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Antonio Becerra, piedra en esta otra vida

«Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota»

I

Conocí a Antonio Becerra en septiembre u octubre de 1991 en la Facultad de Filología de la ULPGC, al poco de comenzar mis estudios universitarios. Él estaba en segundo curso. A finales de enero de 1992, participamos en un evento literario organizado por el Centro Insular de Cultura —dentro de la iniciativa Plazuela de las Letras— denominado «Manifiesto poético último». De Eugenio Padorno recibí la invitación para intervenir. Nunca le he agradecido suficientemente el inmenso honor que me concedió ni las consecuencias tan enriquecedoras que obtuve de la experiencia. Una vez más, muchas gracias, maestro. Sigo. Quien coordinaba aquel evento era, si no me falla la memoria, el escritor Carlos Álvarez. De él conservo un grato recuerdo, pues conmigo siempre fue muy atento. Los recitales de poemas se celebraron los días 28 y 30 de enero. En ellos participaron siete poetas (el citado Antonio Becerra, Fernando González, Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Francisco O. Santiago, Rafael Franco y Santiago Acosta) y un sobrante (yo).

Lo vivido alrededor de esta lectura pública trajo consigo dos valiosísimas revelaciones: la primera, que carezco de talento literario y que el más ínfimo de los vates, a mi lado, es sublime; y que la mejor contribución que puedo hacer a las bellas letras es no afearlas ni menoscabarlas con el graznido de mis ampulosas escrituras. La segunda vino de un afortunadísimo descubrimiento: que aquellos que recitaban conmigo y para los que yo debía ser un impostor eran unos extraordinarios poetas, unos magníficos referentes a los que prestar atención, pues estaban llamados a continuar la fecunda tradición poética de las letras canarias. No me equivoqué. Con el tiempo —en buena medida porque deambulé durante la década de los noventa del siglo pasado en el actual campus de humanidades de la ULPGC y tuve la suerte de seguir la estela de brillantes escritores—, pude ser testigo de los admirables quehaceres líricos de Federico y Oswaldo, y logré descubrir en Antonio Becerra a un intelectual de una enorme valía que estaba dotado de una singular sensibilidad para todo cuanto tuviera que ver con el extenso y complejo mundo de la literatura. Detecté en él desde muy pronto el gran lector e investigador que siempre ha sido.

Su trayectoria académica como docente universitario y autor de publicaciones especializadas y divulgativas merece resaltarse (al menos yo así lo veo) porque es un indiscutible referente del buen hacer de la Facultad de Filología de la ULPGC desde su puesta en marcha a finales de la década de los ochenta del siglo XX. En este sentido —por cuestión de edad y convivencia—, él viene a ser un destacado representante de cuantos formamos parte de las primeras promociones de la institución filológica palmense.

En los años que lo conozco, he visto cómo su figura de investigador ha ido siempre a más y de qué admirable modo su talento, valentía y curiosidad le han permitido abordar las más variadas iniciativas culturales. Contemplo el camino que ha recorrido y considero que es merecedor de toda clase de parabienes. Loable es el trayecto, aunque haya sido extrañamente parco, a mi juicio, en aquella fortaleza que yo le había descubierto en 1992: la vía lírica. Poco es lo que ha desarrollado en este campo nuestro autor si tenemos en cuenta el inmenso potencial que siempre ha atesorado y que le convierte en un “literato absoluto”: no solo es capaz de atender de un modo magistral las cuestiones científicas del arte, sino que además puede componer productos poéticos de una incuestionable calidad. ¿Una prueba? La obra que nos convoca: En esa otra vida de la piedra (Mercurio Editorial, 2022).

II

No lo niego: las sensaciones en torno a este libro han sido múltiples. La sorpresa fue la primera de todas. No conozco otros poemarios de nuestro autor. No los he encontrado cuando los he buscado y no he hallado fuentes que hablaran sobre estas para mí ignotas obras. Por eso me maravilló saber que su último título es uno más de la prestigiosa colección Faro de la Puntilla, una serie bibliográfica que fue objeto de mis atenciones en un artículo que publiqué hace un tiempo. A la indicada primera impresión le siguió la alegría. Lo confieso. Festejé que Antonio Becerra se hubiese ocupado y preocupado de componer un libro que, a tenor de lo que explicita su currículo, parece formar parte de un insólito quehacer. El elevado concepto que siempre he tenido sobre su creatividad y sensibilidad más su encomiable bagaje de lecturas y experiencias analíticas lectoras se tradujeron en una suerte de particular felicidad cuando llegó la obra a mis manos. De esta circunstancia surgió la tercera sensación: la expectación. ¿Esperaba de él un libro de poemas al uso? No. ¿Algo “diferente”? Sí. ¿Lo he recibido? Por fortuna, sí. ¿Ha merecido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de un título como el que ahora me ocupa? Sí, por supuesto que sí.

En esa otra vida de la piedra es un producto complejo, heterogéneo, difícil de analizar y clasificar al principio, críptico, extraño… de entrada; mas luego —cuando nos hemos aclimatado a la expresión—, se vuelve amable, atractivo, cautivador, y con una admirable capacidad para envolver al receptor en la generación de proyecciones personales a medida que vamos progresando en el recorrido lector de unas composiciones que van calando en el ánimo y que, con prodigiosa suavidad, se van adhiriendo a nuestro entendimiento. No es una obra que pueda resolverse en un instante, a pesar de sus poco más de ochenta páginas de materia literaria; y es bueno que así sea porque se corre el riesgo de perder aquello que, a mi juicio, constituye una de las esencias de esta creación: la selección de pasajes vitales que convierten el producto final en una antología de la conciencia, una suerte de florilegio lleno de detalles, señales y enigmas que demandan del necesario tiempo y sosiego para que sea posible algún acceso a las claves que determinan su conjunción. Una obra tan pulida y elaborada exige una lectura igualmente pulcra y atenta.

III

Fijémonos en el tomo. En su estructura. Empecemos por el índice. En dos grandes bloques se distribuye la materia. El primero se titula “Errar en el centro del mar multiplicado”. El enunciado procede del verso inicial del poema “De quodam Cristophoro Colombo Mentis” de Eugenio Padorno, publicado en su Paseo antes de la tormenta (1996). Una impresión de entrada me lleva a pensar en que la palabra “mar” ajusta al isleño y, sobre todo, a la isla; y su reproducción conduce a plantear una presencia en muchos sitios. ¿Una “tierra” —una raíz, en suma— en distintas aguas? Quizás. ¿Y por qué errar? El enunciado admite múltiples interpretaciones. Es posible que alguna respuesta sea capaz de esbozar más adelante. Sigo.

Entre las treinta y una piezas que contiene esta parte hay nueve cuyas denominaciones reflejan datos temporales (2011, …, 2014) y espaciales (Changchun, …, Junín). Es llamativo. Lo es también que todas, en conjunto, se muestran sin jerarquías de dependencia. Como se alinean del mismo modo, es inevitable pensar que, atentos a la consideración global del producto, las composiciones poseen idéntico valor conceptual para el poeta. Más adelante, mientras la lectura vaya fluyendo, llegaremos a plantear la existencia de una posible relación de subordinación entre ciertas poesías y el escrito en prosa que les precede. Repito: posible; insisto: probable. También surgirá en algún momento la conclusión de que esa vinculación preestablecida no es tal y que van, por un lado —digámoslo ya—, las partes que poseen la esencia de un diario o una crónica (las que contienen la información espacio-temporal en su enunciado) y, por el otro, los poemas, tanto en verso (la mayoría) como en prosa.

El segundo bloque se titula “Regreso a la isla”. Lo conforman seis piezas. Una hojeada nos muestra que todas las composiciones están en verso menos dos: “El sentido del fragmento” y la que comienza «Y ahora tu sombra se ha quedado ahí». También nos percataremos al pasar las páginas de que hay tres títulos (“En la otra isla”, “Acá si amor acá” y “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”) que funcionan como poemarios internos, pues contienen varios poemas. Esta estructuración, que en otras ediciones sería visible en la tabla de contenidos del tomo, no se refleja en el índice, donde llaman la atención por su entrecomillado tres títulos procedentes de referencias literarias: el primero, en vasco —cuya traducción vendría a ser ‘¿qué tendrá dentro?’—, es de Miguel de Unamuno y aparece en un artículo que publicó el exrector salmantino en el periódico barcelonés Las noticias el 25 de marzo de 1900; el segundo y tercero, que corresponden a los dos últimos enunciados apuntados entre paréntesis hace unos renglones, son versos de los siguientes poemas: “Irme en un barco negro” de Alejandra Pizarnik y “En la mar vuelvo a nacerme” de Pedro García Cabrera, respectivamente.

Un análisis más profundo del producto debería conducirnos a localizar las claves de esta disposición de la materia, aunque tras la lectura (la personal, la que ahora comparto contigo) observe cierta voluntad del poeta por mostrar las progresiones y las consecuencias de una metamorfosis inherente al proceso mismo de escritura y, por tanto, de la inspiración, cuya condición circunstancial, como nos refiere, da «sustento al verbo» y logra que este se dilate «como un cuerpo al calor». Un ejemplo de la indicada transformación lo tenemos en el poema “Travesía”, que aparece en la segunda parte de la obra (89-91) y que ofrece en verso el mismo texto que, en la primera y en prosa, se recoge entre las páginas 53-54.

Continúo inspeccionando el mentado bloque dos y un detalle reclama mis atenciones: una fotografía en escala de grises de Tino Armas. Corresponde al último conjunto poético del libro, el que lleva por título el ya reproducido “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”. La imagen es extraordinaria. Impacta. Posee una elevada fuerza significativa. ¿Qué muestra? Una mujer caminando/corriendo en la orilla de la playa. Su rostro no se ve. Las cinco composiciones que siguen a la instantánea se vertebran desde el punto de vista conceptual a su alrededor. Ahí se detiene mi curiosidad. En estos versos finales edifico el comienzo de mi experiencia lectora. Son las suyas líneas tristes y silenciosas, resignadas ante el dolor del recuerdo, esa sombra que aparece en los momentos de escritura y, como nos cuenta, lo llega a coger en ocasiones desprevenido. No hay patetismo ni sufrimiento, solo un pesar que se amaina con esa visión emotiva de quien permanece «en el aire para siempre en ese movimiento perpetuamente estático sobre la arena de Las Canteras». Aparece el mar, el agua adonde es inevitable regresar; un mar ahora no multiplicado, sino multiplicador de percepciones y de conexiones con una suerte de singular luz que, en su momento, en un lejano obituario de 2014, junio, seis, me conmovió y que en este instante, en mi recreación, percibo como ese recuerdo que vivifica y dispersa las sombras de una huida que mi entendimiento asocia a un modo de afirmar que no se estuvo (cuerpo, mente) donde el tiempo parecía dictar que era oportuno hallarse.

Lo último de esta “oscuridad protectora” que, con su lectura, me ha ido dando avisos de lo que me espera cuando aborde las páginas precedentes es la cita del comienzo: «Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota». La oración es suficiente para sentir afinadas las cuerdas —los renglones— que componen En esa otra vida de la piedra; y estimar la posibilidad de que con cada punteo, frotación o percusión lectora quizás se logre saber cómo ha de ser o parecer el sonido que atesora la voluntad de alejarse del ruido, cómo adquiere forma la voz de la isla, o de la isla-voz o de esa “otra isla” en su propósito de revivir, de progresar, de pasar de ser de alguna manera nómada (“Errar en el centro del mar multiplicado”) a sedentario (“Regreso a la isla”). Quizás. Sigo.

IV

Fijémonos en el resto de las páginas. Y, sobre todo, en las palabras, en los ladrillos del muro. Dado que los elementos que componen la realidad se asientan en el entendimiento gracias a los sustantivos que los identifican, prestemos atención a los que abundan en el poemario y que, en esta suerte de imaginaria partitura poética, representarán los signos que, puestos al principio del pentagrama, determinarán el enfoque de las pulsiones líricas de la obra que nos convoca. He aquí un escuetísimo recuento léxico: “tiempo” (27 veces), “palabras” (15), “cuerpo” (14), “vida” (12), “silencio” (12), “memoria” (11), “isla” (11) y “luz” (10). Con estas ocho voces se edifica la esencia de un quehacer poético cuyo sentido primigenio viene determinado por unos versos de José María Millares Sall que sirven para fijar el título del libro.

El vocablo “piedra” —tan frecuente por otro lado en la obra del poeta que nos dejó en 2009— es la base sobre la que se construye una interpretación del conjunto ligada a un cambio de estado («en esa otra vida…»); a una evolución de aquello que, en principio, de algún modo, se asumía como inamovible (recuérdese lo dicho más arriba acerca de “Travesía”). Aquello es la piedra; la piedra es la vida y la vida, el pasado; el pasado, a su vez, en su contemplación, no deja de ser presente y este, en su proyección, futuro. Veintisiete veces leemos el vocablo “tiempo”; veintisiete elevado a veintisiete son las ocasiones en las que se adueña de nuestro intelecto la noción del término y, con ella, la percepción de que hay una suerte de progresión en los conceptos, como cuando en “Palabras para una despedida” apunta: «Me seduce, lo confieso, toda la vida; de la vida, la muerte; de la muerte, el dolor; del dolor, el cuerpo».

La anotación preliminar del libro recoge la deuda emocional del poeta con muchos nombres propios, explicitados, y dos hondamente sentidos: su padre y su hermana Pino. No es tanto un cerrar puertas abiertas o entreabiertas como una necesidad de reconsiderar cómo se encuentran en esta etapa de su vida. Un hermoso verso surge mientras anoto esto que lees: «duermen las raíces bajo tierra». Sigo. Hablo de un pasado evocado con sutileza, que no recreado ni, en el fondo, anhelado; y que resulta complicado de asir para ubicarlo en las gavetas donde sea viable que conviva con «esa otra vida» que se va forjando en el presente con vistas a un mañana inmediato, próximo, lo más anclado posible a un hoy cotidiano, estable, en el que se ha renunciado a cosechar más derrotas «que las que no precisan del común de los días». Es quizás el pasado de esa otra isla que habita en la conciencia del poeta en su declamación gráfica a la que habría que restituir el paisaje. Quizás, repito. La duda siempre por delante.

Casi una década ha tenido que transcurrir para que llegaran a nuestras costas unas páginas que, a pesar de su pequeño tamaño (105 x 175 mm), contiene la oceánica inmensidad de una experiencia existencial (mente, cuerpo) que, como reflejo de “esa otra vida”, se ha ido reduciendo a momentos, a instantes, a fragmentos antológicos que ahora se ofrecen y cuyo sentido quizás (otra vez “quizás”) no se encuentre tanto en la anécdota, sino en el esfuerzo por plasmarla para darle la debida perennidad. Cómo expresar aquello que se percibe con nitidez de un modo no impostado, retórico, lejano a la palpitación, parece preguntarnos en “No sé si naturalmente”. El valor del quehacer empuja las apelaciones a una tinta que apenas mancha la superficie de una página o, más adelante, en su evolución, una que se vuelve certeza y que aproxima al poeta a una anhelante condición de piedra cuando anote, como único verso de cinco, «escrito»; y anuncie, al principio del poema en cuestión, «ahí estoy».

En las composiciones de la primera parte, detecto un quehacer que gira en torno a la escritura, a ese proceso que se metaforiza en un muro levantado con inciertos ladrillos del pasado con el que se pretende aplacar una necesidad porque la expresión literaria «nos proporciona la ilusoria sensación de que vamos progresivamente sanando de nuestros males y creemos solazarnos por breve tiempo, el mismo que dedicamos a este vano ejercicio», aunque en el fondo no quepa más que reconocer que nunca se resuelve la desazón, la ansiedad…, la angustia, esa «suma de ausencias, expectativas, fracasos y victorias, finales inconclusos y recomienzos imposibles» .

El poeta es consciente de la insuficiencia del propósito porque la duda no deja de estar presente: «¿Cuál será la vida?», llegará a cuestionarse; y lo mismo hará sobre el sentido de lo que pretende: «la pregunta acaso vuelva una y otra vez a tratar de completar un espacio que aún espera ser hallado». Más adelante, hacia el final casi de la primera parte, asumirá el resultado de su viaje emocional: «siempre el regreso, el retorno a los mismos recuerdos o la eterna prospección, mientras el ahora de la escritura ha dejado de tener sentido porque fue ya, es, pasado». La fortuna a la que se apela al principio («¿Habrá tal vez alguna otra fortuna que sea mejor que esta que obtengo con estas palabras?») y que debería servir para aglutinar los más destacados momentos ha perdido su razón de ser. Los entintados instantes que han consolado al recitador quizás no deban prolongarse. No han de acabar «sucumbiendo al pasto ajeno» ni «saltar los lindes extraños de otros a quienes no conozco».

Hay en este libro un doble viaje: por un lado, el físico, con el que recorre el poeta diversos lugares del planeta. En él predominan las anotaciones simpáticas, con cierto desenfado y con ese punto de ironía tan gratificante que permite el esbozo de una sonrisa (pienso en el hipo de alguien que está «profundamente serio y formal» o en lo repetitivo que era Zé). Quienes aparecen en la crónica viajera —así la llegará a reconocer el poeta cuando haga la anotación correspondiente a su estancia en Tulcán (junio de 2012)— no dejan de ser receptores de un agradecimiento que le ofrece el narrador. En él hay muchos nombres propios y sin apellidos, una señal incuestionable del afecto, de la cercanía, de la familiaridad que tiene el autor tanto con ellos como, indirectamente, con nosotros, los innominados lectores. El poeta logra con la mención testimoniar la existencia de personas que no dejarán de estar en su memoria; y, ahora, gracias a la escritura, en la colectiva de cuantos han accedido y accederán a unas páginas en las que se echa de menos —sin que la ausencia conlleve desdoro hacia la publicación— algunas fotografías de los lugares que ha visitado (como las que sacó en Corregimiento de Cabrera, adjuntadas en este tomo solo al entendimiento, por ejemplo).

Por el otro, el introspectivo; el periplo de unos versos en los que no he dejado de percibir aquello que me transmitió «La oscuridad me protege…», mi primer acceso lector a la obra. ¿Podría sintetizar el cúmulo de sensaciones con la palabra “tristeza”? Quizás (otra vez la posibilidad). ¿Sería más precisa la voz “saudade”? En cualquier caso, no hablo de un sentimiento inmovilizante, plúmbeo en el desánimo, lacerante en el desgarro; sino purificador, revelador hasta cierto punto del más vitalista de los axiomas: en la muerte, «con certeza seremos». Ahí se halla la única verdad, la luz sin sombra; de ahí la gran convicción: la muerte, «un triunfo frente a tanta derrota». Todo lo demás (lo incierto y lo desconocido) no son más que quimeras, como el mismo acceso a la sabiduría.

V

En esa otra vida de la piedra es una crónica personal, un diario de viajes (tanto internos como externos), una ruta de sensaciones y dudas, y de nombres propios, de muchos, que determinan afectos y consolidan el patrimonio de una existencia que quizás sea más plena de lo que el recitador pueda imaginar. Los versos de la incertidumbre, no de la inquietud ni del malestar, sino de la observación con la que todo es relativo y sobre la que no se sabe muy bien cómo plasmar, no se trasladan a las prosas que lo envuelven, donde se percibe la imagen de alguien que quiere y que se deja querer, que es humilde por principio y sumamente generoso en el trato a los demás (el reconocimiento de estas cualidades —justo es reconocerlo— no me ha llegado a través de la obra convocante, es anterior a ella; lo que ha hecho el título ha sido confirmármelas una vez más).

Por eso, en estas páginas siento, percibo, detecto, que esos mediadores llamados narrador o recitador en realidad no existen como tales. No hay distancia entre el autor y quien lee. Nadie es personaje ni, si me apuran, protagonista, salvo esa voz veterana que se ha sentado a recopilar para nosotros algunas anotaciones, variadas todas, con el fin de compartir aquello que, quizás (de nuevo quizás), más necesitábamos recibir los que le conocemos que él darlo. Aquí se fundamenta la dádiva, la generosidad. Desconozco el alcance de la felicidad de Antonio Becerra por la publicación de este precioso libro, mas no creo andar muy equivocado si, atendiendo a la que ahora mismo me envuelve, deduzco que muchos se sentirán igual que yo: dichosos de tener entre sus manos y frente al universo de su intelecto este En esa otra vida de la piedra que nos ha convocado.

Como lector, como humilde amante de las palabras castellanas hermosamente engarzadas en sintagmas, oraciones, párrafos…, como paciente de los remedios que da la literatura, me gustaría muchísimo volverme a encontrar con este Antonio Becerra tan íntimo, tan profundo e intenso en su manera de ajustar cuentas con el tiempo y la memoria. Si me preguntaras de nuevo si ha valido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de una obra como esta, mi respuesta siempre sería la misma: «Sí, por supuesto que sí». Una magistral pieza como esta bien merece la espera de treinta años; y si, para su alcance, hay que ser piedra, se es y punto.

CODA. Y ahora que la poesía se ha liberado de su cárcel, con el ánimo perturbado de un modo grato por el impacto del complejo viaje realizado al corazón y el intelecto de nuestro autor, lo que me conviene es la calma, el rigor ameno, la efervescente sensación de alegría que da la compañía de títulos que mueven a admirar a sus responsables por su feliz ingenio y estimulante agudeza. ¿Que qué me toca leer a continuación? El chismógrafo (La Tramoyista, 2022), un libro que firman Antonio Becerra y uno de los más aventajados historiadores que ahora mismo hay en Canarias, Israel Campos Méndez. Dos grandes para una obra que, sin duda, es y será grande, muy grande.

Antonio Becerra en esta otra vida

«Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota»

I

Conocía a Antonio Becerra en septiembre u octubre de 1991 en la Facultad de Filología de la ULPGC, al poco de comenzar mis estudios universitarios. Él estaba en segundo curso. A finales de enero de 1992, participamos en un evento literario organizado por el Centro Insular de Cultura —dentro de la iniciativa la Plazuela de las Letras— denominado «Manifiesto poético último». De Eugenio Padorno recibí la invitación para intervenir. Nunca le he agradecido suficientemente el inmenso honor que me concedió ni las consecuencias tan enriquecedoras que obtuve de la experiencia. Una vez más, muchas gracias, maestro. Sigo. Quien coordinaba aquella iniciativa era, si no me falla la memoria, el escritor Carlos Álvarez. De él conservo un grato recuerdo, pues conmigo siempre fue muy atento. Los recitales de poemas se celebraron los días 28 y 30 de enero. En ellos participaron siete poetas (el citado Antonio Becerra, Fernando González, Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Francisco O. Santiago, Rafael Franco y Santiago Acosta) y un sobrante (yo).

De todo aquello obtuve dos valiosísimas revelaciones: la primera, que carezco de talento literario y que el más ínfimo de los vates, a mi lado, es sublime; y que la mejor contribución que puedo hacer a las bellas letras es no afearlas ni menoscabarlas con el graznido de mis ampulosas escrituras. La segunda vino de un afortunadísimo descubrimiento: que aquellos que recitaban conmigo y para los que yo debía ser un impostor eran unos extraordinarios poetas, unos magníficos referentes a los que prestar atención, pues estaban llamados a continuar la fecunda tradición poética de las letras canarias. No me equivoqué. Con el tiempo —en buena medida porque deambulé durante la década de los noventa del siglo pasado en el actual campus de humanidades de la ULPGC y tuve la suerte de seguir la estela de brillantes escritores—, pude ser testigo de los admirables quehaceres líricos de Federico y Oswaldo, y logré descubrir en Antonio Becerra a un intelectual de una enorme valía que estaba dotado de una singular sensibilidad para todo cuanto tuviera que ver con el extenso y complejo mundo de la literatura. Detecté en él desde muy pronto el gran lector e investigador que siempre ha sido.

Su trayectoria académica como docente universitario y autor de publicaciones especializadas y divulgativas merece resaltarse (al menos yo así lo veo) porque es un indiscutible referente del buen hacer de la Facultad de Filología de la ULPGC desde su puesta en marcha a finales de la década de los ochenta del pasado siglo. En este sentido —por cuestión de edad y convivencia—, él viene a ser un destacado representante de cuantos formamos parte de las primeras promociones de la institución filológica palmense.

En los años que lo conozco, he visto cómo su figura de investigador ha ido siempre a más y de qué admirable modo su talento, valentía y curiosidad le han permitido abordar las más variadas iniciativas culturales. Contemplo el camino que ha recorrido y considero que es merecedor de toda clase de parabienes. Loable es el trayecto, aunque haya sido extrañamente parco, a mi juicio, en aquella fortaleza que yo le había descubierto en 1992: la vía lírica. Poco es lo que ha desarrollado en este campo nuestro autor si tenemos en cuenta el inmenso potencial que siempre ha atesorado y que le convierte en un “literato absoluto”: no solo es capaz de atender de un modo magistral las cuestiones científicas del arte, sino que además puede componer productos poéticos de una incuestionable calidad. ¿Una prueba? La obra que nos convoca: En esa otra vida de la piedra (Mercurio Editorial, 2022).

II

No lo niego: las sensaciones en torno a este libro han sido múltiples. La sorpresa fue la primera de todas. No conozco otros poemarios de nuestro autor. No los he encontrado cuando los he buscado y no he hallado fuentes que hablaran sobre estas para mí ignotas obras. Por eso me maravilló saber que su último título es uno más de la prestigiosa colección Faro de la Puntilla, una serie bibliográfica que fue objeto de mis atenciones en un artículo que publiqué hace un tiempo. A la indicada primera impresión le siguió la alegría. Lo confieso. Festejé que Antonio Becerra se hubiese ocupado y preocupado de componer un libro que, a tenor de lo que explicita su currículo, parece formar parte de un insólito quehacer. El elevado concepto que siempre he tenido sobre su creatividad y sensibilidad más su encomiable bagaje de lecturas y experiencias analíticas lectoras se tradujeron en una suerte de particular felicidad cuando llegó la obra a mis manos. De esta circunstancia surgió la tercera sensación: la expectación. ¿Esperaba de él un libro de poemas al uso? No. ¿Algo “diferente”? Sí. ¿Lo he recibido? Por fortuna, sí. ¿Ha merecido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de un título como el que ahora me ocupa? Sí, por supuesto que sí.

En esa otra vida de la piedra es un producto complejo, heterogéneo, difícil de analizar y clasificar al principio, críptico de entrada; mas luego, cuando nos hemos aclimatado a la expresión, amable y atractivo, y con una admirable capacidad para envolver al receptor en la generación de proyecciones personales a medida que vamos progresando en el recorrido lector de unas composiciones que van calando en el ánimo y que, con prodigiosa suavidad, se van adhiriendo a nuestro entendimiento. No es una obra que pueda resolverse en un instante, a pesar de sus poco más de ochenta páginas de materia literaria; y es bueno que así sea porque se corre el riesgo de perder aquello que, a mi juicio, constituye una de las esencias de esta creación: la selección de pasajes vitales que convierten el producto final en una antología de la conciencia llena de detalles, señales y enigmas que, para lograr acceder al mapa de su conjunción, demandan del necesario tiempo y sosiego. Una obra tan pulida y elaborada exige una lectura igualmente pulcra y atenta.

III

Fijémonos en el tomo. En su estructura. Empecemos por el índice. En dos grandes bloques se distribuye la materia. El primero se titula “Errar en el centro del mar multiplicado”. El enunciado procede del verso inicial del poema “De quodam Cristophoro Colombo Mentis” de Eugenio Padorno, publicado en su Paseo antes de la tormenta (1996). Una impresión de entrada me lleva a pensar en que la palabra “mar” ajusta al isleño y, sobre todo, a la isla; y su reproducción conduce a plantear una presencia en muchos sitios. ¿Una “tierra” —una raíz, en suma— en distintas aguas? Quizás. ¿Y el error a qué se refiere? El enunciado admite múltiples interpretaciones. Es posible que alguna respuesta sea capaz de esbozar más adelante. Sigo.

Entre las treinta y una piezas que contiene esta parte hay nueve cuyas denominaciones reflejan datos temporales (2011, …, 2014) y espaciales (Changchun, …, Junín). Es llamativo. Lo es también que todas, en conjunto, se muestran sin jerarquías de dependencia. Como se alinean del mismo modo, es inevitable pensar que, atentos a la consideración global del producto, las composiciones poseen idéntico valor conceptual para el poeta. Más adelante, mientras la lectura vaya fluyendo, llegaremos a plantear la existencia de una posible relación de subordinación entre ciertas poesías y el escrito en prosa que les precede. Repito: posible; insisto: probable. También surgirá la ocasión en algún momento la conclusión de que esa vinculación preestablecida no es tal y que van, por un lado —digámoslo ya—, las partes que poseen la esencia de un diario o una crónica (las que contienen la información espacio-temporal en su enunciado) y, por el otro, los poemas, tanto en verso (la mayoría) como en prosa.

El segundo bloque se titula “Regreso a la isla”. Lo conforman seis piezas. Una hojeada nos muestra que todas las composiciones están en verso menos dos: “El sentido del fragmento” y la que comienza «Y ahora tu sombra se ha quedado ahí». También nos percataremos al pasar las páginas de que hay tres títulos (“En la otra isla”, “Acá si amor acá” y “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”) que funcionan como poemarios internos, pues contienen varios poemas. Esta estructuración, que en otras ediciones sería visible en la tabla de contenidos del tomo, no se refleja en el índice, donde llaman la atención por su entrecomillado tres títulos procedentes de referencias literarias: el primero, en vasco —cuya traducción vendría a ser ‘¿qué tendrá dentro?’—, es de Miguel de Unamuno y aparece en un artículo que publicó el exrector salmantino en el periódico barcelonés Las noticias el 25 de marzo de 1900; el segundo y tercero, que corresponden a los dos últimos enunciados apuntados entre paréntesis hace unos renglones, son versos de los siguientes poemas: “Irme en un barco negro” de Alejandra Pizarnik y “En la mar vuelvo a nacerme” de Pedro García Cabrera, respectivamente.

Un análisis más profundo del producto debería conducirnos a localizar las claves de esta disposición de la materia, aunque tras la lectura (la personal, la que ahora comparto contigo) observe cierta voluntad del poeta por mostrar las progresiones y las consecuencias de una metamorfosis inherente al proceso mismo de escritura y, por tanto, de la inspiración, cuya condición circunstancial, como nos refiere, da «sustento al verbo» y logra que este se dilate «como un cuerpo al calor». Un ejemplo de la indicada transformación lo tenemos en el poema “Travesía”, que aparece en la segunda parte de la obra (89-91) y que ofrece en verso el mismo texto que, en la primera y en prosa, se recoge entre las páginas 53-54.

Continúo inspeccionando el mentado bloque dos y un detalle reclama mis atenciones: una fotografía en escala de grises de Tino Armas. Corresponde al último conjunto poético del libro, el que lleva por título el ya reproducido “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”. La imagen es extraordinaria. Impacta. Posee una elevada fuerza significativa. ¿Qué muestra? Una mujer caminando/corriendo en la orilla de la playa. Su rostro no se ve. Las cinco composiciones que siguen a la instantánea se vertebran desde el punto de vista conceptual a su alrededor. Ahí se detiene mi curiosidad. En estos versos finales edifico el comienzo de mi experiencia lectora. Son las suyas líneas de voces tristes y silenciosas, resignadas ante el dolor del recuerdo, esa sombra que aparece en los momentos de escritura y, como nos cuenta, lo llega a coger en ocasiones desprevenido. No hay patetismo ni sufrimiento, solo un pesar que se amaina con esa visión emotiva de quien permanece «en el aire para siempre en ese movimiento perpetuamente estático sobre la arena de Las Canteras». Aparece el mar, el agua adonde es inevitable regresar; un mar ahora no multiplicado, sino multiplicador de percepciones y de conexiones con una suerte de singular luz que, en su momento, en un lejano obituario de 2014, junio, seis, me conmovió y que en este instante, en mi recreación, percibo como ese recuerdo que vivifica y dispersa las sombras de una huida que mi entendimiento asocia a un modo de afirmar que no se estuvo (cuerpo, mente) donde el tiempo parecía dictar que era oportuno hallarse.

Lo último de esta “oscuridad protectora” que, con su lectura, me ha ido dando avisos de lo que me espera cuando aborde las páginas precedentes, la cita del comienzo: «Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota». La oración es suficiente para sentir afinadas las cuerdas —los renglones— que componen En esa otra vida de la piedra; y estimar la posibilidad de que con cada punteo, frotación o percusión lectora quizás se logre saber cómo ha de ser o parecer el sonido que atesora la voluntad de alejarse del ruido, cómo adquiere forma la voz de la isla, o de la isla-voz o de esa “otra isla” en su propósito de revivir, de progresar, de pasar de ser de alguna manera nómada (“Errar en el centro del mar multiplicado”) a sedentario (“Regreso a la isla”). Quizás. Sigo.

IV

Fijémonos en las páginas. Y, sobre todo, en las palabras, en los ladrillos del muro. Dado que los elementos que componen la realidad se asientan en el entendimiento gracias a los sustantivos que los identifican, prestemos atención a los que abundan en el poemario y que, en esta suerte de imaginaria partitura poética, representarán los signos que, puestos al principio del pentagrama, determinarán el enfoque de las pulsiones líricas de la obra que nos convoca. He aquí un escuetísimo recuento léxico: “tiempo” (27 veces), “palabras” (15), “cuerpo” (14), “vida” (12), “silencio” (12), “memoria” (11), “isla” (11) y “luz” (10). Con estas ocho voces se edifica la esencia de un quehacer poético cuyo sentido primigenio viene determinado por unos versos de José María Millares Sall que sirven para fijar el título del libro.

El vocablo “piedra” —tan frecuente por otro lado en la obra del poeta que nos dejó en 2009— es la base sobre la que se construye una interpretación del conjunto ligada a un cambio de estado («en esa otra vida…»); a una evolución de aquello que, en principio, de algún modo, se asumía como inamovible (recuérdese lo dicho más arriba acerca de “Travesía”). Aquello es la piedra; la piedra es la vida y la vida, el pasado; el pasado, a su vez, en su contemplación, no deja de ser presente y este, en su proyección, futuro. Veintisiete veces leemos el vocablo “tiempo”; veintisiete elevado a veintisiete son las ocasiones en las que se adueña de nuestro intelecto la noción del término y, con ella, la percepción de que hay una suerte de progresión en los conceptos, como cuando en “Palabras para una despedida” apunta: «Me seduce, lo confieso, toda la vida; de la vida, la muerte; de la muerte, el dolor; del dolor, el cuerpo».

La anotación preliminar del libro recoge la deuda emocional del poeta con muchos nombres propios, explicitados, y dos hondamente sentidos: su padre, su hermana Pino. No es tanto un cerrar puertas abiertas o entreabiertas como una necesidad de reconsiderar cómo se encuentran en esta etapa de su vida. Un hermoso verso surge mientras anoto esto que lees: «duermen las raíces bajo tierra». Sigo. Hablo de un pasado evocado con sutileza, que no recreado ni, en el fondo, anhelado; y que resulta complicado de asir para ubicarlo en las gavetas donde sea viable que conviva con «esa otra vida» que se va forjando en el presente con vistas a un mañana inmediato, próximo, lo más anclado posible a un hoy cotidiano, estable, en el que se ha renunciado a cosechar más derrotas «que las que no precisan del común de los días». Es quizás el pasado de esa otra isla que habita en la conciencia del poeta en su declamación gráfica a la que habría que restituir el paisaje. Quizás, repito. La duda siempre por delante.

Casi una década ha tenido que transcurrir para que llegaran a nuestras costas unas páginas que, a pesar de su pequeño tamaño (105 x 175 mm), contiene la oceánica inmensidad de una experiencia existencial (mente, cuerpo) que, como reflejo de “esa otra vida”, se ha ido reduciendo a momentos, a instantes, a fragmentos antológicos que ahora se ofrecen y cuyo sentido quizás (otra vez “quizás”) no se encuentre tanto en la anécdota, sino en el esfuerzo por plasmarla para darle la debida perennidad. Cómo expresar aquello que se percibe con nitidez de un modo no impostado, retórico, lejano a la palpitación, parece preguntarnos en “No sé si naturalmente”. El valor del quehacer empuja a las apelaciones a una tinta que apenas mancha la superficie de una página o, más adelante, en su evolución, una que se vuelve certeza y que aproxima al poeta a una anhelante condición de piedra cuando anote, como único verso de cinco, «escrito»; y anuncie, al principio del poema en cuestión, «ahí estoy».

En las composiciones de la primera parte, detecto un quehacer que gira en torno a la escritura, a ese proceso que se metaforiza en un muro levantado con inciertos ladrillos del pasado con el que se pretende aplacar una necesidad porque la expresión literaria «nos proporciona la ilusoria sensación de que vamos progresivamente sanando de nuestros males y creemos solazarnos por breve tiempo, el mismo que dedicamos a este vano ejercicio», aunque en el fondo no quepa más que reconocer que nunca se resuelve la desazón, la ansiedad…, la angustia, esa «suma de ausencias, expectativas, fracasos y victorias, finales inconclusos y recomienzos imposibles» .

El poeta es consciente de la insuficiencia del propósito porque la duda no deja de estar presente: «Cuál será la vida?», llegará a cuestionarse; y lo mismo hará sobre el sentido de lo que pretende: «la pregunta acaso vuelva una y otra vez a tratar de completar un espacio que aún espera ser hallado». Más adelante, hacia el final casi de la primera parte, asumirá el resultado de su viaje emocional: «siempre el regreso, el retorno a los mismos recuerdos o la eterna prospección, mientras el ahora de la escritura ha dejado de tener sentido porque fue ya, es, pasado». La fortuna a la que se apela al principio («¿Habrá tal vez alguna otra fortuna que sea mejor que esta que obtengo con estas palabras?») y que debería servir para aglutinar los más destacados momentos ha perdido su razón de ser. Los entintados instantes que han solazado al recitador quizás no deban prolongarse. No han de acabar «sucumbiendo al pasto ajeno» ni «saltar los lindes extraños de otros a quienes no conozco».

Hay en este libro un doble viaje: por un lado, el físico, con el que recorre el poeta diversos lugares del planeta. En él predominan las anotaciones simpáticas, con cierto desenfado y con ese punto de ironía tan gratificante que permite el esbozo de una sonrisa (pienso en el hipo de alguien que está «profundamente serio y formal» o en lo repetitivo que era Zé). Quienes aparecen en la crónica viajera —así la llegará a reconocer el poeta cuando haga la anotación correspondiente a su estancia en Tulcán (junio de 2012)— no dejan de ser receptores de un agradecimiento que le ofrece el narrador. En él hay muchos nombres propios y sin apellidos, una señal incuestionable del afecto, de la cercanía, de la familiaridad que tiene el autor tanto con ellos como, indirectamente, con nosotros, los innominados lectores. El poeta logra con la mención testimoniar la existencia de personas que no dejarán de estar en su memoria; y, ahora, gracias a la escritura, en la colectiva de cuantos accedamos a sus páginas, a quienes, sin duda, nos hubiese gustado ver algunas fotografías de los lugares que ha visitado (como las de Corregimiento de Cabrera, adjuntadas en este tomo solo al entendimiento, por ejemplo).

A este periplo que, bajo una imagen teatral, ubico donde Talía contrapongo el de Melpómene. Corresponde a ese trayecto la introspección de unos versos en los que no he dejado de percibir aquello que me transmitió «La oscuridad me protege…», mi primer acceso lector a la obra. ¿Podría sintetizar las sensaciones con la palabra “tristeza”? Quizás (otra vez la posibilidad). ¿Sería más precisa la voz “saudade”? En cualquier caso, no hablo de un sentimiento inmovilizante, plúmbeo en el desánimo, lacerante en el desgarro; sino purificador, revelador hasta cierto punto del más vitalista de los axiomas: en la muerte, «con certeza seremos». Ahí se halla la única verdad, la luz sin sombra; de ahí la gran convicción: la muerte, «un triunfo frente a tanta derrota». Todo lo demás (lo incierto y lo desconocido) no son más que quimeras, como el mismo acceso a la sabiduría.

IV

En esa otra vida de la piedra es una crónica personal, un diario de viajes externos e interno, de sensaciones y dudas, y de nombres propios, de muchos, que determinan afectos y consolidan el patrimonio de una existencia que quizás sea más de plena de lo que el recitador pueda imaginar. Los versos de la incertidumbre, no de la inquietud ni del malestar, sino de la observación con la que todo es relativo y sobre la que no se sabe muy bien cómo plasmar, no se trasladan a las prosas que lo envuelven, donde se percibe la imagen de alguien que quiere y que se deja querer, que es humilde por principio y sumamente generoso en el trato a los demás (el reconocimiento de estas cualidades —justo es reconocerlo— no me ha llegado a través de la obra convocante, es anterior a ella; el título lo que ha hecho ha sido confirmármelas una vez más).

Por eso, en estas páginas siento, percibo, detecto, que esos mediadores llamados narrador o recitador en realidad no existen como tales. No hay distancia entre el autor y quien lee. Nadie es personaje ni, si me apuran, protagonista, salvo la voz veterana que se ha sentado a recopilar para nosotros algunas anotaciones, variadas todas, con el fin de compartir aquello que, quizás (de nuevo quizás), más necesitábamos recibir los que le conocemos que él darlo. Aquí se fundamenta la dádiva, la generosidad. Desconozco el alcance de la felicidad de Antonio Becerra por la publicación de este precioso libro, mas no creo andar muy equivocado si, atendiendo a la que ahora mismo me envuelve, deduzco que muchos se sentirán igual que yo: dichosos de tener entre sus manos y frente al universo de su intelecto este En esa otra vida de la piedra que nos ha convocado.

Como lector, como humilde amante de las palabras castellanas hermosamente engarzadas en sintagmas, oraciones, párrafos…, como paciente de los remedios que da la literatura, me gustaría muchísimo volverme a encontrar con este Antonio Becerra tan íntimo, tan profundo e intenso en su manera de ajustar cuentas con el tiempo y la memoria. Si me preguntaras de nuevo si ha valido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de una obra como esta, mi respuesta siempre sería la misma: «Sí, por supuesto que sí». Una magistral pieza como esta bien merece la espera de treinta años; y si, para su alcance, hay que ser piedra, se es y punto.

CODA. Y ahora que la poesía se ha liberado de su cárcel, con el ánimo perturbado de un modo grato por el impacto del complejo viaje realizado al corazón y el intelecto de nuestro autor, lo que me conviene es la calma, el rigor ameno, la efervescente sensación de alegría que da la compañía de títulos que mueven a admirar a sus responsables por su feliz ingenio y estimulante agudeza. ¿Que qué me toca leer a continuación? El chismógrafo (La Tramoyista, 2022), un libro que firman Antonio Becerra y uno de los más aventajados historiadores que ahora mismo hay en Canarias, Israel Campos Méndez. Dos grandes para una obra que, sin duda, es y será grande, muy grande.

¿Quién delató a Domingo López Torres?

El delator es la crónica novelada de una duda, de cierta desazón, de algunas certezas y no pocos enfados sobre el horrible final del poeta tinerfeño Domingo López Torres.

Quizás este libro incida más en la mala suerte de Domingo López Torres y en la rabia de cuantos lo conocieron y lo quisieron bien, una rabia envuelta en impotencia, una rabia que se mastica sin que se pueda ni escupir ni tragar, una rabia que, aun compartida, no se alivia.

¿Por qué Domingo López Torres fue el único de su grupo que los franquistas decidieron asesinar? ¿Por qué cae él y muchos amigos suyos salen de Fyffes a los pocos meses y enderezan sus vidas? ¿Quiénes hablaron a los verdugos de los radicalismos del ajusticiado?

***

“Confinamiento”. Esta es la palabra del año 2020 para la Fundación del Español Urgente (Fundéu). Ese es el vocablo que, entre doce candidatos, mejor se ajustó a los dos criterios exigidos para la elección: presencia en el debate social y en los medios de comunicación; e interés lingüístico hasta el punto de recibir alguna de las recomendaciones publicadas por la citada entidad a lo largo del año; por ejemplo: en el diccionario de la Real Academia, organismo que forma parte de la fundación, aparece una enmienda a la primera acepción de la voz y se añadió la segunda (‘Aislamiento temporal y generalmente impuesto de una población, una persona o un grupo por razones de salud o de seguridad’) atendiendo a la realidad de la pandemia producida por el COVID-19.

Creo sinceramente que ningún sustantivo define mejor lo que fue el pasado año, pues todo, de algún modo, giró alrededor de la palabra escogida. A los significados denotativos que posee cabe circunscribir una elevada cantidad de connotativos que, sin duda, han sido determinantes para destacar la singularidad de 2020, pues han condicionado nuestra impresión de todo lo vivido. El cumplimiento del encierro físico, verbigracia, ha traído consigo una suerte de reclusión sicológica que se ha agravado en algunos casos con la sensación de que cualquier información recibida del exterior debía ser asimilada con exquisito cuidado, por si era el producto de una manipulación de la realidad. ¿Quién duda de la importancia que en la actualidad tiene una palabra como “bulo”, vocablo que estuvo muy presente durante el confinamiento? Sin duda, ha sido desesperanzador y sumamente agotador constatar cómo en los límites de nuestra casa, gracias a Internet, teníamos acceso a múltiples conocimientos que debíamos someter a constantes procesos de verificación. Qué fastidio y qué impotencia produce saber que, en el fondo, por muchos datos que recibamos, hemos de hacer hueco a la sospecha sobre la integridad de lo que se supone que sabemos y que nos han transmitido como verdades cristalinas. Mas todo es relativo y está sujeto a nuestra particular escala de valores. ¿En qué medida esta apuntada impotencia por el desconocimiento es equiparable a la que produce ver cómo se nos va un ser querido o cabe identificarla como equivalente a la del personal sanitario que no da abasto con la carga de trabajo que tiene? Es posible que esta asunción tan dispar de la situación haya conducido a la larga a una interpretación y realización tan anárquicas de los preceptos dictados para atender la emergencia tanto por parte de quienes deben promoverlos como de los obligados a su acatamiento.

El encierro, la verdad cuestionada, la condicionalidad… han permitido abonar un terreno artístico e intelectual sumamente enriquecedor en torno a la fragilidad del ser humano frente al mundo que le rodea, ya sea desde su minúsculo lugar en la biosfera, ya desde el marco que representan las relaciones sociales y culturales que mantiene con sus semejantes. En el ámbito libresco, por ejemplo, la cantidad de obras surgidas de la experiencia del confinamiento y de cuanto tiene que ver con la pandemia ha sido tan abrumadora que habría que crear (si es que no existe ya) una categoría bibliográfica denominada COVID-19 para dar cabida al elevado número de referencias vinculadas con la enfermedad. En el hipotético catálogo que contuviera la mentada etiqueta clasificatoria, veríamos esta particular crónica de una duda, de cierta desazón, de algunas certezas y no pocos enfados que nos ocupa y que responde al título de El delator, un texto muy bien abonado que firma Juan-Manuel García Ramos.

Poco cabe indicar sobre la figura del autor. Es tan conocida en los ámbitos académicos, culturales y literarios del universo hispánico que cualquier apunte que haga al respecto solo recibiría como respuesta un sonoro «ya lo sabemos». Su extensa y fecunda trayectoria, merecedora de numerosos reconocimientos, lo avala y sirve en este caso para que asumamos que su nueva industria editorial es digna de recibir las atenciones de los lectores, sobre todo de aquellos que son activos en los enumerados espacios en los que ha labrado ese magisterio que nadie cuestiona.

Los treinta y seis capítulos de El delator, distribuidos en 194 páginas, se ensamblan en torno a un propósito que el autor nos declara explícitamente en el “Prólogo de salvaguarda” y que conviene no desatender para no perder la perspectiva con la que debe llevarse a cabo la lectura de este atractivo y muy recomendable título. Al comienzo del libro se nos da cuenta de que estamos ante una crónica novelada sobre el poeta y ensayista Domingo López Torres, quien fue arrestado en la prisión de Fyffes de Santa Cruz de Tenerife por acusaciones políticas y condenado a la pena capital por ahogamiento, sentencia ejecutada en algún momento de 1937 («Ni la fecha exacta de su muerte nos dejaron saber a los que lo queríamos» [IV]). En el capítulo XXXIV afina más su voluntad compositiva declarando que su narración aspira a mostrar, de la manera más ajustada a la verdad, las relaciones «entre los integrantes de Gaceta de Arte que tuvieron que enfrentarse a la guerra civil de 1936, con sus miserias y sus virtudes. Es decir, con las miserias y las virtudes de cada uno de ellos». Dada la naturaleza del producto, el autor sostiene, por una parte, que se sirve de numerosas fuentes informativas (revelaciones y testimonios directos, de las historias oficial y clandestina de lo sucedido… y de una carta manuscrita desconocida hasta ahora que le fue entregada a la familia junto con otros enseres del poeta tras su asesinato, como se apunta en el capítulo “Posdata”); y, por la otra, que hace uso de no pocas licencias a la hora de componer su trabajo: especulaciones personales e intransferibles y, sobre todo, «de las infinitas libertades que la literatura concede a sus cultivadores».

Uno de estos permisos poéticos se halla en la restringida analogía que se establece entre la situación del autor durante el confinamiento y la de López Torres encerrado en Fyffes, una empaquetadora de plátanos y tomates cercana a la refinería que, tras el golpe de Estado del 36, se cedió a los franquistas para que la convirtieran en campo de concentración. García Ramos es consciente de que el parecido entre ambas experiencias es puntual; de ahí que, para evitar malas o aviesas interpretaciones, sea reiterativo a la hora de aclarar esta similitud tan disímil. Aborda la cuestión en el citado prólogo; en el capítulo XI, donde añade una curiosidad: «1936 y 2020, dos años bisiestos, con lo que la sabiduría popular atribuye de siniestralidad a este tipo de anualidades»; en el capítulo XXV; en el XXI, donde es la posibilidad de la muerte inminente la que sostiene la coincidencia porque «hace a ambos confinamientos mucho más difíciles y angustiosos, por la doble incertidumbre: la de la reclusión en sí y la de la amenaza de un fin próximo»; y en el XXXIV, donde establece que el parecido está en el valor de la libertad cuando no se tiene: «Cómo comprende uno de verdad muchos de los padecimientos de gente como Domingo López Torres, sacados de la vida sin complicaciones de años de intensa creación y metidos de pronto en el estercolero de la historia».

Aunque García Ramos no puede evitar determinadas incursiones en el terreno de la literatura, dando cuenta de publicaciones, adhesiones, rechazos, escuelas y tendencias («Había un baile constante de dogmas, peleas continuas entre los miembros de aquella generación. Como una prueba más de lo vertiginosos que eran los tiempos en los años treinta del siglo XX y de lo que afectaban esas mutaciones a los creadores» [VI] o su exposición sobre qué es el surrealismo [XXIII]), su escritura trasciende lo meramente académico para ahondar en lo moral e ideológico, lo que le impulsa a formular una justificación, también insistente, sobre el porqué de su empresa. Su deontología le impide no abordar ciertos contenidos polémicos que no dejarán indiferentes a muchos y que convierten la crónica en un ejercicio “rejerarquizador” de los prestigios, los concedidos y los negados, como afirma; una reordenación de méritos impulsada por la escritura «que se quiere literaria y busca dar la vuelta a las cosas» [XXXIV]. En el prólogo, lo declara hablando de sí mismo en tercera persona: «El autor pudo no haber escrito este relato, pero consideró que las confidencias llegadas a sus oídos y las fuentes de las que pudo disponer con posterioridad lo obligaban a plantear una nueva formulación de los hechos de los que se había nutrido la historia oficial y oficializada del movimiento surrealista insular, en general, y la descripción del destino de Domingo López Torres, en particular».

La tarea impuesta no es sencilla; al contrario, se hace bajo una presión que exige del autor una gran fortaleza interna para sacarla adelante. Él mismo declara esta complicada situación cuando afirma: «Escribo en contra de la voluntad de gente cercana y querida, que mantiene que no debo airear viejas historias donde pudieran estar implicados amigos nuestros, grandes amigos admirados durante mucho tiempo» [XI]. En el capítulo XXI se pregunta si debe atender a lo que le dicen sus allegados sobre no escribir ni una línea más del tema ni perseverar más en la gran incógnita que ayude a entender el título de la obra, pero su respuesta es clara al respecto: debe continuar porque «la escritura no puede despreciar ninguna interpretación del acaecer humano»; y prosigue dando cuenta de uno de los puntos clave de la narración: la constatación de cómo la debilidad y el miedo transforman a los hombres en lobos para sus semejantes (homo homini lupus).

Muchos nombres propios pululan por las páginas del libro. Una visita al índice onomástico insertado al final nos permite constatar quiénes tienen un lugar en unas páginas que representan un homenaje de su autor hacia la figura política de López Torres, destacada por el alto significado de su compromiso social e ideológico, y por el convencimiento de que la democracia y la libertad que representaban la Segunda República debían ser defendidas, aunque llegara a costar la vida, como así le sucedió por desgracia. «La República no había sido del gusto de todos, desde luego no había sido del gusto de Domingo López Torres, pero en ella cabía la elección de pensar en libertad, sin brigadas del amanecer, sin toques de queda, sin chivatos dando cuenta de lo que podíamos opinar o no opinar en un momento dado» [XXXIII]. De la cantidad de identidades que recogen las páginas de la obra, una destaca por encima de todas: la omnipresente voz de J.A., el sobrino del poeta asesinado, que sirve de brújula para orientar el trazado del relato. Suyas son buena parte de las cuestiones que se agolpan y que, en la mayoría de los casos, adquieren un intenso matiz de preguntas retóricas: por qué su tío fue el único de su grupo que los franquistas decidieron asesinar, si alguien cercano lo acusó, por qué cae él y muchos amigos suyos salen de Fyffes a los pocos meses y enderezan sus vidas, quiénes hablaron a los verdugos de los radicalismos del ajusticiado, quién lo señaló, quién lo vendió… En suma, ¿quién es el delator?

El autor es prudente y expone cómo le decía a su interlocutor que sus aseveraciones eran graves y estaban hechas sin fundamento, sin datos fidedignos, «pero J.A. no cejó jamás en alimentar su versión a medida que transcurrían los años y lo comentaba con gente de la cultura. Buscaba adeptos para demostrar que la historia de la posguerra era mentira, que todos éramos engañados con algunas heroicidades falsas. Para él, todos los héroes murieron en la contienda republicana-franquista, o murieron o fueron silenciados sin más [IX]». La cautela ante las novedades le permite asimilarlas proyectando sobre ellas la sombra de la sospecha porque la palabra “historia” admite en su significado acepciones vinculadas con la verdad y con la ficción: «Y es esa risa de amable aceptación y de despreocupado escepticismo de J.A. cuando yo pongo en duda todo lo que me cuenta, lo que me exige buscar la verdad que pudiera estar escondida en la historia oficial que hemos heredado. Y hay motivos para revisar la historia, porque esta siempre fue escrita por vencedores y a veces por canallas» [XI].

A medida que los capítulos se suceden, se vuelve inevitable llegar a otras preguntas y proyectar los hechos desde un punto de vista diferente: a un interrogante que conduce a sentimientos tan negativos como el desprecio o la ira (¿quién fue?) se le va contraponiendo poco a poco otros que llevan a la misericordia y la resignación: ¿por qué?, ¿quién sujeta el miedo?, ¿qué valiente con la pluma lo es con las armas?, ¿quién silencia el instinto de supervivencia?, etc. «Tal vez el franquismo santacrucero buscaba una muerte ejemplar que simbolizara que toda una generación de iconoclastas, las de finales de los años veinte y comienzo de los treinta, había sido depurada, y la muerte de Domingo López Torres fue la elegida» [XXIX]. Tal vez, acaso, probablemente… Qué complicado es juzgar y no caer en la sensación de que se está siendo injusto.

Según cómo se vea el prisma de los acontecimientos, es posible que importe poco el porqué de la delación, quizás no podamos condenar al que señala si lo hace con un fusil apuntándole, o atemorizado con la recreación de múltiples golpes con los más variados instrumentos de tortura, o bajo la mortificación que supone pensar que sus seres queridos van a sufrir… Son situaciones estas tan terribles y demenciales que pueden llegar a entenderse los actos de rendición, de señalamiento del otro, de la carga de la culpa por un bien mayor. Posiblemente, en última instancia, se prefiera llorar un tiempo el dolor o la muerte de un semejante a tener que hacerlo durante una vida entera por haber convertido a tus afectos más íntimos en víctimas. ¿Quién acierta o quién yerra en estos dilemas? Nuestro autor es sumamente consciente de esto: «Como en todas las prisiones franquistas y falangistas: la cobardía transformaba a los hombres. Regresaban a su estado de depredadores de sus mismos compañeros de generación», nos dice en el capítulo IX; en el XXI, reconoce que «la rectitud de las conductas se tuerce en las desgracias y todos intentamos saltar por encima de lo que nos hace daño, a nosotros y a quienes queremos, es una ley escrita demasiadas veces a lo largo de la existencia de la especie humana, una especie que comenzó a existir como depredadora de sus semejantes, sin misericordia, sin contemplaciones, existir por encima de cualquier moral, de cualquier ética, de cualquier religión o código penal. Las normas vinieron después, muchas veces para incumplirlas» [XXI].

García Ramos acepta esta adaptación al cruel rigor de los tiempos, pero entiende que la sujeción a la supervivencia no se puede admitir, como señala, «faltándole al respeto al sacrificio de personas como Domingo López Torres, Luis Rodríguez Figueroa, José Carlos Schwartz, como el mismo José Antonio Rial o Pedro García Cabrera y sus muchos años de penitencia carcelaria. Nunca olvidando quiénes fueron unos y quiénes fueron otros. Porque sería faltarle al respeto a la historia. A la verdad. Y esa es una misión inexorable de la escritura literaria, cuando la histórica se ha visto tan severamente adulterada durante tantos años» [XXX]. Es posible, llegados a esta encrucijada, que lo que cueste aceptar en el fondo sea el hecho de que los que hablaron y señalaron, sin duda alguna contra su voluntad, luego sacaron réditos de lo que se supone fue una acción cuya justificación no iba más allá del propósito de repeler una seria amenaza contra la vida propia y la de sus allegados. El que debía ser un acto meramente circunstancial pareció convertirse en la antesala de un día a día más plácido de lo esperable. Durante muchos años, aquellos señalamientos dieron la impresión de haberse hecho sin contrición alguna a tenor de cómo aprovecharon la merecida segunda oportunidad que el azar y la cruel voluntad de los asesinos les concedió.

Tan injusto es que hubiesen perdido su vida los obligados a delatar como lo fue que perdieran las suyas Domingo López Torres y muchos de los que fueron subidos al Sancho I, llevados mar adentro dos o tres millas de la costa de Santa Cruz de Tenerife, amarrados de pies y manos, metidos en sacos con un pandullo y arrojados al mar «en presencia de tres falangistas y tres curas que daban fe al obispo de que la ejecución había sido llevada a cabo» [I]. El delator que se busca y los delatores que se sabe que hubo tuvieron una segunda oportunidad y durante mucho tiempo lograron vivir negando la luz arrebatada a víctimas como el poeta y ensayista, y participando activamente con los sombreadores en una capital tinerfeña que al poco de iniciada la guerra «comenzó a verse como apestada, asordinada, enfermiza» [V]. Los supervivientes fueron vecinos de una ciudad con dos caras que, según el autor, lograba que los turistas que bajaban de sus lujosos barcos oceánicos no apreciaran «la crueldad que se había apoderado de una parte de su población» [XXXII].

Más preguntas: ¿Consuela el que casi medio siglo después de su asesinato algunos intelectuales ajenos a la contienda civil se fijaran en la actividad literaria de López Torres editándola y difundiéndola como se merecía? ¿Amarga constatar que ningún miembro de Gaceta de Arte se había acordado de darle curso digno a sus versos y a sus ensayos? «Ninguno», nos dice García Ramos: «La condena a muerte también fue una condena al silencio de su quehacer». ¿Solivianta suponer que respondieron con la indiferencia y el desdén la incapacidad del poeta para separar sus acciones políticas de las culturales, que conformaban una unidad coherente y cohesionada?

Quizás este libro incida más en la mala suerte de Domingo López Torres y en la rabia de cuantos lo conocieron y lo quisieron bien, una rabia envuelta en impotencia, una rabia que se mastica sin que se pueda ni escupir ni tragar, una rabia que, aun compartida, no se alivia. El autor, consciente de esto, consigue canalizar el enojo apelando al sentido de la responsabilidad y de la cordura: «sería injusto, no obstante, no solo una acusación contra los aludidos, sino también una mera sospecha, sin darles la oportunidad de su defensa, pero esa oportunidad no cabe ya, desgraciadamente» [XXXIV]; y continúa señalando que todas las pesquisas y conclusiones quedarán situadas en un punto de no retorno. Es el dictamen de la propia ley de vida, ese «darwinismo caprichoso de la historia que deja a los seres humanos indefensos ante sus giros inesperados. El de las epidemias y las pandemias, y el de los saltos de las ideologías políticas con las guerras de todos los órdenes imponiendo las nuevas dinámicas».