Las tres leyes

Tres leyes rigen la cultura occidental contemporánea. La primera: consume, compra, consume y compra siempre, de todo y cualquier cosa, útil o inútil, que necesites o que no necesites, ahora y mañana, cuando estés en tu ciudad o viajes de vacaciones.

Es la clave del sistema y el primer deber del ciudadano, pues si no consume, la maquinaria económica se bloquea y se extienden la pobreza y la desgracia universales. Nos han diseñado para consumir, para producir y consumir; pero el fin de la naturaleza humana no radica en esta finalidad y, cuando la persigue obstinadamente, choca frontalmente con el vacío existencial.

Nos repiten desde múltiples altavoces que hay que consumir, porque la felicidad reside, supuestamente, en la posesión del objeto que seduce. Hasta tal punto tiene influjo esta ley que la felicidad es ir de compras, pasar horas en un gran centro comercial, dar rienda suelta al instinto posesivo. De ahí se deriva que el ahorro es una antigualla y la sobriedad es casi antisocial, de tal modo que ser moderado y discreto es aburrido.

La segunda ley que rige el escenario cultural posmoderno es la exigencia de divertirse. No hay nada más importante que el espectáculo, cualquiera que sea, masivo, en la calle, en casa, frente al ordenador o la televisión.

La cuestión es llenar el tiempo libre, los puentes, las vacaciones, los fines de semana, las horas domésticas. La necesidad de diversión colma todo el espacio disponible, rehace la imagen y el contenido de las ciudades históricas, indefectiblemente turísticas. La diversión en el sentido más extenso, hace construir hoteles y más hoteles, ocupa las playas y los paisajes, llena los centros comerciales, se extiende por todas las horas de la vida. Incluso las noticias más serias o más trágicas se convierten en entretenimiento: guerra, mensajes, catástrofes.

La tercera ley es la del culto del cuerpo joven, de la vitalidad indefinida. Se anhela la piel inalterable, se reniega de la vejez e, incluso, de la condición de adulto. El rejuvenecimiento se convierte en la gran industria universal y el consumo expansivo de cosméticos para parecer esbeltos.

La cultura materialista, que fue criticada por los más lúcidos pensadores marxistas, cristianos, personalistas y por los psicólogos humanistas de la primera mitad del siglo XX, promueve el olvido del yo profundo, idealiza el ego y es incapaz de satisfacer los deseos más profundos del ser humano. Genera frustración, divide a las comunidades en virtud de su poder adquisitivo, genera formas de rivalidad y oculta la verdadera cultura del ser, que es la que tiene que ser desarrollada a través de la práctica educativa.

La obsesión del lucro es una intoxicación en la cual el dinero, que es el medio, se convierte en fin. La obsesión por lo cuantitativo, por lo calculable, por lo traducible en cifras es una intoxicación cognitiva que está muy generalizada en la sociedad que vivimos.

La persecución de los bienes materiales como objetivo vital conduce a la persona a la desazón y al vacío. En primer lugar, porque los objetos materiales nunca llegan a colmar el deseo que subsiste en el ser humano. Nada de lo que puede ofrecer la tecnología puede satisfacer este anhelo vital que late en la entraña del ser humano. Además, la identificación entre felicidad y confort material genera una segunda forma de vacío, pues uno se percata de que el estado de felicidad no depende del número de objetos que se poseen, sino que tiene su raíz en otros niveles.

FRANCESC TORRALBA. Filósofo

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