El dolor sin adjetivos

CINE: LA HABITACIÓN DEL HIJO

Si la conquista de la felicidad es el ideal que con mayor afán ha buscado siempre el ser humano, el miedo a sufrir es su amenaza permanente, su cruz. Dos cara de una moneda de uso universal entre las que media un abismo, sobre todo en lo que a matices, «categorías» y métodos para buscar (o evitar) su sombra se refiere. Mientras que la dicha adquiere toda clase de connotaciones (amor, dinero, poder…), el dolor no admite adjetivos. Sorda o anegada de lágrimas, punzante o «de intensidad moderada», cuando la pena se instala en el alma, de poco valen las etiquetas, los grados o las engañosas miradas comparativas hacia el exterior en busca de consuelo. Cada cual conoce, siente y padece mejor que nadie sus agujeros negros más íntimos.

Hace ya unos años, ante la repetida y difícilmente asumida cantinela de «el tiempo lo cura todo», el alemán Wim Wenders nos dejaba en El cielo sobre Berlín una inquietante pregunta: «¿Y si el tiempo es la enfermedad?». Supongamos que no, que el discurrir de los días es un bálsamo para las memorias castigadas y los corazones heridos. Hay, sin embargo, un nuevo interrogante que pide paso con contundencia: ¿Son útiles esa supuestas propiedades regenerativas del reloj tras la pérdida de un hijo, posiblemente la más atroz de las muertes?

A esta y a otras cuestiones que sacuden los cimientos de nuestra existencia se enfrenta Nanni Moretti en La habitación del hijo. Con una austeridad de tanatorio, el que fuera cínico retratista de mundos muy personales (Abril, Caro diario…) se despoja de metáforas para mostrarnos sin ambages cómo vida y muerte insuflan o ahogan el caminar de una familia modélica -casi idílica- en una ciudad italiana de provincias. Dos adolescentes de sanas costumbres y educación esmerada son el orgullo de un matrimonio compuesto por un psicoanalista (el propio Moretti) y una editora (Laura Morante), hasta que el trágico fallecimiento del joven Andrea alterará definitivamente la estabilidad, las relaciones… y el tono apacible de la primera media hora del film.

A partir de ese instante, se desatan los reproches, las culpabilidades, las miradas perdidas, los sollozos, los silencios… Momentos que el director-actor aprovecha no para impartir solemnes discursos, sino para pasear con respeto y contención su cámara por la estancia del título, para colarse por los orificios abiertos en la sólida estructura familiar, para tratar de explicar los vacíos y la falta de respuestas que ha dejado en sus protagonistas la ausencia del ser querido.

De nada le sirven a ese padre los consejos que durante años ha vertido en su diván, ni el deporte, ni los reiterados intentos de explicar lo inexplicable. Ahora no caben teorías, solo nuevos recursos para sobrevivir al sufrimiento e integrarlo en la reconstrucción de sus vidas confusas, cansadas y rotas. Siempre -y como la cinta de Moretti- desde la honestidad, la calma y el recuerdo emocionado.

El realizador abre, entonces, al fin, un horizonte con mar a la esperanza. Y entre los ecos de la muerte, que no se acallan nunca, se adivina una invitación a seguir buscando -juntos o por separado- la felicidad, una felicidad que quizás en adelante se reduzca a algo tan simple pero afanoso como saber mitigar el dolor. ¡Juzguen ustedes si merece o no la pena dejarse «golpear» por una película así!

J. L. CELADA

Pura rebeldía

CINE: LA HISTORIA DE MARIE HEURTIN

En un momento dado de esta hermosa película, una de las protagonistas describe su consagración a Dios como un acto de «pura rebeldía»: contra el mal, contra el mundo, contra la muerte… Solo así puede entenderse el empeño de esta religiosa (espléndida Isabelle Carré, con su perfecta combinación de fortaleza y fragilidad) en rescatar a una joven de la prisión de oscuridad y silencio en la que vive cautiva desde su nacimiento (Ariana Rivoire haciendo de la dificultad virtud.

Ambas ponen rostro y corazón a La historia de Marie Heurtin, relato dramatizado de unos hechos acaecidos en la Francia del siglo XIX, cuando un humilde matrimonio deja a su hija ciega, sorda y muda en una institución cercana a Poitiers regentada por la congregación a la que pertenece nuestra monja. Una y otra constituyen, pues, el motor narrativo de la cinta dirigida por Jean-Pierre Améris, emotivo testimonio del proceso de aprendizaje de la chica y, muy especialmente, de la comunión que se establece entre la esforzada tutora y su discípula, una criatura asustadiza y semisalvaje que acabará convirtiéndose en «la hija de mi alma» y «la luz de mi vida».

Aunque de inmediato nos viene a la mente El milagro de Ana Sullivan (1962), por esas batallas (comer, lavarse, peinarse…) que provocan tales carencias sensoriales, aquí no hay rastro de aquel tono sombrío ni del atormentado personaje interpretado por Anne Bancroft. Con exquisita sensibilidad y una sencillez que aflora en cada encuadre, en cada plano, Améris nos invita a compartir el doble hallazgo de su pareja protagonista: la explosión del lenguaje, como una primavera de luz y colores que le permitirá a la muchacha comunicarse con quien se ha desgastado por ella hasta el agotamiento. Experiencia sensitiva y entrega sin límites que, a su vez, le regalan a la hermana Marguerite la posibilidad de descubrir un mundo que se toca y que palpita bajo los dedos.

Superadas las dificultades iniciales para empatizar y antes del postrero derroche de ternura de Marie junto al lecho de su bienhechora, asistimos al encuentro milagroso -casi mágico, por la propia sensualidad de las imágenes- entre dos mujeres que se preguntan y se responden sobre algunas de las grandes inquietudes del ser humano: la vida, la muerte, Dios… Conceptos difícilmente explicables con palabras, que escapan incluso a los sentidos, pero que interpelan con la misma fuerza que esta bella profesión de fe escrita y rodada a flor de piel.

«Espero que despertéis al mundo… y mantengáis vivas las utopías», pedía el papa Francisco a los religiosos y religiosas al convocar el Año de la Vida Consagrada. La historia de Marie Heurtin nos recuerda que ese carácter profético exige siempre un plus de rebeldía, condición más que necesaria también para disfrutar de un cine que se ve, se escucha y se siente de otro modo.

J.L. CELADA

HIJOS DE IDA Y VUELTA

CINE: CINCO LOBITOS

Una silla de ruedas y un carrito de bebé circulan a la par por el pasillo de un hospital. La escena, que reúne a tres generaciones de una misma familia, condensa -pero no agota- esa ética del cuidado tan necesaria a cualquier edad: desde la cuna hasta el lecho de muerte. Es el reconocimiento de la vulnerabilidad y dependencia inherentes al ser humano, que alcanzan su expresión más genuina en el ejercicio de la maternidad, aunque se extiendan a otras etapas de la vida cuando las circunstancias imponen un intercambio de papeles. Un parto no menos doloroso… y fecundo.

De todo esto y mucho más nos habla sin paños calientes Cinco lobitos, la extraordinaria ópera prima de Alauda Ruiz de Azúa, una historia gestada por la realizadora vizcaína tras vivir en carne propia la aventura de ser madre. Una experiencia que desmitifica (el cansancio y el mal humor por las noches en vela afloran a cada instante entre las cicatrices físicas y emocionales) y aleja de estereotipos (aquí no caben manuales ni consejos), para centrarse en lo que realmente quiere contarnos: cómo la llegada de un hijo al hogar desmonta de un plumazo todo lo establecido (roles, relaciones…) y supone un proceso de reconstrucción de identidades en lo personal y lo profesional.

No va a tardar en descubrirlo la protagonista de este drama tierno e intimista, una joven que acaba de dar a luz (Laia Costa poniendo un nudo en la garganta del espectador, con una interpretación contenida que derrocha verdad) y que debe aprender a ser madre sin saber muy bien cómo. Seguramente lo mismo que le ocurrió décadas atrás a la suya (Susi Sánchez, en la enésima demostración de su magisterio actoral, metiéndose en la piel de un personaje poco dado a exteriorizar sus sentimientos) cuando ella vino al mundo, lo cual le permitirá -ahora sí- entenderla como mujer y como madre… aunque todavía siga necesitándola como hija.

Desbordada por la situación, y ante la ausencia por trabajo de su pareja, decide trasladarse con la pequeña a la casa de sus padres, en un pueblo costero del País Vasco. Y allí, de vuelta al que fuera su nido, compartir con ellos la crianza del bebé. En este punto, sin embargo, Cinco lobitos no se limita a explorar cómo evolucionan los afectos materno-filiales y la forma de percibir a los progenitores cuando brota un nuevo retoño en el árbol genealógico. Ruiz de Azúa emprende un viaje al corazón de las crisis, a la raíz de los conflictos entre los miembros del clan, propiciando un reencuentro sanador que fortalecerá los lazos debilitados y abrirá la puerta a la reconciliación. Y a la asunción de la realidad tal como viene, porque «todas esas vidas que no vives son siempre perfectas, ideales, pero en algún momento hay que vivir la vida que te ha tocado». Palabra de madre (abuela) a madre.

Un legado en femenino que establece sutilmente quién cuida de quién en cada tiempo y lugar, a la postre, el mejor termómetro para medir la calidez, calidad y dignidad de los desvelos domésticos con los seres queridos. Tres virtudes que adornan también a esta maravillosa película y que no solo la hicieron acreedora de la Biznaga de Oro y otros importantes galardones (guión, actrices y público) en el pasado Festival de Málaga, sino que la convierten ya en uno de los grandes títulos del cine español en este 2022.

J.L. CELADA

Trenes en vía muerta

CINE: COMPARTIMENTO Nº 6

Un grupo de amigos charla animadamente en un piso de Moscú, mientras se reta a descubrir la autoría de las citas más diversas. Entre ellas, una de Víktor Pelevin -sacada de su novela El meñique de Buda– atrapa por un instante la atención del espectador: «Para huir no debes saber a dónde huyes, sino de dónde». Parece anticipar así lo que está a punto de suceder en pantalla, cuando la pupila y último amor de la dueña del inmueble se dispone a emprender un largo viaje a un destino tan remoto como incierto es el origen de su decisión.

Únicamente sabemos que se trata de una joven finlandesa (Seidi Haarla), estudiante de arqueología en la universidad moscovita de Múrmansk. Para llegar a esta ciudad noroccidental del país -cercana a la frontera con Noruega y Finlandia, en la región de Laponia-, la resuelta mujer sube a un tren en la capital para recorrer los casi dos mil kilómetros que separan ambos puntos en el mapa. Un día y medio de trayecto durante el que se verá obligada a convivir con un minero ruso (Yuriy Borisov) en el Compartimento nº 6, habitáculo que da título al segundo trabajo del finés Juho Kuosmanem y a la novela de su compatriota Rosa Liksom en la que se inspira.

La cámara del realizador nos invita a entrar en ese reducido espacio de intimidad y acompañar a su pareja protagonista en una gélida road movie (en realidad, rail movie) que reúne a dos extraños en un tren. Dos desconocidos, eso sí, sin las aviesas intenciones de aquellos creados por la mente de Patricia Highsmith y trasladados luego a la gran pantalla por Alfred Hitchcock. Los que aquí se cruzan sus caminos, hasta acabar entablando una insólita amistad, son dos vagones en vía muerta, detenidos en una encrucijada vital atravesada por la soledad, el desconcierto de lo que pudo ser y no fue, y la incertidumbre de lo que está por venir.

Uno bebe para olvidar, la otra graba para recordar. Proceden de dos mundos muy alejados entre sí, tampoco su carácter y sensibilidad presentan rasgos comunes. Sin embargo, el encuentro casual a bordo de ese convoy, con la improbable relación que se establece entre ellos, les sitúa ante el espejo de sus propias búsquedas y afanes por conocerse y aceptarse. A sí mismos y al de enfrente. No en vano, comparten esa sensación de que a algunas personas -más aún en determinadas circunstancias y lugares- todo les queda casi siempre demasiado lejos. No solo en términos geográficos, sino también emocionales.

Con una puesta en escena glacial pero cautivadora, Compartimento nº 6 bebe el cine social del maestro Aki Kaurismäki y su predilección por los desheredados del sistema, para contarnos una historia que -aun en su rigor climático y afectivo- rebosa calidez, humanidad y agradables destellos de romanticismo y humor. Una travesía exterior e interior que nos traslada a los confines del continente, a un tiempo sin móviles y con cabinas, cuando las conexiones se producían cara a cara sin el parapeto de la tecnología. Corriendo y asumiendo riesgos, aunque disfrutando de la sorpresa y novedad de cada acercamiento. Algo semejante a lo que puede experimentar cualquiera que se anime a ver esta bella película, Gran Premio Especial del Jurado en el último Festival de Cannes y llamada a ser una de las producciones europeas más importantes del año.

J.L. CELADA

La rebelión de «los nadies»

CINE: NUEVO ORDEN

Se le atribuye con frecuencia a Platón aquello de que «solo los muertos han visto el final de la guerra». La cita, sin embargo, pertenece a la obra Soliloquios en Inglaterra, de George Santayana (1863-1952). Y a este filósofo de origen español y profesor en Harvard le debemos también la reflexión que daría lugar a una de las sentencias más recurrentes y menos practicadas entre los humanos de cualquier época: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla».

¿Por qué esta aparente disgresión inicial para hablar del Nuevo orden imaginado por Michel Franco? Porque la distopía tan real que plantea el realizador mexicano en su último trabajo no solo pone en guardia al espectador ante un futuro no muy lejano, incluso el presente, de su país (de cualquier país), sino que anima a buscar en el pasado las causas del caos y el pánico desatados que asaltan la pantalla durante una hora y media. Una situación descontrolada y de incierto desenlace, que revela el enfoque equivocado con el que muchos gobernantes se enfrentan a las crisis: en vez de atender a las razones del descontento social, se limitan a sofocar los levantamientos cuando se producen.

Los hechos arrancan en una lujosa vivienda de una exclusiva colonia residencial en Ciudad de México, donde políticos, arquitectos, abogados y otros invitados de postín se dan cita para celebrar la boda de la hija del anfitrión, blindados por un fuerte despliegue de seguridad privada. Una pintura mural del artista abstracto local Omar Rodríguez-Graham, de título ya familiar y premonitorio (Solo los muertos han visto el final de la guerra), preside la celebración. Simultáneamente, a escasos metros de allí, del otro lado de los altos muros de la casa, una manifestación de las clases populares está derivando en una revuelta de impredecibles consecuencias.

El choque violento de dos mundos tan alejados entre sí se antoja inevitable, y la burbuja de bienestar ciego y sordo que se han construido esos blanquitos, ajenos incluso a las necesidades de su propio servicio doméstico, pronto saltará por los aires, convirtiendo lo que se presumía como una jornada de felicidad en una pesadilla de violencia, destrucción y muerte. Un dramático giro de los acontecimientos que dará paso a un golpe de Estado y la consabida represión militar, de la que no se libra nadie: ni los ricos con sus limosnas ni los pobres con sus carencias.

A partir de ese momento, la joven novia y uno de los sirvientes que trabajan para la familia serán nuestros ojos en un viaje sin concesiones por el horror (cadáveres que se hacinan en la calles) y la miseria moral (colas de la sed) de un tiempo sometido a confinamientos y toques de queda , mientras los abusos, extorsiones, torturas, secuestros y ejecuciones campan a sus anchas. Un estallido visual y sonoro, tan sobrecogedor como hipnótico, del que resulta difícil sustraerse.

El Nuevo orden concebido por Franco no encierra la promesa de un cambio, sino una urgente advertencia: o reducimos por medios civilizados el insostenible abismo de las desigualdades, sin acallar las voces disidentes, o la rebelión de «los nadies» colapsará un día el sistema establecido abriendo la puerta a un escenario insospechado y quién sabe si irreversible.

Disfruten de esta gran película… si el cuerpo y la conciencia se lo permiten.

J. L. CELADA

De víctima a heroína

CINE: VOLVER A EMPEZAR (HERSELF)

Una joven madre explica por enésima vez a sus dos pequeñas cómo, estando «en el bolsillo de Dios», el Creador decidió hacerle una marca debajo del ojo izquierdo para así poder encontrarla, porque «¡hay un montón de Sandras en Dublín!». Pero no solo allí, habría que añadir. En toda Irlanda y en cualquier país del mundo, son muchas las mujeres que -como la protagonista de Volver a empezar (Herself)– trabajan de sol a sol para sacar adelante a los suyos y construir un hogar donde crecer felices.

De entrada, parece un detalle de lo más inocente. El antojo divino para identificar a una de sus criaturas despierta la curiosidad infantil, hasta convertirse en un secreto familiar. Sin embargo, Phyllida Lloyd lo transforma en una inequívoca declaración de universalidad: el personaje que soporta todo el peso narrativo y dramático de su tercer largometraje (Claire Dunne, también coautora del guión, en su salto de las tablas a la gran pantalla con una interpretación absolutamente conmovedora) es una de las tantas heroínas anónimas dispuestas a tomar las riendas de su propio destino.

Ella misma -así reza el título original, bastante más preciso que su versión española- quiere ser la única dueña de su vida, aunque no lo tendrá fácil. La realizadora británica nos hace partícipes, entonces, del viaje incierto en busca de nuevos horizontes de esta cuidadora, limpiadora y, sobre todo, madre. No en vano, sus dos hijas son su principal razón de ser, el motor de sus decisiones, y las que mejor explican su fortaleza y valentía frente a la adversidad, cuando acumula sobrados argumentos para sentirse una víctima. Del maltrato de su expareja y padre de las niñas, cuyas secuelas todavía arrastra; y de la burocracia administrativa (de los servicios sociales, del sistema judicial…), que menosprecia o desatiende sus requerimientos para revertir la situación.

En este combate desigual, objeto de lúcidas críticas en no pocas producciones del veterano Ken Loach, su compatriota Lloyd introduce un rayo de luz muy de agradecer. Lo describe con el término irlandés meitheal, algo así como el trabajo en equipo, cooperativo, de una cuadrilla de amigos y desconocidos que contribuirán generosamente a levantar una casa para las tres donde Volver a empezar y ser ella misma. Huyendo de la violencia machista y del abandono institucional, nuestra Sandra encuentra un cálido refugio de fraternidad que la (nos) reconcilia con el ser humano.

La directora que en Mamma mia! (2008) puso a cantar y bailar a la mismísima Meryl Streep, a quien luego metió en la piel de La dama de hierro (2011), cambia ahora de escenario y de registro para reivindicar tres valores que, por los motivos más diversos, siempre amenazan ruina: la dignidad, la solidaridad y la esperanza. Caprichos (o no) del lenguaje, tres sustantivos femeninos que estamos llamados a defender entre todos. Y esta película nos enseña que, dado el complejo e incierto momento que atravesamos, se hace más necesario que nunca edificar nuestras sociedades sobre pilares sólidos. Sobre un trípode como ese, que exige sacrificios, voluntad y fe, mucha fe. Claro que si algo tiene el buen cine son recursos suficientes para hacernos creer y soñar que aún es posible la utopía.

J. L. CELADA

El protocolo del corazón

CINE: ESPECIALES

Un preaviso para huir de etiquetas y despejar equívocos: estos Especiales no son los parientes franceses de nuestros Campeones. A sus creadores, Eric Toledano y Olivier Nakache, les debemos un éxito mundial en taquilla como Intocable (2011), santo y seña de la comedia dramática de buenos sentimientos. Más tarde, aunque en menor medida, se ganaron también el favor del gran público con la bienintencionada Samba (2014) y la simpática C´est la vie (2017). Su intención ahora, sin embargo, no es tanto ya complacer o hacer reír cuanto contribuir a la humanización de una sociedad cada vez más insensible ante ciertas realidades y, sobre todo, homenajear a esos colectivos capaces de identificar un problema y actuar sin esperar a que «papá Estado» ofrezca la solución.

Aprovechando sus vivencias juveniles como monitores de campamento, la pareja de guionistas y realizadores galos construye una historia con vocación de denuncia vertebrada en torno a dos amigos -uno judío (Vincent Cassel, alejado de sus registros habituales) y otro musulmán (Reda Kateb)- y sendas organizaciones sin ánimo de lucro que tienen a su cargo: «La Voz de los Justos», que acoge y tutela a niños y no tan niños con distintos grados de autismo, ciudadanos ignorados o enfermos sin expectativas de mejora; y «La Escala», que forma a jóvenes en riesgo de exclusión social para que atiendan a estos casos urgentes de vulnerabilidad extrema. Dos instituciones «fuera de las normas» -como reza el título original de la cinta- que no solo se ayudan mutuamente, sino que subsanan las carencias sanitarias y administrativas en materias tan sensibles como la salud mental, la discapacidad o la protección de la infancia.

Aun así, ambas son víctimas de la Inspección General de Asuntos Sociales (IGAS), una agencia gubernamental encargada de vigilar el cumplimiento de la ley en cuanto a licencias, acreditaciones o formación de los trabajadores se refiere. Más pendiente, a tenor de sus visitas, de controlar la idoneidad de los profesionales que de hacerse responsable de esos menores encerrados, atados y permanentemente medicados. Son las trabas y paradojas de un sistema que, como la propia medicina, obedece a protocolos, mientras nuestros protagonistas apelan a la (buena) fe y al (gran) corazón para paliar el fracaso de un estilo de vida -este sí- que amenaza cierre.

Nakache y Toledano retratan con un realismo próximo al documental este universo de médicos, pacientes, familiares, enfermeras, educadores, mediadores, funcionarios, cuidadores, voluntarios… Y lo hacen con la colaboración de dos extraordinarios actores y un grupo de chavales –Especiales, en muy diversos sentidos- interpretándose a sí mismos.

La madre de uno de estos secundarios tan reales, confesando la lógica preocupación por su hijo cuando ella falte, asume -entre resignada y agradecida- que el mundo se divide en dos categorías: los que «ya ni te ven ni te oyen; y los otros, que no abundan mucho». De estos últimos, los nuevos quijotes del siglo XXI, nos habla esta maravillosa y necesaria película.

J. L. CELADA

Scorsese habla, ¿Dios calla?

CINE: SILENCIO

Ocurrió en el Gólgota, en Getsemaní… Desde entonces, la escena se repite cada vez que alguno de sus hijos se siente «abandonado» por el Padre. Filósofos, teológos, escritores y hasta cineastas se han preguntado, ayer y hoy, por qué Dios calla cuando más reclamamos su presencia. ¿O es solo una impresión humana? ¿Basta con tener fe para entender que el Señor habla incluso en el silencio?

Silencio. Así se titula, justamente, el trabajo de Martin Scorsese, adaptación de la novela homónima de Shûsaku Endô. Un drama histórico que relata el viaje -físico y espiritual- a Japón de dos jesuitas portugueses, durante la segunda mitad del siglo XVII, en busca de otro misionero de su país que terminó apostatando tras ser perseguido y torturado por las autoridades locales.

A lo largo de más de dos horas y media (excesivo metraje para un filme de ritmo contemplativo y mirada profunda, pero que nunca debería renunciar a ser vehículo de entretenimiento), el veterano realizador neoyorquino nos sumerge en el infierno de fuentes termales y paisajes brumosos teñido con la sangre de aquellos mártires cristianos de Extremo Oriente. Porque al rápido florecimiento de la Iglesia que acompañó la llegada de san Francisco Javier un siglo antes le sucederían décadas y décadas de encarnizada represión contra innumerables testigos del Evangelio.

Dos de ellos (Andrew Garfield y Adam Driver) desembarcan en esta tierra hostil con el encargo de localizar a su compañero y maestro (el siempre imponente Liam Neeson), aunque enseguida entenderán que su misión es otra: devolver la dignidad a unas gentes que viven y mueren como bestias bajo la tiranía de aquel régimen feudal, y anunciarles la promesa de que todo sufrimiento no será en vano. Mientras, nuestros jóvenes protagonistas compartirán las penalidades de esta comunidad de las catacumbas, donde miedo y plegaria se funden como lágrimas en la lluvia. Y allí, en los confines del mundo, aprenderán que no basta con sentirse útiles. Menos aún, buscar desesperadamente señales tangibles de fe. Dios les pide estar. Por más que su silencio pese como una losa o les parezca pobre la respuesta divina a sus gritos.

Así, entre crisis, traiciones, crueles castigos y un inquisidor que roza la parodia transcurre la película de Scorsese, una travesía oceánica por las procelosas aguas de las creencias, el testimonio y el martirio. También de la redención, una de las constantes en su vasta cinematografía. Empezó a gestar este proyecto hace 30 años, casi por las mismas fechas en que Roland Joffé estrenaba La misión, aquella inolvidable epopeya jesuítica en las Reducciones del Paraguay. Que nadie ose compararlas. De lo contrario, este Silencio pronto será historia.

J. L. CELADA

Campamento de supervivientes

CINE: LOS NIÑOS DE WINDERMERE

En agosto de 1945, con los últimos estertores de la II Guerra Mundial, el Gobierno británico acogió en su país a un millar de niños supervivientes de los campos de concentración nazis. En torno a 300 fueron conducidos al Complejo Calgarth, a orillas del lago Windermere, donde un equipo de profesionales y voluntarios liderado por el psicólogo judío Oscar Friedmann (1903-1958) trataría de ayudarles a liberarse de sus miedos y a superar el trauma vivido.

Los cuatro meses de estancia en aquella especie de campamento -cuyos pabellones traían a la memoria de más de uno su paso por Buchenwald, aunque «sin focos, valla electrificada ni crematorio»- constituyen el principal argumento de Los niños de Windermere, estreno inédito en Movistar+ que debe su nombre a esos pequeños refugiados. La nueva familia allí formada, buscando curar heridas y recuperar tantas infancias perdidas en medio de palizas, cristales en la sopa, adultos gaseados y terrores nocturnos, acapara todo el protagonismo de este canto a la supervivencia tan instructivo como convencional.

El televisivo Michael Samuels debuta en la gran pantalla con una historia, basada en hechos y personas reales (algunas, hoy longevos ancianos, cierran la cinta con sus testimonios), que recurre a situaciones y diálogos ya conocidos por otros títulos sobre el Holocausto y la terrible huella dejada en varias generaciones de europeos de distintas nacionalidades. Aun así, en su afán de ilustrar el drama de los menores con el impecable estilo de las producciones británicas, el realizador inglés no renuncia a imágenes de una belleza que contrasta con el horror sufrido.

Su cámara y la pluma de su compatriota Simon Block tampoco desaprovechan la oportunidad de subrayar cada gesto, cada palabra… Para rememorar el pasado de quienes aprendieron a sobrevivir a cualquier precio, incluso a costa del más débil; pero también para escenificar un presente incierto (dispuestos en filas, a la espera de ser despiojados, pasar un reconocimiento médico y recibir otras ropas, nuestros chicos no acaban de sentirse a salvo de una nueva «selección»), aferrados a la única esperanza de encontrar con vida a algún pariente cercano (padres, hermanos…). Porque, por más que el conflicto quede atrás, no resulta fácil encarar el futuro cuando toda la familia es solo un recuerdo.

El ladrido de un perro que aviva los viejos fantasmas de la crueldad, la desesperada caza de un mendrugo de pan por si la escasez y el hambre aprietan… Cada detalle cuenta, a menudo con demasiada insistencia, en esta didáctica propuesta. Tanta evidencia, sin embargo, no lastra su propósito inicial: acercarnos a una de las grandes tragedias contemporáneas a través de uno de los muchos episodios que dejó a su paso.

Poco más cabe decir de una película de escasa complejidad y excesiva correccción, sin giros de guión ni concesiones al sentimentalismo, lo cual no impide que Los niños de Windermere abra la puerta a un dilema ciertamente interesante y siempre actual: ¿el sufrimiento da derecho a un lugar en el mundo o hay que ganárselo?

J.L. CELADA

¿Víctima o heroína?

CINE: PAULINA

Entretener, divertir, instruir, provocar, moralizar… El cine tiene la capacidad de conseguir todo eso y mucho más. Sin embargo, solo algunas películas nacen con la vocación de generar debate, incluso una vez concluida su proyección. Es el caso de Paulina, la extraordinaria «relectura» que ha hecho Santiago Mitre de La patota (1960), cinta que dirigiera su compatriota Daniel Tinayre sobre una mujer de clase acomodada agredida sexualmente por varios alumnos a los que impartía clase en una escuela nocturna.

La protagonista que ahora da título al último trabajo del realizador argentino renuncia también a su privilegiada posición y a una brillante carrera como abogada para comprometerse en la formación política de jóvenes desfavorecidos del medio rural. Decisión que -como a su «predecesora»- no solo le cambiará la vida, sino que encontrará la desaprobación de su progenitor, un influyente juez. La acalorada discusión que entablan ambos (inolvidables Dolores Fonzi y Óscar Martínez, adueñándose del magistral plano secuencia con que arranca el filme) nos pone en situación: un padre «cínico, conservador y clasista» frente a las «fantasías de mochilera» de su hija, el pragmatismo frente al idealismo, la retórica frente al compromiso, las leyes frente a las convicciones…

Tanto el punto de vista de ella misma como el de sus agresores, rematados por la posterior charla con una psicóloga, contribuyen a la poliédrica reconstrucción de unos hechos que el director maneja con exquisito tacto y pudor. Consciente del poderoso vehículo narrativo que tiene entre manos. Mitre nos sumerge en las disyuntivas ideológicas (religiosas si nos remontamos a La patota y vitales de Paulina sin necesidad de recurrir a juicios apresurados ni discursos altisonantes. La mirada perdida de Fonzi lo dice casi todo

¿Víctima o heroína?, se pregunta el espectador a cada paso, mientras nuestra profesora no ceja en su afán de cambiarle la vida a alguien. Aunque para ello tenga que seguir enseñando a quienes profanaron su dignidad. Se siente «consecuencia» de un mundo que solo genera violencia y admite que, «cuando hay pobres de por medio, la justicia no busca la verdad, busca culpables». ¿Cuestiona por eso la utilidad de las leyes? Tal vez, pero, sobre todo, nos deja una bella lección: hay que intentar entender antes de juzgar. También las lágrimas desconsoladas de ese padre cuando su hija retoma el insondable camino de la aventura humana. El mismo que emprendemos al abandonar la sala con la única certeza de que hemos visto una magnífica película.

J. L. CELADA