La diáspora interior

CINE:IDA

El cine ha explicado de mil modos esa costumbre tan humana de volver la vista atrás para rastrear en el pasado las huellas de una palabra, una persona, una imagen o un recuerdo que ayuden a entender mejor el momento presente. Y aunque se trata de una búsqueda que no siempre obtiene los frutos esperados, sí brinda a cuantos están implicados en ella la oportunidad de compartir el dolor que a menudo producen ciertos hallazgos que van dejando tras de sí. El ejemplo más reciente lo tenemos en Ida, la joven novicia que da título al ùltimo trabajo de Pawel Pawlikowski.

La prometedora debutante Agata Trzebuchowska encarna a Anna -nombre por el que se la conoce en el convento donde permanece recluida desde que quedó huérfana-, protagonista de un viaje a los orígenes de su familia en compañía del único pariente vivo conocido: una tía entregada al alcohol, la política (en otro tiempo, fervorosa estalinista y temida fiscal entre los «enemigos del socialismo») y las bajas pasiones. Todo sucede en vísperas de su profesión religiosa, cuando es invitada a dejar por unos días el silencio del claustro para conocer por sí misma la respuesta a tantas preguntas.

A lo largo de varias jornadas, ambas recorren aquella Polonia gris de los años 60 en pos de un nombre, un lugar, una fecha, una explicación al trágico final de sus padres (y a su caprichosa supervivencia) durante la ocupación nazi. Este periplo le permitirá también descubrir una experiencia amorosa inédita para ella, poniendo a prueba el compromiso de los votos que se dispone a tomar. Sin embargo, las previsibles dudas vocacionales que este hecho pudiera despertar quedan relegadas a un segundo plano frente a esa otra crisis de indentidad, entre sus raíces judías y su religión cristiana.

Es entonces cuando el director, con una elegancia solo comparable a la de la bella fotografía en blanco y negro y la música que arropan esta delicada y melancólica historia, nos invita a sumergirnos en el corazón de sus personajes. Sin juzgarlos, asumiendo sus temores y ambigüedades, pero haciéndonos partícipes de los sentimientos encontrados de dos mujeres en exilio permanente, sometidas a una diáspora interior que nos habla de su afán por tomar las riendas de un destino esquivo, aun cuando ello suponga desenterrar el pasado para volver a enterrarlo.

Ida ha pasado recogiendo premios por un buen número de festivales «menores» (Toronto, Londres, Varsovia, Gijón…), lo cual no solo avala su universalidad, sino que ensalza el valor de lo sencillo. Desde la desnudez de su puesta en escena hasta el orquestado concierto de sonidos ambientales (la cuchara contra el plato, la nieve cayendo, la pala excavando la tierra…), como si de un documental se tratara, todo en esta película suena a verdad. Un bien tan preciado como escaso en esto del cine, pero que pequeñas joyas como esta se encargan de preservarlo.

J. L. CELADA

Secreto de confesión

CINE: LOS DOS PAPAS

Dos hombres, dos estilos, dos formas de entender la fe, pero una única creencia, un solo fin, un mismo Dios. Las mismas preocupaciones, dudas y debilidades, pero distintas formas de revelarlas, expresarlas y confesarlas. En este juego de espejos y reflejos se resume Los dos Papas. Un inmenso diálogo que compendia, para iniciados y no iniciados, ese tira y afloja al que está sometida la práctica totalidad de las religiones: tradición vs modernidad. O pragmatismo vs idealismo: cambiar algo para que todo siga igual, que diría Lampedusa, o aceptar -y perdón por echar de nuevo mano del lapidario- que cada generación necesita su revolución, que escribió Thomas Jefferson. Quien mejor lo explica es el brasileño Fernando Meirelles. Por un lado, un alemán aficionado a la Fanta que mata su tiempo tocando viejas canciones al piano; por otro, un argentino con devoción por la pizza que grita como un hincha más los goles del San Lorenzo. (…)

La sinopsis es de sobra conocida… o no. Es cierto que parte de un acontecimiento histórico: la renuncia de Benedicto XVI tras ocho años de pontificado el 11 de febrero de 2013. Un hito para el que hay que bucear casi 600 años en busca de precedentes, creando, además, una situación insólita: la coexistencia de dos Papas, uno emérito y otro en activo. Sin embargo, el grueso del filme, ese ínterin en el que Benedicto toma la decisión de abandonar y Francisco guía las riendas de la barca de san Pedro, es obra de la imaginación del guionista Anthony Mccarten. Joseph Ratzinger (Anthony Hopkins), cansado y acuciado por las filtraciones del caso Vatileaks, convoca con urgencia al cardenal Jorge Mario Bergoglio (Jonathan Pryce). El primero es ceremonial, severo y arisco. El segundo es sencillo, bromista y carismático. Comedy gold, que dicen en Estados Unidos: la vieja fórmula del choque de caracteres contrapuestos nos arranca más de una carcajada sincera. Sin embargo, la llamada de Benedicto al bonaerense para liderar los designios de la Iglesia y los recelos que tal petición despierta en este último desciende al filme a territorios más profundos. La comedia da pie al drama psicológico, el gag deja paso a la reflexión y el encuentro informal de estos dos hombres de fe adquiere una dimensión teatral, en el buen sentido del término. Poco a poco mostrarán la persona que hay bajo la sotana, tendrán la necesidad de confesar y abrazarán una liberadora expiación. Como las grandes parábolas, Los dos Papas habla de cuestiones de calado sin dejar de captar nuestro interés.

Todas estas lecturas no serían posibles sin el enorme trabajo que desempeñan sus dos protagonistas. Con una diferencia. Anthony Hopkins, enigmático y fascinante, sigue siendo Hopkins. Frente a él, Jonathan Pryce no interpreta a Francisco. Es Francisco. Disfruten de ambos.

JAIME VICENTE ECHAGÜE

Un canto a la resistencia

CINE: TIMBUKTU

Un cervatillo corre por el desierto escapando de un vehículo con hombres armados que han convertido al asustadizo animal en diana de sus disparos. Aunque su consigna es clara: «No lo matéis, cansadlo». Esta secuencia, que alza el telón de Timbuktu, se erige de algún modo también en metáfora de lo que el extraordinario trabajo de Abderrahmane Sissako se dispone a contarnos: con frecuencia, el hostigamiento y la persecución son tan mortales como las propias balas.

El realizador mauritano sitúa los hechos años atrás, cuando grupos yihadistas llegados del Magreb tomaron el control del norte de Malí, sembrando el terror entre la población e instaurando un régimen de prohibiciones (no fumar, no escuchar música, no jugar al fútbol…) que desestabilizará una región asentada hasta entonces sobre la tolerancia y la convivencia interreligiosa. Y da título a esta cinta la ciudad que -en expresión de su protagonista- es el «alma» de las melodías africanas, un escenario donde entran en conflicto la vida sencilla y apacible de los habitantes del lugar con las leyes de un islam que ha desterrado la clemencia, la piedad y el perdón en nombre de la yihad.

Sin embargo, mientras el buen musulmán libra esa «guerra santa» consigo mismo en busca de su perfeccionamiento moral (así lo entiende el imán local, testigo y contrapunto de la barbarie invasora), los impulsores de la sharia más cruel solo persiguen conquistar territorios y voluntades infundiendo temor. Algo que no siempre ocurre, como se encarga de demostrarnos esta historia. Porque todavía hay gente anónima que, por muchos latigazos y lapidaciones que sufran sus cuerpos, nunca permitirá que la locura profane sus espíritus.

En una tierra seca y polvorienta, de la que no pocos vecinos se han visto obligados a emigrar, ganaderos, pescadores, pastores o artistas plantan cara a quienes se empeñan en cercenar sus libertades. Ya sea en la soledad de una jaima o en el bullicio del mercado, a diario soportan las humillaciones con paciencia, resignación e incluso aceptación, pero, muy especialmente, con una resistencia silenciosa y activa digna de admiración (¡qué decir, por ejemplo, de las mujeres, abocadas a matrimonios en contra de su voluntad!).

Claro que nada sería igual sin la cámara de Sissako asomándose a este microcosmos, por desgracia tan universal. Su lenguaje sencillo, su narración pausada, sus imágenes (a veces, delicados poemas visuales como ese partido de fútbol sin balón que reivindica la imaginación frente a la sinrazón)… constituyen un canto a la belleza de unos parajes y unos pueblos que ni la brutalidad más absoluta -en ningún caso ausente- podrá mancillar.

Confesiones de un actor

CINE: FLOW

A punto de estrenar su función largamente soñada, un actor (Juan del Santo, ubicuo y resuelto en el manejo de los diversos registros interpretativos) se sitúa ante el espejo del teatro vacío para exorcizar sus miedos -escénicos y existenciales-, mientras rinde tributo al arte de ser otro, de vivir otras vidas. Todo lo que tiene y necesita está ahí, sobre la soledad de las tablas. «Si puedo alcanzarlo con la imaginación -proclama-, puedo expresarlo con el cuerpo».

Así arranca Flow, la película de «acción interior» que David Martínez ha puesto en pie con escasos recursos, pero sobrado de fe… en la profesión y en la capacidad del ser humano para sobreponerse a sus miserias y «tocar el misterio». De todo ello sabe bastante el protagonista de esta historia, un tipo entregado a los ensayos de su obra -y a la bebida-, que acude a clásicos del imaginario cinematográfico como El Padrino o El hombre elefante para hablarnos de su familia (el amor de una madre, la relación con su hermano, una hija desatendida…), compartir sus complejos o lamer sus heridas.

La muerte del padre, portador de una herencia envenenada, marcará un punto de inflexión en la narración de los hechos (hábilmente apoyada en conversaciones telefónicas y cartas manuscritas) y en la propia trayectoria de este lobo solitario: cárcel, depresión, vida en la calle… Instante en el que decide emprender un largo camino para reencontrarse consigo mismo. Y que la cámara de Martínez aprovecha para conducirnos de la ciudad al campo, de la mirada de corto alcance a la amplitud de horizontes, de la palabra desbocada a los largos silencios.

La cinta, que hasta entonces había desnudado el alma del artista sostenida por la intensidad dramática connatural al oficio, se adentra en el territorio de la quietud y la contemplación en busca de una oportunidad para reconciliarse con el pasado (un progenitor lejano, pero muy presente; una madre que está ahí, sin pedir nada a cambio…). También para redescubrir la magia, el duende de ese momento irrepetible que hermana al monje y al actor, «aquella fuerza misteriosa que todo el mundo puede reconocer pero nadie puede explicar».

Flow es la confirmación de que el talento no entiende de límites, de que la vida y la escena tampoco conocen fronteras en su inagotable trasvase de sueños y desvelos, de que a ambos lados siempre estamos a tiempo de despertar a la fascinación y transformar la realidad. Sin perder la libertad ni caer en la locura.

J.L. CELADA

La pureza del buen cine

CINE: LAS INOCENTES

La guerra suele dejar a su paso un reguero de brutalidad que se traduce en matanzas indiscriminadas, mutilaciones, violaciones… Pero cuando remite el tronar de las armas, al abrigo de la urgencia o la solidaridad, surgen extraños compañeros de viaje. ¿Cómo explicar, si no, que dos médicos de la Cruz Roja francesa -una joven atea de familia comunista y un doctor judío- asistan en el parto a varias monjas polacas que fueron violadas reiteradamente por soldados soviéticos?

La secuencia pertenece a Las inocentes, nuevo trabajo de Anne Fontaine, una historia inspirada en hechos reales que nos traslada al invierno de 1945. A las afueras de Varsovia, bajo el manto de nieve que cubre los bosques cercanos, un convento esconde un terrible secreto: entre las plegarias y cantos de la comunidad, se cuelan los gritos de dolor de varias hermanas víctimas de un odio que ha profanado el santuario de sus entrañas.

¿Qué hacer con esas criaturas engendradas a la fuerza? Lo que para la inexperta matrona que acude en su auxilio (una espléndida Lou de Laâge) se antoja «muy simple», no lo es tanto para las atormentadas religiosas, cuya consagración a Dios se ve amenazada por un suceso que puede ser causa de rechazo y escarnio público. No corre peligro su voto de pobreza, a tenor de la austeridad que preside cada una de sus tareas domésticas, pero sí entra en crisis su castidad (¿es pecado mostrar su cuerpo o dejarse tocar en tales circunstancias?), a la que todas ellas se deben, por más que resulte «incomprensible» a los ojos del mundo. E incluso su obediencia, quebrantada para buscar una salida a la situación, aun cuando suponga contravenir la inflexible actitud de la madre abadesa.

Mientras el recuerdo del horror atenaza la voluntad de sus protagonistas, la realizadora luxemburguesa nos invita a contemplar -nunca a juzgar- a unos personajes confundidos, presos del miedo y las contradicciones, que tratan de encontrar respuestas a su angustia en un universo de contrastes y sentimientos encontrados. Un claroscuro vital felizmente rematado por la bella y fría fotografía que acompaña a esta narración de ritmo contenido y mirada serena.

Cuando rezar parece el único consuelo, aunque en ocasiones ni siquiera eso reconforte, Las inocentes pone de relieve que el oficio y la vocación se necesitan tanto como la ciencia y la fe, que detrás de todo gozo -no solo el que acompaña a la maternidad- está la cruz, y que «la fe -bien lo saben estas mujeres, ya lleven hábito o uniforme- son 24 horas de duda y un minuto de esperanza». Unas y otras, creyentes o no, encarnan lo mejor del alma femenina: misericordia que se derrama y vida alumbrada para iluminar la barbarie humana. Un excelente regalo de una excelente película, una de las grandes del cine religioso reciente.

J. L . CELADA

Los silencios de la fe

CINE: LAS LETRAS DE JORDI

Un dedo trémulo y combado se desplaza torpemente por un cartón con letras y números, tratando de transmitir un mensaje: «Necesito ir a Lourdes». Mientras, las imágenes de una procesión nocturna en el propio santuario mariano francés acompañan esa fatigosa comunicación entre Jordi Desquens Massanes y Maider Ferández Iriarte, protagonista y directora -respectivamente- de Las letras de Jordi.

Así arranca este sencillo y emotivo documental, en el que la joven realizadora vasca se dispone a contarnos quién es, cómo vive, qué piensa, qué siente y en qué cree ese hombre nacido hace 51 años con parálisis cerebral que da título a su primer largometraje. Armada de paciencia, y con la inestimable ayuda del alfabeto casero que sirve como traductor, la también educadora social acude cada semana a la residencia donde ahora vive el entrevistado para robarle su tiempo y, muy trabajosamente, todo aquello que pasa por su cabeza y su corazón.

Con el panel-abecedario como testigo y vínculo obligado entre ambos, asistimos a un intercambio de preguntas seguidas de largos silencios, respiraciones profundas y respuestas que se hacen esperar. Todo un ejercicio de atenta escucha, que exige tanta o más predisposición por parte del espectador para adentrarse en el mundo interior de un individuo que confiesa a su interlocutora haber escuchado la voz de Dios cuando tenía 21 años, pero que hoy no le habla.

A estas alturas, y después de que la cámara haya ido abriendo progresivamente el objetivo (desde la extremidad que sirve como guía hasta el plano general en la habitación), ya conocemos un poco mejor a Jordi. También a su madre, incluido el derroche de ternura que transmiten en cada intercambio de besos y abrazos. Instantes que contrastan con la indisimulada tristeza que se dibuja en su rostro cuando se enfrenta a la incómoda interpelación de cómo le afecta el hecho de que sus padres se hagan mayores.

Tal contrariedad, sin embargo, no le impide seguir sincerándose con su nueva amiga y compartir sus más hondas inquietudes, humanas y creyentes. Por eso, en uno de sus cara a cara, le pedirá que viaje con él a la gruta de Lourdes, al lugar donde la Virgen se apareció a Bernadette. Una experiencia en la que sitió su cuerpo más ligero, como «volando», y de la que regresaría «con más fuerza», convencido de que -como la joven pastora- solo quiere «hacer el bien a las personas». «Yo también quiero hacer el bien, y a mí no se me ha aparecido Dios», le replica Maider, dispuesta a aprovechar la oportunidad que tiene ante sí de descubrir qué significa creer en algo o alguien intangible. «¿Crees que eres especial por eso?», sigue tirando del hilo. A lo que Jordi contesta: «A mí Dios me ha enviado aquí con un propósito, aunque no sepa cuál».

Son los misteriosos designios de la fe. Una fe hecha de ausencias y palabras entrecortadas, cuyo poderoso magnetismo proporciona fortaleza en la debilidad, inundando de luz a cuantos tienen la fortuna de cruzarse en su camino. Y algo semejante podría decirse de esta película libre y madura, la prometedora ópera prima de un espíritu sensible.

J L. CELADA

Historia de una seducción

CINE: EL GRAN SILENCIO

Atrevida, por momentos árida -sobre todo para quien suele confundir prisas con ritmo y palabras con comunicación-, pero absolutamente cautivadora cuando uno logra despojarse del óxido del ruido y se empapa de su proverbial sencillez y quietud. Así es El gran silencio, una experiencia cinematográfica de resonancias místicas, un tiempo para la contemplación, la historia de una seducción con triple protagonismo: la de un grupo de monjes que, por boca del profeta Jeremías, dan fe de su total entrega a Dios («Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir»); la del cineasta alemán Philip Gröning, que encandilado por este estilo de vida, y tras una paciencia propia del mismísimo Job (más de 15 años de espera para obtener el permiso de rodaje), cuela su cámara en clausura y nos regala un documental sorprendente; y la de cualquier espectador que, abierto a lo imprevisible de la Gracia, se ve inundado por la inapelable fuerza y transparencia de unas imágenes que adquieren el valor de un testimonio.

Premio Especial del Jurado en Sundance 2006 y gran éxito de público en numerosos países de Europa, El gran silencio ha llegado como aquella brisa en la que Yahvé se le manifestó a Elías. (…) Los muros de la «Grande Charteuse» alpina no ocultan oscuros secretos. Sólo la rutinaria, pero armónica, existencia de un puñado de almas siempre dispuestas a alabar al Creador con sus rezos, cánticos y empeños cotidianos.

El puntual tañido de una campana marca el apacible transcurrir del tiempo y se erige en la banda sonora de los días, acompañada estación tras estación por el zarandeo rebelde de las hojas agitadas por el viento otoñal, las profundas huellas que profanan el inmaculado manto de nieve en invierno o el despertar a la primavera de una naturaleza que estalla en mil colores y sonidos. Pocas más «interferencias» (dos momentos de esparcimiento apenas, que los religiosos aprovechan para jugar como niños montaña abajo o discutir como teólogos sobre la utilidad y el sentido de los símbolos) alteran la profunda paz espiritual que se respira en este monasterio cartujo.

Y a pesar de esta aparente monotonía que parece invadirlo todo en medio de tanto sosiego, el claustro, el coro, el refectorio, la celda o el lugar de trabajo de cada uno de estos fieles discípulos de su Señor (desde la cocina al huerto, pasando por la carpintería o la peluquería) son testigos mudos -nunca inexpresivos- de mundos interiores tan ricos como ejemplares. Por no hablar, claro está, de esos rostros serenos que desfilan frente al objetivo mientras se adivina en sus cuerpos (y espíritus) las cicatrices que han dejado el fuego de la Palabra y -por qué no decirlo- el frío de la soledad.

Para los tiempos acelerados y superficiales que corren, El gran silencio puede resultar hasta provocador (no lo es menos la realidad que ha querido retratar), pero sus casi tres horas de intenso ejercicio contemplativo acaban por transformar cualquier recelo inicial en un disfrute sin reservas de esta hermosa y austera liturgia. Pocas veces el cine nos ofrecerá una oportunidad mejor de reconciliarnos con el ser humano… y con la Iglesia. Aprovechémosla, que no abundan.

J. L. CELADA

Un infierno en cada rostro

CINE: ADÚ

Durante 2018, unos 70 millones de personas en todo el mundo dejaron sus hogares en busca de una vida mejor. Más de la mitad eran menores. Este dato sobrecogedor, que precede a los créditos finales de Adú -el incierto viaje en la ficción de uno de esos números con rostro- nos apremia a pasar del lamento a la reflexión, de la congoja estéril al valor para cambiar las cosas. Aquí reside el gran mérito del último trabajo de Salvador Calvo, en su capacidad para despertar en el espectador una mirada global (¿y solidaria?) del mundo, que nos ayude a relativizar -mejor aún, a dimensionar en su justa medida- nuestros «conflictos de ricos».

De camino hacia Europa desde su Camerún natal, la odisea del pequeño protagonista que da título a la cinta nos sumerge en el infierno migrante (hambre, frío, miedo, desesperación, explotación…), pero también en la red de afectos (amistad, protección, generosidad…) que se teje mientras sortea toda clase de obstáculos y se enfrenta a situaciones extremas. Un azaroso periplo, cuyo drama humano nos concede un respiro cada vez que el realizador madrileño alterna en la narración dos nuevas historias paralelas con África como telón de fondo.

La primera reúne en el continente negro a un padre ausente y una hija perdida (Luis Tosar y Anna Castillo, indiscutibles reclamos del cartel), un empresario más pendiente de salvar especies amenazadas que de recuperar el cariño de esa veinteañera recién llegada de España. La otra trama nos conduce a uno de los puntos calientes del éxodo africano: la valla de Melilla. Allí, varios guardias civiles que custodian la frontera hispano-marroquí son juzgados por la muerte de un joven subsahariano durante el asalto al «sueño europeo». Y, en este punto, el discurso de uno de los agentes frente a las dudas de su compañero resulta tristemente familiar.

Dos episodios en todo caso que se antojan casi anecdóticos en contraste con la magnitud de cuanto va experimentando por sí mismo ese niño de seis años (¡qué hallazgo para la gran pantalla el del beninés Moustapha Oumarou!), testigo y altavoz de tantas infancias robadas. A manos de quienes trafican con sus cuerpos y su libertad. Aunque no solo, porque el silencio consentido de sus vecinos del norte ahonda la herida -ya de por sí sangrante- de esta peligrosa cruzada por la supervivencia.

Adú constituye un doloroso baño de realidad, salpicado de circunstancias adversas que, sin embargo, no nos impiden disfrutar de las esperanzadoras lecciones de resistencia exhibidas en cada etapa de esta fatigosa ruta (Senegal, Mauritania, Marruecos…). Una invitación, tan incómoda como sugerente, a seguir los pasos de la frágil e indefensa criatura que nos (pre)ocupa en pos de su lejana y ansiada meta.

Poco añade esta película a todo lo dicho ya por otras producciones -documentales o no- sobre el tema, perso su director logra aunar conciencia y entretenimiento en un loable ejercicio de compromiso personal y profesional. A tiempo están de aprovechar este inesperado regalo.

J .L. CELADA

La espera que alumbra el milagro

CINE: LOS DÍAS QUE VENDRÁN

Quienes han pasado por ello, incluso más de una vez, lo saben mejor que nadie: nunca se está suficientemente preparado para traer un hijo al mundo. Mucho menos, todavía, si la aventura de la maternidad/paternidad arranca de un modo imprevisto, no buscado. Y eso les sucede a los protagonistas de esta historia: deberán «aprender a ser tres cuando ni siquiera habían tenido tiempo de aprender a ser dos».

Esta nueva perspectiva vital -tan gráficamente descrita en la sinopsis de la cinta- anuncia el drástico cambio que supone la llegada de un retoño, sobre todo si no se ha planificado. Antes, sin embargo, asistimos a los consabidos instantes de incertidumbre (el test de embarazo, la risa nerviosa, los abrazos, los llantos, las preguntas, las dudas…), antesala de la decisión final y punto de partida de un viaje de nueve meses que no solo nos ofrece pistas sobre la madurez de estos padres primerizos para criar un bebé, sino que pone a prueba la estabilidad de la pareja.

Interesado por las relaciones íntimas, por eso que nos une y nos separa de los seres que tenemos al lado, Carlos Marques-Marcet regresa a la geografía de las emociones cercanas y reconocibles que ya visitó en 10.000 KM (2014) y Tierra firme (2017), allí donde cine y vida se (con)funden en indisoluble matrimonio, Un compromiso que el joven realizador barcelonés lleva hasta límites insospechados en este tercer largometraje. Con la colaboración de los extraordinarios David Verdaguer y María Rodríguez Soto -pareja delante y detrás de la cámara, en espera de su primer hijo dentro y fuera de pantalla-, asistimos a un ejercicio de realismo que supera cualquier expectativa. Porque hay tanta verdad en ese desdoblamiento que, por momentos, llegamos a creer que se trata de un documental, que una ficción tan real no puede responder a un guión.

Pero no es así. Estamos ante una modélica propuesta de escritura y puesta en escena, que sigue paso a paso los avatares de esta embarazosa (y gozosa) espera: la acogida de la noticia entre familiares y amigos, los movimientos del feto como sinónimo de tranquilidad, la elección del nombre de la niña jugado a los chinos con humor, el futuro colegio de la pequeña como conversación de una tarde de compras, las discusión sobre dónde y cómo dar a luz… Todo ellos a lomos de una montaña rusa de sentimientos y hormonas que conduce a nuestros personajes de la euforia a la bronca, de la complicidad a los reproches y del amor a los dolores… de parto, cesárea incluida.

Con la ayuda de ambos, y de una vieja grabación en Súper 8, el director entona un precioso canto al milagro de alumbrar vida, y lo convierte en legado que hermana a tres generaciones de mujeres en la persona de esa madre gestante que un día fue también recién nacida. Un feliz hallazgo, sin duda, tan concluyente como conmovedor.

Mejor película, mejor dirección y mejor actriz en el Festival de Málaga, ojalá que Los días que vendrán crezca entre el público con esa buena salud que luce la criatura amorrada el pecho de su progenitora. Plano que cierra y fija el recuerdo de esta inolvidable experiencia.

J. L. CELADA

La maestra más cruel

CINE: EL GRAN CUADERNO

Dos hermanos -gemelos, para más señas- duermen plácidamente acompasando su respiración, mientras un soldado a punto de salir para el frente -el padre de los chavales- pasa a despedirse de los suyos. Ambos planos ilustran la portada de El gran cuaderno y constituyen la única página amable de este drama bélico ambientado durante los últimos meses de la II Guerra Mundial en un apartado rincón de Hungría. De aquel país era Ágota Kristóf, autora de la novela a la que ahora su compatriota János Szász ha puesto imágenes, diálogos (tan sobrios como la propia puesta en escena) y sentimientos de una crudeza extrema. No solo por lo que nos cuenta esta historia, sino por cómo lo digieren y reproducen sus protagonistas en esa libreta del título, que su progenitor les regala para que anoten con frialdad de notario cuanto suceda en su ausencia.

Ya conocemos por otras producciones (La vida es bella, El niño con el pijama de rayas…) que la mirada infantil es un recurso muy útil para filtrar las atrocidades de cualquier conflicto, pero nunca antes la crueldad había matado así su inocencia. Aquí no caben juegos ni fábulas. El ejercicio de supervivencia de los dos «pequeños salvajes» nos remite a la verdad desnuda de un tiempo que obliga a convivir con el hambre, el frío, la miseria y la muerte. También con una abuela que parece sacada de la peor pesadilla. Junto a ella -y la consabida presencia de los nazis de turno-, nuestros sufridos «combatientes» emprenden su particular instrucción en el oficio de resistir: a las penurias económicas, a las bajas temperaturas, a toda clase de humillaciones, al dolor…

Con una estética y un discurso de aparente normalidad, que recuerdan por momentos al Haneke de La cinta blanca (2009), el realizador húngaro nos sumerge en ese aprendizaje de los chicos para denunciar el despiadado magisterio de todas las guerras. Y de ello dan fe a cada paso las notas de El gran cuaderno, un primoroso montaje visual de fotos, dibujos y mensajes que ilustra cómo endurecer el cuerpo y el alma para enfrentarse a situaciones que dinamitan la dignidad y que resultan difícilmente soportables para cualquier ser humano. Mucho menos para alguien de su corta edad.

El rostro impenetrable de los gemelos Gyémánt nos guía por una siniestra pendiente, la que arranca en la necesidad de ganarse lecho y sustento trabajando (o robando), y que desembocará en una peligrosa práctica de no retorno: aprender a ser crueles… y a matar (insectos, peces, gallinas…) Por el camino, la superación del llanto o el miedo son apenas un tránsito de amargo recuerdo. Como el del cariño materno, convertido en lastre y amenaza para su corazón atrincherado.

Que la dureza de esta interesante película no nos impida ser sensibles a sus enseñanzas, porque las guerras terminan cuando la paz y la libertad se ganan también lejos de los despachos.

J.L. CELADA