Archivo de la etiqueta: Santiago Acosta

Antonio Becerra, piedra en esta otra vida

«Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota»

I

Conocí a Antonio Becerra en septiembre u octubre de 1991 en la Facultad de Filología de la ULPGC, al poco de comenzar mis estudios universitarios. Él estaba en segundo curso. A finales de enero de 1992, participamos en un evento literario organizado por el Centro Insular de Cultura —dentro de la iniciativa Plazuela de las Letras— denominado «Manifiesto poético último». De Eugenio Padorno recibí la invitación para intervenir. Nunca le he agradecido suficientemente el inmenso honor que me concedió ni las consecuencias tan enriquecedoras que obtuve de la experiencia. Una vez más, muchas gracias, maestro. Sigo. Quien coordinaba aquel evento era, si no me falla la memoria, el escritor Carlos Álvarez. De él conservo un grato recuerdo, pues conmigo siempre fue muy atento. Los recitales de poemas se celebraron los días 28 y 30 de enero. En ellos participaron siete poetas (el citado Antonio Becerra, Fernando González, Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Francisco O. Santiago, Rafael Franco y Santiago Acosta) y un sobrante (yo).

Lo vivido alrededor de esta lectura pública trajo consigo dos valiosísimas revelaciones: la primera, que carezco de talento literario y que el más ínfimo de los vates, a mi lado, es sublime; y que la mejor contribución que puedo hacer a las bellas letras es no afearlas ni menoscabarlas con el graznido de mis ampulosas escrituras. La segunda vino de un afortunadísimo descubrimiento: que aquellos que recitaban conmigo y para los que yo debía ser un impostor eran unos extraordinarios poetas, unos magníficos referentes a los que prestar atención, pues estaban llamados a continuar la fecunda tradición poética de las letras canarias. No me equivoqué. Con el tiempo —en buena medida porque deambulé durante la década de los noventa del siglo pasado en el actual campus de humanidades de la ULPGC y tuve la suerte de seguir la estela de brillantes escritores—, pude ser testigo de los admirables quehaceres líricos de Federico y Oswaldo, y logré descubrir en Antonio Becerra a un intelectual de una enorme valía que estaba dotado de una singular sensibilidad para todo cuanto tuviera que ver con el extenso y complejo mundo de la literatura. Detecté en él desde muy pronto el gran lector e investigador que siempre ha sido.

Su trayectoria académica como docente universitario y autor de publicaciones especializadas y divulgativas merece resaltarse (al menos yo así lo veo) porque es un indiscutible referente del buen hacer de la Facultad de Filología de la ULPGC desde su puesta en marcha a finales de la década de los ochenta del siglo XX. En este sentido —por cuestión de edad y convivencia—, él viene a ser un destacado representante de cuantos formamos parte de las primeras promociones de la institución filológica palmense.

En los años que lo conozco, he visto cómo su figura de investigador ha ido siempre a más y de qué admirable modo su talento, valentía y curiosidad le han permitido abordar las más variadas iniciativas culturales. Contemplo el camino que ha recorrido y considero que es merecedor de toda clase de parabienes. Loable es el trayecto, aunque haya sido extrañamente parco, a mi juicio, en aquella fortaleza que yo le había descubierto en 1992: la vía lírica. Poco es lo que ha desarrollado en este campo nuestro autor si tenemos en cuenta el inmenso potencial que siempre ha atesorado y que le convierte en un “literato absoluto”: no solo es capaz de atender de un modo magistral las cuestiones científicas del arte, sino que además puede componer productos poéticos de una incuestionable calidad. ¿Una prueba? La obra que nos convoca: En esa otra vida de la piedra (Mercurio Editorial, 2022).

II

No lo niego: las sensaciones en torno a este libro han sido múltiples. La sorpresa fue la primera de todas. No conozco otros poemarios de nuestro autor. No los he encontrado cuando los he buscado y no he hallado fuentes que hablaran sobre estas para mí ignotas obras. Por eso me maravilló saber que su último título es uno más de la prestigiosa colección Faro de la Puntilla, una serie bibliográfica que fue objeto de mis atenciones en un artículo que publiqué hace un tiempo. A la indicada primera impresión le siguió la alegría. Lo confieso. Festejé que Antonio Becerra se hubiese ocupado y preocupado de componer un libro que, a tenor de lo que explicita su currículo, parece formar parte de un insólito quehacer. El elevado concepto que siempre he tenido sobre su creatividad y sensibilidad más su encomiable bagaje de lecturas y experiencias analíticas lectoras se tradujeron en una suerte de particular felicidad cuando llegó la obra a mis manos. De esta circunstancia surgió la tercera sensación: la expectación. ¿Esperaba de él un libro de poemas al uso? No. ¿Algo “diferente”? Sí. ¿Lo he recibido? Por fortuna, sí. ¿Ha merecido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de un título como el que ahora me ocupa? Sí, por supuesto que sí.

En esa otra vida de la piedra es un producto complejo, heterogéneo, difícil de analizar y clasificar al principio, críptico, extraño… de entrada; mas luego —cuando nos hemos aclimatado a la expresión—, se vuelve amable, atractivo, cautivador, y con una admirable capacidad para envolver al receptor en la generación de proyecciones personales a medida que vamos progresando en el recorrido lector de unas composiciones que van calando en el ánimo y que, con prodigiosa suavidad, se van adhiriendo a nuestro entendimiento. No es una obra que pueda resolverse en un instante, a pesar de sus poco más de ochenta páginas de materia literaria; y es bueno que así sea porque se corre el riesgo de perder aquello que, a mi juicio, constituye una de las esencias de esta creación: la selección de pasajes vitales que convierten el producto final en una antología de la conciencia, una suerte de florilegio lleno de detalles, señales y enigmas que demandan del necesario tiempo y sosiego para que sea posible algún acceso a las claves que determinan su conjunción. Una obra tan pulida y elaborada exige una lectura igualmente pulcra y atenta.

III

Fijémonos en el tomo. En su estructura. Empecemos por el índice. En dos grandes bloques se distribuye la materia. El primero se titula “Errar en el centro del mar multiplicado”. El enunciado procede del verso inicial del poema “De quodam Cristophoro Colombo Mentis” de Eugenio Padorno, publicado en su Paseo antes de la tormenta (1996). Una impresión de entrada me lleva a pensar en que la palabra “mar” ajusta al isleño y, sobre todo, a la isla; y su reproducción conduce a plantear una presencia en muchos sitios. ¿Una “tierra” —una raíz, en suma— en distintas aguas? Quizás. ¿Y por qué errar? El enunciado admite múltiples interpretaciones. Es posible que alguna respuesta sea capaz de esbozar más adelante. Sigo.

Entre las treinta y una piezas que contiene esta parte hay nueve cuyas denominaciones reflejan datos temporales (2011, …, 2014) y espaciales (Changchun, …, Junín). Es llamativo. Lo es también que todas, en conjunto, se muestran sin jerarquías de dependencia. Como se alinean del mismo modo, es inevitable pensar que, atentos a la consideración global del producto, las composiciones poseen idéntico valor conceptual para el poeta. Más adelante, mientras la lectura vaya fluyendo, llegaremos a plantear la existencia de una posible relación de subordinación entre ciertas poesías y el escrito en prosa que les precede. Repito: posible; insisto: probable. También surgirá en algún momento la conclusión de que esa vinculación preestablecida no es tal y que van, por un lado —digámoslo ya—, las partes que poseen la esencia de un diario o una crónica (las que contienen la información espacio-temporal en su enunciado) y, por el otro, los poemas, tanto en verso (la mayoría) como en prosa.

El segundo bloque se titula “Regreso a la isla”. Lo conforman seis piezas. Una hojeada nos muestra que todas las composiciones están en verso menos dos: “El sentido del fragmento” y la que comienza «Y ahora tu sombra se ha quedado ahí». También nos percataremos al pasar las páginas de que hay tres títulos (“En la otra isla”, “Acá si amor acá” y “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”) que funcionan como poemarios internos, pues contienen varios poemas. Esta estructuración, que en otras ediciones sería visible en la tabla de contenidos del tomo, no se refleja en el índice, donde llaman la atención por su entrecomillado tres títulos procedentes de referencias literarias: el primero, en vasco —cuya traducción vendría a ser ‘¿qué tendrá dentro?’—, es de Miguel de Unamuno y aparece en un artículo que publicó el exrector salmantino en el periódico barcelonés Las noticias el 25 de marzo de 1900; el segundo y tercero, que corresponden a los dos últimos enunciados apuntados entre paréntesis hace unos renglones, son versos de los siguientes poemas: “Irme en un barco negro” de Alejandra Pizarnik y “En la mar vuelvo a nacerme” de Pedro García Cabrera, respectivamente.

Un análisis más profundo del producto debería conducirnos a localizar las claves de esta disposición de la materia, aunque tras la lectura (la personal, la que ahora comparto contigo) observe cierta voluntad del poeta por mostrar las progresiones y las consecuencias de una metamorfosis inherente al proceso mismo de escritura y, por tanto, de la inspiración, cuya condición circunstancial, como nos refiere, da «sustento al verbo» y logra que este se dilate «como un cuerpo al calor». Un ejemplo de la indicada transformación lo tenemos en el poema “Travesía”, que aparece en la segunda parte de la obra (89-91) y que ofrece en verso el mismo texto que, en la primera y en prosa, se recoge entre las páginas 53-54.

Continúo inspeccionando el mentado bloque dos y un detalle reclama mis atenciones: una fotografía en escala de grises de Tino Armas. Corresponde al último conjunto poético del libro, el que lleva por título el ya reproducido “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”. La imagen es extraordinaria. Impacta. Posee una elevada fuerza significativa. ¿Qué muestra? Una mujer caminando/corriendo en la orilla de la playa. Su rostro no se ve. Las cinco composiciones que siguen a la instantánea se vertebran desde el punto de vista conceptual a su alrededor. Ahí se detiene mi curiosidad. En estos versos finales edifico el comienzo de mi experiencia lectora. Son las suyas líneas tristes y silenciosas, resignadas ante el dolor del recuerdo, esa sombra que aparece en los momentos de escritura y, como nos cuenta, lo llega a coger en ocasiones desprevenido. No hay patetismo ni sufrimiento, solo un pesar que se amaina con esa visión emotiva de quien permanece «en el aire para siempre en ese movimiento perpetuamente estático sobre la arena de Las Canteras». Aparece el mar, el agua adonde es inevitable regresar; un mar ahora no multiplicado, sino multiplicador de percepciones y de conexiones con una suerte de singular luz que, en su momento, en un lejano obituario de 2014, junio, seis, me conmovió y que en este instante, en mi recreación, percibo como ese recuerdo que vivifica y dispersa las sombras de una huida que mi entendimiento asocia a un modo de afirmar que no se estuvo (cuerpo, mente) donde el tiempo parecía dictar que era oportuno hallarse.

Lo último de esta “oscuridad protectora” que, con su lectura, me ha ido dando avisos de lo que me espera cuando aborde las páginas precedentes es la cita del comienzo: «Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota». La oración es suficiente para sentir afinadas las cuerdas —los renglones— que componen En esa otra vida de la piedra; y estimar la posibilidad de que con cada punteo, frotación o percusión lectora quizás se logre saber cómo ha de ser o parecer el sonido que atesora la voluntad de alejarse del ruido, cómo adquiere forma la voz de la isla, o de la isla-voz o de esa “otra isla” en su propósito de revivir, de progresar, de pasar de ser de alguna manera nómada (“Errar en el centro del mar multiplicado”) a sedentario (“Regreso a la isla”). Quizás. Sigo.

IV

Fijémonos en el resto de las páginas. Y, sobre todo, en las palabras, en los ladrillos del muro. Dado que los elementos que componen la realidad se asientan en el entendimiento gracias a los sustantivos que los identifican, prestemos atención a los que abundan en el poemario y que, en esta suerte de imaginaria partitura poética, representarán los signos que, puestos al principio del pentagrama, determinarán el enfoque de las pulsiones líricas de la obra que nos convoca. He aquí un escuetísimo recuento léxico: “tiempo” (27 veces), “palabras” (15), “cuerpo” (14), “vida” (12), “silencio” (12), “memoria” (11), “isla” (11) y “luz” (10). Con estas ocho voces se edifica la esencia de un quehacer poético cuyo sentido primigenio viene determinado por unos versos de José María Millares Sall que sirven para fijar el título del libro.

El vocablo “piedra” —tan frecuente por otro lado en la obra del poeta que nos dejó en 2009— es la base sobre la que se construye una interpretación del conjunto ligada a un cambio de estado («en esa otra vida…»); a una evolución de aquello que, en principio, de algún modo, se asumía como inamovible (recuérdese lo dicho más arriba acerca de “Travesía”). Aquello es la piedra; la piedra es la vida y la vida, el pasado; el pasado, a su vez, en su contemplación, no deja de ser presente y este, en su proyección, futuro. Veintisiete veces leemos el vocablo “tiempo”; veintisiete elevado a veintisiete son las ocasiones en las que se adueña de nuestro intelecto la noción del término y, con ella, la percepción de que hay una suerte de progresión en los conceptos, como cuando en “Palabras para una despedida” apunta: «Me seduce, lo confieso, toda la vida; de la vida, la muerte; de la muerte, el dolor; del dolor, el cuerpo».

La anotación preliminar del libro recoge la deuda emocional del poeta con muchos nombres propios, explicitados, y dos hondamente sentidos: su padre y su hermana Pino. No es tanto un cerrar puertas abiertas o entreabiertas como una necesidad de reconsiderar cómo se encuentran en esta etapa de su vida. Un hermoso verso surge mientras anoto esto que lees: «duermen las raíces bajo tierra». Sigo. Hablo de un pasado evocado con sutileza, que no recreado ni, en el fondo, anhelado; y que resulta complicado de asir para ubicarlo en las gavetas donde sea viable que conviva con «esa otra vida» que se va forjando en el presente con vistas a un mañana inmediato, próximo, lo más anclado posible a un hoy cotidiano, estable, en el que se ha renunciado a cosechar más derrotas «que las que no precisan del común de los días». Es quizás el pasado de esa otra isla que habita en la conciencia del poeta en su declamación gráfica a la que habría que restituir el paisaje. Quizás, repito. La duda siempre por delante.

Casi una década ha tenido que transcurrir para que llegaran a nuestras costas unas páginas que, a pesar de su pequeño tamaño (105 x 175 mm), contiene la oceánica inmensidad de una experiencia existencial (mente, cuerpo) que, como reflejo de “esa otra vida”, se ha ido reduciendo a momentos, a instantes, a fragmentos antológicos que ahora se ofrecen y cuyo sentido quizás (otra vez “quizás”) no se encuentre tanto en la anécdota, sino en el esfuerzo por plasmarla para darle la debida perennidad. Cómo expresar aquello que se percibe con nitidez de un modo no impostado, retórico, lejano a la palpitación, parece preguntarnos en “No sé si naturalmente”. El valor del quehacer empuja las apelaciones a una tinta que apenas mancha la superficie de una página o, más adelante, en su evolución, una que se vuelve certeza y que aproxima al poeta a una anhelante condición de piedra cuando anote, como único verso de cinco, «escrito»; y anuncie, al principio del poema en cuestión, «ahí estoy».

En las composiciones de la primera parte, detecto un quehacer que gira en torno a la escritura, a ese proceso que se metaforiza en un muro levantado con inciertos ladrillos del pasado con el que se pretende aplacar una necesidad porque la expresión literaria «nos proporciona la ilusoria sensación de que vamos progresivamente sanando de nuestros males y creemos solazarnos por breve tiempo, el mismo que dedicamos a este vano ejercicio», aunque en el fondo no quepa más que reconocer que nunca se resuelve la desazón, la ansiedad…, la angustia, esa «suma de ausencias, expectativas, fracasos y victorias, finales inconclusos y recomienzos imposibles» .

El poeta es consciente de la insuficiencia del propósito porque la duda no deja de estar presente: «¿Cuál será la vida?», llegará a cuestionarse; y lo mismo hará sobre el sentido de lo que pretende: «la pregunta acaso vuelva una y otra vez a tratar de completar un espacio que aún espera ser hallado». Más adelante, hacia el final casi de la primera parte, asumirá el resultado de su viaje emocional: «siempre el regreso, el retorno a los mismos recuerdos o la eterna prospección, mientras el ahora de la escritura ha dejado de tener sentido porque fue ya, es, pasado». La fortuna a la que se apela al principio («¿Habrá tal vez alguna otra fortuna que sea mejor que esta que obtengo con estas palabras?») y que debería servir para aglutinar los más destacados momentos ha perdido su razón de ser. Los entintados instantes que han consolado al recitador quizás no deban prolongarse. No han de acabar «sucumbiendo al pasto ajeno» ni «saltar los lindes extraños de otros a quienes no conozco».

Hay en este libro un doble viaje: por un lado, el físico, con el que recorre el poeta diversos lugares del planeta. En él predominan las anotaciones simpáticas, con cierto desenfado y con ese punto de ironía tan gratificante que permite el esbozo de una sonrisa (pienso en el hipo de alguien que está «profundamente serio y formal» o en lo repetitivo que era Zé). Quienes aparecen en la crónica viajera —así la llegará a reconocer el poeta cuando haga la anotación correspondiente a su estancia en Tulcán (junio de 2012)— no dejan de ser receptores de un agradecimiento que le ofrece el narrador. En él hay muchos nombres propios y sin apellidos, una señal incuestionable del afecto, de la cercanía, de la familiaridad que tiene el autor tanto con ellos como, indirectamente, con nosotros, los innominados lectores. El poeta logra con la mención testimoniar la existencia de personas que no dejarán de estar en su memoria; y, ahora, gracias a la escritura, en la colectiva de cuantos han accedido y accederán a unas páginas en las que se echa de menos —sin que la ausencia conlleve desdoro hacia la publicación— algunas fotografías de los lugares que ha visitado (como las que sacó en Corregimiento de Cabrera, adjuntadas en este tomo solo al entendimiento, por ejemplo).

Por el otro, el introspectivo; el periplo de unos versos en los que no he dejado de percibir aquello que me transmitió «La oscuridad me protege…», mi primer acceso lector a la obra. ¿Podría sintetizar el cúmulo de sensaciones con la palabra “tristeza”? Quizás (otra vez la posibilidad). ¿Sería más precisa la voz “saudade”? En cualquier caso, no hablo de un sentimiento inmovilizante, plúmbeo en el desánimo, lacerante en el desgarro; sino purificador, revelador hasta cierto punto del más vitalista de los axiomas: en la muerte, «con certeza seremos». Ahí se halla la única verdad, la luz sin sombra; de ahí la gran convicción: la muerte, «un triunfo frente a tanta derrota». Todo lo demás (lo incierto y lo desconocido) no son más que quimeras, como el mismo acceso a la sabiduría.

V

En esa otra vida de la piedra es una crónica personal, un diario de viajes (tanto internos como externos), una ruta de sensaciones y dudas, y de nombres propios, de muchos, que determinan afectos y consolidan el patrimonio de una existencia que quizás sea más plena de lo que el recitador pueda imaginar. Los versos de la incertidumbre, no de la inquietud ni del malestar, sino de la observación con la que todo es relativo y sobre la que no se sabe muy bien cómo plasmar, no se trasladan a las prosas que lo envuelven, donde se percibe la imagen de alguien que quiere y que se deja querer, que es humilde por principio y sumamente generoso en el trato a los demás (el reconocimiento de estas cualidades —justo es reconocerlo— no me ha llegado a través de la obra convocante, es anterior a ella; lo que ha hecho el título ha sido confirmármelas una vez más).

Por eso, en estas páginas siento, percibo, detecto, que esos mediadores llamados narrador o recitador en realidad no existen como tales. No hay distancia entre el autor y quien lee. Nadie es personaje ni, si me apuran, protagonista, salvo esa voz veterana que se ha sentado a recopilar para nosotros algunas anotaciones, variadas todas, con el fin de compartir aquello que, quizás (de nuevo quizás), más necesitábamos recibir los que le conocemos que él darlo. Aquí se fundamenta la dádiva, la generosidad. Desconozco el alcance de la felicidad de Antonio Becerra por la publicación de este precioso libro, mas no creo andar muy equivocado si, atendiendo a la que ahora mismo me envuelve, deduzco que muchos se sentirán igual que yo: dichosos de tener entre sus manos y frente al universo de su intelecto este En esa otra vida de la piedra que nos ha convocado.

Como lector, como humilde amante de las palabras castellanas hermosamente engarzadas en sintagmas, oraciones, párrafos…, como paciente de los remedios que da la literatura, me gustaría muchísimo volverme a encontrar con este Antonio Becerra tan íntimo, tan profundo e intenso en su manera de ajustar cuentas con el tiempo y la memoria. Si me preguntaras de nuevo si ha valido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de una obra como esta, mi respuesta siempre sería la misma: «Sí, por supuesto que sí». Una magistral pieza como esta bien merece la espera de treinta años; y si, para su alcance, hay que ser piedra, se es y punto.

CODA. Y ahora que la poesía se ha liberado de su cárcel, con el ánimo perturbado de un modo grato por el impacto del complejo viaje realizado al corazón y el intelecto de nuestro autor, lo que me conviene es la calma, el rigor ameno, la efervescente sensación de alegría que da la compañía de títulos que mueven a admirar a sus responsables por su feliz ingenio y estimulante agudeza. ¿Que qué me toca leer a continuación? El chismógrafo (La Tramoyista, 2022), un libro que firman Antonio Becerra y uno de los más aventajados historiadores que ahora mismo hay en Canarias, Israel Campos Méndez. Dos grandes para una obra que, sin duda, es y será grande, muy grande.

Antonio Becerra en esta otra vida

«Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota»

I

Conocía a Antonio Becerra en septiembre u octubre de 1991 en la Facultad de Filología de la ULPGC, al poco de comenzar mis estudios universitarios. Él estaba en segundo curso. A finales de enero de 1992, participamos en un evento literario organizado por el Centro Insular de Cultura —dentro de la iniciativa la Plazuela de las Letras— denominado «Manifiesto poético último». De Eugenio Padorno recibí la invitación para intervenir. Nunca le he agradecido suficientemente el inmenso honor que me concedió ni las consecuencias tan enriquecedoras que obtuve de la experiencia. Una vez más, muchas gracias, maestro. Sigo. Quien coordinaba aquella iniciativa era, si no me falla la memoria, el escritor Carlos Álvarez. De él conservo un grato recuerdo, pues conmigo siempre fue muy atento. Los recitales de poemas se celebraron los días 28 y 30 de enero. En ellos participaron siete poetas (el citado Antonio Becerra, Fernando González, Oswaldo Guerra, Federico J. Silva, Francisco O. Santiago, Rafael Franco y Santiago Acosta) y un sobrante (yo).

De todo aquello obtuve dos valiosísimas revelaciones: la primera, que carezco de talento literario y que el más ínfimo de los vates, a mi lado, es sublime; y que la mejor contribución que puedo hacer a las bellas letras es no afearlas ni menoscabarlas con el graznido de mis ampulosas escrituras. La segunda vino de un afortunadísimo descubrimiento: que aquellos que recitaban conmigo y para los que yo debía ser un impostor eran unos extraordinarios poetas, unos magníficos referentes a los que prestar atención, pues estaban llamados a continuar la fecunda tradición poética de las letras canarias. No me equivoqué. Con el tiempo —en buena medida porque deambulé durante la década de los noventa del siglo pasado en el actual campus de humanidades de la ULPGC y tuve la suerte de seguir la estela de brillantes escritores—, pude ser testigo de los admirables quehaceres líricos de Federico y Oswaldo, y logré descubrir en Antonio Becerra a un intelectual de una enorme valía que estaba dotado de una singular sensibilidad para todo cuanto tuviera que ver con el extenso y complejo mundo de la literatura. Detecté en él desde muy pronto el gran lector e investigador que siempre ha sido.

Su trayectoria académica como docente universitario y autor de publicaciones especializadas y divulgativas merece resaltarse (al menos yo así lo veo) porque es un indiscutible referente del buen hacer de la Facultad de Filología de la ULPGC desde su puesta en marcha a finales de la década de los ochenta del pasado siglo. En este sentido —por cuestión de edad y convivencia—, él viene a ser un destacado representante de cuantos formamos parte de las primeras promociones de la institución filológica palmense.

En los años que lo conozco, he visto cómo su figura de investigador ha ido siempre a más y de qué admirable modo su talento, valentía y curiosidad le han permitido abordar las más variadas iniciativas culturales. Contemplo el camino que ha recorrido y considero que es merecedor de toda clase de parabienes. Loable es el trayecto, aunque haya sido extrañamente parco, a mi juicio, en aquella fortaleza que yo le había descubierto en 1992: la vía lírica. Poco es lo que ha desarrollado en este campo nuestro autor si tenemos en cuenta el inmenso potencial que siempre ha atesorado y que le convierte en un “literato absoluto”: no solo es capaz de atender de un modo magistral las cuestiones científicas del arte, sino que además puede componer productos poéticos de una incuestionable calidad. ¿Una prueba? La obra que nos convoca: En esa otra vida de la piedra (Mercurio Editorial, 2022).

II

No lo niego: las sensaciones en torno a este libro han sido múltiples. La sorpresa fue la primera de todas. No conozco otros poemarios de nuestro autor. No los he encontrado cuando los he buscado y no he hallado fuentes que hablaran sobre estas para mí ignotas obras. Por eso me maravilló saber que su último título es uno más de la prestigiosa colección Faro de la Puntilla, una serie bibliográfica que fue objeto de mis atenciones en un artículo que publiqué hace un tiempo. A la indicada primera impresión le siguió la alegría. Lo confieso. Festejé que Antonio Becerra se hubiese ocupado y preocupado de componer un libro que, a tenor de lo que explicita su currículo, parece formar parte de un insólito quehacer. El elevado concepto que siempre he tenido sobre su creatividad y sensibilidad más su encomiable bagaje de lecturas y experiencias analíticas lectoras se tradujeron en una suerte de particular felicidad cuando llegó la obra a mis manos. De esta circunstancia surgió la tercera sensación: la expectación. ¿Esperaba de él un libro de poemas al uso? No. ¿Algo “diferente”? Sí. ¿Lo he recibido? Por fortuna, sí. ¿Ha merecido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de un título como el que ahora me ocupa? Sí, por supuesto que sí.

En esa otra vida de la piedra es un producto complejo, heterogéneo, difícil de analizar y clasificar al principio, críptico de entrada; mas luego, cuando nos hemos aclimatado a la expresión, amable y atractivo, y con una admirable capacidad para envolver al receptor en la generación de proyecciones personales a medida que vamos progresando en el recorrido lector de unas composiciones que van calando en el ánimo y que, con prodigiosa suavidad, se van adhiriendo a nuestro entendimiento. No es una obra que pueda resolverse en un instante, a pesar de sus poco más de ochenta páginas de materia literaria; y es bueno que así sea porque se corre el riesgo de perder aquello que, a mi juicio, constituye una de las esencias de esta creación: la selección de pasajes vitales que convierten el producto final en una antología de la conciencia llena de detalles, señales y enigmas que, para lograr acceder al mapa de su conjunción, demandan del necesario tiempo y sosiego. Una obra tan pulida y elaborada exige una lectura igualmente pulcra y atenta.

III

Fijémonos en el tomo. En su estructura. Empecemos por el índice. En dos grandes bloques se distribuye la materia. El primero se titula “Errar en el centro del mar multiplicado”. El enunciado procede del verso inicial del poema “De quodam Cristophoro Colombo Mentis” de Eugenio Padorno, publicado en su Paseo antes de la tormenta (1996). Una impresión de entrada me lleva a pensar en que la palabra “mar” ajusta al isleño y, sobre todo, a la isla; y su reproducción conduce a plantear una presencia en muchos sitios. ¿Una “tierra” —una raíz, en suma— en distintas aguas? Quizás. ¿Y el error a qué se refiere? El enunciado admite múltiples interpretaciones. Es posible que alguna respuesta sea capaz de esbozar más adelante. Sigo.

Entre las treinta y una piezas que contiene esta parte hay nueve cuyas denominaciones reflejan datos temporales (2011, …, 2014) y espaciales (Changchun, …, Junín). Es llamativo. Lo es también que todas, en conjunto, se muestran sin jerarquías de dependencia. Como se alinean del mismo modo, es inevitable pensar que, atentos a la consideración global del producto, las composiciones poseen idéntico valor conceptual para el poeta. Más adelante, mientras la lectura vaya fluyendo, llegaremos a plantear la existencia de una posible relación de subordinación entre ciertas poesías y el escrito en prosa que les precede. Repito: posible; insisto: probable. También surgirá la ocasión en algún momento la conclusión de que esa vinculación preestablecida no es tal y que van, por un lado —digámoslo ya—, las partes que poseen la esencia de un diario o una crónica (las que contienen la información espacio-temporal en su enunciado) y, por el otro, los poemas, tanto en verso (la mayoría) como en prosa.

El segundo bloque se titula “Regreso a la isla”. Lo conforman seis piezas. Una hojeada nos muestra que todas las composiciones están en verso menos dos: “El sentido del fragmento” y la que comienza «Y ahora tu sombra se ha quedado ahí». También nos percataremos al pasar las páginas de que hay tres títulos (“En la otra isla”, “Acá si amor acá” y “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”) que funcionan como poemarios internos, pues contienen varios poemas. Esta estructuración, que en otras ediciones sería visible en la tabla de contenidos del tomo, no se refleja en el índice, donde llaman la atención por su entrecomillado tres títulos procedentes de referencias literarias: el primero, en vasco —cuya traducción vendría a ser ‘¿qué tendrá dentro?’—, es de Miguel de Unamuno y aparece en un artículo que publicó el exrector salmantino en el periódico barcelonés Las noticias el 25 de marzo de 1900; el segundo y tercero, que corresponden a los dos últimos enunciados apuntados entre paréntesis hace unos renglones, son versos de los siguientes poemas: “Irme en un barco negro” de Alejandra Pizarnik y “En la mar vuelvo a nacerme” de Pedro García Cabrera, respectivamente.

Un análisis más profundo del producto debería conducirnos a localizar las claves de esta disposición de la materia, aunque tras la lectura (la personal, la que ahora comparto contigo) observe cierta voluntad del poeta por mostrar las progresiones y las consecuencias de una metamorfosis inherente al proceso mismo de escritura y, por tanto, de la inspiración, cuya condición circunstancial, como nos refiere, da «sustento al verbo» y logra que este se dilate «como un cuerpo al calor». Un ejemplo de la indicada transformación lo tenemos en el poema “Travesía”, que aparece en la segunda parte de la obra (89-91) y que ofrece en verso el mismo texto que, en la primera y en prosa, se recoge entre las páginas 53-54.

Continúo inspeccionando el mentado bloque dos y un detalle reclama mis atenciones: una fotografía en escala de grises de Tino Armas. Corresponde al último conjunto poético del libro, el que lleva por título el ya reproducido “La oscuridad me protege de las cosas de afuera”. La imagen es extraordinaria. Impacta. Posee una elevada fuerza significativa. ¿Qué muestra? Una mujer caminando/corriendo en la orilla de la playa. Su rostro no se ve. Las cinco composiciones que siguen a la instantánea se vertebran desde el punto de vista conceptual a su alrededor. Ahí se detiene mi curiosidad. En estos versos finales edifico el comienzo de mi experiencia lectora. Son las suyas líneas de voces tristes y silenciosas, resignadas ante el dolor del recuerdo, esa sombra que aparece en los momentos de escritura y, como nos cuenta, lo llega a coger en ocasiones desprevenido. No hay patetismo ni sufrimiento, solo un pesar que se amaina con esa visión emotiva de quien permanece «en el aire para siempre en ese movimiento perpetuamente estático sobre la arena de Las Canteras». Aparece el mar, el agua adonde es inevitable regresar; un mar ahora no multiplicado, sino multiplicador de percepciones y de conexiones con una suerte de singular luz que, en su momento, en un lejano obituario de 2014, junio, seis, me conmovió y que en este instante, en mi recreación, percibo como ese recuerdo que vivifica y dispersa las sombras de una huida que mi entendimiento asocia a un modo de afirmar que no se estuvo (cuerpo, mente) donde el tiempo parecía dictar que era oportuno hallarse.

Lo último de esta “oscuridad protectora” que, con su lectura, me ha ido dando avisos de lo que me espera cuando aborde las páginas precedentes, la cita del comienzo: «Al final toda muerte es un triunfo frente a tanta derrota». La oración es suficiente para sentir afinadas las cuerdas —los renglones— que componen En esa otra vida de la piedra; y estimar la posibilidad de que con cada punteo, frotación o percusión lectora quizás se logre saber cómo ha de ser o parecer el sonido que atesora la voluntad de alejarse del ruido, cómo adquiere forma la voz de la isla, o de la isla-voz o de esa “otra isla” en su propósito de revivir, de progresar, de pasar de ser de alguna manera nómada (“Errar en el centro del mar multiplicado”) a sedentario (“Regreso a la isla”). Quizás. Sigo.

IV

Fijémonos en las páginas. Y, sobre todo, en las palabras, en los ladrillos del muro. Dado que los elementos que componen la realidad se asientan en el entendimiento gracias a los sustantivos que los identifican, prestemos atención a los que abundan en el poemario y que, en esta suerte de imaginaria partitura poética, representarán los signos que, puestos al principio del pentagrama, determinarán el enfoque de las pulsiones líricas de la obra que nos convoca. He aquí un escuetísimo recuento léxico: “tiempo” (27 veces), “palabras” (15), “cuerpo” (14), “vida” (12), “silencio” (12), “memoria” (11), “isla” (11) y “luz” (10). Con estas ocho voces se edifica la esencia de un quehacer poético cuyo sentido primigenio viene determinado por unos versos de José María Millares Sall que sirven para fijar el título del libro.

El vocablo “piedra” —tan frecuente por otro lado en la obra del poeta que nos dejó en 2009— es la base sobre la que se construye una interpretación del conjunto ligada a un cambio de estado («en esa otra vida…»); a una evolución de aquello que, en principio, de algún modo, se asumía como inamovible (recuérdese lo dicho más arriba acerca de “Travesía”). Aquello es la piedra; la piedra es la vida y la vida, el pasado; el pasado, a su vez, en su contemplación, no deja de ser presente y este, en su proyección, futuro. Veintisiete veces leemos el vocablo “tiempo”; veintisiete elevado a veintisiete son las ocasiones en las que se adueña de nuestro intelecto la noción del término y, con ella, la percepción de que hay una suerte de progresión en los conceptos, como cuando en “Palabras para una despedida” apunta: «Me seduce, lo confieso, toda la vida; de la vida, la muerte; de la muerte, el dolor; del dolor, el cuerpo».

La anotación preliminar del libro recoge la deuda emocional del poeta con muchos nombres propios, explicitados, y dos hondamente sentidos: su padre, su hermana Pino. No es tanto un cerrar puertas abiertas o entreabiertas como una necesidad de reconsiderar cómo se encuentran en esta etapa de su vida. Un hermoso verso surge mientras anoto esto que lees: «duermen las raíces bajo tierra». Sigo. Hablo de un pasado evocado con sutileza, que no recreado ni, en el fondo, anhelado; y que resulta complicado de asir para ubicarlo en las gavetas donde sea viable que conviva con «esa otra vida» que se va forjando en el presente con vistas a un mañana inmediato, próximo, lo más anclado posible a un hoy cotidiano, estable, en el que se ha renunciado a cosechar más derrotas «que las que no precisan del común de los días». Es quizás el pasado de esa otra isla que habita en la conciencia del poeta en su declamación gráfica a la que habría que restituir el paisaje. Quizás, repito. La duda siempre por delante.

Casi una década ha tenido que transcurrir para que llegaran a nuestras costas unas páginas que, a pesar de su pequeño tamaño (105 x 175 mm), contiene la oceánica inmensidad de una experiencia existencial (mente, cuerpo) que, como reflejo de “esa otra vida”, se ha ido reduciendo a momentos, a instantes, a fragmentos antológicos que ahora se ofrecen y cuyo sentido quizás (otra vez “quizás”) no se encuentre tanto en la anécdota, sino en el esfuerzo por plasmarla para darle la debida perennidad. Cómo expresar aquello que se percibe con nitidez de un modo no impostado, retórico, lejano a la palpitación, parece preguntarnos en “No sé si naturalmente”. El valor del quehacer empuja a las apelaciones a una tinta que apenas mancha la superficie de una página o, más adelante, en su evolución, una que se vuelve certeza y que aproxima al poeta a una anhelante condición de piedra cuando anote, como único verso de cinco, «escrito»; y anuncie, al principio del poema en cuestión, «ahí estoy».

En las composiciones de la primera parte, detecto un quehacer que gira en torno a la escritura, a ese proceso que se metaforiza en un muro levantado con inciertos ladrillos del pasado con el que se pretende aplacar una necesidad porque la expresión literaria «nos proporciona la ilusoria sensación de que vamos progresivamente sanando de nuestros males y creemos solazarnos por breve tiempo, el mismo que dedicamos a este vano ejercicio», aunque en el fondo no quepa más que reconocer que nunca se resuelve la desazón, la ansiedad…, la angustia, esa «suma de ausencias, expectativas, fracasos y victorias, finales inconclusos y recomienzos imposibles» .

El poeta es consciente de la insuficiencia del propósito porque la duda no deja de estar presente: «Cuál será la vida?», llegará a cuestionarse; y lo mismo hará sobre el sentido de lo que pretende: «la pregunta acaso vuelva una y otra vez a tratar de completar un espacio que aún espera ser hallado». Más adelante, hacia el final casi de la primera parte, asumirá el resultado de su viaje emocional: «siempre el regreso, el retorno a los mismos recuerdos o la eterna prospección, mientras el ahora de la escritura ha dejado de tener sentido porque fue ya, es, pasado». La fortuna a la que se apela al principio («¿Habrá tal vez alguna otra fortuna que sea mejor que esta que obtengo con estas palabras?») y que debería servir para aglutinar los más destacados momentos ha perdido su razón de ser. Los entintados instantes que han solazado al recitador quizás no deban prolongarse. No han de acabar «sucumbiendo al pasto ajeno» ni «saltar los lindes extraños de otros a quienes no conozco».

Hay en este libro un doble viaje: por un lado, el físico, con el que recorre el poeta diversos lugares del planeta. En él predominan las anotaciones simpáticas, con cierto desenfado y con ese punto de ironía tan gratificante que permite el esbozo de una sonrisa (pienso en el hipo de alguien que está «profundamente serio y formal» o en lo repetitivo que era Zé). Quienes aparecen en la crónica viajera —así la llegará a reconocer el poeta cuando haga la anotación correspondiente a su estancia en Tulcán (junio de 2012)— no dejan de ser receptores de un agradecimiento que le ofrece el narrador. En él hay muchos nombres propios y sin apellidos, una señal incuestionable del afecto, de la cercanía, de la familiaridad que tiene el autor tanto con ellos como, indirectamente, con nosotros, los innominados lectores. El poeta logra con la mención testimoniar la existencia de personas que no dejarán de estar en su memoria; y, ahora, gracias a la escritura, en la colectiva de cuantos accedamos a sus páginas, a quienes, sin duda, nos hubiese gustado ver algunas fotografías de los lugares que ha visitado (como las de Corregimiento de Cabrera, adjuntadas en este tomo solo al entendimiento, por ejemplo).

A este periplo que, bajo una imagen teatral, ubico donde Talía contrapongo el de Melpómene. Corresponde a ese trayecto la introspección de unos versos en los que no he dejado de percibir aquello que me transmitió «La oscuridad me protege…», mi primer acceso lector a la obra. ¿Podría sintetizar las sensaciones con la palabra “tristeza”? Quizás (otra vez la posibilidad). ¿Sería más precisa la voz “saudade”? En cualquier caso, no hablo de un sentimiento inmovilizante, plúmbeo en el desánimo, lacerante en el desgarro; sino purificador, revelador hasta cierto punto del más vitalista de los axiomas: en la muerte, «con certeza seremos». Ahí se halla la única verdad, la luz sin sombra; de ahí la gran convicción: la muerte, «un triunfo frente a tanta derrota». Todo lo demás (lo incierto y lo desconocido) no son más que quimeras, como el mismo acceso a la sabiduría.

IV

En esa otra vida de la piedra es una crónica personal, un diario de viajes externos e interno, de sensaciones y dudas, y de nombres propios, de muchos, que determinan afectos y consolidan el patrimonio de una existencia que quizás sea más de plena de lo que el recitador pueda imaginar. Los versos de la incertidumbre, no de la inquietud ni del malestar, sino de la observación con la que todo es relativo y sobre la que no se sabe muy bien cómo plasmar, no se trasladan a las prosas que lo envuelven, donde se percibe la imagen de alguien que quiere y que se deja querer, que es humilde por principio y sumamente generoso en el trato a los demás (el reconocimiento de estas cualidades —justo es reconocerlo— no me ha llegado a través de la obra convocante, es anterior a ella; el título lo que ha hecho ha sido confirmármelas una vez más).

Por eso, en estas páginas siento, percibo, detecto, que esos mediadores llamados narrador o recitador en realidad no existen como tales. No hay distancia entre el autor y quien lee. Nadie es personaje ni, si me apuran, protagonista, salvo la voz veterana que se ha sentado a recopilar para nosotros algunas anotaciones, variadas todas, con el fin de compartir aquello que, quizás (de nuevo quizás), más necesitábamos recibir los que le conocemos que él darlo. Aquí se fundamenta la dádiva, la generosidad. Desconozco el alcance de la felicidad de Antonio Becerra por la publicación de este precioso libro, mas no creo andar muy equivocado si, atendiendo a la que ahora mismo me envuelve, deduzco que muchos se sentirán igual que yo: dichosos de tener entre sus manos y frente al universo de su intelecto este En esa otra vida de la piedra que nos ha convocado.

Como lector, como humilde amante de las palabras castellanas hermosamente engarzadas en sintagmas, oraciones, párrafos…, como paciente de los remedios que da la literatura, me gustaría muchísimo volverme a encontrar con este Antonio Becerra tan íntimo, tan profundo e intenso en su manera de ajustar cuentas con el tiempo y la memoria. Si me preguntaras de nuevo si ha valido la pena aguardar tres décadas para ser testigo y lector de una obra como esta, mi respuesta siempre sería la misma: «Sí, por supuesto que sí». Una magistral pieza como esta bien merece la espera de treinta años; y si, para su alcance, hay que ser piedra, se es y punto.

CODA. Y ahora que la poesía se ha liberado de su cárcel, con el ánimo perturbado de un modo grato por el impacto del complejo viaje realizado al corazón y el intelecto de nuestro autor, lo que me conviene es la calma, el rigor ameno, la efervescente sensación de alegría que da la compañía de títulos que mueven a admirar a sus responsables por su feliz ingenio y estimulante agudeza. ¿Que qué me toca leer a continuación? El chismógrafo (La Tramoyista, 2022), un libro que firman Antonio Becerra y uno de los más aventajados historiadores que ahora mismo hay en Canarias, Israel Campos Méndez. Dos grandes para una obra que, sin duda, es y será grande, muy grande.

¿Malos tiempos para la lírica?

I

Frente a mí, dos poemarios. Ambos se han publicado este año. Acabo de releer el primero. Osvaldo Guerra Sánchez es su autor. Su título: Las siete extinciones. Es el tomo 18 de la Colección Faro de La Puntilla, que edita Mercurio Editorial y dirige Eugenio Padorno, un muy grande de las letras hispanas y, en consecuencia, una incuestionable garantía de la calidad que atesoran los títulos de esta selecta biblioteca.

Los siete poemas que ofrece el libro, depuradísimas piezas lingüísticas e inmejorables ejemplos de las infinitas posibilidades creativas que ofrecen las metáforas y las imágenes, representan un complejo e intenso viaje autobiográfico del recitador, transmutado en el símbolo de un árbol, a través de instantes puntuales de su existencia que revive como ese Bennu egipcio, ese Simorg persa o esa Ave Fénix citados al final del segundo poema. Todas las creaciones comparten como nexo común la noción de despedida: del barrio donde aún persisten elementos que sujetan al pasado (voces núbiles); de la ciudad a través del puerto y de ese barco que nos vuelve un Noé testigo de cómo desaparece con nuestra marcha aquello que nos fue cercano; de los acontecimientos y paisajes familiares anclados en un pasado que la conciencia ha vuelto etéreo; de las experiencias personales, profesionales e intelectuales que llegan al acto poético como «manojos de recuerdos que conforman un yo, toda la materia que ha ido sedimentando en mi Occidente».

Cada composición es un adiós evocado, una suerte de extinción. Nos vamos desapareciendo conforme acumulamos momentos en la retaguardia y, al mismo tiempo, nos esparcimos a medida que los proyectamos en un constante regreso desde la memoria. La unidad que somos, el Uno, que tiende a ir hacia ese platónico mundo de las ideas en su desembarazo del universo físico, nos vuelve islas en ese mar «que es el morir», siguiendo la metáfora manriqueña.

Las siete joyas vienen flanqueadas por dos citas del místico sufí Ibn Arabi (1165-1240) que nos lleva a establecer un vínculo entre este poemario y otro de nuestro autor titulado Si existe el árbol (Cuaderno iraní), que vio la luz el año pasado, en la editorial El sastre de Apollinaire. La cita que sirve de prólogo dice: «mientras subsista el más mínimo rastro de la condición criatural en el “ojo” del que contempla»; y la que hace de epílogo: «por su “nombre” propio produce la extinción y, por su “esencia”, la permanencia».

Al final hay un apéndice compuesto por dos fragmentos en prosa que giran en torno a la mística francesa Marguerite d’Oingt (1240-1310). Aquí, en el símbolo del árbol-hombre con todas sus ramas-sentidos supeditadas a una entidad superior, percibo que se halla la clave para poder descifrar la procesión que representan los siete poemas sobre los que se edifica esta breve, profunda, espiritual y sumamente atractiva y recomendable propuesta literaria.

II

Me detengo un instante. Paladeo la experiencia lectora. No soy un experto, lo sé. En la lectura de versos, tengo mucho que aprender todavía; pero he logrado que en esta ocasión el poemario me impacte más que durante el primer acercamiento. Me ha invadido. Me ha usurpado la paz movilizando la curiosidad y el deseo de desentrañar, ahora sí, cuanto hay detrás de cada envolvente línea. He contemplado el libro y, dadas las capas de profundidad interpretativa que atesora, he visto en él un moderno “palimpsesto”, un delicado objeto editorial impreso de manera impecable en ese tamaño que en el Siglo de Oro se aceptaba como propio de las obras íntimas, los denominados libros de faltriquera: el octavo menor, aproximadamente; poco más del actual A6.

Miro el resto de la Colección Faro de La Puntilla. Está en mi despacho. Me quedan por leer cuatro o cinco títulos; por releer, porque así debe hacerse atendiendo a las exigencias del género, algunos más. Lo leído no ha seguido ninguna secuencia. Cuando me ha llamado el libro, he acudido. Miro el conjunto. Paso lista: el primer tomo es del maestro Eugenio Padorno, Hocus pocus; el segundo, de Lázaro Santana; el siguiente, de Antonio Puente; luego, Iván Cabrera Cartaya, y Aquiles García Brito, y Manuel Díaz Martínez, y Antonio Arroyo Silva, y Elvireta Escobio, y Ángel Sánchez, y Fernando Gómez Aguilera, y Noel Olivares, y Miguel Pérez Alvarado, y Melchor López, y José Miguel Perera, y Marcos Hormiga, y Aventino Sarmiento, y Vicente Mujica Moreno, y Santiago Acosta, y Pablo Sergio Alemán Falcón, y Juan Luis Calbarro y, de momento, como último tomo publicado, los Poemas impertinentes de Berbel. Ese es el segundo poemario que tengo delante y que deseo leer a continuación, aunque ello suponga que, una vez más, me salte el orden del repertorio editorial. No importa.

Veintidós propuestas literarias componen a día de hoy la referida colección. Veintidós nombres forjan con palabras una cosmovisión que atrapan en páginas singulares por su exclusividad para que, por las mismas razones, cumplan con la función de atrapar. Todas se han compuesto como impulsos egocéntricos, se exponen como impulsos egocéntricos del recitador y se leen y adhieren como impulsos egocéntricos de cuantos acceden a ellas.

Veintidós voces agrupadas en una isla-editorial y formando parte de un extenso y admirable archipiélago compuesto por muchas islas-editoriales que acogen a cientos de voces más que han asumido, por un lado, el legado de las precedentes y que, al mismo tiempo, por el otro, siembran el camino de sublimidad para que muchas más continúen con la tradición de tejer con palabras los instantes.

Llegados a este punto, se vuelve tan inevitable como obligatorio preguntarnos si, realmente, tiene alguna validez el mantra de que los nuestros son malos tiempos para la lírica; o, ya puestos, si en algún momento la situación pudo ser merecedora de otro calificativo que no fuera el negativo de siempre.

III

La poesía, la buena, solo puede ser para unos pocos: aquellos que, dotados de una sensibilidad especial, son capaces de hallar tras cada palabra, cada verso, cada estrofa y cada poema las conexiones que permiten interpretar y hacer propio aquello que, por su naturaleza, es ajeno. Los buenos poemas, como los medicamentos, solo son válidos cuando se proyectan atendiendo a quienes han de asimilarlos, pues cada uno es un remedio individual a una realidad inevitablemente única.

Así ha sido siempre y así, creo, debe seguir siendo. Nada más dañino para la poesía, la buena, la que ha de perdurar, la que tiene la misión de convertirse en un paso evolutivo en la traslación del pensamiento en palabras, que vulgarizarla haciéndola universal en su difusión y accesible en sus formas. Si se da a conocer, que sea para mostrar cuánto se puede conseguir si se persevera en las lecturas escogidas y en el estudio de las técnicas e interpretaciones. El que a nadie se le vete el acceso al conocimiento pleno del arte no implica la reducción de las exigencias que este ha de atesorar. El espectro donde habita la excelencia es limitado y, por fortuna, no sujeto a categorías sociales o económicas, sino intelectuales y culturales. Ocurre con esa poesía que obra en mis pensamientos lo mismo que con otras manifestaciones artísticas (música, pintura, danza…): todos podemos acceder a sus productos y disfrutar de ellos hasta donde nos es posible, pero muy pocos a su producción.

Se afirma que se lee poco y es posible que así sea: escasos libros se venden, dicen unos; pero muchos se producen, afirman otros. Sea como fuere, dejemos claro que la luz roja de la lectura permanentemente encendida no viene representada por la escasez de poemarios que no funcionan como productos mercantiles o por la gran ignorancia que se tiene hacia poetas que, de conocerlos como se debería, merecerían ser loados durante todos y cada uno de los días que tiene un año. La nómina canaria, por ejemplo, es impresionante en cantidad y calidad (la Colección Faro de La Puntilla es un inmejorable testimonio de lo que afirmo). El problema del consumo lector está en que no se consigue alcanzar una cifra de adeptos considerada idónea a pesar de que hay una extensa relación de títulos (extensísima, diría yo) que, por su variedad y nula dificultad lingüística para ser leídos, no suscitan interés alguno entre quienes optan por pasar sus ratos de ocio e introspección de otra manera.

En la búsqueda de los guarismos de lectura idóneos no se pueden incluir a los buenos poetas y sus poemarios. Ellos tienen su público fiel: escaso, como siempre ha sido; y selecto, como no puede dejar de ser. Y aunque las historias de la Literatura Universal estén plagadas de expresiones del tipo «gran acogida» para referirse a tal o cual libro de poemas de un autor, lo cierto es que el éxito señalado siempre conviene relativizarse: ¿qué se entiende por “gran acogida”? ¿Qué hemos de pensar cuando hablamos de éxito literario en los siglos anteriores al que nos ampara?

El escaso y selecto público fiel de poesía, que no ha dejado de existir y que nunca dejará de estar, es quien avala el hecho de que siempre habrá quienes se refugien en la lírica para encontrar aquello que otras palabras escritas, por muy elaboradas que estén, no son capaces de recoger. Y como nunca dejará de haber lírica, nunca habrá malos tiempos para que exista si hay editores comprometidos con la función de promover la publicación de títulos y colecciones que contribuyan a proteger el legado de las palabras sublimes recogidas en cientos, miles de páginas encuadernadas y abonadas a las imprentas sabiendo de antemano que ahí no hay negocio alguno. En clave canaria, pienso en quienes están detrás de sellos como Mercurio Editorial, Ediciones La Palma, Editorial Puentepalo, Ediciones Idea, Baile del Sol, Beginbook Ediciones…. por citar a vuelapluma algunos de los que recuerdo y sé que han publicado excelentes libros de poesía. Arriesgar un patrimonio, casi siempre personal, invirtiendo en aquello que solo reporta beneficios espirituales, emocionales e intelectuales a unos pocos tiene mucho, muchísimo de bienhechor, de filántropo y, según cómo se mire, por qué negarlo, de quijote.

Los lectores de poemarios, tanto los de segunda fila, como un servidor, como los especialistas, lo mejor que podemos hacer para que este maravilloso acto generoso y temerario no deje de darse es, desde donde nos sea posible y como nos sea posible, apoyar cuantas iniciativas editoriales tengan como propósito contribuir a que la palabra de las esencias se ubique en el lugar donde sea posible asirla. Para que sea posible el impulso egocéntrico de vernos recogidos en unas páginas que, como el mejor de los medicamentos, son capaces de sanarnos basta con ir a las más hermosas farmacias y a los más bellos centros de salud de nuestras ciudades: las librerías y bibliotecas, respectivamente. Ahí comprobaremos de primera mano que los tiempos han sido, son y serán siempre buenos para la lírica.