Mararía

mararia

   Isidro era el más celoso. Se hizo matón por culpa de María. Nos tenía atemorizados a todos. Él era fuerte, el más fuerte y la vigilaba día y noche, y nos vigilaba. Pero ella no hacía caso de ninguno del pueblo. Un día llegó un árabe a Femés; uno de esos hombres que andan por las islas, de aquí para allá, por pueblos y aldeas, con una maleta al hombro llena de cosas para vender. Era un mozo débil de cuerpo, con rostro de señorito, con un diente de oro. Estuvo en casa de María y ella le compró algunas baratijas y hablaron demasiado. Volvió a los pocos días y luego otra vez y otra. Logró enamorarla con suerte de forastero, con sus artes de charlatán. La tía de María, aquella vieja que no la dejaba ni a sol ni a sombra, se encargó de pregonarlo entre las comadres del pueblo: «Se me va a casar la sobrina», decía, «con un hombre rico, con el árabe». «Se la va a llevar a Las Palmas de Gran Canaria, a vivir como debe». A mí me dio una rabia tremenda todo aquello, y a Isidro y a Alfonso, y a todos los hombres de Femés. ¡La perra! Nos enteramos que estaba encinta, de tres meses.

   Llegó el día de la boda. Al pasar por la casa de María, los chicos se apartaron de la puerta creyendo que íbamos a pasar, pero nosotros nos quedamos algo retirados, siempre cantando y pidiendo a gritos que se dejara ver la novia. La única que se asomó fue la vieja, la tía de María, que al vernos de belingo achicó los ojos con rabia y nos mandó que siguiéramos camino y nos llamó cachos de cabrones. Proseguimos lo nuestro, que era salir del pueblo para hacerle un buen recibimiento al árabe. Cerca de la palmera que hay en el camino nos topamos con el hombre. «El morito», como lo llamaban, venía solo y a patitas desde la carretera principal. Parecía un niño de tan afeitado que traía el rostro y con aquel bigotito tan fino sobre el labio. Se llegó hasta nosotros con una sonrisa, como si se alegrara de vernos. Pero yo le noté el miedo porque hacia mucho esfuerzo en el respirar y aparentar que estaba tranquilo. De repente Justo, el tocador, lanzó un tremendo berrido:

   —¡A mí éste no me quita la María!

   Y alzando la guitarra con las dos manos le dio tan fuerte leñazo en la cabeza que el árabe no pudo decir ni pío. Aquello fue la señal y todos a una nos lanzamos sobre el hombre y nos despachamos a gusto. Marcial lanzaba gritos de contento y siempre que el morito quedaba boca abajo le daba tremendas patadas en el culo. A Justo le dio por tomar una piedra del tamaño de un puño y con ella darle golpes en la cabeza. No pudo decir ni pío. Cuando nos cansamos de pegar, Sebastián se agachó y le levantó la cabeza al moro y le miró a los ojos y dijo:

   —Este hombre está muerto.

RAFAEL AROZARENA, de Mararía (adaptación).

¿Por qué murió el árabe?

 

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