El dolor sin adjetivos

CINE: LA HABITACIÓN DEL HIJO

Si la conquista de la felicidad es el ideal que con mayor afán ha buscado siempre el ser humano, el miedo a sufrir es su amenaza permanente, su cruz. Dos cara de una moneda de uso universal entre las que media un abismo, sobre todo en lo que a matices, «categorías» y métodos para buscar (o evitar) su sombra se refiere. Mientras que la dicha adquiere toda clase de connotaciones (amor, dinero, poder…), el dolor no admite adjetivos. Sorda o anegada de lágrimas, punzante o «de intensidad moderada», cuando la pena se instala en el alma, de poco valen las etiquetas, los grados o las engañosas miradas comparativas hacia el exterior en busca de consuelo. Cada cual conoce, siente y padece mejor que nadie sus agujeros negros más íntimos.

Hace ya unos años, ante la repetida y difícilmente asumida cantinela de «el tiempo lo cura todo», el alemán Wim Wenders nos dejaba en El cielo sobre Berlín una inquietante pregunta: «¿Y si el tiempo es la enfermedad?». Supongamos que no, que el discurrir de los días es un bálsamo para las memorias castigadas y los corazones heridos. Hay, sin embargo, un nuevo interrogante que pide paso con contundencia: ¿Son útiles esa supuestas propiedades regenerativas del reloj tras la pérdida de un hijo, posiblemente la más atroz de las muertes?

A esta y a otras cuestiones que sacuden los cimientos de nuestra existencia se enfrenta Nanni Moretti en La habitación del hijo. Con una austeridad de tanatorio, el que fuera cínico retratista de mundos muy personales (Abril, Caro diario…) se despoja de metáforas para mostrarnos sin ambages cómo vida y muerte insuflan o ahogan el caminar de una familia modélica -casi idílica- en una ciudad italiana de provincias. Dos adolescentes de sanas costumbres y educación esmerada son el orgullo de un matrimonio compuesto por un psicoanalista (el propio Moretti) y una editora (Laura Morante), hasta que el trágico fallecimiento del joven Andrea alterará definitivamente la estabilidad, las relaciones… y el tono apacible de la primera media hora del film.

A partir de ese instante, se desatan los reproches, las culpabilidades, las miradas perdidas, los sollozos, los silencios… Momentos que el director-actor aprovecha no para impartir solemnes discursos, sino para pasear con respeto y contención su cámara por la estancia del título, para colarse por los orificios abiertos en la sólida estructura familiar, para tratar de explicar los vacíos y la falta de respuestas que ha dejado en sus protagonistas la ausencia del ser querido.

De nada le sirven a ese padre los consejos que durante años ha vertido en su diván, ni el deporte, ni los reiterados intentos de explicar lo inexplicable. Ahora no caben teorías, solo nuevos recursos para sobrevivir al sufrimiento e integrarlo en la reconstrucción de sus vidas confusas, cansadas y rotas. Siempre -y como la cinta de Moretti- desde la honestidad, la calma y el recuerdo emocionado.

El realizador abre, entonces, al fin, un horizonte con mar a la esperanza. Y entre los ecos de la muerte, que no se acallan nunca, se adivina una invitación a seguir buscando -juntos o por separado- la felicidad, una felicidad que quizás en adelante se reduzca a algo tan simple pero afanoso como saber mitigar el dolor. ¡Juzguen ustedes si merece o no la pena dejarse «golpear» por una película así!

J. L. CELADA

La receptividad

No basta con la salida de sí para que el diálogo tenga lugar. Se requiere, junto a tal movimiento, otra operación tan fundamental como aquella: la receptividad. La receptividad es la condición indispensable para el diálogo. Es la disposición a auscultar el pensamiento ajeno, a hospedar la palabra del otro, pero también su gesto y todo lo que expresa a través de lo no verbal. La receptividad es el a priori del diálogo, el único modo de poder acercarse a la postura ajena. La atenta escucha de la palabra del otro incomoda, inquieta, casi diría que violenta las propias estructuras mentales y credenciales, porque pone en crisis lo que uno piensa y cree.

La práctica del silencio es fundamental para desarrollar una atenta receptividad. El silencio es un poderoso juego de lenguaje que tiene un papel decisivo en el acto de la comunicación, no solo porque predispone a la escucha, a la acogida de su salida de sí, sino porque el mismo silencio es un modo de dar a entender lo que uno cree. Sin silencio interior, no puede existir una atenta receptividad.

Practicar el silencio activo es un modo de desasirse de lo propio, de esa nube de pensamientos, de emociones y de creencias que nos acompaña permanentemente, para dejar espacio al otro, para que vierta su mundo dentro de nuestro propio mundo. Es darle la posibilidad de que nos altere. El silencio es el clima idóneo para transitar de lo accidental a lo esencial, de lo superficial a lo profundo, de la anécdota a la categoría. Quizás por ello es una experiencia tan sumamente temida en la sociedad presente.

Uno está naturalmente dispuesto a acoger lo que es connatural a él, lo que le resulta armónico con su modo de sentir y de pensar; sin embargo, le resulta inquietante hospedar una palabra incómoda en su interioridad y tener que vérselas con ella, en un acto de digestión emocional e intelectual. La disposición a participar de esta incomodidad, a vivir esta inquietud, es el requisito básico para establecer realmente el diálogo entre creyentes y no creyentes. La inquietud no está reñida con la amabilidad y la cortesía, menos aún con la buena educación, pero alude a una predisposición difícil.

No todos los seres humanos poseen el mismo nivel de receptividad, la misma capacidad de escucha y de hospitalidad, especialmente en lo que respecta a las cuestiones del espíritu.

Existen dos grandes obstáculos a la receptividad: la dispersión, por un lado, y la saturación, por otro. En el primer caso, la mente está inquieta y no se detiene en ningún objeto. En el segundo, está tan colapsada que solo puede vaciar lo recibido.

Escribe el papa Francisco: «Después, el escuchar al otro, la capacidad de escuchar, no discutir enseguida, preguntar, y eso es el diálogo, y el diálogo es un puente. El diálogo es un puente. No tenerle miedo al diálogo, no se trata del San Lorenzo-Lanús, que se juega hoy, a ver quién gana. Se trata de juntamente ir poniendo las propuestas para avanzar juntos. En el diálogo, todos ganan, nadie pierde. En la discusión, hay uno que gana y otro que pierde, o pierden los dos. El diálogo es mansedumbre, es capacidad de escucha, es ponerse en el lugar del otro, es tender puentes» (1).

(1) Palabras del Santo Padre Francisco a los participantes en el Congreso Mundial de la Fundación Scholas Ocurrentes. Aula del Sínodo, domingo 29 de mayo de 2016.

FRANCESC TORRALBA

La banalización del amor

Uno de los textos donde se analiza, de un modo más sugerente, la banalización del amor que se produce en la sociedad gaseosa es, justamente, Amor líquido de Zygmunt Bauman. Pocas palabras sufren un proceso de degradación tan acelerado en la sociedad gaseosa como el término amor, especialmente en determinados productos audiovisuales.

Amar es sufrir por el otro, por su bien, por su pleno desarrollo, consiste en desear que la vida le vaya bien, pero en un contexto de incertidumbre y volatilidad como el que vivimos, no existe certidumbre alguna de que ello será así, con lo cual el sufrimiento está garantizado. Lo sabe especialmente una madre cuando da a luz.

El temor a sufrir se manifiesta en el temor a amar. El ciudadano de la sociedad gaseosa teme amar, pero también ser amado y las responsabilidades que ello acarrea. Prefiere preservar su yo desvinculado de los otros, protegido por un caparazón para no experimentar el sufrimiento de la ausencia del ser amado. Necesita, de vez en cuando, liberar sus angustias, gozar del encuentro agradable, del pequeño placer del día y de la noche, pero no está dispuesto a ir más allá.

El roce epidérmico, el contacto sin compromiso, el instante agradable son formas sucedáneas de amor que evitan el sufrimiento, pero, ¿se pueden denominar formas de amor en sentido estricto?

Basta contemplar la cultura de masas para percatarse de que el vocablo amor es una de las palabras que sufren una reducción más significativa de su rico contenido. Se reduce a puro sentimentalismo, a atracción pulsional o a reacción bioquímica. Desde la neurociencia, se explica con una larga secuencia de procesos fisiológicos que tienen su punto de partida en la sensibilidad y que producen una alteración de la vida neuronal y del ritmo cardíaco. El romanticismo se desvanece, como también se esfuma la idea de fidelidad y de donación gratuita, Son conceptos que está fuera de mercado, palabras prohibidas en la sociedad gaseosa.

El amor queda, así, reducido a un sentimiento volátil que muta y se transforma, que no puede, de ningún modo, vincularse a la voluntad ni a la inteligencia. Dado que es imposible anticipar lo que voy a sentir mañana, el próximo año o los próximos diez años, no puedo comprometerme indefinidamente con alguien, ni con ningún proyecto, porque el amor gaseoso es leve como el aire, depende del feeling. Es algo que se siente, que toca el corazón, pero que no puede convertirse en decisión libre y, menos aún, en proyecto vital.

En este contexto de banalización del amor, subsisten ciertos vínculos que, a pesar de la volatilización el mundo, permanecen como vestigios de un mundo sólido. El amor materno-filial, por ejemplo, es una expresión de ello. El mismo Zygmunt Bauman lo reconoce. Más allá de las excepciones, es un vínculo que supera las pruebas del tiempo, que se traduce en múltiples sacrificios y done, que trasciende la esfera de los sensitivo y de lo placentero y que persigue como último fin el bien integral del hijo.

Este tipo de amor se relaciona estrechamente con la categoría de la incondicionalidad. El hijo es amado por su madre sin condiciones, más allá de sus características físicas e intelectuales, de sus aciertos o desaciertos, de sus logros y fracasos. Esta entrega incondicional es algo que conmueve al ciudadano de la sociedad gaseosa, porque evoca un tipo de relación que no tiene paralelismo con lo que halla en el mercado digital.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

Pura rebeldía

CINE: LA HISTORIA DE MARIE HEURTIN

En un momento dado de esta hermosa película, una de las protagonistas describe su consagración a Dios como un acto de «pura rebeldía»: contra el mal, contra el mundo, contra la muerte… Solo así puede entenderse el empeño de esta religiosa (espléndida Isabelle Carré, con su perfecta combinación de fortaleza y fragilidad) en rescatar a una joven de la prisión de oscuridad y silencio en la que vive cautiva desde su nacimiento (Ariana Rivoire haciendo de la dificultad virtud.

Ambas ponen rostro y corazón a La historia de Marie Heurtin, relato dramatizado de unos hechos acaecidos en la Francia del siglo XIX, cuando un humilde matrimonio deja a su hija ciega, sorda y muda en una institución cercana a Poitiers regentada por la congregación a la que pertenece nuestra monja. Una y otra constituyen, pues, el motor narrativo de la cinta dirigida por Jean-Pierre Améris, emotivo testimonio del proceso de aprendizaje de la chica y, muy especialmente, de la comunión que se establece entre la esforzada tutora y su discípula, una criatura asustadiza y semisalvaje que acabará convirtiéndose en «la hija de mi alma» y «la luz de mi vida».

Aunque de inmediato nos viene a la mente El milagro de Ana Sullivan (1962), por esas batallas (comer, lavarse, peinarse…) que provocan tales carencias sensoriales, aquí no hay rastro de aquel tono sombrío ni del atormentado personaje interpretado por Anne Bancroft. Con exquisita sensibilidad y una sencillez que aflora en cada encuadre, en cada plano, Améris nos invita a compartir el doble hallazgo de su pareja protagonista: la explosión del lenguaje, como una primavera de luz y colores que le permitirá a la muchacha comunicarse con quien se ha desgastado por ella hasta el agotamiento. Experiencia sensitiva y entrega sin límites que, a su vez, le regalan a la hermana Marguerite la posibilidad de descubrir un mundo que se toca y que palpita bajo los dedos.

Superadas las dificultades iniciales para empatizar y antes del postrero derroche de ternura de Marie junto al lecho de su bienhechora, asistimos al encuentro milagroso -casi mágico, por la propia sensualidad de las imágenes- entre dos mujeres que se preguntan y se responden sobre algunas de las grandes inquietudes del ser humano: la vida, la muerte, Dios… Conceptos difícilmente explicables con palabras, que escapan incluso a los sentidos, pero que interpelan con la misma fuerza que esta bella profesión de fe escrita y rodada a flor de piel.

«Espero que despertéis al mundo… y mantengáis vivas las utopías», pedía el papa Francisco a los religiosos y religiosas al convocar el Año de la Vida Consagrada. La historia de Marie Heurtin nos recuerda que ese carácter profético exige siempre un plus de rebeldía, condición más que necesaria también para disfrutar de un cine que se ve, se escucha y se siente de otro modo.

J.L. CELADA

El más inquietante de los huéspedes

La tentación de huir, de escapar, de marchar lo más lejos posible, hasta los confines de la tierra, siempre está presente en la vida humana, especialmente cuando pierde muchas batallas, se encuentra en un callejón sin salida y se da cuenta de que envejece y el tiempo pasa en balde.

El más inquietante de todos los huéspedes, el nihilismo, como decía Fiedrich Nietzsche, altera profundamente el pensar y el sentir.

El nihilismo es una enfermedad del alma, en palabras de Soren Kierkegaard, quizás la peor que pueda sufrir un ser humano. Uno puede experimentar tristeza, pena, nostalgia, incluso resentimiento, ira u odio, pero cuando es invadido por el nihilismo, se convierte en la presa del peor depredador.

Cuanto menos, en la ira, en el odio o en el resentimiento hay pasión, anhelo, deseo, aunque solo sea de ajustar las cuentas en el futuro, de causar mal a alguien, pero cuando el nihilismo hiela todas las cavidades del alma, la pasión desaparece, el anhelo de vivir se esfuma, la voluntad de vivir, ese motor que está presente en toda forma de vida, desde el insecto hasta el ser humano, se seca de raíz.

Si es verdad que el filósofo, como decía Platón, es el médico del alma, debe poder hallar algún remedio, alguna fórmula magistral para sanar el alma y librarla de este mal.

El nihilismo está ahí, laminando vidas de miles de personas anónimas que se apean de vivir, que se arrastran por ahí, sin ánimo, esperando que algún bufón les alegre el día y la noche. Mientras tanto, la filosofía académica es incapaz de ofrecer respuestas, encerrada en su diminuto búnker, amurallada detrás de una jerga ininteligible para el vulgo, juega con las palabras y las categorías, pero ha dejado de ser bálsamo para el alma. Parece, en definitiva, ajena al drama de miles de personas que son presa del nihilismo.

La palabra se infravalora y se suple su ausencia con el fármaco. Vivimos en la era de la farmacocracia, de tal modo que el comprimido se ha convertido, prácticamente, en una ponzoña mágica, en un talismán. En él se depositan todas las esperanzas, todos los anhelos. Contra esta tendencia, tan común, algunos reivindican consumir más Platón y olvidarse del Prozac, pero todo es en vano, pues la gran mayoría social solo reconoce en la química las posibilidades de salvación.

Dice el olvidado filósofo francés Maurice Blondel, en su obra culminante, La acción, que la pregunta filosófica por definición, esa que justifica este saber tan minoritario y extraño, es si la vida tiene o no tiene un sentido. Pues bien, si esta es la cuestión de la filosofía, si el filósofo es capaz de responder a tal pregunta, puede ofrecer un bálsamo a quien ha sido presa del nihilismo, a quien ha sucumbido a la tentación de la nada.

La fe cristiana es un proyecto de sentido en el mundo, una llamada interior que se traduce en un obrar, en una vida exterior. Si es verdad que el nihilismo está subyacente a nuestra cultura, que persiste en ella de un modo invisible, se impone la tarea de presentar un relato significativo de la fe, un horizonte legítimo por el que luchar, un proyecto vital que pueda suscitar entusiasmo y novedad, anhelo de vivir con profundidad. La elección decisiva consiste en discernir entre la nada y el Tú infinito.

FRANCESC TORRALBA ROSELLÓ. FILÓSOFO