La receptividad

No basta con la salida de sí para que el diálogo tenga lugar. Se requiere, junto a tal movimiento, otra operación tan fundamental como aquella: la receptividad. La receptividad es la condición indispensable para el diálogo. Es la disposición a auscultar el pensamiento ajeno, a hospedar la palabra del otro, pero también su gesto y todo lo que expresa a través de lo no verbal. La receptividad es el a priori del diálogo, el único modo de poder acercarse a la postura ajena. La atenta escucha de la palabra del otro incomoda, inquieta, casi diría que violenta las propias estructuras mentales y credenciales, porque pone en crisis lo que uno piensa y cree.

La práctica del silencio es fundamental para desarrollar una atenta receptividad. El silencio es un poderoso juego de lenguaje que tiene un papel decisivo en el acto de la comunicación, no solo porque predispone a la escucha, a la acogida de su salida de sí, sino porque el mismo silencio es un modo de dar a entender lo que uno cree. Sin silencio interior, no puede existir una atenta receptividad.

Practicar el silencio activo es un modo de desasirse de lo propio, de esa nube de pensamientos, de emociones y de creencias que nos acompaña permanentemente, para dejar espacio al otro, para que vierta su mundo dentro de nuestro propio mundo. Es darle la posibilidad de que nos altere. El silencio es el clima idóneo para transitar de lo accidental a lo esencial, de lo superficial a lo profundo, de la anécdota a la categoría. Quizás por ello es una experiencia tan sumamente temida en la sociedad presente.

Uno está naturalmente dispuesto a acoger lo que es connatural a él, lo que le resulta armónico con su modo de sentir y de pensar; sin embargo, le resulta inquietante hospedar una palabra incómoda en su interioridad y tener que vérselas con ella, en un acto de digestión emocional e intelectual. La disposición a participar de esta incomodidad, a vivir esta inquietud, es el requisito básico para establecer realmente el diálogo entre creyentes y no creyentes. La inquietud no está reñida con la amabilidad y la cortesía, menos aún con la buena educación, pero alude a una predisposición difícil.

No todos los seres humanos poseen el mismo nivel de receptividad, la misma capacidad de escucha y de hospitalidad, especialmente en lo que respecta a las cuestiones del espíritu.

Existen dos grandes obstáculos a la receptividad: la dispersión, por un lado, y la saturación, por otro. En el primer caso, la mente está inquieta y no se detiene en ningún objeto. En el segundo, está tan colapsada que solo puede vaciar lo recibido.

Escribe el papa Francisco: «Después, el escuchar al otro, la capacidad de escuchar, no discutir enseguida, preguntar, y eso es el diálogo, y el diálogo es un puente. El diálogo es un puente. No tenerle miedo al diálogo, no se trata del San Lorenzo-Lanús, que se juega hoy, a ver quién gana. Se trata de juntamente ir poniendo las propuestas para avanzar juntos. En el diálogo, todos ganan, nadie pierde. En la discusión, hay uno que gana y otro que pierde, o pierden los dos. El diálogo es mansedumbre, es capacidad de escucha, es ponerse en el lugar del otro, es tender puentes» (1).

(1) Palabras del Santo Padre Francisco a los participantes en el Congreso Mundial de la Fundación Scholas Ocurrentes. Aula del Sínodo, domingo 29 de mayo de 2016.

FRANCESC TORRALBA

El más inquietante de los huéspedes

La tentación de huir, de escapar, de marchar lo más lejos posible, hasta los confines de la tierra, siempre está presente en la vida humana, especialmente cuando pierde muchas batallas, se encuentra en un callejón sin salida y se da cuenta de que envejece y el tiempo pasa en balde.

El más inquietante de todos los huéspedes, el nihilismo, como decía Fiedrich Nietzsche, altera profundamente el pensar y el sentir.

El nihilismo es una enfermedad del alma, en palabras de Soren Kierkegaard, quizás la peor que pueda sufrir un ser humano. Uno puede experimentar tristeza, pena, nostalgia, incluso resentimiento, ira u odio, pero cuando es invadido por el nihilismo, se convierte en la presa del peor depredador.

Cuanto menos, en la ira, en el odio o en el resentimiento hay pasión, anhelo, deseo, aunque solo sea de ajustar las cuentas en el futuro, de causar mal a alguien, pero cuando el nihilismo hiela todas las cavidades del alma, la pasión desaparece, el anhelo de vivir se esfuma, la voluntad de vivir, ese motor que está presente en toda forma de vida, desde el insecto hasta el ser humano, se seca de raíz.

Si es verdad que el filósofo, como decía Platón, es el médico del alma, debe poder hallar algún remedio, alguna fórmula magistral para sanar el alma y librarla de este mal.

El nihilismo está ahí, laminando vidas de miles de personas anónimas que se apean de vivir, que se arrastran por ahí, sin ánimo, esperando que algún bufón les alegre el día y la noche. Mientras tanto, la filosofía académica es incapaz de ofrecer respuestas, encerrada en su diminuto búnker, amurallada detrás de una jerga ininteligible para el vulgo, juega con las palabras y las categorías, pero ha dejado de ser bálsamo para el alma. Parece, en definitiva, ajena al drama de miles de personas que son presa del nihilismo.

La palabra se infravalora y se suple su ausencia con el fármaco. Vivimos en la era de la farmacocracia, de tal modo que el comprimido se ha convertido, prácticamente, en una ponzoña mágica, en un talismán. En él se depositan todas las esperanzas, todos los anhelos. Contra esta tendencia, tan común, algunos reivindican consumir más Platón y olvidarse del Prozac, pero todo es en vano, pues la gran mayoría social solo reconoce en la química las posibilidades de salvación.

Dice el olvidado filósofo francés Maurice Blondel, en su obra culminante, La acción, que la pregunta filosófica por definición, esa que justifica este saber tan minoritario y extraño, es si la vida tiene o no tiene un sentido. Pues bien, si esta es la cuestión de la filosofía, si el filósofo es capaz de responder a tal pregunta, puede ofrecer un bálsamo a quien ha sido presa del nihilismo, a quien ha sucumbido a la tentación de la nada.

La fe cristiana es un proyecto de sentido en el mundo, una llamada interior que se traduce en un obrar, en una vida exterior. Si es verdad que el nihilismo está subyacente a nuestra cultura, que persiste en ella de un modo invisible, se impone la tarea de presentar un relato significativo de la fe, un horizonte legítimo por el que luchar, un proyecto vital que pueda suscitar entusiasmo y novedad, anhelo de vivir con profundidad. La elección decisiva consiste en discernir entre la nada y el Tú infinito.

FRANCESC TORRALBA ROSELLÓ. FILÓSOFO

Creyentes y no creyentes

El diálogo entre creyentes y no creyentes tiene que ser sincero, abierto, respetuoso, sin pretensiones de superioridad por ninguna de las dos partes. La posición agnóstica de algunos filósofos y científicos merece todo respeto por parte del creyente, así como también la posición del creyente merece todo respeto por parte del no creyente.

Hay muchos lugares de encuentro, muchos campos de intersección, compartimos deseos esenciales. Anhelamos un mundo en paz, una sociedad justa, un desarrollo sostenible, una extensión de los derechos para todos, una relación armónica con la tierra, la desaparición de las guerras, los genocidios, las crueldades y cualquier forma de violencia.

Debemos identificar y examinar los prejuicios y malentendidos de cada una de las partes; reconocer profundamente los errores cometidos y avanzar en la búsqueda fundamentada de consensos. Es un malentendido afirmar, como hace Richard Dawkins, que, para los creyentes, «cuanto más desafíen las creencias a las evidencias, más virtuosos serán» o la correspondiente, por parte de los creyentes: «Creer es hacer un sacrificio del entendimiento».

La fe no es un sacrificio del entendimiento, ni una concesión a la irracionalidad, a lo absurdo o a la contradicción. La fe trasciende a la razón, pero las verdades de la fe no niegan ni contradicen las verdades a las que se accede por vía racional.

Para que el diálogo sea fluido, debemos distinguir, por una parte, los hechos de la experiencia y, por otra, la interpretación que se hace de estos hechos. La fe no debe temer las resultados de la ciencia. Se afirma en el Concilio Vaticano II que la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios.

Sin embargo, la ciencia no es suficiente para responder a todas las preguntas importantes. El sentido de la vida humana, la realidad de Dios, la posibilidad de una vida después de la muerte y muchos otros interrogantes espirituales caen fuera del alcance del método científico. Por ello, la ciencia no es el único camino de conocimiento. La visión espiritual del mundo ofrece otro camino para encontrar la verdad.

La hipótesis de Dios no es un asunto científico, no es un tema que la ciencia pueda resolver con sus propios métodos. Y ello no por causa de la superioridad de la religión o de la teología, sino en virtud de la propia naturaleza de Dios y de los límites inherentes al método científico. La ciencia, para decirlo al modo de Ludwig Wittgenstein, intenta explicar el mundo de los hechos, lo que sucede en el mundo natural, pero no puede tomar postura cuando determina si el único mundo que existe es el mundo de los hechos.

Escribe Adolf von Harnack en La esencia del cristianismo que la ciencia pura es algo maravilloso, pero, en las cuestiones sobre el fin y el para qué, no puede dar ninguna respuesta, tanto hoy como hace dos o tres mil años. Sí que nos enseña sobre los hechos, nos descubre las contradicciones y coordina los fenómenos y rectifica los errores de nuestros sentidos y de nuestras representaciones, pero sobre dónde y cómo empieza la curva del mundo y la curva de nuestra propia existencia y hacia dónde lleva esta curva, la ciencia no nos enseña nada.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

Trascender la trivialidad

La crisis que padecemos no es solo de carácter sanitario, económico y social. Es una crisis global, una transformación que afecta a todos los ámbitos de la vida: la esfera social, política, educativa, sanitaria, el Estado de Bienestar, las comunicaciones, el sistema de valores…

Todo cruje. No sirve mirar hacia otro lado. Se podía hacer hace unos años. Ahora no. La crisis es sonora y afecta a todo tipo de colectivos. Asistimos al final de un modelo, de un tipo de vida, de una forma social y económica.

La crisis afecta la vida mental y emocional de los ciudadanos, la calidad de sus vínculos y relaciones, también su sistema de creencias, de valores e ideales. El efecto que tiene es de carácter global, a pesar de que solamente nos percatamos de sus efectos en el ámbito de lo tangible, de lo visible, de lo que se puede cuantificar.

La multiplicación de noticias negativas colapsa al ciudadano de a pie. El estómago ya no da más de sí. Se dilata, desintegra lo recibido, pero el chorro de desgracias y de calamidades fluye con tal celeridad, que se colapsa y se corta la digestión.

La crisis que padecemos es global y estructural. Es vano esperar una solución trivial a la misma. Trivial viene del latín tri-via (cruce de tres caminos) y suele denotar tópico, vulgar, mediocre e insignificante. Podríamos definir trivial como la postura que se interesa solo por la superficie de las cosas, no por sus causas ni interioridades; la postura que no distingue lo esencial de lo accidental. La trivialidad, como recuerda Erich Fromm, deriva del vacío, de la indiferencia y la rutina o de cualquier cosa que no esté relacionada con la misión esencial del ser humano en este mundo: nacer plenamente.

En los últimos años, se ha hablado y escrito abundantemente sobre la indignación. La indignación no es un acto libre, ni el fruto de una decisión de la voluntad. Es una emoción tóxica, un sentimiento hostil que se aprisiona del alma del ciudadano independientemente de su voluntad. Uno no decide indignarse. Simplemente, se indigna, siente que no ha sido tratado con dignidad, que ha sido manejado como un objeto, como una cosa, como una operación mercantil, y se indigna.

Otros ciudadanos han optado por encerrarse dentro de una cápsula insonora y vivir ajenos a lo que ocurre en el ancho mundo, ignorando el destino de vecinos y conciudadanos, cultivando el propio jardín, como sugiere Voltaire, blindándose dentro de una pequeña burbuja, aparentemente ajena al fluir de los días y las tragedias.

Es falsa esta salida. Las burbujas son frágiles y efímeras. Vivimos interconectados. Somos interdependientes. Lo que ocurre a los otros no es ajeno a nuestras vidas. Aunque uno se esfuerce por preservar el microclima dentro de su burbuja, esta no es ajena a la presión exterior, ni a las partículas tóxicas que fluyen en la atmósfera social.

La vida emocional no es ajena a la crisis global que estamos padeciendo. Las vivencias que vivimos en el adentro tienen una inmediata correlación con lo que ocurre en el afuera. Somos seres permeables, en permanente comunicación con lo que acontece más allá de los límites de nuestra piel.

No podemos ser indiferentes a la crisis de sentido que ha activado la crisis. No puede sernos ajeno el sufrimiento del otro. En ello nos jugamos la humanidad, nuestra condición de seres humanos. Si un ciudadano tira la toalla, porque cree que no hay nada que hacer, no solo ha fracasado él; hemos fracasado todos.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

Miedo líquido y COVID-19

Durante la pandemia, el miedo se ha colado, sin pedir permiso, en nuestras vidas y en nuestras conciencias.

Esta pasión se percibe, con particular vehemencia, cuando uno toma conciencia de su vulnerabilidad, de su exposición al mal, a la enfermedad y a la muerte. Para tener miedo hay que tener conciencia, pues esta actúa como salvaguarda de la integridad física y moral. La inconsciencia, en cambio, nos conduce a la exposición y, finalmente, a la desintegración.

Toda crisis activa un haz de miedos que se multiplican y se recrean por el espacio. Lo constatamos diariamente en casa y fuera de ella. Miedo a ser contagiado, miedo a enfermar, miedo a no tener respirador, miedo al aislamiento, miedo a la muerte. Miedo por los seres queridos, miedo por nuestros ancianos, miedo a contagiar a los demás, a los niños, a los más frágiles de la comunidad. Miedo, también, en los supermecados, en los vehículos públicos, en las colas callejeras, en los aeropuertos y en las fronteras. El miedo se huele en cada esquina.

Existe una íntima correlación entre miedo y vulnerabilidad. Precisamente porque hemos experimentado, universalmente, nuestra idéntica vulnerabilidad, el miedo se ha hecho omnipresente. La pandemia no solo se ha extendido por los países en vías de desarrollo, sino por los estados más ricos y poderosos económica y militarmente del mundo. Nadie se ha escapado de ella, aunque las consecuencias de la tormenta planetaria han sido muy distintas en un lugar y en otro en virtud de muchas variables, pero, particularmente, de la fortaleza de sus Estados del bienestar y del liderazgo de sus gobernantes.

Es imprescindible tomar nota de esta lección para futuras pandemias y crisis globales climáticas que, con mucha probabilidad, tendrán lugar en las próximas décadas. Solo los países que hayan apostado decididamente por un servicio público de salud y por unos servicios sociales universales, asumiendo el coste que ello significa y las renuncias al bienestar y confort individual que esto conlleva, podrán enfrentarse, con ciertas garantías, a futuras catástrofes. Cuando estas extructuras públicas de tipo social no existan, se producirá una escalada de darwinismo económico. Los que tengan más poder adquisitivo, podrán resistir y se salvarán, mientras que el resto, perecerá.

El miedo se ha licuado. Hay que rendir un tributo póstumo a la metáfora de Zygmunt Bauman (1925-2017), porque dio en el clavo. Como un líquido, fluye por doquier, irriga todas las tierras y circula por todas las esferas sociales y por todos los canales de comunicación digital. Existe el peligro real de sucumbir a los que Peter Sloterdijk denomina histeria colectiva, lo cual solo puede tener consecuencias catastróficas.

Nadie escapa al miedo, porque nadie es inmune al sufrimiento, al dolor y a la muerte. Hemos visto caer un ejército de seres anónimos, de ciudadanos de a pie, pero también, a figuras del mundo político, económico y artístico, a famosos pudientes que no han podido vencer el virus.

Frente al miedo, el único fármaco posible se llama audacia, que no debe confundirse, jamás, con la temeridad. Ser audaz no es ser imprudente, no significa lanzarse a la piscina sin verificar si está llena o no. La audacia es compatible con la prudencia y la responsabilidad, pero da la fuerza espiritual para asumir los grandes desafíos sin amedrentarse.

FRANCESC TORRALBA