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Tres calas para una vaca con satélite…



Al hilo de la publicación de Una vaca con satélite y “otras cosas de aquí” (Mercurio Editorial, 2024) y de su presentación el día 2 de mayo en la Feria del Libro de Santa Lucía, he vuelto a un título que, de algún modo, considero un necesario antecedente: María Dolores de la Fe. Tres calas biobibliográficas. Es este un libro compuesto por tres piezas firmadas por autores que conocieron muy bien a la escritora: David Pulido Suárez, Rita Navarro Sánchez y su sobrino Juan Antonio Martínez de la Fe. La obra vio la luz en octubre de 2015 en Mercurio Editorial. Tuve el privilegio de participar en ella como editor literario y, al mismo tiempo, de componer el preliminar, que he revisado para esta entrada y que decía así:

El lunes 11 de junio de 2012, los canarios perdimos a un referente de nuestra cultura, una mujer que simbolizaba esa idiosincrasia de la tierra con la que nos identificamos y que, con el avance de los medios de comunicación y el modus vivendi de la cotidianeidad que nos acoge, tememos perder más pronto que tarde. Su destacada faceta de escritora se vio superada (permíteme ese puntito un tanto hiperbólico de la afirmación) por otra más relevante y de la que muy pocas personalidades intelectuales puede presumir: la de gozar de una aceptación unánime entre las diferentes generaciones y movimientos culturales y artísticos que se han desarrollado en Canarias a lo largo del siglo XX, que han visto en ella a esa hada de la que habla su sobrina Melu en un entrañable artículo.[1]

A esta valoración incuestionable respondió María Dolores de la Fe como solo los muy grandes son capaces de hacerlo: con humildad, con sencillez; ponderando su entorno familiar y sus quehaceres domésticos y personales, y minimizando con respeto y afabilidad todas aquellas iniciativas que nacían con el propósito de homenajear a esta mujer tan especial.

Literariamente, María Dolores de la Fe era un glorioso híbrido entre lo popular y lo culto, y siguiendo a Santa Teresa, que decía que Dios andaba entre los pucheros, para ella la escritura era la suma de pequeños paréntesis entre las labores de un ama de casa. Nadie como ella para burlarse de sí misma, poniendo siempre su condición humana por delante de cualquier otra consideración. Siempre fue reacia a los reconocimientos, aunque, a su pesar, tuvo que soportar alguna medalla y, con su consentimiento, más de un premio literario.[2]

En 2012, nos deja y tres años después ve la luz el volumen que tienes en tus manos, un proyecto editorial que, a tenor de lo que significó la autora, debía haberse publicado antes. Los porqués del retraso ahora son lo de menos;[3] lo importante es que este libro ya está con nosotros y, con él, su principal objetivo: asentar en la comunidad científica, cultural y artística de nuestra tierra (sobre todo de estos lares) la conciencia de que hay que promover cuantas iniciativas sean oportunas para conservar, estudiar, conocer y difundir el legado creativo de María Dolores de la Fe.

Se cuenta (se non è vero, è ben trovato) que Mons. Echarren afirmó en una ocasión que lo mejor que podía sucederle a Cáritas era desaparecer, pues ello significaba que las acciones de esta organización sociocaritativa ya no eran necesarias. Tomo prestada esta deducción para sostener que lo mejor que podría ocurrir a estas Tres calas que frente a ti se muestran es que fuesen superadas gracias a que se ha consolidado entre las comunidades enumeradas el objetivo expuesto. Este es un título pionero, pues sirve para señalar la existencia de un territorio que merece ser conquistado y colonizado: los descubridores solo sitúan una ficha en el tablero de la historia; los colonizadores, cientos. Esta obra debe ser la hoja de ruta de una ocupación que solo puedo calificar como necesaria y justa, pues nuestra autora es merecedora de un espacio firme, sólido, perenne; un lugar que vaya más allá de las referencias salpimentadas y, en muchos casos, cogidas a vuelapluma.

Si se quisiese ejemplificar cómo el azar determina los acontecimientos, de muy buen grado ofrecería el caso de este volumen, que nació de la confluencia de tres fuerzas intelectuales; las cuales, en principio, al margen de que se conociesen (es lo que tiene vivir en una isla), no mantenían entre sí ningún vínculo más allá de su relación personal y particular con María Dolores de la Fe; tres titanes, repito, y un servidor que, aun conociendo a la escritora, no tuvo el privilegio de estar frente a la persona. Es posible que el encontrarme en el epicentro de las mentadas fuerzas me haya permitido adquirir una perspectiva del conjunto editorial que, repito, es más deudora de la fortuna que de un plan premeditado y diseñado al milímetro.

Conocí a David Pulido en la Facultad de Filología de la ULPGC hace ya unos cuantos años. Si bien nuestras edades facilitan la conclusión de que no pudimos compartir aulas ni promociones académicas cercanas, lo cierto es que más pronto que tarde no pasó desapercibido, pues pertenecía a ese colectivo de alumnos que disfrutaba realmente de la carrera que cursaba; al margen, claro está, de que le pudiese o no atraer una determinada área de conocimiento. El destacar esta circunstancia no es baladí, pues muchos estudiantes de humanidades lo son porque administrativamente están matriculados en las facultades donde se imparten estos estudios, y no porque sientan (en cursiva, como tiene que ser, para que se perciba bien) un vínculo hacia la naturaleza de estas carreras. David ya era filólogo desde el primer año, aunque tuviese que recorrer la travesía de varios cursos académicos para que se le reconociese esta condición.

Esta inclinación hacia la filología se ha traducido, entre otros buceos particulares del autor, en una trayectoria como poeta muy interesante, donde destaca de manera sobresaliente su poemario Dame un nombre,[4] y en el desarrollo de una labor como estudioso de nuestra autora que ha fraguado en la edición de Isla Espiral que publicó el Cabildo de Gran Canaria en 2013[5] y en la elaboración de la primera biografía oficial de María Dolores de la Fe y del primer estudio con voluntad globalizadora de su producción literaria. Estos dos últimos quehaceres nacieron como elementos integrantes de un proyecto académico de doctorado (dirigido por el Dr. D. Eugenio Padorno Navarro) y conforman, revisadas y actualizadas, la primera de las tres calas que ofrece este volumen.

Al margen de su calidad, que no es poca, pues excelentes filólogos son tanto David como el Dr. Padorno, el trabajo que nos ocupa tiene la virtud de erigirse en deslumbrante faro que cumple a la perfección con el propósito de servir de guía para el atraque de esas futuras incursiones científicas que deberían promoverse para conocer más y mejor a Lola. La cala de Pulido, en este sentido, adquiere, por seguir con la metáfora marítima, las formas de un sólido noray en el que se han de sujetar las inminentes embarcaciones del conocimiento que alberguen en sus bodegas los datos para componer una biografía más extensa sobre la autora. Hablo de un ejercicio en el que es necesario compilar toda la documentación epistolar que se conserve de la escritora (ya sea en calidad de remitente; ya, como destinataria) y fijar por todos los medios y con la mayor precisión posible su intensa participación en la vida cultural y artística de nuestra tierra (banco de imágenes, notas de prensa, invitaciones, etc.).

Y lo mismo cabe esperar en lo tocante a su obra literaria, pues conviene promover la edición de toda su producción dentro de los parámetros que determina la crítica especializada. Quizás no valga todo (quizás) y/o quizás (otra vez: quizás) no compartan los materiales el mismo nivel de exquisitez, mas no vamos a negar, a estas alturas de la historia, la obligación (asumida y aceptada por los más versados cervantistas) de editar La Galatea, escrita por el autor del maravilloso Quijote, aunque esta novela pastoril tenga más “peros” que tachas «el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit». La aceptación unánime —real, objetiva, incuestionable— del valor de la escritora debe bastar para asumir la tarea de agrupar y estudiar su producción, su poética, su estilo… Al lector, por su parte, como no puede ser de otro modo, le corresponderá la decisión de adherirse o no, por completo o por partes, a lo que María Dolores de la Fe compuso, fuese o no publicado en vida de la autora.

La segunda cala de nuestro volumen es la firmada por Rita Navarro Sánchez, filóloga también. Ella forma parte del universo de María Dolores de la Fe, pero desde una posición transversal, lo que nos ha de conducir a considerar que esta es una perspectiva que debería desarrollarse cuando se haya asentado en la conciencia colectiva la necesidad de preservar la figura de esta singular mujer. El diálogo monologado que nos propone no surgió tanto como el resultado de un interés concreto por la autora como creadora literaria, sino de nuestra homenajeada como parte integrante de un grupo donde se hallaba una figura tan relevante como la de Pancho Guerra, el escritor sobre el que Rita Navarro ha trabajado y trabaja a partir del trazado de los vínculos estilísticos que existen entre el padre de Pepe Monagas y la retórica clásica.

Como ocurriera con Pulido Suárez, la aportación de Navarro Sánchez proviene de un proyecto de doctorado que, en esta ocasión, fue dirigido por el Dr. D. Gregorio Rodríguez Herrera. En un anexo de este, se incluía una interesantísima entrevista que la investigadora realizó a María Dolores de la Fe y que giraba en torno a su relación con el célebre tirajanero, a quien siempre tuvo muy presente, como lo testimonian, entre otras fuentes, los artículos que compuso pensando en él y que se reproducen en la segunda parte de la que vamos a reconocer bajo la denominación de La cala de Navarro. Como podrás comprobar, la protagonista de esta iniciativa editorial dio cuenta de su amistad con Pancho Guerra y de paso —una inevitable marca de su personalidad— habló de ella, de su pasado, de su entorno familiar…, convirtiendo la entrevista en un documento tan entrañable como necesario para conocerla de primera mano.

Me gustaría destacar el cambio de registro que Rita Navarro ha impreso a su “cala”, convirtiendo la entrevista en un monólogo. No me cabe la menor duda de que su dilatada experiencia como cuentacuentos ha sido de mucha utilidad para transformar a la amiga de Pancho Guerra en un personaje literario que se desenvuelve en un medio que tanto amaron los dos escritores: el teatro.

En el noray de La cala de Navarro deben amarrarse los navíos que portan las relaciones que la autora mantuvo con otros escritores y otras personalidades de la vida cultural y artística de nuestra tierra; barcos cuyo velamen estaba compuesto por una historia eminentemente palmense en la que chocaban las mentalidades conservadoras con las de quienes habían asimilado los cambios que traía consigo el avance del siglo XX.[6]

La relación de escritos sobre Pancho Guerra que María Dolores de la Fe publicó en la prensa local en diferentes momentos y que se reproducen, como ya he apuntado, en la segunda parte del texto de Rita Navarro sirve de preludio para la tercera cala de este volumen. El azar determinó, además, que surgiese la referida segunda a partir de esta pieza. Apelo a la fortuna porque la primera versión del monólogo citado no contenía la lista de textos; fue con posterioridad, tras revisar el catálogo de Juan Antonio Martínez de la Fe, cuando se percibió la idoneidad de establecer el vínculo que liga a los dos trabajos y, por extensión, al conjunto general de calas que componen el tomo.

Gracias a mis siempre apreciados doctores Dña. Clara Eugenia Hernández Cabrera y D. José Antonio Samper Padilla, conocí a Martínez de la Fe. A ellos les debo su conocimiento y posterior encuentro; y a las circunstancias, el que surgiera de esta reunión la semilla que ahora ha fecundado en forma de libro. Fue a principios de febrero de este año cuando Juan Antonio, con esa sencillez que le caracteriza y que tanto me ha recordado a la que se reconocía en su tía, fue entonces, repito, cuando me hizo partícipe del tesoro que conserva: varias cajas que contienen cerca de mil quinientos artículos de María Dolores de la Fe publicados en los medios locales. Una cantidad —me apuntó— insuficiente, pues ella había firmado muchos más.

Como fiel custodio de aquel patrimonio y consciente de su valía, llevó a cabo la catalogación del fondo sin otra pretensión que la de tener un documento personal que le permitiese saber qué contenían aquellos cofres que la propia autora le entregó en mano. Los dos éramos conscientes de que un catálogo bibliográfico en soporte papel (como aquellos que hicieron célebres a bibliógrafos de la talla de Palau i Dulcet, Moll o Simón Díaz) no tenía ni tiene mucho sentido cuando contamos en la actualidad con medios técnicos para configurar un sistema que facilite la búsqueda y consulta de las piezas, mas su inserción en estas páginas, utilizando para ello los criterios clasificadores de fechas y materias, se hacía imprescindible porque debía interpretarse como la prueba palpable, indubitable e incuestionable de la importancia de acometer la labor de digitalizar cuanto hizo en prensa María Dolores de la Fe y ubicarlos en una plataforma de Internet con el fin de ponerlos a disposición de la comunidad científica, cultural y artística. Esta es la principal razón de ser de La cala de Martínez de la Fe.

Además, y por analogía con lo que ella había hecho con los artículos sobre Pancho Guerra, conviene que se tome conciencia de que la mentada tarea digitalizadora no solo ha de circunscribirse a los que firmó como emisora, sino que se debe extender a los escritos en los que ella era la destinataria o centro de atención del redactor.

Concluyo. Las tres calas biobibliográficas sobre María Dolores de la Fe que atesoran estas páginas buscan, por un lado, homenajear a una autora singular que, por las razones que sea, no ha disfrutado de las atenciones que, a juicio de los autores de este libro y de este humilde editor, se merece. En este sentido, este es un volumen de homenaje que, como todos los de su género, aspira a consolidar en la memoria colectiva el recuerdo de una vida y unos quehaceres que deben ser protegidos, conocidos y difundidos porque forman parte de una cosmovisión de la que todos nos sentimos partícipes.

Mas, por otro lado, este título se instituye como una llamada a esos colectivos que obran en nuestras consideraciones para que asuman el legado que los participantes en esta publicación dejan en estas páginas con la finalidad de que hagan lo propio con el de María Dolores de la Fe y pueda ser una realidad, a corto o medio plazo, el asentar en las ya referidas comunidades (sobre todo en las de Canarias) la conciencia de que hay que promover cuantas iniciativas sean necesarias para conservar, estudiar, conocer y difundir el legado creativo de la escritora.

Nosotros, como elementos integrantes de esos mismos colectivos, asumimos que nuestra participación en el propósito enunciado no se zanja con la intervención que representa este producto que nos convoca; al contrario, el tomo sirve para consolidar un compromiso que, además de un servidor, han asumido las tres firmas de las calas: David Pulido Suárez, Rita Navarro Sánchez y Juan Antonio Martínez de la Fe, a quienes agradezco el privilegio que para mí ha supuesto trabajar con ellos; los hijos de María Dolores de la Fe: Pedro, Teresa, Cristina y Eduardo González de la Fe, a quienes he de agradecer el firme apoyo con el que han acogido esta iniciativa editorial; y, cómo no, Jorge A. Liria, a quien doy las gracias una y mil veces por atender este proyecto con el afecto y la diligencia acostumbrados, y sintiendo con pasión bibliófila, como quien suscribe este preliminar, que el nacimiento de este libro no solo es una tarea necesaria, sino de justicia. Por eso, porque debía acometerse sea como fuere, la pusimos en práctica; y por eso, porque la vemos ya hecha y tan grata a ojos de nuestro entendimiento, nos sentimos tan felices.


[1]. «[…] Y es que mi tía Lola, según mis primeros recuerdos, fue siempre alguien especial, distinta de todo y de todos. En el mundo de hadas y brujas en el que vivía la mayoría de los niños de aquellos años, la solución a lo que no se entendía era muy sencilla: magia. Y como yo no comprendía nada de aquella persona tan diferente, sólo cabía admitir que Lola era, indiscutiblemente, un hada. (Y todavía hoy no estoy segura de que no lo fuera) […]» (Melu Vallejo de la Fe: “María Dolores de la Fe, mi tía” en Canarias7, martes 12 de junio de 2012).

[2]. Emilio González Déniz: “Una sonrisa necesaria” en Canarias7, martes 12 de junio de 2012.

[3]. Aunque es llamativo detectar, en un breve paseo por Jable, el archivo de prensa digital de la ULPGC, las escasísimas menciones a nuestra autora tras su óbito.

[4]. La obra fue publicada por Ediciones Idea en 2011. Tuve el honor de publicar un primer avance de este magnífico poemario en los números 2 (noviembre, 2001, págs. 17-19) y 3 (enero-febrero, 2002, pág. 23) de Cuadernos de la Ínsula Barataria (ISSN 1577-9262), una pequeña revista que dirigía junto con Juan Miguel Ramírez Benítez. En enero de 2012, se agruparon todas las ediciones de esta publicación en un solo tomo: Cuadernos de la Ínsula Barataria, 2001-2002. Edición e introducción de Victoriano Santana Sanjurjo. Las Palmas de Gran Canaria : Anroart Ediciones (ISBN: 978-84-15148-81-4).

[5]. «[…] Otra faceta relevante es la de rescatadora de palabras de nuestra tierra, aspecto al que unimos, sin género de dudas, el del costumbrismo practicado por otros como Alonso Quesada, Saulo Torón, Luis García de Vegueta y su admirado Pancho Guerra. A mi juicio, la máxima exponente de esta inquietud fue su otra novela, Isla espiral, texto que es todo un monumento al vocabulario distinguidor del habla canaria. Esta inquietud suya no pasó desapercibida a la Academia Canaria de la Lengua, institución que le ofreció un sillón, oferta que ella, por considerarse —erróneamente— no merecedora del mismo, declinó […]» (David Pulido Suárez: “María Dolores de la Fe, la echaremos mucho de menos” en La Provincia, miércoles 13 de junio de 2012).

[6]. «[…] Pertenecía la escritora a una generación que se abrió al mundo en un momento muy difícil, la guerra civil y la primera posguerra. Es la generación contemporánea a la de Antología Cercada, la de Lezcano, los Millares y Ventura Doreste, pero que caminó en paralelo a esta, con menos implicaciones políticas y una mayor afección a las raíces. Pancho Guerra, Manuel González Sosa y Antonio de la Nuez iban a su aire, y en medio de las dos corrientes estaba Carmen Laforet, que en los años cuarenta abrió el camino para una nueva generación de novelistas después de la guerra, cuando ganó la primera convocatoria del Premio Nadal […]» (González Déniz, ob. cit.).

«[…] Creció y maduró con Las Palmas de Gran Canaria como parte indeleble de ella misma, ahora esta misma ciudad, sus paisanos, tendrán la oportunidad de madurar un poco más en la magnífica, amable y siempre oportuna reflexión que se puede detraer de la lectura de las obras que María Dolores de la Fe nos ha legado y son fiel testigo y testimonio de una isla y de unas gentes a lo largo de casi todo un siglo» (Juan José Laforet: “María Dolores de la Fe, ser y sentir isleño” en Canarias7, martes 12 de junio de 2012).

Autobiografía de la inmortalidad: «Los días de Guayedra»

I

No he sido un gran lector de la obra de Santiago Gil, sin que se deba presuponer que esta circunstancia obedece a desdén alguno. No lo he sido porque me he despistado con otros escritores y otros títulos. Tampoco lo he sido de Luis Feria y sí, en cambio, de Manuel Padorno. Le he hecho menos caso a Tomás Morales porque me he entretenido más con Alonso Quesada; y, entre teldenses, antes sujeto a Fernando González que a Saulo Torón, sin que sea admisible cuestionar mi adhesión al autor de Las monedas de cobre (1919), El caracol encantado (1926) o Canciones de la orilla (1932). Me han seducido más Pedro Lezcano que los Millares Sall, Agustín y José María; y Josefina de la Torre o Alicia Llarena que Dolores Campos-Herrero o Cecilia Domínguez. Más apetecible me resulta el cobijo de Jorge Rodríguez Padrón que el de Domingo Pérez Minik; y busco primero los techos de Juan José Mendoza o Sabas Martín que los de Juan Cruz o J. J. Armas Marcelo. Me siento más afín con…, más inclinado a… Nada más. No hay fisura alguna en el casco de mis apreciaciones por donde quepa concluir animadversiones hacia los que he leído en menor cantidad a pesar de la abundancia que nos han regalado en calidad. Dentro del cupo de las narrativas canarias del veintiuno, la cabra interior que llevo tira antes por los riscos de un Álamo de la Rosa donde continúo pastando con beatífica felicidad que por los de Nicolás Melini, uno de los narradores más destacados que tiene la literatura de nuestra tierra en lo que llevamos de siglo (Africanos de Madrid —2017—, por ejemplo, me parece una obra indispensable); y, en clave grancanaria, antes me he amarrado al mástil de los barcos de Alexis Ravelo o José Luis Correa que a los de otros autores sin que sea razonable sostener que cuestiono el valor de los que silencio porque no es así. Al contrario, los nombrados, muchos de los intuidos y no pocos de los sugeridos, con independencia de mis despistes y adhesiones, forman parte de ese patrimonio literario canario —y, por extensión, hispánico— que hemos de cuidar y difundir. A todos debemos, digámoslo ya, sempiterna gratitud. Sigo.

De la que reconozco, ha sido mi breve experiencia sobre la obra de Santiago Gil, conservo pasajes recurrentes de Los años baldíos (2004) y Las derrotas cotidianas (2009), y el recuerdo de un título que llevé a las aulas y que funcionó muy bien con el alumnado: El parque (2005). Mis discentes, adscritos al gremio de los no-lectores que, además, odiaban-la-lectura (porque se puede no leer, pero de ahí a despreciarla…), se bebían las páginas de nuestro autor con verdadero deleite. Tan asombroso y delicioso fue lo vivido en el aula, que tomé la decisión de alterar la programación para acondicionarla al libro del guiense. Funcionó tan requetebién la obra en aquel grupo del Programa de Cualificación Profesional Inicial que no me atreví a repetir la actividad el curso siguiente: no quería perder el buen sabor de la experiencia. Y sí, fui egoísta, lo sé, lo reconozco: preferí conservar el grato recuerdo, el instante sublime, al intento de prolongarlo con otros educandos que, quizás, no me darían aquello que recibí de sus antecesores. También busqué no quemarme con el conjunto de relatos: leer lo mismo de nuevo (cada vez de forma más mecánica), hacer las mismas tareas, plantear los mismos debates… podían traer consigo un hartazgo tal de la obra que, sin duda, acabaría más pronto que tarde siendo inmerecidamente aborrecida (de ahí al olvido hay un trecho muy pequeño). Hice bien. En la actualidad, continúo conservando como un gratísimo episodio de mis quehaceres docentes aquellas jornadas escolares y mi valoración tan positiva del título no ha decrecido. ¿Me preguntas si necesita ciertos retoques, arreglos y puntuales intervenciones del autor y la editorial? Sí, los necesita, pero no conlleva esta circunstancia menoscabo alguno hacia un texto que, a mi juicio, sigue teniendo mucha fuerza en lo estilístico y lo conceptual.

II

Con las credenciales que representan, por una parte, el desconocimiento grosso modo de la fecunda, heterogénea y felizmente reconocida producción literaria de Santiago Gil, y, por la otra, la reconfortante vivencia didáctica que me concedió uno de sus títulos, llega a mis manos su última obra (o penúltima, no sé, pues nos hallamos ante un escritor en estado perpetuo de creación y de publicación): Los días de Guayedra, una novela que ha visto la luz en Mercurio Editorial y cuya experiencia lectora ha merecido la pena. Mucho, mucho, mucho.

La honradez —esa pócima que concede paz a la conciencia— puja por su lugar: no es correcto afirmar que estemos ante la mejor novela de Santiago Gil porque, al no haberlas leído todas, carezco de fundamentos para establecer las preceptivas comparaciones que el rigor exige, pero sí estoy en disposición de sostener, con la necesaria firmeza que el caso requiere, que es la que nos convoca una obra extraordinaria; un ejercicio poético de primer nivel que ha traído consigo un producto merecedor de los más variados parabienes y agradecimientos. ¿Agradecimientos? Sí, agradecimientos. Cómo no dar las gracias después de haber invertido una porción de placentero y provechoso tiempo existencial en la lectura y asimilación de una pieza literaria; unas horas, las entregadas, las dedicadas con gusto a estas páginas sostenidas sobre cuatro voces, que en mi caso han venido acompañadas de unos sencillos apuntes que me complace compartir contigo porque, intuyo, han de hallarse entre algunas de mis conclusiones ciertas ideas con las que, sin duda, te habrás de sentir identificado.

III

Con el libro en mis manos, lo primero que conviene advertir es que tiene 160 páginas. Pocas para la media del género literario al que cabe adscribir el producto. Esto nos pone en aviso: la brevedad en las novelas suele ser indicativo de profundidad en los contenidos, de intensidad retórica y poética. ¿Es así? Me preguntas impaciente. Sí, es así. Te respondo a sabiendas de que debería confirmártelo más adelante, no ahora. Sigo. Por su aspecto, forma parte de la colección de narrativas extensas de Mercurio Editorial. Su fondo negro, su tipografía y la disposición de los elementos informativos y mercantiles declaran la pertenencia.

Hecho el primer tanteo, lo que procede a continuación es la puesta en práctica de lo que vienen a ser los rituales previos a la lectura. Para ello, es preceptivo partir de un convencimiento inherente a cuantas creaciones humanas se han ganado el derecho a superar las barreras del tiempo y el espacio: que lo contemplado no es la consecuencia de una carambola. No. Todo, para que tenga valor, para que pueda atribuirse a la genialidad, ha de significar algo. Nada ha de estar presente en el objeto que aspira a la perpetuidad sin una razón de ser y sin que sea el resultado de un consenso entre la inspiración, la técnica y, por supuesto, el talento. Por eso, porque cada detalle cuenta, hay que dejar que las impresiones iniciales ante el libro calen en el entendimiento; hay que permitir que hallen dónde sujetarse en el intelecto para empezar a dar forma a la interpretación, al sentido final del mensaje. De ahí que, en estos primeros pasos de naturaleza paratextual, me detenga frente a la cubierta frontal, una composición que parece situarnos en el interior de una cueva oscura y que, desde ahí, nos permite contemplar la playa de Guayedra. Me quedo con el sintagma «una cueva oscura» porque me connota —en este puntual caso— la noción de pasado que no se puede o no se quiere recordar; en otras palabras, aquello que se desconoce o que se oculta. ¿Qué es la memoria sino una cueva oscura que solo se muestra iluminada por tramos en según qué instantes de nuestra vida? Desde el interior de la cavidad, vemos la playa de Guayedra; y no de cualquier forma, sino como un rincón henchido de luz, un lugar plácido, ameno, hermoso. Ver el paraíso desde dentro implica la suposición de una salida —una voluntad por dejar atrás la oscuridad— impulsada por la contemplación de aquello que se vuelve apetecible a los sentidos.

Omito por falta de espacio la reproducción y análisis de los tres fragmentos que componen la solapa de la contracubierta, aunque me gustaría resaltar la confluencia en ellos de lo que cabría concebir como esquirlas de paz emocional: por una parte, a través del recuerdo de «aquellas profesoras liberales y sabias» capaces de transmitir saber estar, cultura y armonía; por la otra, con la percepción de quedarnos en «los lugares en los que somos felices» y, por último, con la constatación de que hay una íntima vibración que, de algún modo, nos conecta con el origen mismo del Mundo. Y sobre lo que se apunta en la contracubierta, dime: ¿qué puedo decir que tú no estés leyendo ya?

Dejada atrás la tapa, la visión paratextual con la que recorremos el objeto nos lleva de entrada a la tabla de contenidos, que se encuentra al final, como creo que debe ser en toda obra de ficción; en las divulgativas, en cambio, ninguna otra ubicación mejor que el principio mismo del libro. (Es una cuestión de actitud lectora: quien desea determinados ítems necesita conocer el terreno por donde puede hallar lo que busca; el que anhela placer, no quiere mapas ni guías, solo sensaciones). Me detengo, pues, en el índice. Es muy sencillo: cuatro voces distribuyen la materia novelesca. Eso es todo. Interesante. Como nada las distingue, habrá que plantear hasta qué punto es importante el orden en el que aparecen. La primera es la llamada a romper el silencio; en consecuencia, hay que suponer que posee un valor especial. La última, dada su extensión (un tercio del total), debe atesorar alguna relevancia —¿la tiene?, me preguntas; la tiene, te respondo, arrepintiéndome de decirte lo que más adelante me gustaría haberte contado de otra manera—. La presencia de cuatro voces implica, además, pensar en cuatro protagonistas y, en consecuencia, en cuatro perspectivas narrativas diferentes.

Sigo mirando el objeto. Me centro en la dedicatoria. ¿Importa? Sí, importa; y más cuando lo que refleja supone plantear la existencia de un significado profundo que, de un modo u otro, puede estar relacionado con la obra que yace frente a nosotros. En el caso que nos ocupa, hacemos bien fijándonos en ese «Para Atidamana» que nos conduce a la legendaria aborigen cuya prudencia y sabiduría —como cuenta mi admirado Sabas Martín en su imprescindible Ritos y leyendas guanches— «habían hecho de ella el oráculo de la isla, de modo que ni guerras, ni paz, ni premios ni castigos se resolvían sin su dictamen» (pág. 30). ¿Tan relevante fue la figura histórica como para que Santiago Gil considerara que era merecedora de una dedicatoria? Como personaje emocional, al menos, sí, fue crucial; y como símbolo, y como asociación poética que trasladó a su vida y que, de algún modo, le ha permitido fundirse con la cuarta voz. ¿Por eso lo de “autobiografía” en el enunciado de este artículo? Me preguntas. Ahora opto por aplazar la respuesta que me demandas.

Tras un garbeo por las páginas, la vista —entre hojeadas y ojeadas— percibe dos llamativos detalles: por una parte, la uniformidad en la presentación de la materia novelesca en las tres primeras voces. Bloques de párrafos breves y separados por espacios en blanco. Excelente disposición, según veremos más adelante, porque contribuye a consolidar la idea de autonomía en los mensajes: «¿cada texto, un pensamiento?», me pregunté durante la exploración inicial por la obra de Santiago Gil. Por otra parte, en la cuarta voz, se nos muestra una singularidad: no hay espacios en blanco, pero la disposición de las sangrías no es la habitual. Donde se fija el punto y aparte en los párrafos precedentes, comienza un renglón más abajo los siguientes. Es como un engranaje que permite concluir que, en realidad, nos hallamos ante un solo párrafo de cincuenta páginas con quebraduras. ¿Qué conlleva esta disposición? Afianzar la excepcionalidad de este supuesto protagonista con respecto al resto.

IV

Resuelto el periplo paratextual, lo que toca hacer es descubrir, hasta donde sea posible, parte de los anunciados apuntes realizados durante la satisfactoria incursión lectora. Tras acabar de hablar la última voz (pág. 154) y dejar que se moldeara ese prolongado suspiro que en canario tiene forma lingüística propia («me supo»), una idea asumió la presidencia de todas las que empujaban por llamar mi atención: que estamos ante una suerte de dietario, un diario personal o, en la acepción de los cronistas de Aragón (así lo dice el DRAE), un libro donde recoger los sucesos más notables; y/o frente a un memorando, un espacio en el que apuntar aquello que hay que recordar. Sea lo que fuere, nos hallamos inmersos en una pieza literaria que se asienta sobre el peso significativo de un término como “evocación”. Los días de Guayedra es, ante todo, un viaje de la remembranza a un pasado indeterminado que ahora, contemplado con los ojos del presente, se muestra más selectivo; de ahí que la materia se haya configurado a partir de instantes, de recuerdos breves, puntuales, de retazos de historias personales que se han anclado en el entendimiento y que salen a la superficie de un modo inesperado. La pulsión involuntaria de la rememoración justifica la ausencia de fechas explícitas. Es este un proceso súbito: una voz habla cuando lo necesita y va saltando en el tiempo, entre los matorrales de las escenas, circulando a través de los carriles de unas convicciones —más bien aceptaciones— que no se cuestionan con acritud o arrepentimiento en el presente narrativo.

Se percibe la existencia de un «él» en la conciencia de los intervinientes que se funde con un «yo» autobiográfico y biográfico; y que, visto el conjunto con la debida perspectiva, se plasma en un «nosotros» que solo tiene sentido cuando se ubica bajo lo que significa Guayedra como espacio físico y como lugar simbólico. Los «él» que orbitan alrededor de las tres primeras voces adquieren en muchas ocasiones las maneras de un pretexto con el que situar los instantes de un «yo» que se bifurca, en el discurso de la cuarta voz, en dos extremos: el que representa Tenesor Semidán y, al mismo tiempo, el del propio de Santiago Gil, que prescinde de su poder como creador para dejar que los personajes actúen por su cuenta; bajo su mirada, sí, pero a su libre albedrío, que es lo que suele ocurrir cuando los participantes en una obra adquieren una personalidad tan arrolladora (que se lo digan a Cervantes, que malamente pudo atar corto a su justiciero y al desenvuelto escudero que lo acompañaba).

A estas peculiaridades del producto hay que sumar una que se me antoja indispensable para entender el sentido último de la propuesta poética de nuestro autor, una particularidad que va sujeta a la condición de suerte de dietario y/o memorando con la que he simplificado el qué de lo que nos convoca: la secuencia reiterada de impactos en la lectura que obligan a gestionar un procedimiento de admisión del contenido muy concreto. Me explico: hay obras que demandan un largo recorrido para lograr asentarse en el intelecto estético de los lectores. Sus autores, cual sastres, van desplegando capas y más capas de diversas telas textuales que van cosiendo cada cierto número de páginas para que las formas de su creatividad se vayan atisbando; y solo al final, cuando el proyecto ha llegado a su conclusión, es cuando se vuelve visible y palpable el traje literario.

Otras, en cambio, y un ejemplo de ello sería la que nos convoca, son de corta trayectoria. El proceso es el que consolida los estratos del placer. El receptor ha de leer las páginas de estos títulos muy despacio, sin prisas, sin hilvanar lo que acaba de conocer con lo que se espera que pueda surgir a continuación gracias al cúmulo de lecturas previas atesorado; recreándose en cada párrafo, en lo que se dice y en lo que parece querer decirse, en aquello que asume que bien podría valer como una cita, como un algo remarcable que se ha ganado el derecho a ser subrayado en el ejemplar; aceptando la posibilidad de sucumbir ante una línea de pensamiento o declaración de particular hermosura capaz de asaltarle en cualquier momento y que le obliga a dejar la lectura para otro instante, pues necesita paladear, como lo haría el depredador con su caza entre las zarpas, el logro de haber alcanzado esa puntual plenitud; percibiendo cómo deambula entre las páginas sintiendo un permanente estímulo intelectual y constatando hacia el final que el todo no es más que una suma de perturbadoras brevedades que, aunque cohesionadas, ha tenido que asimilar de un modo distinto al habitual de las novelas; y concluyendo —porque es eso lo que suele suceder traspasada la última página de estas obras de corto recorrido, como se me ha ocurrido denominarlas—, concluyendo, repito, que quizás la experiencia que en breve acabará con el cierre del libro es la propia de un poemario. Y de ahí, de la constatación de hallarnos ante brechas de ideas, conceptos y nociones que aparecen como fotografías congeladas de escenas cotidianas en los límites de una, dos o tres oraciones y que tienen la virtud de la sentencia —de la línea de pensamiento que cala hondo—, es de donde surge mi convicción de que Los días de Guayedra es sobre todo un libro poético; es más, a mi juicio, creo que es un título irremediablemente lírico. ¿Por haber llegado al tramo final de su composición y posterior publicación en una etapa vital muy especial para Santiago Gil? Es posible. No puedo asegurarlo, aunque me apetezca ofrecer como respuesta lo que una de las cuatro voces protagonistas afirma en un momento de su intervención: «Puede que al paso de los años uno ya llegue a olvidar de lo que realmente está escapando y solo camine hacia delante confundiendo lo que realmente vivimos y lo que terminamos inventando». Quizás se entienda —bajo la sombra de lo personal—, por qué este mismo año de 2023 el autor guiense ha publicado un libro de aforismo en Mercurio Editorial titulado Donde lo dejamos.

V

Las cuatro voces y, con ellas, los individuos que son evocados en sus discursos mantienen una profunda ligazón con Guayedra, un espacio que, en principio, desde la perspectiva que cabe atribuir al propio autor, se erige como un paraje singular tanto en sus aspectos geográficos como en los históricos y, sobre todo, emocionales. En ocasiones, siento que la obra bien pudiera haberse titulado Los diarios de Guayedra, pues el sitio, con su sola presencia, con los vínculos que sostienen a cuantos se han amarrado al lugar, se erige en el cronista de las vidas de aquellos que son lo que son gracias a la memoria registrada e instintivamente conservada en/de cada hueco del idílico y esencial paisaje.

De todos los habidos, uno, Tenesor Semidán, la cuarta voz, es quien consigue penetrar en el entorno hasta el punto de convertirse en un elemento indisoluble del paraje. ¿Porque logró el compromiso de los conquistadores (incumplido, claro está) de que el Redondo de Guayedra, esa tierra sagrada para los aborígenes, nunca formaría parte de ese territorio isleño que, entre cruces y espadas, iban logrando dominar? Con independencia de la veracidad o no de este acuerdo político —que importa poco en una obra que se ciñe a los parámetros de la ficción y el lirismo—, ni de si este convenio es el causante de la fusión del hombre con la tierra, lo cierto es que esta unión es la que promueve el surgimiento de una serie de líneas de pensamiento en torno a la condición canaria que me han parecido muy interesantes, por su contenido y porque, de alguna manera, subordinan las manifestaciones de cada voz presente en la novela.

Hasta tal punto esto es así que no faltan momentos en los que sentimos la necesidad de plantear —¿cuestionar, quizás?— la posición que ocupan: ¿por qué situar al rey como cuarta voz y no como primera? Cronológicamente, así debería ser: él habla desde el siglo XV; las otras tres, desde cualquiera instante de nuestros días. Mas luego uno se percata de que, en realidad, como unidad de medida, el tiempo es relativo y, en ocasiones, inexacto cuando se tamiza sobre los sentimientos y la conciencia de la infinitud universal. Esa Guayedra que contempla el que fuera bautizado como Fernando Guanarteme antes de abandonar para siempre el lugar, en el fondo, no deja de ser el mismo rincón que ve y recrea Nieves Rivero, la primera voz. Los siglos que separan a ambos personajes son nada en el orden cósmico. Guayedra estuvo miles de años antes que ellos; y estará miles de años después de que el último de los lectores de este artículo haya llegado a la desembocadura. Por eso, en el ámbito donde el espacio es uno y el tiempo ha desaparecido, es posible aceptar —bajo los parámetros de la ficción y el lirismo señalados— la presencia física o referencial de personajes históricos reales como el Bosco, fray Ambrosio Montesino, Jorge Manrique, Dante, Séneca, Marco Aurelio, etc.

Esta cualidad de lo imperecedero del sitio permite su concepción como templo donde cabe —desde esa literatura de las impresiones, las brevedades, los impactos en el entendimiento— desmadejar los ovillos de lo que ha sido y es esa manera de ser de los canarios antes señalada, que en la novela se sintetiza con la contundencia de una reiterada afirmación: Canarias ha sido explotada y mal utilizada. A través de numerosos destellos, las voces plantean las diferentes formas de su identidad a partir de la principal circunstancia que las condiciona: su pertenencia a islas que se aislaron, de entrada, por voluntad propia y, más tarde, por imposiciones ajenas. Una de las intervenciones de la novela lo proclama:

«Somos un pueblo de leyendas y de imaginarios que prefirió olvidar la navegación para quedarse a salvo, para estar lejos de los otros, de los que traen dioses inventados para justificar las guerras y de los que solo buscan el oro y el brillo de sus monedas».

Esta noción del aislamiento, que en la primera voz adquirirá una profundidad singular en las figuras del niño Alejandro —que tiene autismo y el don de reproducir a la perfección los cuadros del Bosco— y el ermitaño (Guayedra ya representa un mundo alejado; los citados personajes connotan uno más distante aún), y que más adelante tendrá una proyección significativa con la contradicción que supone vivir sin privacidad (hiperlocalizados gracias a los móviles) y, al mismo tiempo, no poder evitar el sentirnos solos; esta noción, repito, servirá de sustento para una serie de incursiones expositivas en torno a convicciones tan apegadas a nuestra cosmovisión isleña —con independencia de su exactitud— como lo son la necesidad de salir al exterior para triunfar (sin que se determine en realidad qué se entiende por éxito); la sensación de desprecio hacia nuestros paisajes (quemas, descontrol ecológico, etc.) y paisanajes (corrupción política, cainismo, clasismo —el caso de las Cangrejas—, etc.); la ignorancia de lo propio (el desconocimiento de nuestra historia local por parte de los jóvenes) y la resignación abúlica (en la obra, el ejemplo extremo de la madre que permitió que una infección de oídos dejara sordo a su hijo por no llevarlo a donde podían curarlo); o la sensación de que podríamos tener un lugar próspero y con grandes posibilidades económicas si hubiera un compromiso firme para ello: «A mí me duele comprobar la obesidad que hay en la isla, las cifras de abandono escolar, los niveles de pobreza y la despreocupación absoluta por la educación pública, que fue justamente la que dio oportunidades a muchos de los que se corrompen o de los que nunca regresaron cuando estuvieron lejos», dirá uno de los protagonistas de la obra.

VI

Las voces hablan, se desahogan, seleccionan los nudos de sus emociones y, en el perímetro afectivo de Guayedra, proceden a desanudarlos, a liberarse de ellos con parcelas de certezas individuales que la ficción y el lirismo inherentes a sus discursos les conceden. Serán los lectores los que, en el ejercicio de su libre albedrío intelectual, decidirán si se unen o no a ellas; si se amoldan a sus cosmovisiones las afirmaciones de los protagonistas. A mí, por ejemplo, me atrajo la mención a la esquizofrenia que nos provoca el tener por antepasados a víctimas y victimarios, por igual. De los orígenes ruines de los ascendentes hablará el propio Tenesor Semidán en estos términos:

«Allí me enteré también que reclutaban soldados entre sus peores personas, en las cárceles o en los tugurios donde bebían y donde peleaban a todas horas. Les prometían el perdón y pedazos de tierra. No eran como el rey con el que hablé o como otros hombres con los que pactamos».

Si no fuera por las tres voces precedentes, la novela también podría haberse titulado Los días de Tenesor Semidán, pues la longitud y naturaleza de su discurso permiten concebir la obra en dos partes bien diferenciadas: por un lado, la que se circunscribe a las exposiciones de Nieves Rivero y las de los dos hombres que le siguen; y, por la otra, la del rey que, según se infiere de su intervención, solo aspiraba a quedarse como simple regente hasta que llegara el titular del trono y él pudiera dedicarse a su amada, Atidamana, que arribó a su vida después de las trágicas pérdidas de sus dos primeros amores (Caligena y Abenchara).

Será quizás por el azar adverso —no soy capaz de afirmarlo sin dudar—, pero quien asume la cuarta voz convierte su intervención en una suerte de breve tratado de filosofía donde se abunda en el concepto de lo que es la felicidad y su efimeridad, y en la relatividad de lo que consideramos importante. Surgen sus palabras en un momento histórico sumamente complejo y trascendental para lo que luego será la imagen que se ha conservado del personaje real: estamos en el instante previo de su marcha a la isla de la montaña sagrada con el propósito de convencer a sus afines de que se rindan, de que combatir a los enemigos es un suicidio, de que es imposible ganarles, de que enfrentarse a ellos solo conllevará su muerte y su destrucción. Pedirá la rendición intuyendo que, de un modo u otro, los conquistadores faltarán a su palabra y traicionarán el concierto. Por eso está en Guayedra, porque se está despidiendo del lugar puro y mágico, de esa esencia vivificadora situada en un punto singular del mundo que habrá de extinguirse cuando los invasores se asienten. Guayedra es el depósito de la nostalgia; el cofre que atesora aquello tan valioso que se sabe, se intuye, se prevé que ha de desaparecer en algún momento para siempre.

En esa encrucijada se halla quien declarará su convicción, por una parte, de que él y los suyos dominaban el universo más y mejor que los llegados para imponerles su Dios y su conocimiento:

«Ellos solo tienen la fuerza. Creen que también cuentan con la razón, pero no saben nada de las magias y de los destinos […] Las espirales, los triángulos y los círculos concéntricos no son más que recreaciones del propio universo, pistas de una construcción tan eterna como ininteligible para quienes no sepan mirar mucho más allá de las estrellas […] Aquí en Guayedra no hay ninguno de sus dioses. Aquí seguimos adorando al sol, a la luna y al mar, que nunca suena de la misma manera»;

y, por la otra, de que todo lo terrenal, en el fondo, es vacuo, intrascendente por su efimeridad, que lo importante se halla en aquello que traspasa los límites del tiempo, lo que permite alcanzar la inmortalidad:

«Ese emperador sabía que el poder no era más que una contingencia, algo que no vale nada, ni mañana, ni dentro de mil años; que lo que queda es la estela de ese poder, lo que se haga con él, todo el bien y toda la armonía que uno logre sembrar en el planeta, la música que dejen nuestras palabras, esos sonidos extraños que nos sorprenden a veces».

En suma, en el amor que se da y que se recibe:

«No he dejado de hacer todo lo que estuvo en mi mano para ser feliz y para tratar de hacer felices a mis semejantes, no hay más: he amado, me han amado y soy un hombre sereno aún en la soledad de esta playa en la que ellos me ven de lejos como un rey triste, fracasado y solitario».

VII

Guayedra es el símbolo de un edén traumático: debía ser, por sus cualidades, por sus amarres emocionales, por su conexión cósmica, el último y duradero reducto de un mundo que ya se sabía desmoronado por la ambición que alimentaban la espada y la cruz; el sitio donde, con el paso de los siglos, fuera posible apaciguar el retorcimiento genético que envuelve al canario cuando se percibe como descendiente de víctimas y de victimarios; el refugio donde la memoria de la juventud se mantuviera incólume y el corazón tuviera un lugar adonde volver cuando se fragmentara. Todo esto debía ser el espacio mágico en la conciencia de las cuatro voces que lo articulan en esta poderosa novela de Santiago Gil. El proyectar hasta qué punto lo puede ser es el pretexto sobre el que se asienta este admirable viaje en el tiempo a unas sensaciones de identidad y pertenencia que vinculan a sus protagonistas con el paraje agaetense.

Cuando la nostalgia envuelta en remembradas querencias toma la palabra, la poesía deja a un lado su mudez y, como la luz entre las negruras, inunda cualquier resquicio del ánimo y del intelecto. Es así como se hace posible que arda la llama en el pebetero de unos días de Guayedra en los que el homenaje a Atidamana lo es, en el fondo, a la vida misma, a lo que representa como proceso gozoso el camino hasta la desembocadura en busca del amor que nos inmortalizará, el definitivo. De ahí que, por sus honduras significativas y su adaptación a toda clase de circunstancias y condicionantes humanos, se me antoje ahora —en esta etapa de mi particular existencia en la que me he convertido en uno de los miles de lectores que tendrá la obra que nos ocupa— que nada representa mejor la síntesis de la novela que esta loa a la experiencia vital: «El último amor casi siempre es el amor verdadero».

Para una historia teldense de la literatura canaria

Precisar, ampliar, difundir… homenajear. Estos cuatro verbos han sido los pilares sobre los que hemos edificado un ciclo de conferencias centrado en la Literatura de Canarias que se ha hecho y se hace en Telde, la que ha venido y viene de la mano de teldenses oriundos o la que fija su razón de ser en nuestra tierra como motivo de creación; todo ello, en el marco de una fecha histórica: el 650 aniversario de la fundación de esta primera de las ciudades y sedes episcopales de las Islas Afortunadas.

Frente a la amalgama de datos sin contrastar y juicios sin sustento, proponemos estos ejercicios de precisión en forma de artículos; frente a la escasez testimonial y carencia de perspectivas, incorporamos estas necesarias ampliaciones a la historia de las letras locales; frente al desconocimiento involuntario y el olvido con intención, asumimos la tarea de difundir lo que hubo, lo que hay y lo que puede haber; frente a la no valoración de nuestras escrituras, disfrazada en ocasiones de simulado desprecio, rendimos este sentido homenaje a una tradición poética de evidente esplendor vertical a la espera de que estos seis siglos y medio de existencia que nos alumbran logren hacer lo propio con la dimensión horizontal de nuestro escueto pero intenso patrimonio literario. Hemos asumido con firmeza estos principios y los hemos puesto en práctica, de forma satisfactoria, gracias a la intervención de los reconocidos docentes e investigadores cuyos trabajos conforman las páginas del presente volumen.

Tiene el lector en sus manos nueve textos que fueron expuestos en distintas fechas del primer ciclo de conferencias Letras a Telde, 1351-2001; una iniciativa académica inédita en nuestra ciudad que se inauguró el 26 de enero con la intervención del profesor Cabrera Perera. El trabajo que nos dictó en su momento, Telde y su entorno en la Literatura, es una muy interesante revisión de las referencias histórico-literarias sobre nuestro lugar desde Abreu Galindo o Torriani hasta la reciente obra biográfica de El Corredera escrita por Gustavo Socorro. A partir de unos amplios y elocuentes pasajes de indudable valor testimonial, el profesor Cabrera Perera logra concluir su exposición resaltando, más si cabe, la tesis que sostiene: que Telde siempre estuvo presente en los escritores del momento por ser desde sus comienzos «uno de los lugares más interesantes de las famosas Islas de Canaria». Viana, Lope de Vega y, sobre todo, Julio Verne, por citar algunos, forman parte de la lista de autores que, de un modo más o menos explícito, acudieron a las peculiaridades geográficas y sociales de Telde, entre otras, para vertebrar no pocas piezas textuales. Pero no queda aquí la cuestión. Una tierra para la literatura es una tierra de poetas. Así las cosas, el profesor Cabrera Perera también hace hincapié en la fecunda tradición literaria que posee nuestra ciudad y que, en última instancia, personaliza en figuras de indudable reconocimiento como Montiano Placeres, Fernando González o Saulo Torón, el más grande de los poetas de Telde, a juicio del conferenciante.

El 2 de marzo, el profesor Rodríguez Pérez tomó la palabra para analizar la contribución de nuestra literatura local a las letras regionales con las que, en buena lógica, mantiene una relación de dependencia. En este punto, como ya entonces destacamos, conviene resaltar los logros de Telde y su aporte poético a la Literatura de Canarias cuando consigue establecer la entidad de una escritura que tiende hacia lo universal desde los parámetros localistas que una tradición, más o menos rigurosa, le ha asignado.

Este segundo trabajo que nos ocupa asume el cometido de plantear la muy necesaria tarea de calibrar con exhaustividad el material crítico que poseemos sobre la vida y obra de escritores como Julián y Saulo Torón, Montiano Placeres, Fernando González, Luis Báez o Patricio Pérez Moreno, entre otros. Estamos, pues, con la iniciativa de Letras a Telde, ante un primer paso para este propósito, un inmejorable preliminar que demanda la secuencia de otros capítulos en los que se llegará a cuestionar, no tenemos la menor duda de ello, muchos escritos científicos anteriores carentes de las mínimas precisiones exigibles con las que dotar de dignidad y rigor a nuestro objeto de estudio.

De la visión general de la que participan los dos primeros trabajos expuestos pasamos a la parcialidad de las Dos claves en la poesía de Fernando González que ocuparon al profesor Martín Rodríguez en su exposición del 18 de abril. En este artículo, el conferenciante apuntó a dos de los muchos aspectos que hemos de tener en cuenta a la hora de elaborar una poética del vate grancanario: por un lado, las distintas referencias mitológicas que aparecen en la obra del teldense y, por el otro, las alusiones encubiertas a pasajes bíblicos que subyacen en sus poemarios. Y como nexo común a toda su producción literaria, la presencia de Dios, que será, en última instancia, la que, a modo de trama, engarce toda la urdimbre de sus inquietudes retóricas, ya sea desde la humildad más sentida («Me creí grande, Dios mío…», etc.), ya desde la irreverencia más increpadora («[…] Dios fue su yugo. / […] “¿A esto llamas, Señor, el Paraíso?” […]»).

El estudio del profesor Martín Rodríguez es fundamental para entender a Fernando González en su vertiente más humanista, la que se deriva de su inclusión en los dos motivos literarios ya expuestos. El cantor de la melancolía, el dolor, el sufrimiento, el desengaño…, el gran machadiano, como nos recuerda nuestro conferenciante, es, también, en su deambular poético, el poeta que atesora múltiples entornos culturales sobre los que volcar su lirismo. Su lado humanista, pues, fluctúa entre la intensidad de los versos en los que queda explícito el mito («En la transmutación del maestro») y el estilismo de aquellos otros que, envueltos en el aura mágica que caracteriza las referencias míticas grecorromanas y cristianas, aparecen ante nosotros con la única vestimenta que poseen, el símbolo, la mención implícita («Abandonado del amor»).

Con la cuarta conferencia se cambió la perspectiva de nuestras incursiones teldenses y pasamos del escritor oriundo y la producción realizada en los límites del seis veces centenario lugar a las pautas que determinan el sitio como motivo creativo. Así surgió Telde como espacio novelesco: Apuntes sobre la configuración del espacio narrativo en ‘Las espiritistas de Telde’ de Luis León Barreto, de Francisco Quevedo García, que nos ocupó el pasado 18 de mayo. La obra y su mayor estudioso se han fundido en esta entrega de Letras a Telde para testimoniar el esfuerzo de un escritor como Luis León que, con su particular sensibilidad, ha sabido extraer de una referencia aditicia, al menos a priori, como puede ser la ubicación en Telde de su trama narrativa, una suerte de matices fundamentales para el desarrollo de su célebre Las espiritistas de Telde (1981). Un caso como el de los Van der Walle pudo suceder en cualquier lugar del mundo; pero el asunto concreto, único, el infausto acontecimiento de la citada familia, sólo fue posible que se diera en Telde, y no en cualquier Telde, no, sino en uno muy determinado: el de los años que antecedieron a la Guerra Civil española.

Se podrá constatar en la lectura de esta conferencia la importancia del paisaje en la gestación de los acontecimientos narrados, ya que si Telde no hubiese sido como era y, entre otras circunstancias, adoleciese de ese marcado parecido con Jerusalén, Jacinto Van der Walle —al margen de males congénitos— no tendría contexto alguno en el que asentar y desarrollar sus desvaríos proféticos ni su hermana Francisca, por extensión, acabaría reclamando la muerte de Ariadna para que el alma de éste pudiese subir a la derecha del Padre.

Telde es el origen de una dinastía que inicia un judío holandés, Pieter Van der Walle, en el siglo XVI, quien, huido de la justicia por haber sustraído fondos municipales que custodiaba, logra embarcarse de polizón rumbo a Sevilla y de aquí, casado con María Vargas (o Josefina Aurelia), llega hasta las islas del sur, o sea, Canarias, donde, con cédula de honorabilidad y cristiandad vieja compradas a golpe de doblones, consigue asentarse e iniciar su estirpe. Nuestra ciudad, pues, no es más que el Edén de este holandés que, en un afán por no perder su identidad y, consecuentemente, a sí mismo, retoma un apellido que escondió en los lugares donde ya estaba condenado a ser nadie: Vanderst, en L’Ecluse (Zeebrugge, Gante u Ostende) y Vandale, en Sevilla. Siglos más tarde, las páginas doradas que comenzase a escribir Pedro Vandale al frente de La Vega tendrían un amargo colofón en el crimen sobre Ariadna Van der Walle. Como si de un ente superior se tratase, Telde ha sido testigo y, a su manera, ha coadyuvado a que la gloria pecuniaria que los ingenios de azúcar concedían a la próspera hacienda del holandés se convirtiese, con el tiempo, en la extirpación traumática de un clan que no desapareció por mor de los distintos acontecimientos históricos que habría de sobrevenir a España en las décadas posteriores, ni por el cruce con otras familias que trajese consigo la paulatina pérdida del apellido, sino por la trabazón del fanatismo con la ignorancia que, en un ambiente tan mágico, mítico y legendario como el de nuestras islas y, sobre todo, el de nuestra tierra, terminó por desembocar de forma irremediable en la tragedia que ocupa las páginas de Las espiritistas de Telde.

Durante el mes de junio, aunque no estaba inicialmente previsto, el ciclo tuvo la fortuna de contar con la profesora Jiménez Betancor, quien nos ofreció su particular visión de Fernando González a través de los dos términos más importantes que quiso resaltar en su disertación del día 13: «Humanidad» y «Poesía».

Tras los meses de julio y agosto, inhábiles desde el punto de vista de la administración cultural, retomamos el ciclo el 28 de septiembre con La presencia de la poesía de Domingo Rivero en la ‘Escuela Lírica de Telde’ del profesor Padorno Navarro. Su magisterio se nos antojaba imprescindible en nuestra iniciativa pues aúna en su persona no solo el valor de ser uno de los mayores especialistas en Literatura canaria, como lo avalan sus no escasas publicaciones en la materia y sus ocupaciones docentes e investigadoras en la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, sino que, además, estamos ante uno de los autores más consagrados del archipiélago y de ese cupo selecto que cabría reconocer bajo la denominación de poetas del Atlántico, con América y Europa como ámbitos de difusión de una lírica, la suya, que la historiografía literaria de nuestra tierra ha ubicado en los límites de una generación y de una antología pionera, la de Poesía Canaria Última de 1966. Su condición, pues, de juez y parte lo convirtieron en un invitado idóneo para que mirase, a través de su prisma de múltiples perspectivas, a los escritores teldenses y, más en concreto, al grupo que formaba lo que se ha venido a denominar con los tiempos «Escuela Lírica de Telde».

El propósito que persigue nuestro conferenciante/articulista con este trabajo no es otro que tratar de justificar, de manera más o menos explícita, la existencia de una escuela lírica que funda su razón de ser en motivos poéticos y no tanto en otros de raigambre meramente circunstanciales: escritores nacidos en un mismo lugar, con pocos años de diferencia, asiduos participantes en veladas literarias celebradas en su localidad… Hacía falta encontrar estos nexos estéticos para testimoniar la existencia de un grupo de poetas que manejan para sus composiciones referentes y motivos comunes (por ejemplo: afición a escritores como Domingo Rivero); y que sea esta inclinación la que mueva a creadores (pienso en Saulo Torón o Fernando González) a tomar como eje de algunas de sus piezas temas de índole metafísica. He aquí donde únicamente entendemos que debe verse la homogeneidad, la unidad lírica de la «Escuela»; por encima, repetimos, de otras consideraciones, a los poetas y sus poéticas cabe juzgarles desde el reflejo de sus obras y no a partir de los perímetros de su existencia.

La penúltima conferencia del ciclo, la del profesor Natera Mayor, impartida el 23 de octubre, vino precedida en sus preliminares de una afirmación que entonces sosteníamos y que ahora no dejamos de mantener: que cuanto se diga, se opine o se defienda en torno a cualquier texto de índole creativa siempre vendrá marcado por una estela de relatividad, de inopinada incertidumbre, que sólo podrá ser resuelta con la declaración fiel y testimonial de quien los creó. Por eso mismo, conscientes de que atrás han quedado insignes poetas a los que ya no podremos preguntar directamente por su poética, sino que habremos de deducirla a través de sus composiciones —con el señalado riesgo de afirmar la certeza de aquello que no deja de ser meras conjeturas—, nos pareció oportuno ofrecer una nueva perspectiva en un foro como el que nos convocaba: pedimos a un poeta de Telde, aunque no fuese teldense, que navegase por los mares de sus versos para que nos diese el mapa cartográfico de sus sensibilidades líricas y pesares retóricos. La voz del vate no tiene que alzarse sólo ante sus creaciones, sino incluso frente a sus recreaciones; de ahí la importancia de que su poética, como si fuese la Carta magna de sus pulsiones de literariedad, quede registrada como estadio preliminar de toda cuestión inherente a su artística vertiente demiúrgica.

Se nos han ido muchos poetas buenos, muy buenos, a los que ya no podremos pedirles una visión personal de su faceta creativa como la que subyace en las páginas de La singularidad de la palabra poética desde una experiencia particular que el profesor Natera Mayor nos brinda en el tomo que nos convoca. Impidamos por todos los medios, ahora que podemos con algunos escritores, que esto vuelva a suceder y exijámosles, en el sentido más afectuoso de la expresión, que nos regalen el pasaporte hacia las respuestas más íntimas e intensas que se pueden obtener frente a la obra literaria. Los caminos de la creación son tan inextricables como las mal llamadas viñas del Señor y es menester del crítico no sólo su análisis y sus propuestas, derivadas de éste, para responder a los pesares de los lectores ante su evidente incomodidad por no saber la ruta hacia las indicadas respuestas, sino incluso el exigir al creador que se justifique, que muestre las razones y los motivos de uno de los más hermosos delitos que, a nuestro juicio, se puede uno imaginar: conmover el estado anímico y la sensibilidad de un individuo cualquiera a través de la inocencia de unos trazos tipográficos escritos con imperdurable intención. En este sentido, la labor del crítico es la de hacerle ver al autor, con las armas de sus recreaciones, los estragos líricos que ha causado y el deber que tiene de subsanar los ánimos descompuestos de quienes han marcado sus composiciones, con letras indelebles, en algún recóndito lugar de su entendimiento, para recrearse con ellas en la solaz disposición del lirismo en el que todos los humanos solemos encontrarnos, en mayor o menor medida, con menor o mayor frecuencia.

Llegados a este punto, nos parece oportuna la inclusión en esta introducción de una de las mejores propuestas que jamás se ha podido elevar para el conocimiento y difusión de nuestros escritores locales y que, de forma espontánea, en un pequeño intercambio de ideas y propósitos, nos dejó caer Padorno Navarro al rato de haber concluido su conferencia: la creación de una Biblioteca de Autores Teldenses. Con esta sugerencia —nuestro interlocutor no tenía por qué saberlo—, el profesor reactualizaba en cierta medida una iniciativa que habíamos estado apuntando en distintos frentes y que, de una manera más o menos implícita, fue el motivo fundamental del ciclo de conferencias que nos ha reunido. Ésta, en sus líneas más básicas, pretendía el análisis riguroso de la producción literaria de nuestra ciudad, con la inclusión en el estudio de autores y obras olvidados y/o desconocidos; y el desmonte, con las lógicas precauciones, de esa curiosa consideración generalizada que existe acerca de la circunscripción de nuestras letras a la mal estudiada y, creemos, peor denominada Escuela Lírica de Telde.

Si la literatura de Telde no puede salir de los límites que determinan los seis o siete poetas de siempre, los de la referida Escuela, y de estos solo la tercera parte son de verdadero renombre, convendría concluir que aquí no ha habido una tradición poética realmente digna de mención; y que hemos tenidos a los dos o tres grandes de turno, como corresponde a toda ciudad centenaria y populosa, del mismo modo que también contamos en nuestra historia con dos o tres músicos relevantes, dos o tres pintores destacados, etc. En una Biblioteca de Autores Teldenses, como la que nos dejó caer el profesor Padorno Navarro, convendría dar cuenta de las escrituras vigentes, las de muchos que componen y que arrastran una trayectoria poética que conviene no dejar escapar. Pienso ahora en un Luis Natera Mayor o un Sergio Domínguez Jaén, por citar a poetas consagrados; en prosa, Octavio Santana… o Ros Mari Baena,[1] todo un portento literario que no deberíamos perder de vista. Y eso por no hacer mención a un período más o menos intermedio entre estos y la Escuela, que estaría compuesto por autores como Federico Carbajo Trujillo,; José Quintana,; José Otero Ruiz, María de los Dolores Quintana Rodríguez, que firma con el seudónimo de «Madoki»; o lo que pudo ser un testimonio de indudables inquietudes poéticas: Suplemento, la sección literaria de la revista Telde, publicada entre 1956 y 1957 por el Colegio Labor de nuestro municipio, un medio nacido al amparo de Ventura Doreste y gracias a la iniciativa de algunos profesores del referido centro, como Juan Millares Carlo o Alfonso Armas Ayala.[2] Tampoco deberíamos prescindir de lo que cabría enunciar como «estado previo a la Escuela Lírica», que, según la Biobibliografía de escritores canarios (siglos XVI, XVII y XVII) de Agustín Millares Carlo y Manuel Hernández Suárez, quedaría compuesto por autores poco conocidos o ignorados de nuestras letras locales: Juan de Jaraquemada, Domingo Pérez Macías, Lucas Ramírez y Rodríguez, José de la Rocha Alfaro, Agustín Romero de la Coba, los hermanos Martínez de Escobar y tantos cuyos testimonios literarios piden una oportunidad para que alguien los escrute y les dé el valor que realmente se merecen.

Si pedimos en su momento a Luis Natera que nos hablase de su poética es, además de por las razones ya esgrimidas, porque estamos convencidos de que lo que ha de ser la Biblioteca de Autores Teldenses necesita nutrirse del aporte de poetas como él. Natera, en el fondo, es una prueba más, junto a otras de igual valía, de que la literatura española hecha en Telde, por teldenses o con nuestra ciudad como motivo no se puede ni se debe circunscribir a los escritores de siempre, sino que ha de expandir sus miras en otros realizadores de contrastada calidad que sólo requieren del necesario espacio temporal para que sus producciones calen. Luis, por mor de esta experiencia que envolvemos bajo la denominación de Letras a Telde, se ha convertido así en el símbolo de una nueva e imprescindible proyección hacia los estudios literarios en nuestra ciudad y los resultados, como se verifican en su artículo, no pueden dejar de ser esperanzadores.

El último trabajo se expuso el 29 de noviembre. Se trata de una propuesta muy concreta que sabíamos de antemano que la profesora Mateo del Pino no iba a rechazar, a pesar de que la tarea que debía realizar no era nada sencilla. En las páginas de su A través del espejo. La crónica literaria en Hilda Zudán se percibe el inmenso esfuerzo que ha supuesto el trazo de un recorrido existencial y poético para esta prácticamente desconocida escritora que nuestra conferenciante articula en el análisis de su obra en prosa, fundamentalmente el texto que constituyó su Memoria de Licenciatura, que la teldense presentó en Madrid en 1926, y las crónicas literarias publicadas en El Defensor de Canarias entre 1921 y 1923. Es necesario resaltar esta seria y elaborada incursión en los señalados artículos de esta autora porque, como afirma la profesora Mateo del Pino, a través de ellas «podemos conocer al particular y específico sujeto literario que ha producido los textos», que los dota de dimensión estética y que cumplen con la función de interiorizar o literaturizar, como nos afirma, la realidad, ya que aprovecha a «interrogar a lo inmediato, preguntarse a sí misma y hurgar en su conciencia».

Con este artículo de la profesora Mateo del Pino ponemos punto y final, esperemos que momentáneo, a un ciclo que ha colmado gran parte de nuestras expectativas. Asumo que la enorme montaña de buenos y posiblemente utópicos propósitos no se ha logrado, pero sí se ha conseguido, al menos, lo fundamental, lo que habíamos fijado como objetivo. Sin duda alguna, el apoyo firme de la concejala-delegada de Educación y Cultura del M. I. Ayuntamiento de Telde, Gregoria González Valerón, y del jefe de negociado, Luis López Sosa,[3] cuya tarea al frente de lo que tenía que ver con la gestión económica y logística del evento merece ser convenientemente destacada han permitido el éxito del proyecto cultural. Por todo, a los dos, muchísimas gracias; y muchísimas gracias, también, al esfuerzo y dedicación de nuestros conferenciantes y al estímulo constante que siempre ha recibido Letras a Telde, 1351-2001 por parte de sus destinatarios, ese público fiel que con su presencia e intervenciones ha contribuido a generar un foro literario en el que se ha testimoniado, al margen de sus opiniones e inquietudes, la necesidad de que esta iniciativa académica que nos ha ocupado durante el año al que le restan días para diluirse se retome y con ello volvamos al noble ejercicio de precisar, ampliar, difundir y homenajear a nuestras letras teldenses.


[1]. En 2011, edité y prologué, para Beginbook Ediciones, su poemario En tus manos encomiendo mi alma. En mi exposición inicial, apunté cómo las circunstancias me situaron en el camino de una excelente poetisa.

[2]. Vid. Primer ensayo para un Diccionario de la Literatura en Canarias de Jorge Rodríguez Padrón, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1992.

[3]. Con quien volveré a encontrarme en 2018 para embarcarnos en una enorme iniciativa editorial: sacar adelante los siete tomos de su Toponimias y antroponimias de Telde que le edité para Beginbook Ediciones entre el referido año y 2021.