señor Guerra Aguiar, y a la vez un completo estudio del libro de Sebastián Monzón y del buen hacer del poeta galdense afincado en Agaete, ello sabiamente explicado dentro de un tiempo insólitamente breve, como compete al enseñante de calidad».

El nombre de Chano Monzón sigue presente. Una escueta nota de prensa informa que el 13 de marzo de 1997, a las 18.30 horas, en un ciclo de conferencias del Club Dynamis de Las Palmas, iluminó el entendimiento de los asistentes con una disertación titulada “En torno a un poema de Sebastián Monzón”. La memoria se enciende: “Sebastián Monzón, entre la mar, Gáldar y el soneto” es un artículo que publicó el 2 de septiembre de 2017 en prensa y que acondicionó para su Gáldar desde la serena distancia… (67-70). El hijo predilecto es objeto de atenciones por quien debería serlo…

¿Cómo?

Me detengo.

Lo compruebo.

Me inunda el estupor.

La pregunta es inevitable: tras todo lo recorrido —estas páginas lo testimonian, la memoria colectiva lo confirma—, ¿aún no se le ha concedido esta merecidísima distinción? Y en esto, lo siento en el alma, no caben dilemas nerudianos: no lo entiendo y no lo entiendo.[5] Sigo.

De un poeta galdense a otro: catorce meses después, el 27 de mayo de 1998, a las 20.00 horas, en el Club La Provincia, el maestro presenta junto a varias personalidades académicas y políticas el cuaderno poético Del barco del recuerdo de Frank Estévez Guerra, el primer número de la colección Ágape. Debo parar. Un instante, solo. No es poco lo que el profesor y yo hemos hablado sobre la necesidad de que la obra de este poeta, fallecido en mayo de 2014, con el que me unió una estrecha relación hasta el punto de fundar juntos un ¿sello editorial? —no sé cómo denominarlo— que convinimos en llamar Princeps, se recoja y estudie como creo que se merece. Es una de esas deudas que no sé cuándo ni de qué manera se podrá articular y que uno siempre tiene en mente cuando el nombre del vate surge.

Sigo. Estoy lejos de donde lo dejé. Estaba en 1973, en medio de un Sábor Literario previo a las fiestas mayores del municipio. Deseo emprender la marcha, pero algo me lo impide. Solo he podido llegar hasta 1986. Observo las notas y lo recogido. ¿Qué me sujeta a quedarme en este punto del eje cronológico? Tras buscar y rebuscar, por aquí, por ahí, por allí, como el que intenta localizar la avería de un vehículo, doy con la clave: un artículo de Gáldar, Aregaldan, Agáldar… que se revisó para que viera la luz en las páginas de un periódico en 2005 y se arregló para la referida obra de 2011. Al nombrar el libro, se detuvo el trayecto. El título del texto: “Juan Borges, escultor de vidas”. El origen del escrito es el que tengo frente a mí. Homónimo. Apareció el 5 de octubre de 1986 en La Provincia.

«Cuando los vientos sardineros echan a volar las crestas de la mar y reclaman para sí la costa y la geografía galdenses, en esos frescos atardeceres, allá por las tierras que muestran su música al cielo, la Montaña de Amagro acaricia los rostros azules del día que se recoge. Es el atardecer, fresco y luminoso. La fotografía de la realidad circundante queda dominada por el efecto artístico, por la acción manual: alguien, en una casa de San Isidro, está creando armonías pétreas o arcillosas como lo hiciera allá, en Neuquén, en la Patagonia. Y es que el hombre, animal solidificado y obrero silencioso, podrá —si sus manos son ágiles y hábiles para fecundar— transmitir lo más íntimo de su quehacer, redondeando y puliendo lo que en principio fuera sólo masa informe. […]

Porque vidas, mágicas vidas, han despertado de las noches de ensueños para mostrar al hombre de aquí y ahora que Neuquén, puerto fluvial y centro de una rica área agrícola de regadío, es, también, río que baja de los Andes Patagónicos, testigo mudo de culturas remontadas a 15 o 20.000 años, como afirma el profesor Martín de Guzmán, compañero de aventuras de Juan Borges por esas tierras americanas. […]

La piedra argentina ha parido vidas, sentimientos, para mostrar al hombre europeo que la infinita proyección de las miradas puede, incluso, traspasar los océanos. Son rostros hieráticos en su rigidez vital, aparentemente dormidos, desconocedores de la sonrisa o el mínimo gesto de alegría. Muestran la dureza del medio enroquecido como la madera que el escultor ha moldeado. […]

Impresionan, en efecto, las obras indigenistas americanas de Juan Borges. Parece, porque así se muestran, que los dioses milenarios de las culturas precolombinas han seguido marcando, con absoluta prepotencia, las vidas y los cuerpos de estos nativos. Y parece que la historia, la que pretende celebrar su 500 aniversario sigue ahí, viva y presente, haciéndose aún por los conquistadores de turno».

Tras la lectura, ahora sí, puedo volver a ese 19 de julio de 1973 en el que encandiló a los asistentes al Sábor Literario y seguir la línea cronológica del maestro. Reviso mis apuntes. Muchos nombres propios y una condición: la estudiantil. Medio año después, la voz troca por otra: “profesor”. La hemeroteca lo declara. El 17 de enero de 1974, en La Provincia, en una noticia que firma un tal F. Medina, se informa de que los alumnos salesianos pondrán en escena Muerte en el barrio de Alfonso Sastre.

«Todos ellos, plenamente identificados con los personajes que representan, actuarán bajo la dirección de un profesor —Nicolás Guerra Aguiar— de cuyas actividades como actor fuimos testigos en La Laguna durante nuestros años de Universidad».

Esto apunta el periodista. El que fuera estudiante de Románicas ha accedido, pues, a una plaza de docente, aunque sea de las eventuales. Ya está donde le corresponde y donde llevará a cabo la ingente misión pedagógica que ha marcado su trayectoria laboral e intelectual.

Mas el capricho de la curiosidad, palanca que toda voluntad alza, no escatima en saltos temporales. Ha sido anotar la palabra “teatro”, subrayarla, y las páginas de los periódicos, cual revoloteadoras aves, se han agitado hasta depositarse en una del Diario de Las Palmas. Miro la fecha: 24 de noviembre de 1982. Es un artículo de nuestro protagonista: “Paco Arroyo, o el arte de hacer buen teatro”:

«Cuando la representación teatral ha de enfrentarse a una serie de problemas técnicos (exposición, caracterización…) que posibiliten la comprensión del texto por un público no especializado en el autor (en este caso García Lorca con «Lola la comedianta» y «Comedia sin título», dos obras incompletas, las más de las veces algunos directores (autodefinidos como «profesionales») recurren a ciertos artilugios o mecanismos artificiales de poca importancia. Su capacidad creativa queda reducida: presentan una obra trabajada con poca imaginación y escaso conocimiento. […] Pero, por suerte, Paco Arroyo domina la técnica teatral. Deja escapar su mente creadora, tremendamente imaginativa, y deambula con placidez y seguridad por la obra lorquiana […]

Paco Arroyo, mal que le pese a los envidiosillos de turno, sabe hacer teatro. Y sabe establecer y mantener ese hilo conductor que arranca del escenario y se dirige, mostrando las señas de un camino, hacia el público admirado, recreador del propio espectáculo, receptor del texto y del contexto. Ya podrían, por necesidad, aprender de él los que presumen de hacer buen teatro que, “haberlos, haylos”».

Acabo la lectura de la pieza. Anoto junto a la voz “teatro” el nombre de Paco Arroyo y la fecha del mismo Diario de Las Palmas cambia a 17 de abril de 1984. «Qué rápido pasa el tiempo», pienso percatándome de que en el desenfado con el que he soltado mi afirmación —a tenor del salto de poco más de dieciséis meses que acabo de presenciar— cabe percibir una consecuencia de este periplo que contigo estoy efectuando en este prólogo: qué veloces transcurren los días, sí; cómo en el devenir de estas hojas que nos convocan se constata un medio siglo que, por su condición, ha de quedar siempre atrás, en la memoria de cuantos fueron testigos, en la crónica de quienes sean lectores. Continúo. Divagar, en ocasiones, espesa el ánimo. Miro. Frente a mí, otro texto: “La Consejería de Cultura y el Encuentro Juvenil de Teatro Clásico”. Lo leo. Sonrío. Artículo de queja con esa fina retranca del maestro.

«El Grupo del Aula de Teatro y alumnos de 3° F representaron, respectivamente, el Entremés de los refranes, de Cervantes, y La púrpura de la rosa, de Calderón, muy bien dirigidos por Paco Arroyo. La Consejería de Cultura (y Deportes) había nombrado un jurado compuesto por cuatro personas: tres de ellas ligadas profesionalmente al Teatro (parte cultural de la Consejería); la cuarta, físicamente identificada con el aparato de radio y el partido de fútbol que se estaba jugando entre el Barcelona y Las Palmas (parte deportiva de la Consejería). […]

Pudo también haber sucedido que este cuarto señor se confundiera (o le confundieran) de “terreno”. Y que, en vez de enviarle a Barcelona, lo hicieran al Pérez Galdós; aunque, si fue así, ¿se imaginan ustedes los apuros y sufrimientos del cuarto elemento del jurado (parte cultural) enviado, por error, al Nou Camp? ¿Se lo imaginan buscando las unidades dramáticas máximas y mínimas en un fuera de juego o en un saque de esquina? Ante esta realidad, vejatoria para el Arte, insultante para los alumnos y espectadores, ¿ha pensado Cultura (y Deportes) presentar sus disculpas? ¿O hemos de seguir soportando sus incongruencias y pasotismos ante actos con los que se identificó Vicente Aleixandre y ante los cuales esa Consejería hizo mutis, allá por el año 82?».

¿Qué ocurrió en el 82? ¿Por qué aparece Vicente Aleixandre? Anoto en mi bitácora su nombre y detecto que un brillo especial envuelve la hemeroteca. El Eco de Canarias, edición 2 de junio del mentado año. La pieza: “Un premio Nobel felicita a los poetas canarios de Antología Cercada”. Es una declaración que firma nuestro protagonista a propósito de un acto celebrado el 21 de mayo en el Instituto de Bachillerato Pérez Galdós y que versa sobre la ignorancia de los «señores de la Cultura y de los medios informativos nombrados» hacia la importancia de los vates homenajeados en el evento: Agustín Millares, Pedro Lezcano, Ventura Doreste, Ángel Johan y José María Millares. Objetivo principal del encuentro académico:

«dejar constancia de la irrebatible realidad de la obra: primera manifestación, a nivel nacional, de la poesía social española de postguerra».[6]

Quien da fe de esta verdad es el poeta Vicente Aleixandre gracias a la nota mecanografiada que remitió el 19 de mayo de ese año y que puede verse como fotografía en el periódico. Este testimonio lo reprodujo el maestro en su edición de Antología cercada de 2012 y merece la pena que aparezca de nuevo en estas páginas porque representa una de las grandes contribuciones del galdense al conocimiento y difusión del valor de la generación de la Cercada. Esto fue lo que redactó quien ganara en 1977 el reconocimiento más prestigioso que puede concederse a un escritor:

Queridos amigos:

Acabo de recibir la noticia del Homenaje a la Antología Cercada. Aunque estas líneas ya no llegan a tiempo, quiero enviaros mi cercanía y mi identificación con vosotros en esta conmemoración gozosa. En mi memoria está, y mientras yo dure, lo que representó esa Antología en la evolución de la poesía española. Fuisteis los verdaderos pioneros de un movimiento que había de dejar un hondo surco en la marcha de nuestra lírica y además me atrevería a decir que en el mismo decurso de la cultura social.

Vaya pues mi felicitación para todos vosotros y un abrazo de mi solidaridad en estas faustas fechas.

Tras esta lectura, siento que se enhebra el camino, que en ese eterno retorno al pasado, al deseo de no perder el hilo cronológico, se encuentra una suerte de orden universal que le da sentido a todo. Mi anterior punto estaba en los salesianos de 1974 con Alfonso Sastre como pretexto. Busqué al maestro en 1975, pero no lo hallé; en 1976, tampoco; ni en el 77 y 78; y ya confiado en que no aparecería en 1979, se me presentó hacia finales de año, un 17 de diciembre, formando parte de las actividades culturales organizadas por el Instituto Nacional de Bachillerato Saulo Torón de Gáldar. Ese día, a las 18.00 horas, impartió el autor de este libro una conferencia con el título “Introducción al estudio de la poesía social en Canarias”. Esta intervención contó luego con la participación de los poetas Agustín Millares Sall (1917-1989), Pedro Lezcano Montalvo (1920-2002) y José María Millares Sall (1921-2009).

Siguiendo el hilo cronológico, es la primera vez que constato el vínculo que lo une con alguno de los vates que forman parte de Antología cercada (1947), lo que en este particular viaje que realizo a través de las páginas de la prensa del último cuarto del siglo XX me conduce a plantear —quizás con más visos fantasiosos que reales— que este encuentro de los cuatro fue el inicio de un largo y estrecho trato que se prolongaría hasta el final de cada uno de los integrantes de la generación poética y cuyo colofón cabría situar en la excelente edición del centón que en 2012 publicó el Cabildo de Gran Canaria bajo la supervisión del profesor Guerra Aguiar. En el diario de viajes, enmarco con recuadros los nombres: Agustín, José María, Pedro. El de Pedro con un trazo más grueso. «Pedro, sobre todo», pienso…[7]

Mi ánimo me empuja a saltar por las páginas de los periódicos para dar con la confirmación de este hito esencial en la trayectoria intelectual y académica del maestro. ¿De qué otra manera designar el encuentro entre los poetas y el más lúcido de sus lectores? Creo dar con ella en tres momentos de 1980: 3 de octubre, Diario de Las Palmas, reseña sobre Hago mía la luz de José María Millares Sall (Taller Ediciones JB, 1977); 17 de octubre, en el mismo medio, artículo sobre Desde aquí de Agustín Millares Sall (Taller Ediciones JB, 1977); y 27 de noviembre, como jefe de estudios del Instituto Mixto de Gáldar, donde organiza un recital poético en el que intervienen: Agustín Millares Sall, José María Millares Sall y Francisco Tarajano Pérez. Sí, está claro: el vínculo existe, la relación se ha consolidado; Antología cercada ya tiene a su mejor embajador en las aulas.

Mas un nombre acaba de unirse a las voces que la bitácora va recogiendo: el de Tarajano. «Con él empezó la escritura periodística», recojo en mis notas tras revisar textos y fechas. En mi peregrinar lector, quijotesco en ese propósito de hallar muescas de su quehacer como situaciones donde impartir justicia buscaba el hidalgo manchego, doy con su primer artículo, anterior a los dedicados a los hermanos Millares Sall, ya señalados. Se trata en esta ocasión de una reseña publicada en el suplemento La Cultura del Diario de Las Palmas el viernes 12 de septiembre de 1980 que se ocupa de Años malditos de Francisco Tarajano, un poemario que vio la luz ese mismo año y que representa el tercer título de este prolífico hijo predilecto de Agüimes tras Ajijidos y aguijadas en Canarias (1979) y Con un abrazo de hermanos (1980).

En el prólogo, el ingeniense apunta una serie de confesiones que, hasta cierto punto, no me resultan difíciles de asociar a Nicolás Guerra Aguiar después de estar trece años trabajando con él:

  • donde el sureño afirma [1] «Mi poesía no toma partido sino por mi pueblo…», el norteño sostiene «Mi pensamiento no toma partido sino por mi pueblo…»;
  • en ambos constato lo que el primero apunta en la segunda confidencia: «No frecuento tertulias ni cenáculos, no pertenezco a tendencias artísticas específicas…»;
  • donde uno sostiene [3] «Si soy poeta, soy un poeta canario…», el otro realza que «Si soy docente, soy un docente canario…»;
  • y a los dos, aunque sus expresiones sean distintas, les mueve a manifestarse el anhelo [4] «de sepultar para siempre la posibilidad de que surja un salvador de la patria y siembre de nuevo odios, rencores y pasiones malsanas…».

Con este texto, el profesor Guerra Aguiar asume una posición militante, indesmayable, comprometida con el progreso, la libertad y la democracia que no dejará nunca de defender:

«Las traiciones que impactan en el hombre sencillo, las ambiciones que roban minutos de amor, el deshojar las llamas de ilusión mantenida que anidan en nuestro hombre canario, son los momentos para el poeta, son las huellas a seguir en estas tierras que vivir nos ha tocado.

Lo otro, las manos sangrientas de camisas azules o rojas, las huellas de carne humana preñadas de dolor, resbaladoras de la más revulsiva hiel humana, ahíta de esputos malolientes, han se ser el sueño trágico y vago de nuestros abuelos Y padres. Nuestra ternura, nuestros tactos, nuestras bienvenidas (aunque vengan disfrazadas), han de ser para el hoy, para el ahora, voceando y gritando junto al pueblo, arañando la tierra del aparcero con el verso que no habla de crímenes aunque con él se matara. Las voces han de ser gritos, gestos, puentes de hermandad y de amor, frente a las desesperanzas de quienes son sus propias cárceles, sus desnudas e incongruentes historias.

No queremos salvadores de la patria, sembradores de nuevos odios, rencorosos con pasiones malsanas, como bien dice el autor. Queremos hombres de nuestros tiempos, fronteras de la paz, labios que lleguen al corazón y desdeñen, de una vez, lo que siempre nos ha enfrentado para el odio. Necesitamos luces que alumbren en las noches, fábulas que concluyan cielos claros y luminosos, campos donde el hombre bueno encuentre la voz amiga […]».

Tarajano sigue vigente. La mirada de las páginas avanza cinco años, a un 25 de abril de 1985; a un lugar: Club Prensa Canaria; a una compañía: Luis León Barreto; a un propósito: presentar el libro Repasando caminos. Caminos vulnerables del que aún brilla en la memoria feliz del sureste grancanario. En la crónica del acto que apareció al día siguiente en La Provincia, se lee:

«Nicolás Guerra Aguiar, catedrático de Literatura, habló de la poesía popular de Tarajano: “quiero hablar de cara al hombre de la calle”, afirma el escritor en el propio prólogo de su libro. Afirma Guerra que la poesía social no debe ser entendida sólo como aquella que fue producto de los años de postguerra en nuestro país, sino que la poesía social existirá siempre como acto ético y repulsa del autor ante situaciones injustas. Dijo que a Tarajano “le duele Canarias, y que por tanto lo manifiesta, quizá sin excesivo cuidado formal porque a él lo que le interesa es resaltar el contenido, aunque tenga que abandonar un poco la presentación del verso”. Guerra Aguiar resaltó el compromiso de Tarajano con su tierra, con su paisaje, con el habla de los campesinos de su isla, y desde esta perspectiva afirmó que esta literatura es imprescindible en Canarias en estos momentos. La poesía de Tarajano —prosiguió— se refiere a los problemas del aquí y del hoy, ojalá que no se refiera también a los problemas del mañana. El hombre lleva dentro de sí la semilla de la destrucción y el odio, y ello es particularmente visible en la política de imperialismo político, que sojuzga pueblos y aplasta libertades. Censuró en este apartado la actitud de EE.UU. y su intervencionismo en distintas partes del Globo».

Concluyo la cita y el nombre de Luis León Barreto me hace retroceder al 31 de octubre de 1980 y a una reseña que el maestro hizo en el Diario de Las Palmas acerca del poemario Crónica de todos nosotros (Inventarios Provisionales, 1973) del escritor palmero. Este ejercicio crítico, como el de los hermanos Millares Sall de los días 3 y 17 de ese año se sostiene sobre títulos no recientes; un curioso detalle que, por supuestísimo, no invalida la calidad de las piezas, atentas siempre al análisis de la posición que asumen los creadores frente a la sociedad y, por extensión, la realidad que les ha tocado vivir.

Mientras pienso en todo esto, en el peso de voces como “sociedad” y “realidad”, y con ellas otras como “compromiso” y “conciencia” —términos sobre los que tanto Tarajano como el maestro edificaron su código deontológico como docentes—, la prensa, juglar recitadora de este cantar de gesta nicolasiense que nos entretiene, reclama mis atenciones. Quiere que me fije en el periódico La Provincia, en una página fechada el 30 de abril de 1982. Es un manifiesto. Titular: “Por una enseñanza democrática”. Subtítulo: “A propósito de las sanciones al instituto F.P. de Vecindario”. Contexto: castigo económico de la Dirección Provincial de Educación y Ciencia a ocho docentes alegando incumplimiento del calendario escolar por celebrar una semana cultural. Declaración:

«Con motivo de la sanción que el Delegado del Ministerio de Educación y Ciencia ha impuesto a ocho profesores del Instituto de Formación Profesional de Vecindario, por la realización de una semana cultural en dicho centro, los abajo firmantes queremos: 1° Reivindicar una gestión democrática para los centros de enseñanza; 2º Rechazar toda medida que vaya en contra de una enseñanza que intente potenciar la iniciativa, originalidad y creatividad de alumnos y profesores; 3° Exigir que el Ministerio de Educación y Ciencia respete el derecho a la libertad de expresión en los centros de enseñanza; derecho que, por otra parte, todos los ciudadanos poseen; 4º Exigir, por tanto, al Ministerio de Educación y Ciencia la inmediata retirada de las sanciones impuestas».

El documento cuenta con la adhesión de un número elevado de personalidades políticas, profesionales y docentes, entre los que estaba el colectivo de enseñantes de BUP. Aquí aparece nuestro autor; y tras su nombre, el convencimiento de sus posiciones ideológicas. Aunque siempre haya sido un hombre muy discreto, prudente en sus pronunciamientos, afable con los contrarios a su pensamiento, constato que nunca ha ocultado que su amor por el pueblo se ha formalizado en una defensa a ultranza por la democracia y por el progreso colectivo. Ahí se asienta una percepción de la vida entregada a la virtud de lo público: la sanidad, la educación, las instituciones…; y de ahí proviene una de esas instructivas letanías constantes en su magisterio y reflejadas en sus escritos lingüísticos: «La lengua la hacen los hablantes y estos, con frecuencia, imponen cambios frente a recomendaciones o normas académicas». La verás recogida en las páginas de este volumen. Por encima de los pedestales, siempre está el pueblo.

Trece años a su lado avalan mi afirmación; mi periplo periodístico la confirma. ¿Lo más explícito que ha hecho? Quizás unirse a la plataforma que promovía la unidad de la izquierda de cara a las candidaturas para el Congreso (José Carlos Mauricio Rodríguez, por Izquierda Unida – Izquierda Canaria Unida) y el Senado (Pedro Lezcano Montalvo, por Coalición Asamblea Canaria Nacionalista; y Antonio F. González Viéitez, por Izquierda Unida-Izquierda Canaria Unida) que debían votarse en las elecciones generales del 29 de octubre de 1989.

Ni tan siquiera fue más allá de lo que la mesura dictaba cuando, por una circunstancia familiar, pudo asumir un rol político más intenso, sobre todo dentro de un ámbito tan dado a la proyección inmediata como es el municipal.[8] ¿Su lugar? Siempre al margen, siempre en un segundo plano; siempre consciente de que en política —en la mayoría de los casos—, es el diablo quien carga las armas con las que se persuade el entendimiento de muchos practicantes de que es posible ganar «tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama».[9] Si su apoyo a la plataforma que promovía la unidad de la izquierda fue lo más explícito, lo más personal que he encontrado (en realidad, lo único) es su paso adelante para fijar los márgenes de una desagradable situación que se adentraba en un terreno inadmisible. Su sentido de la responsabilidad, de la proporcionalidad y de la equidad le condujo a dirigirse el 16 de enero de 1981, en el Diario de Las Palmas, “A unos críticos del alcalde de Gáldar”:[10]

«Resulta grotesco, aterrador, grosero, bajo y ruin, echar cales de odios y venenos, escondiéndose en la cobardía del anónimo sobre un hombre que, en efecto, quemó muchos años de su vida detrás de un mostrador para que sus hijos podamos hoy tener una cultura elemental, ínfima, primaria. Admito todas las críticas que al alcalde se hagan: no sólo es un derecho, sino un deber de todos los ciudadanos el velar por su municipio, la búsqueda de la limpia y clara administración pública. La impureza de los seres humanos, las huellas de su actuación, las constantes de su trabajo público han de ser certeramente criticadas, limpiamente comentadas. […]

Pero lo que resulta injusto, deformador, ruin y de baja ralea es la crítica a la persona. Esas piquetas de gallos peleones que intentan socavar con muertes de esperanzas, déjenlas para sus propias soledades, para sus vidas secas y huecas, cisternas de excrementos y putrefacciones. […]

Pueden sacar a luz pública el gran saco de mis vicios, defectos, fallos, errores y todo lo que les apetezca. El silencio será mí respuesta. No tienen ustedes calidad para el diálogo».

Esa integridad personal, esa asunción particular del deber y de los derechos que nos asisten, ese permanente compromiso con la sociedad que le ampara, ese buscar el consenso a partir del amor por el conocimiento y la ciencia… resplandecen en mi entendimiento, y al tiempo que anoto en mi bitácora estas observaciones las páginas de la prensa me van trasladando hacia la última década del siglo XX. Mi viaje periodístico va terminando. Me lo anuncia de algún modo un escrito lleno de nobleza y particular calor humano fechado el 20 de noviembre de 1990 y que, de entrada, me sorprende por el lugar que ocupa: en la Tribuna Libre de La Provincia. ¿En cartas al director ha publicado quien no tiene problema alguno, a tenor de lo recorrido, para hacerlo en otra sección más destacada? Título de la pieza: “En la muerte de Arpad Vecsey Böck-Greisau”. Me propuse, de entrada, no preguntarle al maestro por este ¿escritor?, ¿artista?, ¿profesor?, etc., pues «¡todo está en Internet!», me decía convencido; pero después de un prolongado y desesperante andar del tingo al tango me vi en la obligación de reconocer que, con mis limitadísimas capacidades para flotar en ese vasto océano que es la red de redes, lo más razonable era acudir al único que podía poner algo de luz entre tanta tiniebla. ¡Gran acierto, sin duda, el consultarle, pues una deleitosa sorpresa me llevaría con la respuesta!

«Fue un noble húngaro emigrado a Chile y, luego, tras la victoria de Allende, a Las Palmas. Era un señor mayor, ingeniero, muy inteligente con el que congenié porque un día pactamos no hablar de política (1977), pero sí de todo lo demás. Era muy educado y dialogante. Creo que llegué a caerle bien; vamos, como si fuera el hijo que nunca tuvo. Su mujer, pinochetista pura, ultraconservadora, simpatizante de Fuerza Nueva, me llamaba “el comunista”. No nos podíamos ver. Y no lo ocultábamos».

No he podido evitar la sonrisa ante su comentario ni, en el fondo, esa placidez que da constatar que uno no anda muy desencaminado cuando le atribuye las virtudes que posibilitan el imprescindible e inevitable contrato social: el respeto y la voluntad de consenso, la primacía de la paz para que sea posible la convivencia; y la necesidad del conocimiento y del método científico para que desaparezcan los fanatismos y, con ellos, la intolerancia. Anoto cuanto te digo en mi cuaderno y el impulso y empuje de mi escritura me van descubriendo una foto en la que aparece bajo el busto de don Benito, en la entrada del instituto palmense que lleva el nombre del célebre autor de La desheredada. Es la misma imagen que puedes ver en la solapa de la cubierta principal de este libro. La miro, releo lo anotado y concluyo: quizás fueron estas potencias las que le empujaron a asumir, a partir del curso 1992/1993, labores de vicedirector en el centro educativo.

Se estrenó en el cargo con un acto de apertura del periodo escolar de primerísimo nivel que se celebró el 9 de octubre y que contó con la intervención de Roberto Moreno Díaz (Premio Canarias de Investigación y decano de la Facultad de Informática de la ULPGC), el rector de la institución superior en esos años (Francisco Rubio Royo) y Pedro Lezcano Montalvo (Premio Canarias de Literatura y presidente del Cabildo Insular de Gran Canaria);[11] y tuvo como principal hito en su primer año en el puesto, si la memoria que me ilustra no se ha enemistado con la verdad, su relevante intervención para que fuera posible el célebre palmeral de los nobeles que nueve galardonados con el premio sueco en la modalidad de medicina plantaron un viernes 5 de marzo de 1993, según cuenta la crónica “¡Vivan los Nobel!” publicada al día siguiente por el periódico La Provincia.[12]

A finales del curso 95/96 deja el cargo. En una edición especial de la revista Aturuxo por el 50 aniversario de la Casa de Galicia en Las Palmas (n.º 30, 2001), en un artículo compuesto principalmente para valorar la colaboración de la institución gallega con el centro educativo, nos habla de estos años:

«Durante mi etapa como vicedirector (1993-1996) del entonces Instituto de Bachillerato Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria, programé y llevé a cabo variadas actividades, algunas de las cuales nos permitieron salir de las aulas y pasillos del Centro y conectar con realidades que se encontraban más allá de nuestras limitaciones físicas. Los cabildos de la Comunidad Autónoma Canaria, consulados de países europeos y americanos, viceconsejerías y direcciones generales, instituciones no gubernamentales, poetas, dramaturgos, novelistas, conferenciantes de temas muy variados y nueve comunidades autónomas prestaron su colaboración y participación a lo largo de los años. Siempre, por supuesto, con la gran ilusión de llevar al alumnado las experiencias adquiridas y desarrolladas por quienes forman y ocupan los más variados estadios de la sociedad, y que no están directamente vinculados al limitado mundo de la enseñanza en su sentido tradicional.

Pretendía, como así lo manifestaba a todos desde los primeros momentos de nuestra relación, que los alumnos descubrieran la diaria y siempre activa marcha de la vida, de los hechos y aconteceres, de los pálpitos que en diástoles y sístoles continuadas marcan los ritmos de quienes viven y laboran en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Pero sin olvidar, obviamente, a los que ayudaron con su labor y trabajo a la recuperación y logro de mejores y mayores esperanzas de vida y calidad humana en aquella sociedad de libertades que juntos empezamos a fundamentar, y por cuya consecución muchos entregaron su juventud en ininterrumpidos fluires de gozos y venturas. Si lo logré del todo —o sólo en parte— será el futuro quien se encargue de la última palabra, cuando la perspectiva que marcan los años permita analizar el periodo por los jóvenes receptores de aquellos acontecimientos».

Queda poco. Mi viaje ya va concluyendo. Me aproximo a ese destino que divide la última media centuria del maestro en dos mitades: por un lado, la que recoge lo muy conocido, o sea, los andares del siglo XXI; por el otro, los del siglo XX, que dan cuenta de lo que, de un modo parcial, se sabe de su trayectoria. Cualquier intento de volver a algún punto cronológico anterior queda en nada. Ahora todo es fluir, un marchar hacia la desembocadura de estos iniciales veinticinco años que me sitúa en un 12 de diciembre de 1997. Ese día, en La Provincia

«Literatura canaria. Desarrollo del currículo es el título del primer libro con el que la Consejería de Educación del Gobierno autónomo inaugura la Colección Cultura, que se dirige al profesorado y alumnado de Bachillerato. En concreto, este manual servirá de apoyo a los docentes que impartan la asignatura optativa de Literatura Canaria en el Bachillerato Logse,[13] según señaló ayer en rueda de prensa el titular de la Administración educativa, José Mendoza».

El título, cuenta el medio, «ha sido elaborado por los profesores de enseñanzas no universitarias y de Universidad Jesús Páez Martín, María Teresa Cáceres Lorenzo, Carlos Brito Díaz, Yolanda Arencibia Santana, María del Prado Escobar Bonilla, José Luis Correa Santana, José Manuel González Pérez y Nicolás Guerra Aguiar, bajo la dirección de Orlando Acosta Hernández».

A todos anoto en mi bitácora; a la mayoría conozco y de la mayoría he sido alumno; a todos admiro porque de todos, de un modo u otro, he aprendido y no poco. Espejos son en los que mirarme como docente y como filólogo. Con un «muchas gracias» —así, en mayúscula— cierro el apunte y me apresto a retomar el viaje. Miro de nuevo el periódico. La columna estrecha de 222 palabras que firmó María Jesús Hernández en la página 18 y que concluye de esta manera: «Según Jesús Páez Martín, uno de los autores, “esta obra no debe verse como definitiva, ni completa” y abogó por una revisión, con el paso del tiempo».

Un suspiro tras ese «paso del tiempo» leído y llego al final, al jueves 25 de enero de 2001, son las 20.00 horas y estoy en el Club Prensa Canaria. Se presenta Tres consejos de guerra y un consejo de paz (de Sagaseta a Lezcano), un libro editado por el Centro de la Cultura Popular Canaria (CCPC), la Viceconsejería de Cultura y varios ayuntamientos grancanarios. Esta obra aborda el terrible episodio que tuvieron que vivir Juan Hernández, Fernando Sagaseta, Salvador Sagaseta y Pedro Lezcano durante la dictadura franquista. Participan en la presentación: José Luis Correa (docente de la ULPGC), Fernando Redondo (economista) y Guillermo García-Alcalde (periodista y director general de Editorial Prensa Canaria).

Hace un buen montón de párrafos lo dejé caer, conviene ahora un sucinto recuerdo: es esta su obra más conocida, la que más se ha difundido y la que, de algún modo, trajo consigo que iniciara una prolongada y periódica colaboración como articulista en diversos medios de comunicación escrita, tanto digitales como de papel. Es el punto de inflexión en su trayectoria como autor. A partir de aquí, todo lo demás, que es en realidad cuanto le ha hecho merecedor de esa abundante admiración colectiva de la que goza. Al prestigio labrado hasta ese momento durante un cuarto de siglo había que sumarle ahora, con Tres consejos…, la fama. Así lo voy apuntando en mi bitácora.

Seguiría esta senda discursiva si no fuera por una sombra que ha ido adquiriendo proporciones visibles en mi entendimiento. Sonrío. Es la de Cervantes. «Siempre omnipresente», atino a decirme. Compruebo fechas y fechos, y alojo en mi conocimiento una suerte de curiosa analogía. Vuelvo a sonreír. El Quijote de 1605 fue para el alcalaíno lo que este libro que nos ocupa para el maestro. Ambos llegaron al título fundamental habiendo dejado atrás otro (una Galatea en el caso del manco de Lepanto, el manual colectivo de 1997 para Nicolás Guerra); y los dos, tras la obra emblemática, iniciaron un camino editorial impresionante por su calidad, un trayecto donde acrecentaron la fama y el prestigio.

Mas el duende de la inspiración, que no descansa en sus afanes por trenzar ideas y colorear humos, me lanza dardos para que este parecido vaya a más: el Quijote, sin desatender los bultos de la “locura” y la “hidalguía” con los que se nos presenta, es en el fondo la historia de un justiciero que cree posible vivir en un mundo mejor si deja de una vez por todas de estar pasivo en su casa y toma la iniciativa de actuar en favor de quienes necesitan de su auxilio; y esta actitud vital es, de algún modo, la que guio a cuantos, apostando por un mundo mejor basado en la paz y en la libertad, se vieron envueltos en un proceso penal infame. De este litigio y de la salutífera luz para nuestra sociedad que desprendían los damnificados va Tres consejos de guerra… del profesor Guerra Aguiar, libro del que nos habló el periódico El Día el domingo 21 de enero de 2001:

«El discurrir de la obra, con más de un centenar de páginas con algunas ilustraciones de la época, nos sitúa en 1962, año en el que un consejo de guerra condena al abogado Fernando Sagaseta de Ilurdoz Cabrera, junto a sus compañeros, a ocho años de prisión por “ser el inspirador y director del movimiento Canarias Libre”. Cuatro años después el joven estudiante Salvador Sagaseta de Ilurdoz es sometido, y absuelto, a un enjuiciamiento militar por injurias a las fuerzas armadas por reproducir en un periódico un poema del libro Consejo de Paz de Pedro Lezcano. En 1967 fue condenado a un año por el mismo delito. Estas medidas represivas también afectaron a Pedro Lezcano, quien tras ser testigo de la defensa en el anterior consejo de guerra contra Sagaseta, es incluido y condenado a seis meses y un día de prisión».

Este es el poema en cuestión que apareció un miércoles 29 de junio de 1966 en el Diario de Las Palmas, página 24, en la sección “Luz verde a la juventud” que dirigía Salvador Sagaseta:

1   Muchachos que soñáis con las proezas

y las glorias marciales.

Bajaos del corcel, tirad la espada;

los héroes ya no existen o están en cualquier parte.

Llegará la hora cero de ser héroes

cualquier día cruzando cualquier calle.

2   Contables misteriosos

cerrarán un balance.

Decretarán la nada entre los hombres

misteriosos contables.

Cuando en los hondos sótanos,

valientes y cobardes

recen al Alto Mando

por un soplo de aire.

No los oirá ni Dios, que está más cerca;

no los oirá ya nadie.

3   Negación de los nombres.

Negación de las frases.

Si no sois primavera, espuma o viento,

Fuerzas de Tierra, Mar y Aire;

si el vendaval no sois ni la semilla,

ni la lluvia que nace de los mares,

usurpadoras[14] sois de las palabras

nobles y elementales.

4   Homicidas sin culpa se disfrazan

del color de la tierra y de los árboles,

con floridos ramajes en la frente,

como en las bacanales…

Pero no son alegres las canciones

que inspira el mosto de la sangre.

5   Muchachos soñadores de epopeyas,

escuchadme:

El pecho es el lugar que se designa

para el balazo de los mártires.

El pecho, nave heroica

donde retumba el corazón amante,

donde el plomo penetra limpiamente

como en el templo de sangre…

Pero sucia de barro y excremento

cae la estatua de Marte.

Vuestras definiciones,

vuestras sabias verdades,

la inteligencia es pus sobre las frentes

de miles de cadáveres.

Y en la tierra abonada por la muerte

sólo he visto crecer la flor del hambre.

6   Muchachos soñadores,

bajaos del corcel, tirad el sable.

Cuando las botas pisen los olivos

y su símbolo aplasten,

coged su savia espesa, echadla al mar

y veréis cómo aplaca tempestades.

Este es el poema que el maestro declamó al público que abarrotaba el salón del Club Prensa Canaria, en el cierre del acto, mirando de frente y viendo que tanto Pedro Lezcano como Salvador Sagaseta lo recitaban al mismo tiempo con él. Los cronistas del evento afirman que, al acabar, esto dijo: «Si esto es un poema que calumniara a alguien, lo asumo como propio».

El 23 de marzo, a las 20.30 horas, se presentó en el Club La Prensa de Santa Cruz de Tenerife bajo la organización del Centro de la Cultura Popular Canaria. En el evento, se contó con las intervenciones de Eligio Hernández (exfiscal del Estado) y Ramón Trujillo Carreño (catedrático de Lingüística General y presidente de la Academia Canaria de la Lengua). El 26 de abril, vino a Telde; en las semanas siguientes, un considerable número de lugares de nuestra tierra acogió la obra, lo que trajo consigo un mayor y mejor conocimiento de quien llevaba ya a sus espaldas muchos kilómetros de buen quehacer pedagógico y ciudadano.

El sábado 16 de junio de 2001 apareció “Sobre ustedes, vosotros, engodos y otros” en La Provincia. El artículo no dejó indiferente a nadie que tuviera algo que decir en cuestiones lingüísticas: bien como docente e investigador, bien como usuario del español de Canarias; en otras palabras: que todos en estas islas se vieron de alguna manera concernidos con el texto. Se agitaron las conciencias sobre la identidad y la defensa de cuanto nos singulariza; y las voluntades lectoras, gratamente alteradas por la luz de una prosa juiciosa que hablaba de aquello que tenía que ver con su entorno vital, comenzaron a ser fieles a la cita que les ofrecía con periodicidad nuestro autor en forma de artículo de prensa. Lo que sigue ya es conocido.

Cuatro días después de la presentación de Tres consejos de guerra y un consejo de paz (de Sagaseta a Lezcano), en la sección Tribuna Libre del diario La Provincia aparece un texto que firma Manuel Juan Estévez Gil y que da cuenta de su versión del acto celebrado en el Club Prensa Canaria el día 25 de enero. En el último párrafo de su crónica se lee:

«¿Pero, quién es el profesor Guerra Aguiar? Lo conozco casi desde que nació y no lo he perdido de vista en tiempo alguno. Además de los numerosos méritos de los que es acreedor y públicamente reconocidos, debe añadir que de niño, era travieso; de joven, inquieto; de adulto, responsable; de profesor, riguroso, entregado, respetado y respetable. En todos los casos, una persona admirable, digna de recibir todos los aplausos de esta noche y más. El mío, que no lo doy gratuitamente, continuará cada día».

Si esta es una descripción que certifica las virtudes del maestro, la asumo como propia.

III

Tras el periplo de hemeroteca —breve, muy breve—, he podido llegar a entender lo que no quería ver en ese perturbador «Es mi último libro». Largo y valioso ha sido el camino testimoniado en estas páginas y el recogido en mis trece años de andanzas comunes, tanto editoriales como personales.[15] Con la autoridad que confiere el conocimiento exacto de lo que se divulga, puedo afirmar que su quehacer en este medio siglo ha sido el propio de un intelectual de los de verdad, de los que merecen nuestro reconocimiento y gratitud, de alguien íntegro que ha llevado a cabo su labor sin grandes aspavientos y sin propagandas que moviesen a pensar en el deseo de una notoriedad gratuita. Frente a los que buscan en la docencia la plataforma de arranque para otros fines o un medio de subsistencia que malinterpretan o desarrollan con mentalidad mercantil, el ilustre galdense ha sido un ejemplo de coherencia con su inclinación y excelencia en su ejercicio.

Entre el aula y la calle, la obra que nos convoca, sigue la estela de Voces de nuestra lengua (2010) y Escritores en el alba del siglo XXI (2014) en lo que a sus contenidos de lengua y literatura castellanas se refiere; y, además, con Gáldar, Aregaldan, Agáldar… (2011) y Gáldar desde la serena distancia (2020) en el formato: artículos pedagógicos aparecidos en periódicos. Aunque sea consciente de la extensión que va teniendo este prólogo, a partir de esto último que he apuntado, me gustaría detenerme en dos observaciones: por un lado, en la importancia de la prensa cuando asume la función de ser un canal válido para la formación de sus lectores; por el otro, en la omnipresente voluntad pedagógica que subyace en todo lo que compone y que ha sido (y es) determinante para configurar un estilo de escritura suigéneris.

Empiezo por los diarios y por una observación que considero relevante: que un medio de comunicación de noticias, sucesos, opiniones… tenga un generoso hueco para artículos divulgativos como los del profesor Guerra Aguiar, que se erigen entre las numerosas y variopintas nuevas como un lugar plácido donde hallará descanso el intelecto de los retortijones de la actualidad y donde podrá alimentarse con sosiego de los nutrientes del idioma y del pensamiento. En los textos del maestro, el periodismo escrito retorna a esa función de vehículo educativo que siempre tuvo y que los tiempos y las circunstancias le han ido relegando a un segundo plano (o tercero, o cuarto… o vaya uno a saber). En un complicado entorno mercantil y empresarial como el que desde hace unos años vive la prensa, donde la política y el espíritu de lonja ocupan porcentajes muy elevados de páginas y horas audiovisuales, el que un responsable periodístico conceda un valioso espacio para que vean la luz los escritos de nuestro autor merece cuanto menos un reconocimiento por mi parte que no puedo, no debo ni quiero pasar por alto. De ahí que admire y agradezca la contribución de Canarias7 y de medios afines en Internet como Infonorte Digital, Teldeactualidad y La casa de mi tía para que sus palabras no hayan dejado de fluir y llegar hasta nosotros. Habrá, pues, que dar las oportunas gracias a quienes están detrás de estas cabeceras: Francisco Suárez Álamo, Jesús Quesada Medina, Carmelo Ojeda Rodríguez, Chema Tante.

La mentada voluntad pedagógica que constituye la totalidad del universo de nuestro autor[16] y sobre la que se sostiene su modo de escribir convierte sus producciones en inmejorables ejemplos de lo que la tradición didáctica y literaria recogía en el latinismo docere et delectare. El libro que tienes en tus manos, este Entre el aula y la calle, dan fe de todo cuanto cabe afirmar acerca del estilo del maestro; sobre unas maneras que han fructificado en una prosa desenfadada, ágil, asequible, salpimentada con ese salutífero dejar caer con retranca no exenta, en ocasiones, de fina socarronería, siempre lejos de cualquier propósito de escarnio o de adentrarse en pantanos soeces. Una escritura exigente con el rigor que no renuncia al lenguaje poético —esas no pocas expresiones de naturaleza lírica que construye con abundantes juegos sintácticos— ni a los muchos guiños coloquiales y recursos que, en ocasiones, recuerdan a las historietas gráficas. Un quehacer compositor que busca y consigue plasmar ese complejísimo redactar como se habla, sin perder la formalidad y abriendo puertas a la afabilidad; y que aspira a dotar en sus piezas la virtud de la multifuncionalidad, o sea, el que los artículos puedan ser abordados desde diferentes enfoques: si queremos un texto de ideas, lo tenemos; si buscamos uno con referencias filológicas o históricas, lo hallamos; si anhelamos alguno grato al placer lector, lo encontramos…

Me identifico con esa fórmula comunicativa en la que una explicación tiene como punto de partida los perfiles de una experiencia personal que se desea hacer llegar con generoso interés. Compartir lo propio no deja de ser una manifestación de especial aprecio hacia los interlocutores; y más cuando, de algún modo, representa el espíritu que rige todo proceso de enseñanza. Lo anecdótico desde el lugar de lo autobiográfico consolida el mensaje porque sitúa al emisor en la posición de ser un inmejorable testigo y ejemplo de lo que cuenta y afirma: como nada es ficción, nada es ajeno desde el momento mismo en el que es o puede ser posible. Con esta premisa, es factible entrar en el conocimiento del mundo; y más cuando se sabe de antemano que sólida es la fortaleza del guía y admirables sus fundamentos personales, como ocurre con el profesor Guerra Aguiar cuando asume y manifiesta explícita e implícitamente que todo lo que tenga que ver con él como docente y escritor ha de estar siempre bajo el amparo de la más firme defensa de la libertad, la democracia, la ciencia, el compromiso… De aquí sus principales referencias literarias, que en este tomo refulgen de un modo especial: los autores de Antología cercada, destacando del conjunto la figura de Pedro Lezcano; Miguel Hernández; la poesía social; el discurso del rigor científico que consolida Tiempo de silencio; y Galdós, por supuesto, don Benito siempre está presente.

IV

El maestro ha dicho lo que tenía que decir. Este libro, como todos los anteriores, no deja de ser un compendio de lo que ha sido su legado docente e intelectual, y como usuario y amante del idioma, y como devoto lector. Nada ha silenciado. Ha compartido sus conocimientos y sus pensamientos porque ha creído con firmeza en el valor de la educación y de la libertad.

Estas páginas son también una crónica personal, una selección de instantes en las que el docente pasa del aula a la calle, y de la calle a ciertos eventos significativos que le han marcado hondamente. Yo he sido un testigo privilegiado de este camino, de estas andanzas, de este muestrario de convicciones que se han solidificado en un mensaje de paz y de verdad, de esa verdad hija de la ciencia y hermana de la precisión que el galdense se ha preocupado de difundir, redifundir, insistir, proclamar siempre que ha podido y como ha podido a lo largo de toda su vida. Cincuenta años de abundantes testimonios avalan lo que sostengo y sentencian la admisión y reconocimiento de una afirmación perturbadora. Disuelto Neruda con la profusión de datos que contienen estas páginas, dos movimientos dirigidos en exclusiva al profesor Guerra Aguiar me restan para el cierre de este prólogo y, de alguna manera, de este camino editorial que con suma felicidad y orgullo personal he compartido con él en los últimos dieciséis años: por un lado, sí, llegado a este punto, entiendo a la perfección por qué has tomado esa decisión; por el otro, muchas, muchísimas gracias por tanto, maestro.

Esta edición

Los textos de este tomo ofrecen algunas variaciones con respecto a sus primeras versiones, al margen de las oportunas correcciones y puntuales modificaciones. La más destacable es la conversión en notas a pie de página de buena parte de los añadidos que aparecen entre paréntesis en los periódicos por motivos de imprenta. Estas adiciones suelen ser breves apuntes que invitan al convite y a la anécdota, a la feliz ocurrencia que todos celebramos. Apartarlas del principal cuerpo textual del artículo facilita la lectura y ajusta el sentido de su inclusión en el discurso.

En ocasiones, determinados ejemplos, fórmulas expresivas o afirmaciones específicas se repiten, pero es normal que así sea: esta obra es un conjunto articulado de muchas piezas sueltas que vieron la luz durante un periodo muy extenso de tiempo. Lo que fue útil en enero del año X bien puede volver a serlo once meses después; y más si por medio han visto la luz un elevado número de artículos con una periodicidad casi semanal.

El orden de los escritos y su cantidad responden a criterios personales establecidos por el autor y el editor de la obra. En tanto que no afectan al rigor del producto, no procede ser más explícitos sobre esta cuestión.

A diferencia de Voces de nuestra lengua, la referencia más análoga a la que nos ocupa, se ha optado por no especificar fechas que indiquen cuándo apareció la primera versión del escrito, salvo en contadas ocasiones, como ocurre con el simbólico artículo “Sobre ustedes, vosotros, engodos y otros”, que retorna al mismo lugar que tiene en el título de 2010 porque, en el libro que nos convoca, representa de algún modo ese perfecto cierre de la circunferencia. Súmesele a lo apuntado, el que fuera el texto que impulsó este largo y brillante camino de piezas periódicas que todos hemos celebrado y que, si nada lo impide, seguiremos disfrutando todavía durante muchos, muchísimos años más en la prensa. Amén.


[1]. Cuando leas este prólogo, unos cuantos más habrá publicado; todos, sin duda alguna, excelentes.

[2]. Me imagino lo que haría en un aula el profesor Guerra Aguiar con este comienzo para explicar las diferencias entre “por qué”, “porque”, “porqué” y “por que”.

[3]. En nuestro autor, es inmenso ese amor que tiene hacia la modalidad lingüística que nos identifica y, más en concreto, hacia el léxico canario. Toda su producción (este libro es una prueba de ello) es una verdadera manifestación de cuánto le gusta, de cómo lo siente, de cómo deja que pulule por doquier, de cómo le permite que se desparrame entre sintagmas y oraciones, que brote donde sea, que viva en libertad para que pueda dar forma a sus pensamientos.

[4]. Entre otras personalidades culturales, interviene en este recital Rosa María Martinón Corominas, autora junto con José M. Brito López y Víctor M. Muñoz Arocha de un libro centrado en la obra musical del pintor galdense titulado Querencias. El sonido de la ausencia, que tuve el inmenso honor de prologar y editar en febrero de 2014 para Mercurio Editorial. Sonrío. Recuerdo a otro maestro muy querido, don Osvaldo Rodríguez Pérez, y su «azar concurrente», una broma feliz que compartíamos.

[5]. ¿Por qué? No cabe otra pregunta… Bueno, sí: ¿Nadie hay que se dé cuenta de lo mucho que ha hecho Nicolás Guerra Aguiar por acrecentar el espléndido nombre de este municipio grancanario? No hay pieza ni obra donde no esté presente Gáldar y, con la mención, su devoción por el mar y por las gentes del noroeste. Constato el camino que ha recorrido. ¿Es la envidia la que le niega el debido homenaje? ¿La animadversión? ¿Cabe inquina hacia alguien que ha hecho de la bondad una manera de proceder por la vida? Y si nada de esto fuera, ¿qué me queda? ¿La ignorancia? ¿Ese manto negro que cubre conciencias e impide ver el horizonte e intuir lo que hay más allá? Si así fuera, la solución es bien fácil: basta con un buen acopio de lecturas provechosas y cultivar las ciencias y las relaciones humanas enriquecedoras. Con esto se vería con claridad lo que es de justicia que sea una realidad.

[6]. En el mismo artículo, apunta a que Gabriel Celaya escribió en carta dirigida a Agustín Millares en la que le daba cuenta que, después de leer Antología cercada, sentía la necesidad de testimoniar a los poetas del centón su simpatía y admiración. «¿Cómo les han permitido publicarla?», preguntó el vasco. Años más tarde, recordando esta anécdota, el profesor, con su habitual retranca, dejó anotada la siguiente respuesta: «Por suerte, la capacidad intelectual de quienes aquí tenían en sus manos el poder de impedir cualquier edición escrita no era, precisamente, derroche de culturas y conocimientos: por una vez, la ignorancia fue beneficiosa para la literatura».

[7]. ¿Por qué? Quizás porque acabo de leer en La Provincia del 17 de septiembre de 2000 un artículo suyo titulado “El hombre metafísico y soñador” dedicado a Pedro Lezcano como celebración de los ochenta años que cumple ese día.

[8]. En mi viaje por la prensa, leo cómo por error (no errata) le atribuyen una tenencia de alcaldía en 1979 cuando esta le correspondía en realidad a su padre, también llamado Nicolás Guerra; y constato otro error (insisto: no errata) en un periódico local, un 10 de mayo de 1983, a propósito de unos resultados electorales: donde se lee Guerra Aguiar debería haberse anotado Guerra Rodríguez. ¿Alguno más? Quizás. No los he hallado, pero no rechazo el que los haya. ¿Mala fe? No lo sé. Me inclino más por la tesis de la falta de rigor por parte de quien ha elaborado las notas periodísticas. En cualquier caso, lo apuntado es lo más próximo al ejercicio del poder político que ha estado el maestro.

[9]. Parafraseo para la ocasión el magnífico pasaje del prólogo de la segunda parte del Quijote (1615) alusivo a las tentaciones del demonio: «Si por ventura llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama».

[10]. Entrecomillo el título del artículo.

[11]. Otras aperturas de curso igual de excepcionales y dirigidas por la vicedirección del centro se celebraron: la del curso 94/95 contó con una conferencia de Antonio Cruz Domínguez titulada “Un periódico en la historia del presente siglo en Canarias” y la del siguiente, con el por entonces ministro de Educación y Ciencias, Jerónimo Saavedra, quien habló sobre el reto de la calidad en la educación.

[12]. El maestro relataría a Lourdes Villacastín en un reportaje sobre el centro educativo (La Provincia, 22 de mayo de 2011) la siguiente anécdota: «El instituto quiso aprovechar la ilustre visita en unas jornadas científicas para contar con un jardín canario, pero a punto estuvo de chafarse la iniciativa por un alto cargo del Cabildo que encontraba más prioritario ir a almorzar que plantar ejemplares phoenix canariensis. Finalmente, ganó la cordura de la educación ambiental y el centro es el único de toda España que cuenta con un palmeral Nobel».

[13]. Loable propósito que se ve empañado por el desinterés gubernativo a la hora de potenciar una asignatura que aúna los componentes de la modalidad lingüística que nos ampara con los culturales e idiosincrásicos cuando le concede un ámbito de desarrollo supeditado a los vaivenes de una desbordante cantidad de optativas (materia de libre configuración autonómica) que tiene, además, como contrapunto una asignatura como Religión, cuyo grado de intensidad intelectual y académica es muy laxo. Lo siento, pero tenía que decirlo. Sigo.

[14]. En el original se lee “usurpadores”. El profesor Guerra Aguiar fue quien observó el error de concordancia hace años y se lo hizo saber al propio Pedro Lezcano. En la reproducción del poema, me parece improcedente mantener el fallo y desatender la atinada corrección sintáctica del maestro.

[15]. Qué lejano y, a la vez, entrañable me resulta el recuerdo de aquel abril de 2010, cuando envié a Jorge A. Liria la edición preparada del libro Voces de nuestra lengua para que se procediera a su impresión. Cuánta felicidad haber formado parte de este proyecto, además, con un prólogo en el que, creo, ya apuntaba a mucho de lo que ahora recojo en estas páginas. «Cuán presto se va el placer…, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor».

[16]. Reconozcamos que, en el fondo, todo en él es docencia: bien en las aulas, bien en la calle. Su obra declara su condición de paradigma de los enseñantes.

Teatro feliciano, guirre ciudad

I

¿Niega alguien, a esta altura de año y después de cumplir con los rigores que implica estar más o menos al tanto de lo que se ha venido publicando durante los últimos meses en Canarias y de lo hecho por firmas que asociamos a nuestro particular universo estético, cultural y lingüístico, que uno de los títulos más destacados de cuantos han visto la luz a lo largo de este 2022 ha sido El teatro en medio del océano (Editorial Destino) de Francisco J. Quevedo García?

En enero se colocó entre las cinco mejores novelas del Premio Nadal y a finales de junio apareció en las librerías, con el riesgo que ello supone: con un verano por delante, los eventos sociales (presentaciones, encuentros con lectores…) se merman, el mercado se satura de banales publicaciones de consumo playero; los canales informativos (prensa cultural sobre todo) funcionan a medio gas y las concentradas euforias librescas que, sin mesura, se dan en abril y mayo (como si el resto del año no hubiese títulos que seguir ofreciendo con el mismo entusiasmo y desenfado) están casi apagadas. Aun así, a pesar de lo enumerado y de algunos detalles más que omito, lo cierto es que la acogida de la novela ha sido muy buena y, por lo que constato, aún sigue siéndolo. He contabilizado unas cuantas excelentes reseñas de especialistas (Nicolás Guerra, Yolanda Arencibia, Juan-Manuel García, Elizabeth López, etc.) que, además de muy interesantes, dan en la clave sobre la relevancia de una obra a la que, sin duda, le espera todavía un largo recorrido. ¿Detractores? Quizás los ha habido. Es posible que existan, mas yo no he dado con ellos.

Sea como fuere, lo cierto es que indisimulable ha sido el regocijo de cuantos nos dedicamos a entretener nuestras horas en la República literaria —y más dentro del ámbito de la hecha en Canarias— por la feliz noticia de que formara parte del quinteto finalista del citado prestigioso premio una obra del profesor Quevedo García. Esta alegría, además, tiene múltiples caras: por un lado, en lo que concierne a lo personal, se adentra en el convencimiento de que nuestro autor es acreedor de toda clase de afectos y aprecios a tenor de su entrañable manera de ser. Paco es alguien que merece la pena conocer y su trato, conservar como el preciado tesoro que es. Por otro lado, está la felicidad asociada a su quehacer filológico y literario. A su impecable y dilatada hoja de profesor universitario en la Facultad de Filología de la ULPGC y reconocido investigador al que debemos agradecer y elogiar su extraordinaria labor en torno a la literatura de Canarias de la década de los setenta y, por extensión, de lo que ha venido siendo el final del siglo XX y el comienzo del que nos acoge se le ha de sumar una faceta de creador más que sobresaliente que, por fortuna, contribuye a desmontar el mito de que un buen crítico, un buen especialista, no puede llegar a ser un escritor memorable. ¿Una prueba? Sus aportes al patrimonio de las letras canarias: Las palmeras (2002), El dulzor de la tierra (2007), El tatuaje de Penélope (2016), etc.; y la novela que ahora nos convoca.

II

Hay títulos que ambientan su desarrollo en un periodo histórico concreto, pero que prescinden de asimilar las claves que dan a entender la época en la que se desenvuelven sus personajes. La Historia (así, en mayúscula) y la historia no se integran hasta el punto de formar parte de una unidad donde se establezca una relación de dependencia entre una y otra. La voluntad creativa conduce a sus autores a tomar del marco histórico los decorados que justifican vestimentas, costumbres o puntuales situaciones que aquejan a los protagonistas, nada más. Se constriñe cualquier interés por trascenderlos dentro de los condicionantes que imprimen los sucesos que afectan a la sociedad a la que pertenecen y se ciñe el margen de desarrollo de los hechos a lo estrictamente novelesco. Otros, en cambio, atesoran en su interior el germen de un espíritu fundacional. La narración se ve influenciada por el tiempo y el espacio, y llegan a adquirir los agentes que participan en ella las cualidades propias de las alegorías. Pensemos, por ejemplo, en obras que fijan su ambientación durante el periodo de colonización de Canarias, siglos XV y XVI. Conozco algunas. La mayoría se sitúan en esta etapa histórica, pero como mero atrezo: sus tramas encajan igual de bien en el siglo XV que en el XVIII o, con móvil y cuenta de Instagram del personaje principal, en el siglo XXI. Frente a estas piezas, otras donde las coordenadas sí son determinantes. Pienso ahora en La pluma del arcángel de Carlos Álvarez (2000) y reconozco que sí me siento transportado a la época, sí percibo la relevancia de la Historia en el devenir de los acontecimientos, sí logro hallarme en ese Real de las palmas que dio paso a la ciudad que unos siglos más tarde, otro personaje literario —un tal Feliciano Silva en igualdad de condiciones que el Cairasco, Ximénez y Herrera de la precedente— hará suya personificando el tránsito que, ora cruel, ora esperanzador, toca abonar para alcanzar esa nueva urbe que, sujeta a los rieles del progreso, dejará atrás la mayor parte de lo que fue durante mucho tiempo.

Ese es, creo, el mérito de Quevedo García a la hora de plantear adónde desea llevar esta crónica de Las Palmas de Gran Canaria, estableciendo un pulso admirable entre la realidad y la ficción; y, dentro de esta última, entre lo anecdótico —lo novelesco— y lo que casa con lo simbólico, con la representación de un modo de interpretar el salto que va del mero conglomerado poblacional que se fue gestando desde el siglo XV a la gran ciudad que empieza a coger forma a finales del XIX y principios del XX. Ese es el acierto que se solidifica sobre la imagen de un personaje que proyecta una doble luz: como Feliciano, se erige en un prohombre a favor del progreso, sin que quepa atribuirle por ello el reconocimiento de benefactor generoso; y, como Guirre, se convierte en un depredador que no duda en saltarse cualquier regla moral y legal con tal de conseguir sus fines, que en ese zoo humano de la urbe no deja de ser la supervivencia y, por extensión, situarse en la parte más alta de la cadena alimenticia que representa el poder desde todos los enfoques posibles: político, económico, social, etc.

Sobre esta percepción de la ciudad y de su progreso se van edificando las impresiones acerca de una novela llamada a trascender, a convertirse en referente dentro de su género, pues se sujeta con firmeza a las virtudes exigibles para que una obra adquiera la condición de imperecedera: entretiene y tiene capacidad para proyectarse como documento estético e intelectual. En un santiamén se devoran las 350 páginas de texto literario distribuido en tres partes fijadas cronológicamente: la primera, de 1867 a 1890; la segunda, de 1891 a 1918; la tercera y última, de 1918 a 1921. La indicación de los años consolida la impresión de que nos hallamos ante una crónica sobre el nacimiento de Las Palmas de Gran Canaria que conocemos hoy en día. De todos los cambios que se llevan a cabo en la ciudad en este poco más de medio siglo que fija el tiempo histórico, hay dos fundamentales por lo que representan: por un lado, el puerto, fuente de riqueza económica y social (vienen del exterior y van hacia él mercancías y personas); por el otro, la creación del Teatro Nuevo, llamado luego Tirso de Molino y, finalmente, Pérez Galdós. El teatro es un espacio cultural que acoge a toda la población con independencia de su condición. Es el referente de esa ciudad culta que persiguen los burgueses para conformar su identidad. Bajo su amparo, las bellezas de la música y de las artes escénicas consiguen aclimatar los corazones de todos los vecinos —ubicados entre la platea y el gallinero en una suerte de pirámide social—, aislarlos de sus particulares miserias y llenarlos por un instante de una felicidad que, aunque efímera, es necesaria para poder diluir las durezas del día a día.

En la novela de Quevedo, el Pérez Galdós es un símbolo; como lo son también, en menor medida, el hotel Santa Catalina, el tranvía, la zona residencial de Ciudad Jardín, etc. Todos son, repito, símbolos que, a su vez, se consolidan gracias al empuje de otro que los aglutina: el protagonista, Feliciano Silva, que representa al ciudadano consciente, por una parte, de que la cultura debe protegerse (promueve el teatro, da amparo a su viejo maestro Nicanor reconociéndose de algún modo como discípulo suyo, etc.) y, por la otra, que no ha de darse la espalda al progreso. Mas para conseguir sus fines, sus convicciones, tiene que imponer su voluntad y hacer cuanto pueda para que no se cuestione que, por encima de todo y de todos, están sus intereses personales (que desfoga con sus quehaceres laborales, sus improntas sociales, sus directrices familiares, etc.). El Feliciano que evoluciona y que alcanza la consideración de primer palmense adquiere su condición gracias a los cráneos que pisotea el Guirre, su alter ego, aquel que no duda en matar o desafiar a quien se interponga en su camino, que nunca pierde y que sabe cómo amarrar lealtades inquebrantables. Ambas figuras se funden en un personaje y sustentan esta inmensa y reiterada alegoría sobre la capital grancanaria.

¿Nos sirve de enseñanza constatar en las páginas de la novela que el poder solo se obtiene dejando a un lado los escrúpulos y rompiendo las barreras morales y legales? Nos sirve. ¿Y que la supervivencia únicamente es posible con algo de voluntad y bastante de suerte (nada más azaroso que el encuentro del joven Feliciano con el conquense)? También. ¿Y que la inmensa escala de grises de la cotidianeidad determina los márgenes por los que la humanidad ha ido transitando en favor de esa anhelada aurea mediocritas, aceptando como inevitable lo siniestro (Guirre) y recibiendo de buen grado lo que implica una mejora (Feliciano), aunque no se sustente sobre la filantropía? Sí, por supuesto. ¿Y que es la adaptación al medio el único modo de sobrevivir? Sí, sí nos sirve. Feliciano/Guirre no hace otra cosa: que conviene reformar el Berlín para que deje de ser el antro que era y se convierta en algo más selecto, se acondiciona; que es hora de casarse con alguien de familia respetable, se organiza una boda; que debe ir a París en plena I Guerra Mundial, se va.

III

Los veinticinco capítulos de la novela están compuestos por párrafos muy extensos en los que se logran hilvanar varias anécdotas que, todo sea dicho, suelen ser muy entretenidas. La obra como bloque conserva las virtudes de esa proyección fundacional a la que ya me he referido con anterioridad. Ofrece las pautas para entender la ciudad que tenemos y fija para la posteridad los tramos en los que estas alusiones históricas deben asimilarse. Pensando en la actual capital palmense y dejando a un lado los marcos estilísticos, ideológicos, culturales e históricos que amparan a sus autores, ¿qué diferencias de sentido cabe concebir entre una Eneida virgiliana y la Feliciana quevedesca que nos convoca? La ficción irrumpe de un modo irremediable en el pretendido relato veraz de la Historia porque toda crónica, en el fondo, y bien de ello saben quienes dieron cuenta de la conquista y colonización del continente americano, no es más que una extensa novela donde el narrador —que no necesariamente el autor o el fijador de grafemas manuscritos— selecciona, ubica y proyecta la información que le interesa. En la que nos ocupa, cuando se aleja el objeto del monumento, nos queda una secuencia de escenas sueltas llenas de brío (por ejemplo: el desnudo de las damas en el hotel, la advertencia hecha al obispo, etc.). Las particularidades atraen, seducen al lector; lo hacen partícipe de una diversión que, poco a poco, casi de manera inadvertida, lo van conduciendo hacia el gran mausoleo que representa la novela y que, desde las formas simbólicas que la caracterizan, elevan el producto literario a una categoría diferente a la que le correspondería si solo viéramos en él un simple e intrascendente divertimento lingüístico.

Como deudora del quehacer filosófico y estético del Realismo-Naturalismo decimonónico (alargadísima es la sombra del gran Pérez Galdós, Benito, en estas páginas y no solo por el repertorio de personajes y situaciones), la novela contribuye al debate sobre los componentes biológicos y/o sociales que configuran la maldad y la bondad. ¿Merece Feliciano/Guirre el calificativo de mala persona o, al menos, el de individuo evitable por lo peligroso que es y el daño que causa? Si así fuera, ¿cómo ha llegado a ser como es el protagonista si, dentro de lo que cabe, parece que tuvo unos progenitores buenos y, cuando quedó huérfano, lo atendieron de la mejor manera posible? ¿En qué medida pudo afectarle el accidente que le costó la vida a su padre en las obras del nuevo teatro de la ciudad? ¿Qué graves contrariedades padeció como vendedor de pescado siendo muy niño? Los usureros, los prostíbulos, la delincuencia callejera… influyen, sin duda alguna, en la forja del carácter y plantan la semilla de una verdad cuestionable, sí, pero consoladora: que la violencia fija el estado de las cosas; pero, ¿es suficiente para afianzar en el ánimo del jovencísimo Feliciano la idea de ser el más rico de la ciudad y el convencimiento de que solo se puede alcanzar esa condición siendo despiadado?

IV

Las dimensiones del producto imponen las restricciones a una historia que, sin duda, requiere de algunos tomos más para conseguir esa totalidad que tiene y que aún está encubierta. Faltan, a mi juicio, más desarrollos, como el de la infancia de Feliciano y su conversión al lado oscuro; y como los que deberían venir de las introspecciones de un personaje tan interesante y tan bien construido como es el protagonista. Estoy absolutamente convencido de que, de no mediar los límites físicos del objeto libro, el autor hubiese ahondado en los pensamientos más íntimos de Feliciano/Guirre, en sus floridos huertos de afectos y sus nauseabundos vertederos de odios. Y lo mismo debo decir de Ofelia, un perturbador, hedónico y maravilloso personaje que, a lo largo de la obra, se erige —como el protagonista— en una suerte de superviviente gracias a su carencia de prejuicios. Sin familia, sin amparo, desengañada en su tierna juventud y consciente del poder que atesora (es al sexo lo que Guirre/Feliciano a la fuerza bruta: ambos son primarios en cuanto al desarrollo de las pulsiones humanas), emprende una huida que, además, se verá condicionada por el hecho de que es mujer en un espacio y un tiempo hostiles per se para el género femenino.

Ella y el protagonista evolucionarán durante toda la obra en una suerte de entrañable fidelidad mutua que, sin duda, debió vertebrarse sobre pensamientos y diálogos mucho más extensos y profundos que los muy acertados que recoge la novela. Dos interesantes personajes han de estar bajo el yugo del silencio que le impone el narrador porque la historia tiene unos límites físicos. Pienso en ellos (¡cuánto daría de sí la decepción de Ofelia en Oxford!); y en Almanegra, el más leal sicario y consejero de entre los leales; y, por no hacer más extensa la enumeración, en la impresionante hija de Feliciano, Ernestina la Guirra, la llamada a continuar con la saga si a bien lo tuviera nuestro autor, pues está claro que mi admirado Francisco J. Quevedo ha dado con una mina literaria que, si lo desea, puede seguir excavando. La fortaleza de los personajes, tanto principales como secundarios; el excelente precedente que representa El teatro en medio del océano y la naturaleza de los acontecimientos históricos locales y nacionales posteriores a 1921 (la dictadura del general Primo de Rivera, el final del reinado de Alfonso XIII, la Segunda República, la Guerra Civil, la dictadura franquista, etc.) favorecen una, sin duda, deseada continuidad.

V

Hay obras que marcan a un autor. Lo pensé cuando tuve entre mis manos la ya referida de Carlos Álvarez, cuando sucumbí a Bastardos de Bardinia (1991) y El reloj de Clío (2020) de Emilio González Déniz, cuando tanteé con el intelecto el impresionante Bajo el sol de los muertos de Roberto Cabrera (2019) o cuando Víctor Álamo de la Rosa, en varios títulos, me desplegó su particular archipiélago herreño (1991-2013). Hay quehaceres que marcan a un autor ante los lectores, los críticos y la posteridad. He mencionado algunas referencias, me faltan por añadir al cupo muchísimas más. La que nos convoca es una de esas que, de un modo irremediable, recogerán los manuales y artículos especializados, será objeto de reediciones, se difundirá y conocerá, se citará y, con todo ello, el nombre de Francisco J. Quevedo García se volverá imperecedero, como ocurre cuando pensamos en el Rafael Arozarena de Mararía o en el Isaac de Vega de Fetasa, ambas obras de 1973.

El teatro en medio del océano es una muestra más —una extraordinaria muestra, conviene precisar— de esa magnífica literatura que se hace en nuestra tierra y, de manera más específica, de esa narrativa que, a lo largo del presente siglo, ha venido trayendo consigo una serie de títulos que, sin duda, sortearán el paso del tiempo. Esta centuria nos está regalando en cantidad y calidad un sobresaliente repertorio de prosas que, de algún modo, configuran en la actualidad un panorama que en el siglo XX estaba presidido por el verso. Lo bueno de todo esto es que, sea cual sea el periodo o el género, hay una verdad que no admite discusión: que tenemos en Canarias una literatura con identidad propia que se ha ganado por su singularidad y calidad un lugar dentro del amplio panorama que representan las letras hispánicas. La de Quevedo se erige, en este sentido, como una prueba más de que lo afirmado es cierto.

Pérez Casanova, una oportunidad para no olvidar

Oportuno, que no oportunista, es el último trabajo del profesor Guerra Aguiar, centrado en la figura de Gonzalo Pérez Casanova, un distinguido científico y catedrático del IES Pérez Galdós que se convirtió, precisamente por ser quien era, en una víctima más de un régimen sostenido sobre la sinrazón de la violencia, la maquinación y el ensañamiento. Su título: La represión franquista contra Gonzalo Pérez Casanova (Mercurio Editorial, 2021).

Insisto en lo de oportuno porque, a mi parecer, llega justo cuando, de manera incomprensible, se ha asentado en la cotidianeidad de los medios informativos y, por extensión, de la sociedad misma la presencia de individuos que defienden con descaro consignas que hasta hace poco considerábamos desfasadas y propias de un pasado que no debería volverse a repetir.

Por un lado, están los negacionistas de la ciencia (terraplanistas, antivacunas, etc.), que siempre han existido, pero que, tal y como yo lo veo, hasta ahora se habían mantenido al margen, quizás por prudencia, tal vez por el desdén que recibían de quienes atesoraban dos dedos de frente, o por…, en fin, lo que sea. Ahora han asumido un protagonismo desmedido. Sus estupideces son difundidas y sirven de sustento a seres que deberían ser ninguneados por la notoria publicidad de su ignorancia y mala intención.

Por otro lado, encontramos a los que acompañan a este grupo, una suerte de dañinos emuladores de los que amargaron la existencia a Gonzalo Pérez Casanova y de cuantos, como él, solo cometieron el mal de agarrarse al rigor científico y a la fortaleza moral que daba su ideología de paz y convivencia. Esos son los peores porque, desde sus puestos de responsabilidad, defienden a los primeros y alientan a que continúen con el mal que ocasiona la difusión perversa de sus ideas.

Oportuno es este libro; oportuno y necesario; indispensable, diría yo, como homenaje a quienes, siendo ejemplares para nuestra sociedad, fueron represaliados por su ideología o su quehacer (capítulo II) o por estar en el punto de mira de los que van en contra de la ciencia dando por buena cualquier superstición (capítulo III): Antonio José Ruiz de Padrón, Gregorio Chil y Naranjo, Benito Pérez Galdós y Blas Cabrera Felipe, son los cuatro referentes que ocupan al profesor Guerra Aguiar.

En cada página de su libro, una razón para defender la libertad bien entendida, la que va más allá de los simplistas márgenes del hedonismo. La libertad para el conocimiento, para la discrepancia desde los cauces del respeto, la consideración hacia quien no comparte tus ideas, el afán constructivo por formar parte de una sociedad cohesionada por su cultura y su proyecto de futuro.

Ese es el gran trasfondo de esta obra que nos ocupa, distribuida en seis apartados, dedicando el cuarto al protagonista del libro; y sustentada por la inmensa devoción de su autor hacia la docencia y el conocimiento científico, entendido como el resultado de haber aplicado los más precisos análisis a los hechos objeto de estudio; y, en última instancia, hacia esa sociedad de la que forma parte y a la que ha contribuido siempre con su ejemplar quehacer pedagógico e intelectual.

La represión franquista contra Gonzalo Pérez Casanova aborda un periodo de nuestra historia reciente (aún viven quienes lo padecieron) muy duro y muy difícil; una etapa que, en la actualidad, está siendo defendida y alentada por colectivos que se han propuesto transformar el dolor cicatrizado en la memoria de los nuestros en una suerte de Arcadia idílica donde todo estaba envuelto en paz y concordia cristianas. Aquellos terribles y complicados tiempos pueden volver si permitimos que unos vociferen impunemente e infesten las vías por donde ha de circular el conocimiento sano, el vivificador, la savia que nos mantiene sujetos a un amable presente y enriquece las perspectivas de disfrutar de un grato futuro. El valor de este libro y, con él, de su autor está en que serían prohibidos, censurados y vilipendiados si el maligno virus de la mentira, la manipulación y el desprecio por la historia consiguiese su propósito de envenenar aquello que ha de alimentarnos como sociedad.