“Se define al lector simplicísimamente: el que lee por leer, por puro gusto de leer, por amor invencible al libro, por ganas de estarse con él horas y horas, lo mismo que se quedaría con la amada”
Pedro Salinas

Con no poca frecuencia se nos pregunta a quienes nos dedicamos hoy a la enseñanza de la literatura qué es lo que ocurre con los libros y los adolescentes, por qué ya no se lee como antes, de qué modo podemos subvertir esta aparente tendencia hacia un mundo de analfabetos funcionales. Se ha despertado, de un tiempo a acá, una honda preocupación por este asunto y de ella dan fe los numerosos planes de fomento de la lectura, los programas de animación, los cursos o las publicaciones que promueven ayuntamientos, bibliotecas o colegios.

La respuesta a esto es simple y compleja a la vez: los tiempos cambian. Es simple porque parece un subterfugio fácil que nada resuelve; es compleja porque el cambio del que habla lo es en sí mismo. En efecto, resultaría estéril comparar cifras (si las hubiera exactas) del nivel de lectura de 1966, por poner un ejemplo, con las de 2006. Dejando a un lado las obvias diferencias en el censo poblacional, en el número de niños y jóvenes escolarizados o en las circunstancias sociolaborales de ambas fechas, en aquellos tiempos el único rival que tenía el libro era el propio libro, esto es, su capacidad de envolver, emocionar, enamorar al niño lector. Lo demás era pura aventura. En una época en que viajar era el mayor de los lujos, la única forma de conocer el mundo era a través de los cuentos.

Entonces, viajábamos con Gulliver, con Nemo o con Robinson Crusoe. Ahora, sin embargo, no sólo podemos viajar a cualquier lugar en cualquier momento sino que basta con encender un ordenador personal para estar conectado al resto del mundo.

Este cambio sólo es comparable al que se produjo sobre 1449 cuando a un herrero alemán le dio por imaginar la posibilidad de imprimir varias copias de una obra al mismo tiempo. Debió de producir un estupor semejante al que ahora sentimos, tal vez el mismo miedo a perder los valores fundamentales, las costumbres, la esencia de la cultura que hemos heredado. En los años de Guttemberg, después de siglos de tradición y, lo que es más importante, transmisión oral, no sólo se criticó sino que se persiguió a aquellos que cayeron en la tentación de la lectura. Ciertos libros se quemaban en la plaza pública. Sus lectores, a veces, también. No obstante, el invento triunfó sin que ocurriera ninguna de las desgracias que muchos agoreros vaticinaban: el libro se convirtió en el principal vehículo de transmisión de datos, de saberes, de emociones y, a pesar de todo ello, la gente siguió hablando, se siguió reuniendo en torno a una mesa o a un fuego para contar historias, en un banco de la plaza del pueblo para recordar, alrededor de un maestro para aprender. En definitiva, el libro vino a sumarse a la conversación no a sustituirla.


Estamos asistiendo en nuestros días a otro cambio similar. Si en el anterior, la cultura escrita vino a enriquecer (como hemos dicho, nada sustituye a una madre o a un padre que cuenta un cuento a su hijo) a la oral, ahora podemos decir que la cultura audiovisual viene a enriquecer a la escrita. Flaco favor les haríamos a nuestros estudiantes si alentáramos una batalla entre libro y ordenador o libro y videoconsola. Primero, porque es una lucha sin sentido. Y segundo, porque el de los libros y el de las Nuevas Tecnologías son lenguajes distintos pero no excluyentes. Internet, las consolas, los programas de televisión seducen a la mayoría de los adolescentes, incluso al adolescente que lee. Pero la satisfacción que produce la lectura de un buen libro no es comparable con nada y eso lo sabe el verdadero lector. “Leer” significa interpretar, re-crear un texto, participar en él. El lector es más que un espectador pasivo de lo que lee.

Es, como decía Salinas, un apasionado. Y por supuesto que le dedicará su tiempo a ver televisión o navegar por la red, eso no se le puede impedir a un adolescente cuyo principal rasgo debe ser la curiosidad, pero siempre tendrá un espacio y un tiempo para la lectura. Siempre, claro, que nosotros (profesores, padres, escritores, editores) les ofrezcamos un buen libro. ¿Qué consideramos un buen libro? Un libro de calidad, que enriquezca su mundo y no que lo simplifique, que le interese, que se adecue a sus emociones, que le haga pensar, que lo haga más feliz, más persona, más libre. Nada más y nada menos.

El joven del siglo XXI es un gran lector de imágenes, ha crecido con ellas y parece (ya veremos cómo sólo lo parece) más preparado para entender ese lenguaje que el de un libro. Ocurre que, en ocasiones, se siente incomprendido por sus mayores, quienes no alcanzamos a descifrar este nuevo código emergente. Tal es así que ahora los padres, cuando queremos castigar a nuestros hijos, les prohibimos el acceso a su ordenador y los condenamos ¡a la biblioteca! Hubo un tiempo en que se castigaba a la gente por leer y otro, igual de tenebroso, en que se castiga a la gente a leer. En cualquier caso se asocian lectura y castigo, ¿cómo extrañarnos, pues, de que los niños de hoy no lean? Hace años, en otro foro distinto, apostamos por una idea fruto, acaso, de la desesperación: ¿y si les prohibiéramos a nuestros alumnos leer?; ¿y si les escondiéramos los libros bajo llave? Quizás se rebelaran contra ese absurdo precepto y se lanzaran tras los cuentos como los ratones tras el flautista de Hamelín. Alguien podría pensar que nuestra idea era igual de descabellada y hasta siniestra. Pero no. No es lo mismo prohibición que castigo. Ambos están en el imaginario de la literatura infantil pero, mientras la prohibición es el principio de todo (la invitación a la aventura), el castigo es el final (lo irreparable, lo que ya no puede recuperarse).

Por otra parte, hay otra cuestión espinosa que nos gustaría apuntar. ¿Qué puede esperarse de nosotros como guías? Nuestra intención, sin duda, es loable. Pretendemos ejercer de flautistas pero desconocemos, quizás, la música tras la que nuestros niños nos seguirían. Y es que aún seguimos recordando a los autores que nos apasionaron (Verne, Salgari, Defoe…), sin duda clásicos de la literatura para jóvenes. Más los clásicos necesitan su tiempo de maduración. Si se leen antes de lo convenido les ocurrirá lo que, por desgracia, les ha ocurrido al Quijote, La Celestina, La vida es sueño y tantas otras obras. Que a varias generaciones de estudiantes se les escaparon no tanto por aburridas, que en absoluto lo son, como por incomprendidas. Conviene, entonces, que revisemos nuestra biblioteca para adaptarla a la edad y las necesidades de nuestros hijos. Y aquí tampoco se trata de enfrentar nuestros gustos con los suyos, sino de enriquecernos todos.

De cualquier manera, el asunto (ya lo apuntábamos al inicio de nuestra reflexión) es más complejo. Hay aspectos que se nos escapan, fenómenos que aún nos sorprenden. Por un lado, las cifras de edición y venta de libros son cada vez más altas. Por otro, los autores de literatura infantil, aunque de esto hablaremos en otra ocasión, abundan más. Y, en medio de todo, la revolución: en un momentos tan conflictivo como el que vivimos (hablamos de conflicto en la medida en que la letra y la imagen pugnan por ganarse el interés del niño), ha surgido un fenómeno social y literario que jamás se había dado en la historia editorial moderna. Cuando los profesores y los padres nos lamentábamos de que nuestros estudiantes y nuestros hijos se han olvidado de leer, descubrimos una madrugada a cientos de miles de niños y niñas haciendo cola ante las librerías por la aparición de una novela. El fenómeno Harry Potter nos ha venido a despertar del letargo en el que andábamos sumergidos. Por supuesto que ello tiene mucho que ver con otros factores no estrictamente literarios, como una cuidada versión cinematográfica de la novela o una labor publicitaria tan ambiciosa como multinacional, pero no cabe duda de que las historias del joven mago han cuajado en nuestros jóvenes. Lo que viene a decirnos que, si les ofrecemos una buena historia, el niño se acerca, se deja seducir, se enamora de la obra literaria. Sólo necesita, entonces, que se atiendan y se entiendan sus intereses, sus emociones y sus gustos.