La receptividad

No basta con la salida de sí para que el diálogo tenga lugar. Se requiere, junto a tal movimiento, otra operación tan fundamental como aquella: la receptividad. La receptividad es la condición indispensable para el diálogo. Es la disposición a auscultar el pensamiento ajeno, a hospedar la palabra del otro, pero también su gesto y todo lo que expresa a través de lo no verbal. La receptividad es el a priori del diálogo, el único modo de poder acercarse a la postura ajena. La atenta escucha de la palabra del otro incomoda, inquieta, casi diría que violenta las propias estructuras mentales y credenciales, porque pone en crisis lo que uno piensa y cree.

La práctica del silencio es fundamental para desarrollar una atenta receptividad. El silencio es un poderoso juego de lenguaje que tiene un papel decisivo en el acto de la comunicación, no solo porque predispone a la escucha, a la acogida de su salida de sí, sino porque el mismo silencio es un modo de dar a entender lo que uno cree. Sin silencio interior, no puede existir una atenta receptividad.

Practicar el silencio activo es un modo de desasirse de lo propio, de esa nube de pensamientos, de emociones y de creencias que nos acompaña permanentemente, para dejar espacio al otro, para que vierta su mundo dentro de nuestro propio mundo. Es darle la posibilidad de que nos altere. El silencio es el clima idóneo para transitar de lo accidental a lo esencial, de lo superficial a lo profundo, de la anécdota a la categoría. Quizás por ello es una experiencia tan sumamente temida en la sociedad presente.

Uno está naturalmente dispuesto a acoger lo que es connatural a él, lo que le resulta armónico con su modo de sentir y de pensar; sin embargo, le resulta inquietante hospedar una palabra incómoda en su interioridad y tener que vérselas con ella, en un acto de digestión emocional e intelectual. La disposición a participar de esta incomodidad, a vivir esta inquietud, es el requisito básico para establecer realmente el diálogo entre creyentes y no creyentes. La inquietud no está reñida con la amabilidad y la cortesía, menos aún con la buena educación, pero alude a una predisposición difícil.

No todos los seres humanos poseen el mismo nivel de receptividad, la misma capacidad de escucha y de hospitalidad, especialmente en lo que respecta a las cuestiones del espíritu.

Existen dos grandes obstáculos a la receptividad: la dispersión, por un lado, y la saturación, por otro. En el primer caso, la mente está inquieta y no se detiene en ningún objeto. En el segundo, está tan colapsada que solo puede vaciar lo recibido.

Escribe el papa Francisco: «Después, el escuchar al otro, la capacidad de escuchar, no discutir enseguida, preguntar, y eso es el diálogo, y el diálogo es un puente. El diálogo es un puente. No tenerle miedo al diálogo, no se trata del San Lorenzo-Lanús, que se juega hoy, a ver quién gana. Se trata de juntamente ir poniendo las propuestas para avanzar juntos. En el diálogo, todos ganan, nadie pierde. En la discusión, hay uno que gana y otro que pierde, o pierden los dos. El diálogo es mansedumbre, es capacidad de escucha, es ponerse en el lugar del otro, es tender puentes» (1).

(1) Palabras del Santo Padre Francisco a los participantes en el Congreso Mundial de la Fundación Scholas Ocurrentes. Aula del Sínodo, domingo 29 de mayo de 2016.

FRANCESC TORRALBA

La banalización del amor

Uno de los textos donde se analiza, de un modo más sugerente, la banalización del amor que se produce en la sociedad gaseosa es, justamente, Amor líquido de Zygmunt Bauman. Pocas palabras sufren un proceso de degradación tan acelerado en la sociedad gaseosa como el término amor, especialmente en determinados productos audiovisuales.

Amar es sufrir por el otro, por su bien, por su pleno desarrollo, consiste en desear que la vida le vaya bien, pero en un contexto de incertidumbre y volatilidad como el que vivimos, no existe certidumbre alguna de que ello será así, con lo cual el sufrimiento está garantizado. Lo sabe especialmente una madre cuando da a luz.

El temor a sufrir se manifiesta en el temor a amar. El ciudadano de la sociedad gaseosa teme amar, pero también ser amado y las responsabilidades que ello acarrea. Prefiere preservar su yo desvinculado de los otros, protegido por un caparazón para no experimentar el sufrimiento de la ausencia del ser amado. Necesita, de vez en cuando, liberar sus angustias, gozar del encuentro agradable, del pequeño placer del día y de la noche, pero no está dispuesto a ir más allá.

El roce epidérmico, el contacto sin compromiso, el instante agradable son formas sucedáneas de amor que evitan el sufrimiento, pero, ¿se pueden denominar formas de amor en sentido estricto?

Basta contemplar la cultura de masas para percatarse de que el vocablo amor es una de las palabras que sufren una reducción más significativa de su rico contenido. Se reduce a puro sentimentalismo, a atracción pulsional o a reacción bioquímica. Desde la neurociencia, se explica con una larga secuencia de procesos fisiológicos que tienen su punto de partida en la sensibilidad y que producen una alteración de la vida neuronal y del ritmo cardíaco. El romanticismo se desvanece, como también se esfuma la idea de fidelidad y de donación gratuita, Son conceptos que está fuera de mercado, palabras prohibidas en la sociedad gaseosa.

El amor queda, así, reducido a un sentimiento volátil que muta y se transforma, que no puede, de ningún modo, vincularse a la voluntad ni a la inteligencia. Dado que es imposible anticipar lo que voy a sentir mañana, el próximo año o los próximos diez años, no puedo comprometerme indefinidamente con alguien, ni con ningún proyecto, porque el amor gaseoso es leve como el aire, depende del feeling. Es algo que se siente, que toca el corazón, pero que no puede convertirse en decisión libre y, menos aún, en proyecto vital.

En este contexto de banalización del amor, subsisten ciertos vínculos que, a pesar de la volatilización el mundo, permanecen como vestigios de un mundo sólido. El amor materno-filial, por ejemplo, es una expresión de ello. El mismo Zygmunt Bauman lo reconoce. Más allá de las excepciones, es un vínculo que supera las pruebas del tiempo, que se traduce en múltiples sacrificios y done, que trasciende la esfera de los sensitivo y de lo placentero y que persigue como último fin el bien integral del hijo.

Este tipo de amor se relaciona estrechamente con la categoría de la incondicionalidad. El hijo es amado por su madre sin condiciones, más allá de sus características físicas e intelectuales, de sus aciertos o desaciertos, de sus logros y fracasos. Esta entrega incondicional es algo que conmueve al ciudadano de la sociedad gaseosa, porque evoca un tipo de relación que no tiene paralelismo con lo que halla en el mercado digital.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

El más inquietante de los huéspedes

La tentación de huir, de escapar, de marchar lo más lejos posible, hasta los confines de la tierra, siempre está presente en la vida humana, especialmente cuando pierde muchas batallas, se encuentra en un callejón sin salida y se da cuenta de que envejece y el tiempo pasa en balde.

El más inquietante de todos los huéspedes, el nihilismo, como decía Fiedrich Nietzsche, altera profundamente el pensar y el sentir.

El nihilismo es una enfermedad del alma, en palabras de Soren Kierkegaard, quizás la peor que pueda sufrir un ser humano. Uno puede experimentar tristeza, pena, nostalgia, incluso resentimiento, ira u odio, pero cuando es invadido por el nihilismo, se convierte en la presa del peor depredador.

Cuanto menos, en la ira, en el odio o en el resentimiento hay pasión, anhelo, deseo, aunque solo sea de ajustar las cuentas en el futuro, de causar mal a alguien, pero cuando el nihilismo hiela todas las cavidades del alma, la pasión desaparece, el anhelo de vivir se esfuma, la voluntad de vivir, ese motor que está presente en toda forma de vida, desde el insecto hasta el ser humano, se seca de raíz.

Si es verdad que el filósofo, como decía Platón, es el médico del alma, debe poder hallar algún remedio, alguna fórmula magistral para sanar el alma y librarla de este mal.

El nihilismo está ahí, laminando vidas de miles de personas anónimas que se apean de vivir, que se arrastran por ahí, sin ánimo, esperando que algún bufón les alegre el día y la noche. Mientras tanto, la filosofía académica es incapaz de ofrecer respuestas, encerrada en su diminuto búnker, amurallada detrás de una jerga ininteligible para el vulgo, juega con las palabras y las categorías, pero ha dejado de ser bálsamo para el alma. Parece, en definitiva, ajena al drama de miles de personas que son presa del nihilismo.

La palabra se infravalora y se suple su ausencia con el fármaco. Vivimos en la era de la farmacocracia, de tal modo que el comprimido se ha convertido, prácticamente, en una ponzoña mágica, en un talismán. En él se depositan todas las esperanzas, todos los anhelos. Contra esta tendencia, tan común, algunos reivindican consumir más Platón y olvidarse del Prozac, pero todo es en vano, pues la gran mayoría social solo reconoce en la química las posibilidades de salvación.

Dice el olvidado filósofo francés Maurice Blondel, en su obra culminante, La acción, que la pregunta filosófica por definición, esa que justifica este saber tan minoritario y extraño, es si la vida tiene o no tiene un sentido. Pues bien, si esta es la cuestión de la filosofía, si el filósofo es capaz de responder a tal pregunta, puede ofrecer un bálsamo a quien ha sido presa del nihilismo, a quien ha sucumbido a la tentación de la nada.

La fe cristiana es un proyecto de sentido en el mundo, una llamada interior que se traduce en un obrar, en una vida exterior. Si es verdad que el nihilismo está subyacente a nuestra cultura, que persiste en ella de un modo invisible, se impone la tarea de presentar un relato significativo de la fe, un horizonte legítimo por el que luchar, un proyecto vital que pueda suscitar entusiasmo y novedad, anhelo de vivir con profundidad. La elección decisiva consiste en discernir entre la nada y el Tú infinito.

FRANCESC TORRALBA ROSELLÓ. FILÓSOFO

Creyentes y no creyentes

El diálogo entre creyentes y no creyentes tiene que ser sincero, abierto, respetuoso, sin pretensiones de superioridad por ninguna de las dos partes. La posición agnóstica de algunos filósofos y científicos merece todo respeto por parte del creyente, así como también la posición del creyente merece todo respeto por parte del no creyente.

Hay muchos lugares de encuentro, muchos campos de intersección, compartimos deseos esenciales. Anhelamos un mundo en paz, una sociedad justa, un desarrollo sostenible, una extensión de los derechos para todos, una relación armónica con la tierra, la desaparición de las guerras, los genocidios, las crueldades y cualquier forma de violencia.

Debemos identificar y examinar los prejuicios y malentendidos de cada una de las partes; reconocer profundamente los errores cometidos y avanzar en la búsqueda fundamentada de consensos. Es un malentendido afirmar, como hace Richard Dawkins, que, para los creyentes, «cuanto más desafíen las creencias a las evidencias, más virtuosos serán» o la correspondiente, por parte de los creyentes: «Creer es hacer un sacrificio del entendimiento».

La fe no es un sacrificio del entendimiento, ni una concesión a la irracionalidad, a lo absurdo o a la contradicción. La fe trasciende a la razón, pero las verdades de la fe no niegan ni contradicen las verdades a las que se accede por vía racional.

Para que el diálogo sea fluido, debemos distinguir, por una parte, los hechos de la experiencia y, por otra, la interpretación que se hace de estos hechos. La fe no debe temer las resultados de la ciencia. Se afirma en el Concilio Vaticano II que la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios.

Sin embargo, la ciencia no es suficiente para responder a todas las preguntas importantes. El sentido de la vida humana, la realidad de Dios, la posibilidad de una vida después de la muerte y muchos otros interrogantes espirituales caen fuera del alcance del método científico. Por ello, la ciencia no es el único camino de conocimiento. La visión espiritual del mundo ofrece otro camino para encontrar la verdad.

La hipótesis de Dios no es un asunto científico, no es un tema que la ciencia pueda resolver con sus propios métodos. Y ello no por causa de la superioridad de la religión o de la teología, sino en virtud de la propia naturaleza de Dios y de los límites inherentes al método científico. La ciencia, para decirlo al modo de Ludwig Wittgenstein, intenta explicar el mundo de los hechos, lo que sucede en el mundo natural, pero no puede tomar postura cuando determina si el único mundo que existe es el mundo de los hechos.

Escribe Adolf von Harnack en La esencia del cristianismo que la ciencia pura es algo maravilloso, pero, en las cuestiones sobre el fin y el para qué, no puede dar ninguna respuesta, tanto hoy como hace dos o tres mil años. Sí que nos enseña sobre los hechos, nos descubre las contradicciones y coordina los fenómenos y rectifica los errores de nuestros sentidos y de nuestras representaciones, pero sobre dónde y cómo empieza la curva del mundo y la curva de nuestra propia existencia y hacia dónde lleva esta curva, la ciencia no nos enseña nada.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

Trascender la trivialidad

La crisis que padecemos no es solo de carácter sanitario, económico y social. Es una crisis global, una transformación que afecta a todos los ámbitos de la vida: la esfera social, política, educativa, sanitaria, el Estado de Bienestar, las comunicaciones, el sistema de valores…

Todo cruje. No sirve mirar hacia otro lado. Se podía hacer hace unos años. Ahora no. La crisis es sonora y afecta a todo tipo de colectivos. Asistimos al final de un modelo, de un tipo de vida, de una forma social y económica.

La crisis afecta la vida mental y emocional de los ciudadanos, la calidad de sus vínculos y relaciones, también su sistema de creencias, de valores e ideales. El efecto que tiene es de carácter global, a pesar de que solamente nos percatamos de sus efectos en el ámbito de lo tangible, de lo visible, de lo que se puede cuantificar.

La multiplicación de noticias negativas colapsa al ciudadano de a pie. El estómago ya no da más de sí. Se dilata, desintegra lo recibido, pero el chorro de desgracias y de calamidades fluye con tal celeridad, que se colapsa y se corta la digestión.

La crisis que padecemos es global y estructural. Es vano esperar una solución trivial a la misma. Trivial viene del latín tri-via (cruce de tres caminos) y suele denotar tópico, vulgar, mediocre e insignificante. Podríamos definir trivial como la postura que se interesa solo por la superficie de las cosas, no por sus causas ni interioridades; la postura que no distingue lo esencial de lo accidental. La trivialidad, como recuerda Erich Fromm, deriva del vacío, de la indiferencia y la rutina o de cualquier cosa que no esté relacionada con la misión esencial del ser humano en este mundo: nacer plenamente.

En los últimos años, se ha hablado y escrito abundantemente sobre la indignación. La indignación no es un acto libre, ni el fruto de una decisión de la voluntad. Es una emoción tóxica, un sentimiento hostil que se aprisiona del alma del ciudadano independientemente de su voluntad. Uno no decide indignarse. Simplemente, se indigna, siente que no ha sido tratado con dignidad, que ha sido manejado como un objeto, como una cosa, como una operación mercantil, y se indigna.

Otros ciudadanos han optado por encerrarse dentro de una cápsula insonora y vivir ajenos a lo que ocurre en el ancho mundo, ignorando el destino de vecinos y conciudadanos, cultivando el propio jardín, como sugiere Voltaire, blindándose dentro de una pequeña burbuja, aparentemente ajena al fluir de los días y las tragedias.

Es falsa esta salida. Las burbujas son frágiles y efímeras. Vivimos interconectados. Somos interdependientes. Lo que ocurre a los otros no es ajeno a nuestras vidas. Aunque uno se esfuerce por preservar el microclima dentro de su burbuja, esta no es ajena a la presión exterior, ni a las partículas tóxicas que fluyen en la atmósfera social.

La vida emocional no es ajena a la crisis global que estamos padeciendo. Las vivencias que vivimos en el adentro tienen una inmediata correlación con lo que ocurre en el afuera. Somos seres permeables, en permanente comunicación con lo que acontece más allá de los límites de nuestra piel.

No podemos ser indiferentes a la crisis de sentido que ha activado la crisis. No puede sernos ajeno el sufrimiento del otro. En ello nos jugamos la humanidad, nuestra condición de seres humanos. Si un ciudadano tira la toalla, porque cree que no hay nada que hacer, no solo ha fracasado él; hemos fracasado todos.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

El mito

Ambos fueron figuras capitales en la cultura del siglo XX. Tuve la suerte de conocerlos y ahora los encuentro juntos en la librería emprendiendo la escalada de una auténtica altura temática. Hablo de Julien Ries, historiador y eclesiástico belga, creador de la antropología religiosa fundamental, autor de toda una biblioteca de ensayos, creado cardenal por Benedicto XVI y fallecido en 2013. La otra figura es Raimon Panikkar, barcelonés de madre española y padre indio, también sacerdote e incansable creador de puentes entre culturas y religiones y entre disciplinas heterogéneas, que murió en 2010.

Ahora, los dos estudiosos se cruzan en torno a una categoría fundacional y fluida: la del mito, siempre analizado desde perspectivas que van desde los análisis historicistas hasta los estructurales, o desde enfoques fenomenológicos hasta transdisciplinares entre filosofía, teología, historia, antropología, psicología, sociología y lingüística. La paradoja está ya en el núcleo inicial de la definición del mito. Ries es lapidario: «El mito es un relato sagrado y ejemplar que narra un acontecimiento del tiempo primordial y dota al hombre de un sentido determinante para su comportamiento». Panikkar es más sofisticado: «El logos busca un fundamento último y cuando cree haberlo vislumbrado, se detiene. Este fundamento, que ya no busca otro fundamento, es el mito». Es, por tanto, un punto de llegada extremo y supremo, sin más porqué.

Detengámonos aquí, porque emprender este camino en las alturas puede producir vértigo. Por eso, es mejor escuchar a quienes se han aventurado hasta la cima y disfrutar de la vista panorámica. Tratemos de analizar los mitos que la Humaniad ha desarrollado como fundamento último del ser y del existir.

Panikkar utiliza la mitología india a partir de Prajapati, dios por excelencia y padre de las criaturas, en cuya obra se insinúa el dolor como el dolor de un pecado. Otros mitos brotan de la condición humana a través de una bifurcación de «mitemas» (muerte, vida, trascendencia) y la referencia al hombre primordial.

El camino de Ries es diferente, pero en cierto modo paralelo. Es más didáctico y se sirve de un aparato iconográfico admirable. El estudioso belga centra la atención en mitos cosmogónicos: del caos acuático a los monstruos, de la montaña cósmica al cielo, del huevo primordial a la pareja primigenia. El devenir de las civilizaciones declina el mito según nuevas tipologías, desde Sumeria hasta la Biblia, desde Egipto hasta Homero, desde el clasicismo greco-romano hasta la antigua China, pasando por el mito hindú y llegando a las tradiciones mesoamericanas y africanas. Cabe apuntar, además, una curiosa inversión del discurso en el cristianismo. En el siglo XX, una de las figuras más controvertidas, pero también «inevitables», de la teología fue el alemán Rudolf Bultmann, quien propuso un «afeitado» hermenéutico del mensaje evangélico capaz de derribar todos los mitos aparentemente radicados en él. Es la célebre «desmitificación», que aún hoy practican algunos brutalmente, pero que -con las necesarias reservas de los teólogos actuales- tiene su valor para hacer resplandecer la singularidad del acontecimiento cristiano, incluso cuando se reviste de formas mítico-simbólicas.

CARDENAL GIANFRANCO RAVASI

Presidente del Consejo Pontificio de la cultura

Entusiasmo y educación

Vivir cada lección como única no es fácil, pero es la clave del éxito. Vivir cada encuentro con los alumnos como algo único es fundamental. Eso exige, por parte del maestro, aislar de su mente las preocupaciones futuras, pero también las resonancias del pasado. Exige de él desprenderse del peso de la conciencia histórica y centrarse totalmente en el presente, en los alumnos, en la materia a tratar, hasta tal punto que todo lo demás se evapora, desaparece de la conciencia. Esta absorción en el presente es clave, pero no solo en la práctica educativa, también en el oficio de escribir, en el arte de pintar o de esculpir.

La alegría, como el entusiasmo, es comunicativa. Por ello, nadie puede aleccionar mejor en la alegría que quien es alegre. Si un maestro está apenado, por mucho que se esfuerce por comunicar la alegría, su enseñanza será deficiente. Para dar lecciones de entusiasmo solo se necesita estar entusiasmado. Sin embargo, no es fácil estar siempre entusiasmado con la tarea de enseñar, con el hecho de ser maestro. Quienes gozamos y sufrimos en el aula, sabemos que enseñar es una tarea difícil, en ocasiones, ingrata y cansina.

Una organización fluye correctamente cuando los miembros que forman parte de ella, se sienten entusiasmados con lo que hacen, con la visión de la misma, cuando se desviven por lo que realizan, pues entonces se implican hasta tal extremo, que no perciben el esfuerzo como una carga, sino que este fluye cómodamente, de un modo natural, del corazón de la persona.

No existe una fórmula, ni algoritmo para el entusiasmo. Los maestros tenemos el deber de entusiasmar a las generaciones venideras, de despertar en ellas el deseo de existir, de proyectar, de construir futuro. No estamos legitimados para contagiar a las generaciones presentes y futuras con los resentimientos y los conflictos del pasado.

Con demasiada frecuencia, durante el proceso educativo se comunican todo tipo de resentimientos y rencores que proceden de conflictos muy lejanos al presente, conflictos entre etnias, naciones, grupos políticos, sociales o religiosos que las generaciones presentes ignoran totalmente.

A los maestros se nos exige contar la historia, narrar los hechos con la máxima veracidad, relatar esos acontecimientos por bárbaros que fueran, tenemos la obligación de transmitir lo acaecido sin olvidarnos jamás de lo que el teólogo católico Johann Baptist Metz denomina «las víctimas de la historia», pero no podemos, en ningún caso, transmitir nuestros resentimientos y predisponer a las generaciones presentes a enemistarse con sus hermanos, a continuar luchas que ellos no empezaron, a enfrentarse por dramas que tuvieron lugar siglos o años atrás.

Para sostener el entusiasmo a lo largo del tiempo, es fundamental alimentarlo, nutrirlo de razones. El entusiasmo del maestro veterano se fundamenta en la experiencia. No le cansa la repetición, no le satura entrar, una y otra vez, en el aula. En ella encuentra su razón de ser. Le llena vaciarse, darse a sus alumnos, comunicar lo que sabe.

Cuando la actividad que uno realiza conecta con la llamada interior, con la vocación, el entusiasmo fluye, pero cuando uno está obligado a realizar una actividad que no sintoniza con el fondo de su ser, la hace por puro imperativo moral.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

No ya niños

Ser como niños, sí, pero ¿hasta dónde?, y ¿en qué? La carta primera a los Corintios hace un par de puntualizaciones al «si no os hicierais como niños» de Mt 18, 13.

Para empezar, en 1 Cor 13, 11, Pablo habla de su propia maduración personal: «Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; pero, cuando llegué a ser hombre, dejé las cosas de niño (hice desaparecer lo propio de los niños)». Y algo después, en 1 Cor 14, 20, pasa a aconsejar a los destinatarios de su epístola: «No seáis niños en el juicio, más bien sed niños en cuanto a falta de malicia, pero en cuanto al juicio sed maduros». No me seáis niñatos, diríamos hoy; no seáis perpetuos adolescentes. Hay una inolvidable viñeta de Forges. Están hombre y mujer en la cama cuando oyen un berrido: «Buaaaa, quiero agua». La mujer dice: «Está llorando el niño». Y el hombre: «Tiene treinta y dos años». Sobran comentarios.

No razonar como un niño y madurez «en cuanto al juicio» dice 1 Cor. Es lo mismo de Kant en su llamada al «sapere aude«: «¡Atrévete a pensar, a conocer!», frente a lo que consideraba una «culpable minoría de edad». SI hubiera que cifrar en una sola actitud la diferencia entre esa irresponsable minoría de edad (entre la puerilidad o la adolescencia mal curada) y la mayoría de edad mental, se resumiría en eso: en un modo de conocer ilustrado, es decir, bien informado y (todavía algo más, en una nueva vuelta de tuerca) crítico, como puede y debe empezar a serlo al final de la enseñanza obligatoria. La educación tendría que contribuir al crecimiento y madurez de verdaderos hombres y mujeres, no niñatos sin autonomía propia, pendientes todavía de papá y mamá a los treinta años. Es el gran reto del educador: educar a niños y adolescentes para cuando (y para que) dejen de serlo.

ALFREDO FIERRO

Paradojas de la red

La red, tal como la conocemos, es un universo de paradojas. En ella está lo mejor y lo peor de la condición humana. Ofrece múltiples posibilidades educativas, pero también hospeda sombras muy oscuras. Cuando la red audiovisual visita al individuo, puede abrirle nuevos horizontes de conocimientos, de intercambios y de relaciones. Puede ayudarlo en el trabajo, facilitándoselo, complementando su quehacer cotidiano con la de otros que, a pesar de estar a una larga distancia, pueden compartir objetivos y deseos.

La red puede potenciar la comprensión de las personas sobre su mundo y procurarles más consciencia y autonomía. Nos puede comprometer a cada uno de nosotros con lo que pasa en el resto del mundo y aumentar nuestro sentido de compasión, de la solidaridad y de lo que desde muchas religiones se conoce como caridad. La red audiovisual puede construir algo parecido a una escuela universal que acerque los recursos del conocimiento a cualquier lugar y puede ser un vehículo perfecto para conectar a los que aprenden. Lo que se denomina e-learning puede revolucionar las formas de aprendizaje, haciéndolo más profundo, sólido y diverso.

Los medios telemáticos en las escuelas pueden potenciar nuevos estilos de aprendizaje, adaptar las tareas y los recursos didácticos a las necesidades de cada niño o de cada aprendiz, simular situaciones con las que adquirir experiencias imposibles de obtener de otra forma. Los profesores del mundo se pueden sentir asistidos y ayudados en su trabajo por la obra de la red de redes. Todos estos aspectos son, sin lugar a dudas, constructivos, pero la red aporta también elementos insolventes y destructivos.

Es fundamental no perder el sentido crítico y evitar sucumbir a la credulidad. La red puede ser una trampa para la independencia y autonomía de los individuos y constituir una vía de penetración e invasion para las estrategias de marketing y de comercialización, además de poder ser un vehículo de ideologización y manipulación muy poderoso. La red también nos puede atrapar, obligarnos a una conexión permanente que nos aleje de nuestro propio mundo interior. La red puede atrapar a niños y jóvenes y conducirlos a una existencia vacía; conducirlos continuamente a charlas vacías de sentido y a juegos violentos y agresivos. Es capaz de crear nuevas formas de adicción y dependencia emocional.

Frente a esta posibilidad, la educación en medios tiene que dedicarse a construir valores, proponiendo una revisión crítica de los procesos, y exigiendo, también, una transformación de las condiciones negativas. El uso de la red, sin la debida vigilancia, puede estar introduciendo en el aprendizaje fuentes interesadas, poco rigurosas y obscurantistas. Esto se puede producir en campos muy sensibles como pueden ser la medicina, la farmacia, la genética y otros; pero es más sutil el efecto en cuestiones que afectan al pensamiento social, al pensamiento político y cívico.

La red, especialmente en su dimensión televisiva, nos puede alejar del auténtico acto pedagógico y sustituir el auténtico magisterio y el esfuerzo del aprendizaje (y por qué no decirlo, también su placer) por un sucedáneo de transmisión de conocimientos, por la saturación de la información y por un tecnicismo vacío de contenido. La red puede privar también de sentido el acto creativo y original que tiene siempre que acompañar al auténtico aprendizaje por un copy-paste sin límite ni moderación. La red nos puede conducir al espejismo de sustituir cantidad de información por conocimiento y, lo que es más esencial, por sabiduría de la vida.

Por todo ello, es imprescindible navegar por la red con sentido y juicio crítico y tener la audacia de desconectar de ella. La libertad está en juego. Y no solo la nuestra, también la de las nuevas generaciones de navegantes.

FRANCESC TORRALBA

El arte de consolar

Las crisis exigen entrenarse en el arte de la consolación. Durante esta crisis pandémica global, muchos ciudadanos han perdido a sus seres queridos, otros han sufrido terribles pérdidas económicas, sociales y laborales. Poco o mucho, todos hemos perdido, y toda pérdida exige la elaboración de un duelo.

El duelo, que no es un proceso automático ni mecánico y que en cada persona tiene su tempo, se va a vivir con gran intensidad en este tiempo. Será necesario celebrar ceremonias familiares, institucionales, funerales de Estado, duelos en la intimidad y rituales en recuerdo de los seres queridos.

Tendremos que aprender a consolarnos a nosotros mismos sin caer en el victimismo ni recrearnos en nuestra desgracia, pero también deberemos consolar a nuestros seres queridos, a nuestros colegas del trabajo y vecinos que han visto cómo este tsunami global se ha llevado por delante todo lo que amaban. Todo el mundo tiene que contar algo, necesita narrar lo que ha sufrido, lo que le ha sido usurpado contra su voluntad.

No es fácil ejercitarse en el arte de la consolación. No sirven las bellas y solemnes palabras, tampoco relativizar el mal sufrido. Compararlo con el mal superior que otro ha sufrido no libera del mal que uno está sufriendo. Cuando uno está hundido en la desesperación, no está para escuchar sermones ni para largas peroratas.

Y, sin embargo, todo ser humano, aunque no lo reconozca explícitamente, aunque se cierre en banda, necesita ser consolado cuando todo cruje en su vida, cuando todo lo que para él era valioso se ha volatilizado. La necesidad de consolación es propia de un ser vulnerable y consciente como la persona humana, pero saber ofrecer esta consolación de un modo efectivo requiere unas habilidades que raramente desarrollamos. No estamos acostumbrados a ello. No nos lo ha enseñado nadie. Cuando alguien empieza a contar sus dolencia, fácilmente se responde de un modo reactivo, contando las propias, con lo cual no solo no se consuela al otro, sino que, además, se le aturde.

Nos da vergüenza tener que solicitar consolación. En una sociedad presidida por el arquetipo del hombre duro, triunfador y capaz de superar por sí mismo todos los retos que se proponga, solicitar consolación a alguien violenta porque, de un modo explícito, significa reconocer que uno no es autosuficiente y que necesita de los demás para seguir adelante.

Las familias que han perdido a sus seres queridos necesitan ser consoladas, pero también los profesionales de la salud, que han aguantado el tipo en primera línea de batalla. Están rotos por dentro y necesitan recomponer emocionalmente su ser. Reconocer esta necesidad no los hace, en ningún caso, débiles. Los hace humanos.

Cuando el mundo se agrieta, se derrumban todos los ídolos, se volatiliza el politeísmo espumoso de la vida posmoderna y uno necesita, más que nunca, una tierra firme donde posarse, un fundamento donde sustentarse.

Para consolar a alguien es imprescindible aprender a callar, a guardar silencio, pero, a su vez, a articular gestos de proximidad. El silencio no es la indiferencia, menos aún la pasividad frente al mal. Es un modo de estar y ser en el mundo. Consolar es, ante todo, escuchar, ofrecerse a la víctima para que vacíe los dolores que anidan en su pecho. El apenado necesita ser escuchado, verter su dolor. No le sirve un robot ni un animal, tampoco una pantalla de plasma.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo